
𝑻𝒓𝒆𝒊𝒏𝒕𝒂.
María llegó a la clínica, acompañada de Carlota y el pequeño Héctor.
La pelinegra admiró a su mejor amiga, enganchada con su hijo, mientras que ella cargaba la pañalera dentro de la carriola.
―Lloraré si él llora ―vocifera la rubia, metiendo su nariz entre en cuello del bebé―. Huele tan rico.
―No querrás imaginar, como me siento yo ―confesó ella. Le aterraba pensar, que debían vacunarlo y que él lloraría a más no poder.
― ¿Por qué no dejaste que Esteban viniera? ―preguntó, con la ceja enarcada.
Habían pasado la entrada principal, dejando estacionado el coche de Carlota al frente en el estacionamiento privado. Una semana fue suficiente, para que la pediatra avisara a la joven madre que era momento de colocar las vacunas correspondientes a Héctor, y que la obstetra y ginecóloga personal de María quitara los puntos de la cesárea.
―Está ocupado con la empresa, descuidó un poco el trabajo por mí ―dijo, con expresión preocupada―. Aunque, Aturo estuvo al frente no es lo mismo.
―Entiendo. ¿Cómo vas con la universidad?
―Extrañamente bien. He estado inmersa en el niño, entonces no hago las tareas completas. Esteban le pagó demás al campus, para que me permitieran acabar este semestre en la casa.
―Dios mío, qué hombre el tuyo... ―María enarcó una ceja, y Carlota rio―. Ay, no me mires así.
Iban por el ascensor, entre tanto la morena le platicaba sobre Leslie a su amiga.
― ¡Que perra! ―exclamó, haciendo un ademán―. ¿Cómo te dice eso?, pobre Esteban.
―Ningún pobre Esteban ―le remedó, revoleando los ojos―. Él pudo aclararlo en su momento, y no lo hizo. Tampoco es que yo me haya preocupado por eso. Soy yo quien tiene la sortija, el apellido San Román en mi nombre y le dio un hijo varón.
―Y tienes su corazón, lo más importante ―recalcó, saliendo de la caja metálica.
―Exactamente.
― ¿Seguirás molesta con él?
― ¡Señora San Román! ―la llamó la pediatra. De inmediato, volteó y le sonrió desde la lejanía. Ambas se encaminaron en la dirección de la doctora.
―No estoy enojada con mi esposo. ―Miró a la mujer con la bata blanca―. Buen día, doctora.
―Ah, ¿no? ―inquirió con sarcasmo―. Hola, buenos días ―saludó la rubia también.
―Síganme, esto será rápido ―indicó, llevándolas por un pasillo.
―No. Solo estamos en abstinencia, y eso lo tiene frustrado ―Carlota iba a replicar, pero ella le interrumpió―. Eh, yo estoy peor que él.
―Cuando pasen los cuarenta días, se desquitan como quieran ―aconsejó, moviendo las cejas con picardía―. ¿Cuántos van?
―Diez.
―Ay.
―Sí. Es como si no se terminara nunca.
Pasaron a una oficina y cerraron la puerta tras sí.
Tomaron asiento en las sillas, frente al escritorio de la pediatra.
La mujer tomó al bebé y lo puso en una camilla especial, todavía dormía plácidamente. En su rostro, se denotaba paz y ella no quería perturbarle aquello a un ser tan inocente.
―Prepararé las agujas, vuelvo en un minuto ―anunció, yéndose a un pequeño cuarto dentro de su despacho.
― ¿Lo inyectará dormidito? ―cuestionó, con un hilo de voz Fernández y una mano en su pecho. Carlota le apretó la mano que tenía en la poza brazos.
―Se despertará en cualquier momento, mamá ―aseguró―. Si no, tendrá usted que hacerlo.
―Está bien ―exclamó―. No quiero que sufra ―musitó, para que la rubia escuchara nada más.
―No será así, tranquilízate.
Como por arte de magia, Héctor soltó un chillido y enseguida María se levantó y lo cogió en sus brazos, con el fin de arrullarlo.
―Ya, pequeño, ya ―murmuró, plantándole un beso en una manito.
El niño le sujetó un dedo, y ella lo movía, solo para verlo calmarse.
―Colócalo en la camilla, por favor ―ordenó, enseñando una sonrisa la doctora.
María a regaña dientes acató la petición, dejándolo con un puchero sobre el colchón. Se alejó de ellos, acomodándose en una esquina del consultorio.
―Dame la mano, Car. ―Su amiga se la dio, y la pelinegra la apretó con fuerza.
La pediatra, limpió la zona donde inyectaría a Héctor y con sumo cuidado dejó que el líquido se introdujera al organismo del pequeño.
Ni un chillido, ni un llanto, nada.
La segunda fue lo mismo, solo que él se quejó mínimamente.
La tercera y última, vino acompañada de una lágrima y un llanto efímero.
María sollozaba, como si Héctor estuviera siendo desollado.
―Listo, mamá ―habló la médico―. Puedes volverlo a coger.
La doctora se situó tras su escritorio, y redactó un informe necesario. Sacó una tarjeta de vacunación y escribió el nombre del bebé en ella, marcó las vacunas que ya tenía con la fecha en la que fue aplicada; mas las que faltaban con una fecha pautada.
―Muchas gracias, mi doc ―sinceró la madre―. Nos vemos luego.
―Adiós. No hay de qué.
Después de salir de ello, subieron al piso a completar la cita de María.
Sin embargo, la ginecóloga mantenía una conversación animada, con cierta rubia con la cual no simpatizó ni un poco.
―Es ella ―señaló metafóricamente, observándolas de perfil reírse de su plática.
―Es peli teñida, amiga.
―No lo creo, tiene hasta las pestañas rubias.
―Si tú lo dices... ―farfulló Carlota, rodando los ojos.
La verdad, era que a la heredera de los Álvarez del Castillo no le gustaba toparse con otras rubias, y le gustaba hacerlas sentir mal diciéndoles que se teñían el cabello de amarillo, para parecer mujeres completamente norteamericanas.
Arribaron a la obstetra, ignorando la presencia de Leslie.
―Hola, María; ¿qué tal tu recuperación? ―saludó, con un beso y un abrazo―. Te ves bien. ¡Héctor, hola!
El mencionado frunció el entrecejo, y movía los ojos de indefinido color a todos lados donde había luz.
―Muy bien, de hecho. Mira, ella es mi mejor amiga, Carlota Álvarez del Castillo ―presentó a la pelirroja y a su rubia.
Las mujeres estrecharon la blancura de sus manos, sonriéndose mutuamente.
Leslie permanecía inescrutable, a un lado escuchando y mirando la escena.
―Pasa a mi oficina, ya te alcanzo. ―Cuando María, se iba alejando la doctora la detuvo―. Oh, ¿Dónde están mis modales?, lo siento. Señoras, les presento a la cardióloga Leslie Graham.
―Señorita ―corrigió Carlota―. En cuanto a mí, porque aquí mi amiga si es casada.
―Un gusto ―dijo Leslie.
―Igual ―respondió Carlota.
―Ella y yo ya nos conocemos, doc ―masticó la pelinegra―. Con permiso.
―Propio.
En cuanto las chicas desaparecieron del perímetro, las médicas sumieron una charla basada en la señora de San Román.
― ¿Fabiola no es quien se iba a casar con él? ―cuestionó Leslie.
―No sé quién es, pero ella es su esposa ―se encogió de hombros.
―Se ve que la quiere ―escupió, de pronto con envidia y un poco de arrepentimiento. Quizá, si no hubiera dejado la facultad, ambos estarían casados y sería ella su esposa.
―La adora. Estuvo tan pendiente el día del parto, fue muy lindo.
―Mmm ―dijo la rubia―. Iré a ver a un paciente, nos vemos al rato.
―Ve tranquila.
La mujer alcanzó a María en su consultorio y mientras Carlota esperaba afuera con la criatura, ella se encargó de retirar los puntos de la operación. Recetó unas cremas protectoras, y compartieron un abrazo de despedida.
Ya dentro del auto, iban a la mansión San Román.
―No, mejor llévame a la empresa, quiero verlo ―indicó María, arrugando la cara de dolor, porque amamantaba a Héctor―. Esto de ser orgullosa con él, no se me da bien.
―Ya veo ―se burló―. Allá vamos, entonces.
La rubia dobló en otra dirección, y solo le tomó diez minutos llegar a la compañía de su cuñado.
―Listo. Suerte, amiga ―animó, y besó la cabecita del bebé en modo de despedida. En cuanto la pelinegra bajó del coche, ella se aseguró de que entrara al edificio y arrancó.
María saludó a la recepcionista y subió por el ascensor. Mordía sus labios, nerviosa por verlo. Se sentía como cuando ellos eran novios. Nada de eso cambiaría, al menos no en su esencia.
―Hola, señorita ―dijo a Romina, quien descolgó el teléfono para anunciar a Esteban―. No, no es necesario.
―El señor dijo que todo aquel debía ser anunciado ―recalcó la joven, de pronto nerviosa.
―Déjalo así, yo voy a pasar ―espetó, ignorándola y con una mala corazonada. Abrió con apuro la puerta del despacho presidencial―. ¡Esteban San Román! ―gritó. La imagen horrorosa de él, besando a otra, la dejó pasmada.
― ¡María, mi amor! ―respondió, separándose de golpe y alejando a la mujer de su lado. La pelinegra permanecía inerte, con Héctor en brazos―. María. ―Silencio―. ¡María, caramba! ―Silencio, otra vez―. ¡María Fernández Acuña! ―gritó, y la mujer reaccionó.
― ¡Lo siento! ―se disculpó, de pronto el ascensor había llegado al piso quince, y ella se quedó sumida en sus cavilaciones. Esteban, parado frente a ella, tratando de quitarle la pañalera del hombro...Eso la tranquilizó. Todo fue un mal pensamiento, gracias a Dios.
― ¿Qué pasó? ―demandó, buscando su boca para unirla con la suya―. ¿Qué haces aquí?
La mujer se arrojó a los brazos de su amor, y lo besó con rudeza, con propiedad.
―Te extrañé, es todo ―contestó―. Toma, me duelen los brazos. ―Le pasó al niño, y juntos caminaron a su oficina, cerrando la puerta tras sí.
― ¿Duele mucho, eso de los puntos? ―Se sentaron en el sofá―. ¿Y él, lloró con las vacunas?
―No, él nada de nada y mis puntos si duelen, pero poquito.
― ¿Dónde está la carriola?
― ¡Ay! ―exclamó, palmeando su frente―. Se la quedó Carlota, olvidé sacarla del auto.
―Ya después se la pedimos.
―Quiero que me hagas el amor, San Román ―verbalizó, cruzándose de brazos―. Estoy tan caliente, me excita solo el verte con ese traje.
Esteban carraspeó, y pasó saliva.
―Ay, cielo ―lamentó, aguantando sus ganas de devorarla―. No sabes cómo estoy yo, perdí la cuenta de los baños con agua fría que me he dado.
―Falta mucho ―dijo, haciendo un puchero―. Mejor me voy, antes de que rompa las reglas.
―No es necesario, nena ―insistió. Después de su distanciamiento, quería estar con su mujer―. Por favor.
―No, Esteban. Hablamos en casa, tengo que hacer tareas también.
―María... ―rogó.
La morena negó con la cabeza, y le quitó a su hijo.
―No me digas más, debo recuperarme, o si no será peor el remedio que la enfermedad. Te amo, adiós.
Compartieron otro beso y salió lo más pronto posible.
(***)
Conforme pasaban las semanas, el matrimonio logró llevar una mejor comunicación. El bebé cumplió un mes de nacido, apenas llegó su momento. Crecía bastante rápido, él y ella lo daban todo por su hijo.
María cumplió los cuarenta días de abstinencia, aguantando las insinuaciones de su hombre y sus ganas de comérselo entero.
Servando seguía lamentándose tras las rejas, Alba siempre lo mantenía al tanto de las cosas en el exterior. Todo por llamada, ella no se arriesgaba a ser vista al salir o entrar de una prisión federal. Carmela pasaba cada que podía por la mansión, a cuidar a Hectorcito, como ella le decía. Patricia dio a luz a su bebé, meses antes de que María lo hiciera. Fue varón, y lo llamó Leonel. Se enamoró de su hijo, dedicaba su tiempo en él y en Arturo. Sin embargo, Esteban movía sus más oscuros deseos. Fabiola y Bruno, conversaban más de lo normal y en menos de lo esperado, ya tenían una relación amorosa. Demetrio, andaba de abogado en algunas firmas aparte. Daniela ahora vivía en Puebla, con su sobrina Ana Rosa y algunos fines de semana visitaba la capital para ver al pequeño Héctor.
―Dejemos esto para luego ―sugirió Sara, la accionista. Tuvo que ir a una reunión privada con Esteban, para aclarar unos puntos―. Gerardo me ha dicho, que solo necesitamos una firma.
―Sí. La de María, se lo hago llegar hoy y mañana lo tienes listo.
―Por fax, por favor. Hasta luego, Esteban.
―Cuídate.
La mujer evacuó la oficina, y dejó su aroma prendido en el ambiente.
Romina trabajaba en silencio, redactando a mano unos informes que su jefe le había encargado. Le pareció muy romántico, que él tuviera semejante detalle con ella.
Cuando terminó, se los dejó sobre el escritorio y pudo irse a almorzar.
María contoneaba sus caderas, con rumbo a la oficina de su amado. Vestía su ropa de secretaria, ese conjunto de falda y camisa abierta color rojo, con el que más de una vez Esteban se deleitó.
―Hola, señor ―ronroneó, acercándose y sonando los tacones en el piso―. ¿Cómo está?
―Hola, señorita ―contestó, incorporándose y caminando en a ella―. Estoy bien, ¿usted?
―Divinamente ―enfatizó, moviendo los labios sensualmente. Los llevaba carmesí, una sombra de ojos tenue, pero que resaltaba esos ojos color esmeralda. Su cabello suelto, cayéndole en hondas sobre la espalda―. Sabe, estoy solicitando un trabajo.
―Oh, me temo informarle que aquí no hay vacantes ―fingió tristeza, y ella lo imitó bajando la vista―. No se desanime, conozco un lugar.
― ¿En serio, señor? ―Esteban asintió. Ambos estaban metidos de lleno en su papel―. ¡Dígame la dirección!
Él se acercó aún más, tomándola de la cintura, juntando sus intimidades.
―A una cuadra de aquí, señorita ―indicó―. Si quiere la acompaño al sitio.
―Me está tomando muy duro, señor.
― ¿Le molesta?
―No. Me excita.
― ¿Y el nene?
―Con Carlota, en la mansión.
―Vámonos entonces.
Entrelazaron sus dedos, y salieron de allí como un cohete. Llegaron al Villa's Palace, su hotel de escapadas predilecto. Bajaron hasta la entrada trasera, y caminaron hasta allí.
―Te adoro, amor ―musitó María, pasándole el brazo por detrás.
―Yo muchísimo más, gigante ―le respondió, besándole. Le abrazó por los hombros.
La recepcionista de turno, los reconoció y les entregó su llave y llamó al servicio al cuarto.
Dentro de la caja metálica, unieron sus bocas con desenfreno, ansiedad y deseo.
―Te extrañé tanto ―declaró ella en susurros, contra sus labios―. No sé cómo me aguanté.
―Ni yo ―contestó―, muchas veces te vi en ropa interior, mientras dormías y lo que quería era despertarte y hacerte mía hasta que me cansara.
El sonido del ascensor les avisó que estaban en su piso, y largaron zancadas hasta su habitación.
La sorpresa que se llevó María, fue digna de una fotografía. Sus ojitos brillaron, la emoción se le subió al semblante al igual que sus lágrimas.
― ¿Qué...qué es esto? ―Se tapó la boca con la palma de sus manos.
―Feliz aniversario, mi amor ―recitó en su oído, deleitándose con el aroma de su cabello―. Te amo, jamás se me olvidaría esta fecha.
Entonces, la pelinegra entendió el motivo por el cual Esteban llamó a la casa y le pidió que tomara la actuación de secretaria.
― ¡Dios!, me encanta ―se lanzó a él, besándole toda la cara―. Gracias, por tanto.
Por el espacio, había tulipanes rojos esparcidos en la cama y en el suelo. Las cortinas tapaban la luz que se colaba por la ventana, para que las velitas aromáticas hicieran su trabajo. Un globo de helio, color morado en forma de corazón flotaba dentro de la habitación, acompañado de varios globitos más. Un reproductor de casete, hizo su magia y disparó el sonido de Víveme cantado por Laura Pausini.
María permanecía en lencería negra de encaje, portaba solo sus tacones y sus joyas. Un Esteban excitado, hundió su cara entre el valle de sus senos y olfateó la zona, sintiendo como su erección crecía más y más dentro de su bóxer.
La recostó sobre la cama llena de pétalos, arrastrando sus besos húmedos desde el cuello hasta el monte de venus. Con los dientes, le quitó las bragas, haciéndole cosquillas en las piernas con la tela bajando por los muslos y las batatas. Soltaba jadeos y risillas nerviosas. Cuando la hubo despojado de su lencería, acercó su ágil lengua al botón de placer y succionó con delicadeza, jugó con el clítoris hasta que se cansó; arrancándole los gemidos más guturales que en su vida ella enseñó.
María sudaba, por tanto, los pétalos se le adhirieron a la espalda y algunos, bailaban con su melena azabache. San Román se acostó en la cama esta vez, montándola sobre él.
―Toma el control ―ordenó, agitado y con el miembro palpitándole.
La pelinegra sonrió con sorna, y se deshizo del interior de su esposo arrojándolo al suelo. Tomó el pene, lo movió con la mano de arriba abajo y lo introdujo en su húmeda cueva. Jadeó con placer, y apoyó la palma de sus manos sobre el abdomen de Esteban. La cabalgata empezó con movimientos circulares, desprendiendo gemidos y gritos por parte de ambos. El hombre la cogía de la cintura con firmeza, para ayudarle a menearse.
―Esteban... ―gemía descontrolada, mientras echaba la cabeza atrás, cerraba los ojos y se mordía los labios.
Después, empezó a saltar sobre su pelvis, chocando sus pieles y ocasionando un eco entre las paredes de aquella cómplice y secreta habitación.
El orgasmo, los arrastró en una ola de espasmos y sensaciones que seguían sin poder describir. Era cuando estaban juntos en cuerpo y alma, tan inefable como el sentimiento mismo.
Se acostaron un al lado de otro, no tan pegados por el sudor que los bañaba.
Alguien tocó la puerta, y Esteban se levantó a abrir. Era el servicio al cuarto, dio propina y recibió la comida.
―Esto significa una sola cosa ―habló María, recuperando su respiración normal.
― ¿Qué? ―preguntó, frunciendo el ceño. Ese gesto lo adoraba su esposa, esas cejas pobladas juntándose, cuando no entendía algo, era espectacular.
―Que no regresarás a la oficina por hoy ―comunicó, autoritaria. Sin pudor alguno, se sentó en el colchón con el torso descubierto, entre tanto su marido le pasaba la comida.
Consistía en un platillo con frutas y pan.
Platicaron de su hijo, el cómo ha dejado ojeras muy marcadas bajo los ojos de ellos, las acciones de la bolsa, de su amor, de cómo los amigos de Esteban se alejaron y lo más importante; sus planes a futuro.
La tarde se asomó en el cielo, pintándolo de naranja y un poco de azul oscuro. San Román, tuvo que regresar a la empresa a conseguir su otro regalo de aniversario y su portafolio. También, buscó su coche y pasó por su esposa al hotel.
Arribaron su casa, despidiendo a Carlota y agradeciéndole por cuidar su pequeño. María tenía un regalo para él, algo sencillo pero elegante, como ella.
Después de haber cenado, bañarse juntos y tener una sesión de amor bajo el agua; colocaron a su hijo en medio de los dos sobre su cama, que poco a poco se dormía.
―Feliz aniversario, señor mío. Lo amo. ―Le entregó una cajita.
―Tenga, señora mía. Feliz aniversario, igualmente la amo. ―Él, le pasó unos documentos que solo requerían de su firma.
Esteban abrió la caja, y un reloj de plata marca Casio, apareció tintineando del brillo.
―Está perfecto, gracias ―se acercó y la besó.
― ¿Qué es esto? ―cuestionó.
―Tu regalo, solo fírmalo.
Ya previamente lo había leído, pero le parecía demasiado.
―Me estás cediendo la mitad de la empresa, es un paquete de acciones muy grande, como el tuyo. No, es mucho.
―Fírmalo, María ―ordenó, enarcando una ceja―. ¿Nunca entenderás que eres mi esposa?, si quiero regalarte todo el país, yo lo hago porque puedo. Si quiero comprarte toda la tienda de vestidos, esa que tanto te gusta; pues te la doy en bandeja de plata.
Ella decidió no reclamar nada más, y firmó.
―Mil gracias, amor. Pero, no quiero usarlas ahorita. Mejor termino la universidad, ¿sí?
―Será como tú quieras.
Esa noche durmieron acurrucados, dándose el calor familiar que tanto desearon una vez y que por fin estaban cumpliéndolo.
(***)
Y el tiempo continuó pasando, acompañándolos como si de una sombra se tratase. Ver el pasar de los meses, como Héctor crecía, como sus peleas eran solo una piedra de tranca en su día a día, que pateaban con todo el amor que se tenían y que se agigantaba cada vez más.
Era el cumpleaños número dos de su bebé, los dientes ya la habían salido, ahora estaba en proceso de sus muelitas y padecía un dolor mínimo. El jardín de la mansión San Román, era el punto de la reunión, con motivo de Tortugas Ninja. Algunos amiguitos del preescolar, fueron invitados y merodeaban en el césped. Los representantes de los niños, conversaban con María y Esteban, que estaban distantes porque la pelinegra no se sentía bien. Leonel jugaba con Héctor, y con los demás críos. Al momento de cortar el pastel, María percibió unas náuseas incontrolables y salió del espacio, yendo al primer sanitario y dejando todas las entrañas en el inodoro. Empezó a marearse, y para evitarlo olfateó alcohol de un envase que antes puso allí.
La historia estaba repitiéndose, creyó que con su segundo embarazo sería menos ajetreado, pero no. Ya iba por el cuarto mes, y mientras regresaba a duras penas a la fiesta de su hijo, recordaba cómo se enteró que serían padres de nuevo.
Flashback.
Caminaba apurada, para las instalaciones San Román. Los análisis habían salido positivos, y estaba asustada, por ella, por su bebé...
Días anteriores, bebió champaña de la rosada; porque los síntomas no le avisaron como con Héctor.
Llevaba dos meses de embarazo, y bebió alcohol etílico y consumió cosas que no se pueden durante la gestación. Pasó sin saludar a nadie, la preocupación le nubló todo. Esteban, que antes habló con ella por llamada telefónica la mandó a ir y cuando la tuvo frente a él la refugió en sus brazos.
―Estoy asustada, amor ―sollozó, aferrándose a los brazos musculosos de Esteban.
―No pasa nada, nena. Nuestro hijo está bien, si no, en los análisis estaría resaltado.
―Igual, ya no tendré este tipo de descuidos.
―No lo sabíamos, no es tu culpa.
Compartieron un beso, y él la distrajo con trabajo para que no se rompiera la mente pensando en ello.
―La idea de que Héctor tenga hermanitos, me encanta ―dijo el pelinegro.
―A mí también, lo único fatal son los síntomas.
―Nuestra familia está creciendo, que orgulloso estoy de nosotros.
―Te amo.
―Te amo.
Fin del flashback.
Pasó un rato, entonces despidieron a los invitados y se fueron dentro de la casa a prepararse para dormir.
―Mami, te comiste a mi hermanito ―farfulló Héctor, colocando el oído en la pancita abultada de su mamá―. ¿Por qué?
―No, mi vida. ―Se carcajeó, sobándole la espalda―. Es una semillita, que crece dentro de mí.
― ¿Pronto saldrá?
―Sí, mi amor.
En eso, Esteban llega con el pijama puesto y se une.
―Muy conversadores, ¿no?
―Creí que mami, se tragó al bebé.
Ellos compartieron una mirada cómplice y sonrieron.
―No. Muy pronto va a nacer, de seguro.
―Amor, recuerda que mañana sabremos el sexo del bebé.
―Sí, temprano en el consultorio de la obstetra.
Esa mañana, la doctora reveló que tendrían una niña. La noticia los embargó de regocijo, Esteban dejó escapar unas lágrimas. Su hembrita, venía en camino y la noticia lo tenía pasmado. De inmediato, pensó en un nombre para ella. María principalmente, quería Mariana San Román, pero desistió de la idea. Ahora sería Estrella San Román, en honor a la abuela de Esteban, que por su avanzada edad había muerto en Inglaterra, donde la ancianita estaba viviendo sus últimos días. El pelinegro, lamentado de no poder asistir al velorio, quiso honrarla de una u otra forma. Aunque la señora, se llamó Inés; él escogió el nombre de Estrella para su bebé, porque ahora su abuelita era una estrella que alumbraba el cielo y lo acompañaba siempre.
― ¿Eres feliz? ―demandó Esteban.
―Sí, Esteban. Soy feliz ―le respondió, mirándolo con ternura, como una completa enamorada.
Tomados de la mano, con su hijo en medio de ellos; despojaron la clínica y llegaron a un restaurante no muy formal.
Ordenaron comida típica, y únicamente jugos naturales para beber.
―Salud, mi reina; por estar conmigo, por darme hijos y una familia. ―Alzó su vaso, enaltecido.
―A ti, por fijarte en mí, por cuidarme y ayudarme a procrearlos.
Chocaron los vasos, uniendo a su pequeño al brindis. Platicaron entre risas, amenidad y calorcito familiar. Una que otra vez, levantaron su retaguardia de la silla y se besaban, atrayendo la mirada de las demás personas allí.
El significado de sus miradas, hablaba por si solo; la manera como conectaban y causaban enviada a los demás les llenaba de emoción, porque sabía que lo estaban haciendo bien. Sus roces, sus toques, todo lo que se daban el uno al otro les confirmaba en secreto lo que ya sabían: que el abandono y la traición, no tenía cabida entre ellos. Tal vez, flotaban en una burbuja propia, cuidándose de los arañazos que podían romperlos. Tal vez, vivían en el mismo mundo que todos, pero alejándose de los ponzoñosos que intentaron tantas veces dañarlos.
La felicidad le tocó a la puerta, otorgándoles su recompensa por haberlo logrado; por superar cada obstáculo que se les presentó en el camino tan difícil.
Solo bastó un roce, un toque, un clic, una mirada...
𝑭𝒊𝒏.
N/A:
Dios, lo hice.
Todavía falta el epílogo, conserven su rayito de luz con esta historia.
thanksssssss.
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