
𝑺𝒊𝒆𝒕𝒆.
Los tres estaban en silencio, Patricia miraba a Esteban llena de diversión.
― ¿Qué haces aquí? ―preguntó, alternando la vista entre él y María. La última no entendía la situación, no conocía a la mujer de cabellos dorados. Optó por sonreírle y apartar los ojos de ambos. Sin embargo, escuchaba cada palabra que emitían―. ¿Y Fabiola? ―El pelinegro tosió, claramente incómodo. Lanzó un vistazo a su acompañante, le miró distraída y muy en el fondo lo agradeció. A penas y empezaba a ganársela, lo menos que quería era hacerla sentir mal.
Patricia Soler, descansaba su cuerpo sobre la puerta de cristal. Cruzó las piernas y los brazos, aún los veía con regocijo.
―Fabiola está en su casa, supongo ―croó, encogiéndose de hombros―. Ella es u...
―Su secretaria, mucho gusto ―interrumpió abruptamente, la pelinegra. Volteó, extendió su brazo hasta la rubia y ésta le correspondió el saludo, asintiendo―. María Fernández.
―El gusto es mío, María ―dijo, soltándola y riéndose de manera amable―. Soy Patricia.
―Ella es la esposa de Arturo Ibáñez, el accionista ―aclaró Esteban, viendo solo a su asistente.
―Oh, ya ―murmuró asombrada.
― ¿Por qué sales con tu secretaria, a estas horas? ¿eh?
―No creo que deba explicarte nada, Patricia ―espetó, colérico. Una parte fundamental de su personalidad, era que se irritaba muy rápido. La indiscreción de aquella mujer, había hecho sentir a María incómoda. Se removió en su silla, pensando si debía irse o no.
―A mí no, pero a Fabiola sí. Recuerda la propuesta de matrimonio, en la cena.
―Eso no sucederá. Adiós, Soler ―la corrió, usando el tono de voz más grave que tenía.
―Ay, qué carácter ―se quejó, adecuando una postura derecha―. Mi esposo, debe estar molesto en casa. Nos vemos pronto. Chao, María. Un placer...
―Que te vaya bien ―se despidió la joven de ojos verdes, sacudiendo una mano en su dirección. Hubo silencio, hasta que Patricia desapareció entre varios coches.
―Lo siento, María ―habló Esteban, aclarando su garganta.
―No tienes porqué disculparte ―le restó importancia, haciendo ademanes―. Mira, ahí vienen los helados.
La mesera que antes lo atendió, colocó la bandeja sobre la mesa y ellos agradecieron.
La llegada de Patricia, les echó a perder la salida. María se sentía incómoda, veía que su jefe había cambiado el rostro sereno, por uno más contrariado. Optaron por comer su helado en silencio, y sin necesidad de decir nada salieron del sitio.
―Puedo llevarte a tu casa ―ofreció Esteban, abriendo la puerta del coche.
―No, muchas gracias ―se negó, largando un bostezo―. Cojo un taxi, nos vemos mañana.
―Espera, déjame llevarte ―insistía, en voz alta. Ella ya se encontraba en la acerca, esperando que llegara un taxi. Afortunadamente, el carro que necesitaba apareció por la vía. Sacó la mano y lo detuvo con una seña.
―Adiós, Esteban ―se despidió y entró en el coche. Ni siquiera, permitió que él la contradijera una vez más. Se quedó parado ahí, hasta que perdió de vista el auto donde ella iba.
Entró en el suyo, encendió la radio y condujo a la mansión.
(***)
Era fin de mes. María recibía su primer cheque de sueldo, por parte de las Empresas San Román. Debía dejar una pequeña firma sobre una hoja, y listo, podía ir con toda libertad al banco y cambiarlo.
Regresó al décimo piso, justo a tiempo. El teléfono fijo, sobre su escritorio había comenzado a sonar y corrió precavida, de no caerse. Atendió, sonando un poco agitada.
―Guao, pensé que me había equivocado de número ―contestó Carlota, sintiéndose aliviada de escuchar a su amiga―. ¿Cómo andas?
―Ay, Carlota ―suspiró la pelinegra, sentándose en su silla giratoria―. Estoy bien. Pensé que no llamarías nunca.
― ¿Cómo crees? ―fingiendo indignación. María rio―. Estuve ocupada, solamente. ¿Tienes tiempo para almorzar?
―Claro. Pero, faltan dos horas para comer ―farfulló, ojeando su reloj de mano―. Suenas ansiosa, ¿debes decirme algo? ―Conocía a Carlota, como si fuera su madre.
―Sí, una invitación formal ―respondió―. Fue mi papá el de la idea, te adora.
―Extraño a tus padres ―soltó, al mismo tiempo que la nostalgia la invadía. Recordó de golpe, los momentos tan lindos que ha vivido al lado de la familia de Carlota, los Álvarez del Castillo―. Ahora no me podré concentrar, hasta nuestro encuentro.
―Tranquila, tonta. ―Se escuchó un estornudo, por parte de la rubia―. Creo que me dará gripe, tengo la nariz tapada desde ayer. Te llamaré en un rato, cuando falte poco para vernos.
―Está bien ―dijo, mirando a todos lados―. Debo colgar, no quiero que me llamen la atención.
―Adiós, te quiero.
―Yo más. ―La joven colgó. Tomó el cheque, que reposaba en la mesa y lo guardó dentro de su cartera.
Entre tanto, Esteban revisaba detalladamente unos contratos que debía renovar. Lo haría el mismo, su secretaria todavía no aprendía a hacerlo. Cuando llegó, la vio sentada en su puesto de trabajo, su corazón latió. Sin embargo, no fue capaz de decirle nada respecto a la noche anterior. Tampoco ella hizo comentarios, solo le saludó y fue correspondido. No han cruzado palabra desde entonces, estaba muriendo por llamarle y que conversaran en el sillón por horas.
Descolgó el teléfono, pero no pudo lograr su objetivo. La tía Alba aparecía en el umbral de la oficina. Por detrás, llegaba María con la cara roja, cual tomate.
―Lo siento, señor. No dejó que la anunciara ―comentó la pelinegra, por lo bajo, ganándose una mirada fulminante de la señora.
―Descuida, puedes retirarte ―la orden, tranquilizó a la mujer y cerró la puerta tras ella.
―Hola, tía ―la saluda, sin ganas de atenderla. Está más que seguro, su propósito con aquella visita.
―Esteban, seré directa ―mencionó, acomodándose en la silla frente a él―. Debes volver a retomar tu relación, con Fabiola.
―Sabía que venías a eso. ―Resopló, rodando los ojos. Su ex novia, no guardaba dinero, menos chismes, pensó―. Mira, creo que ya estoy grande como para que decidas sobre mi vida.
―Pensé que lo deseabas, que me complacerías...a mí y a Carmela ―se victimizó, creyendo que haría razonar a Esteban.
―La que quieres que me case, eres tú ―espetó, cruzando los dedos sobre el escritorio―. Quiero hacerlo, pero no con Fabiola.
―Ella está destrozada. ¡Te ama! ―exclamó, haciendo muecas y ademanes―. ¿Por qué desististe? ―preguntó, conociendo la respuesta.
―No dudo que me ame, fue una bonita relación ―masculló, enarcando una ceja―. Me bastó un instante, para reflexionar acerca de mi futuro. No quiero formar una familia con ella.
―Es una buena mujer, no puedes negarte a la oportunidad de probarlo ―Alba insistía, estando harta de ello―. Vamos, yo me encargo de todo, solo debes estar presente el día de tu boda.
― ¡Qué no! ―se exaltó, dando un manotazo en la mesa. La señora, se asustó. Lo llevó a su punto límite―. Discúlpame, es que... no quiero que me hables del tema, no te haré caso.
―Ya entrarás en razón, Esteban ―aseguró. Se tragó las ganas, de cuestionarle acerca que la supuesta mujer que le gusta―. Voy a mi casa, puedes visitarnos a mí y a Carmela, cuando hayas cambiado de parecer.
―Seguro. ―Ambos se colocaron de pie, salieron del despacho y caminaron al elevador. Alba dio un vistazo reprobador a María, que se concentraba en redactar un memorándum.
―Cuídate, cariño ―se abrazaron, y la mujer entró en el ascensor.
De regreso a su despacho, Esteban no le quitó los ojos de encima a su asistente.
― ¿Podrías entrar a mi oficina? ―demandó, con un deje de ternura.
―Estoy en un minuto contigo ―comunicó, sin siquiera verlo.
―No tardes, por favor.
―Debo terminar este documento, lo necesitan en piso dos ―avisó, tecleando en el computador.
―Ya. ―No dijo nada más, y fue a su despacho.
María terminó el memo, y lo envió por el correo de la empresa. Fue al área de fotocopias, abrió el archivo en aquella máquina e imprimió varias hojas. Regresó con el pedido y marcó a la secretaria del piso dos, la chica subió y la pelinegra le entregó la correspondencia.
― ¿Puedo pasar? ―interrogó en un murmuro, cerca de la puerta de la oficina de su jefe. Se cacheteó mentalmente, no puede usar ese tono de voz tan bajo, él no la va a escuchar.
―Seguro ―contestaron del otro lado, ella se asombró y entró, cerrando la puerta.
―Aquí estoy, dígame en qué soy buena. ―Pasó sus brazos por detrás, tomándose las manos.
―Estoy más que seguro, que eres buena para todo ―alagó, dándole una sonrisa cautivadora. María rio por lo bajo, y su pecho se hinchó de alegría―. Solo quiero que hablemos, como ayer.
―Ah ―articuló, todavía sin moverse―. Tengo trabajo, no puedo darme el lujo de platicar.
―Por favor, soy tu jefe ―recordó, rodando los ojos―. No haré nada para perjudicar tu puesto, es más, te ordeno que conversemos con amenidad.
― ¿Por qué? ―cuestionó, tomando asiento frente a él.
―Es una necesidad imperiosa que tengo ―confesó, dejándola sin palabras―. Quiero charlar, conocerte, conocernos. Aunque no quieras decirme nada, sé que te pusiste incómoda la otra noche, con la llegada de Patricia. Es una amiga de hace tiempo, un poco imprudente, pero amiga.
―Que...bueno ―fue lo único que pudo decir. Ese hombre la tenía nerviosa, casi desvanecida. María no tenía ni la menor idea, si él se dio cuenta de lo mal que se ponía cada que Esteban abría la boca, esa voz, tan gruesa, profunda. Le calaba los huesos, su torrente sanguíneo circulaba con apuro.
― ¿Saldrás a almorzar? ―le preguntó, incorporándose y dando algunos pasos cerca de ella.
―Sí ―afirmó, viendo al suelo.
―Alza la cara ―ordenó, tomando su mentón y llevándola a su altura. La mujer tragó saliva, escudriñándolo―. Nunca me bajes la mirada. Mírate, eres perfecta, per-fec-ta ― separó, riéndose―. Amo el color de tus ojos.
―Gracias. ―Simplemente, no tuvo más que agregar. Sintió que se desmayaría en cualquier momento. La voz le temblaba, de eso estaba segura―. ¿Puedo retirarme?
El sujeto cerró los ojos, resoplando. Ya no insistiría, la debía tener obstinada. Asintió, con una expresión decepcionada y ella salió vociferando unas disculpas. Fernández corrió al sanitario y al estar frente al espejo, se tocó con delicadeza la barbilla, como si pudiera sentir el tacto de la mano de Esteban. Ahogó un grito, la emoción iba más allá de los límites, su corazón saltaba y las piernas temblaban.
Sí, María. Eso es estar verdaderamente enamorada. Caíste en las garras de tu jefe, se dijo.
Se echó agua fresca en la cara, y la sensación fue placentera. Sacó un pañuelo desechable y limpió la zona mojada. Regresó a su escritorio y adelantó trabajo pendiente.
Faltando quince minutos, para salir a comer, recibió una llamada de Carlota.
―Espero que siga en pie lo nuestro ―bromeó, con un doble sentido que la pelinegra entendió.
―Claro que si ―siguió el juego, y tosió un poco―. ¿Vendrás? ¿O dónde nos veremos?
―Por supuesto que iré, debo conocer a tu jefe ―verbalizó. María la imaginó, mordiéndose el labio, y haciendo muecas sensuales.
―Está encerrado siempre, come aquí en la empresa ―la desilusionó.
―Créeme, no será problema. Estoy yendo, vas a tener que presentarme.
―Eres tan irritante.
―Lo sé, querida mía. Nos vemos dentro de poco, adiós.
―Maneja con cuidado ―advirtió la mujer y colgó.
Cuando la rubia arribó las instalaciones, fue directo a donde su amiga. Para su suerte, Esteban San Román, salía de su cueva.
―Archiva esto en piso uno, por favor ―habló, entregándole una carpeta a su asistente.
―Buenas tardes ―intervino Carlota. María y Esteban giraron, a fin de divisarla, acercándose a la pelinegra con una sonrisa envidiable.
―Hola, Car ―le saludó, pensando en lo suertuda que era la chica―. Él es mi jefe. ―presentó, señalándolo―. Creí que estabas viniendo ―masculló, entre dientes.
―Un placer, Esteban San Román. ―Y sí, la rubia quedó boquiabierta con ese vozarrón, estrecharon sus manos, sonriéndose.
―El gusto es todo mío, Carlota Álvarez del Castillo ―prosiguió, luego de soltarse―. ¿Lista, Mari? ―Ignoró el comentario de su amiga.
―Listísima ―confirmó, cogiendo su cartera y saliendo tras ella.
Estando dentro del ascensor, Carlota alagó hasta más no poder al hombre. La situación le pareció graciosa, esa rubia actuaba igual con cualquier chico atractivo, nada nuevo para su conocimiento. Se acomodó el cabello con sus manos, y salieron directamente al coche de la chica.
―Te confieso, que mi auto estaba estacionado afuera cuando te llamé por segunda vez ―dijo, y la pelinegra entendió aquella rapidez para llegar.
En el sitio, María comía sin parar.
―Esto está buenísimo ―profirió, masticando su segundo taco―. Car, ¿tienes efectivo?
―No te preocupes, ya te dije que yo pago ―le restó importancia, llevándose el popote dentro de la soda, a su boca―. ¿Has pensado en aplicar mis consejos, con tu jefe?
María tosió, Carlota le golpeó con palmadas la espalda y le puso el refresco entre los labios.
―No era para tanto, eh ―bromeó―. ¿Mejor?
―Sí, gracias ―habló, con los ojos aguados y el rostro ligeramente rojo―. Pienso en aquello una y otra vez.
―Vaya, me alegro. ¿Cuándo lo llevarás a cabo?
―No lo sé... ―dijo, viendo al techo del establecimiento. Taco Bell, era el punto de reunión amistosa en esta ocasión.
―Mira, guaricandilla ―mencionó un apodo, que solo usaban entre ambas―. ¡Suéltalo ya!
― ¿De qué hablas? ―demandó, haciéndose la desentendida.
Cada vez que la pelinegra fija su vista hacia arriba, es porque algo oculta. Prefiere despegar la mirada de la otra persona, porque piensa que se darán cuenta de lo que pasa por su mente. Como si alguien pudiera leerle los ojos. Carlota la conocía demasiado, esa actitud la tenía presente siempre.
―No te hagas. ¡Dime! ¿Qué ha pasado, entre San Román y Fernández?
― ¡Ya! ―se carcajeó María, terminando su taco al pastor―. Nos besamos.
― ¡¿QUÉ?! ―exclamó y jadeó de la sorpresa, sus pupilas se dilataron y dio palmadas en la mesa, sin parar de reír emocionada. Varias personas, voltearon a fulminarlas.
―Silencio, mujer ―reprendió―. Estábamos en su oficina, me confesó que le gusto ―decirlo, le supo a gloria. Carlota le dedicó una sonrisa cómplice―. También le comenté que me sentía igual que él, entonces pasó.
―Me voy a morir de felicidad ―sentenció la rubia―. Lo que procede es lo siguiente, ya que ambos saben lo que sienten, Esteban actuará renegón los primeros días―
―No creo que... ―interrumpió María, que se quedó con la frase en la boca.
―Cállate, y me escuchas a mí ―contraatacó Carlota―. Los hombres son así, piensan que te tienen en la palma de su mano y contigo no sucederá. Tú, mi fiel amiga, serás la misma antes de confesarle tus sentimientos, así verás el cambio de tu jefe. Confía ―declaró, guiñándole un ojo.
― ¿En serio? ―La chica asintió―. Apuntaré con marcador todo, pero en mi mente.
―Cambiemos de tema, uno más formal ―opinó. El mesero llegó a ellas, y retiró los desechos junto con la bandeja. Agradecieron y continuaron―. Mi papá, me ha inscrito en la universidad del sur.
― ¡Bien! ―celebró María por su amiga. Aquello, era como un sueño para Carlota―. Ingeniería en Sistemas, ¿no?
―Claro. ―acomodó sus brazaletes―. Me pidió que nos acompañaras, quiere regalarte la oportunidad de sacar la carrera que quieres.
La pelinegra quedó atónita, no se lo esperó para nada. Esa familia, de renombres y abolengo, le tenía un cariño incondicional. Sin embargo, no creía sensato aceptar esa tentadora propuesta.
―Me dejaste muda ―afirmó, nerviosa―. Dile a Jorge que mil gracias ―nombró al patriarca de los Álvarez del Castillo―, pero que no puedo decir que sí a ello.
―Mi papi, se esperó esa respuesta de tu parte ―manifestó la rubia, sin inmutarse―. Por consiguiente, el fin de semana vendrás a mi casa y comerás con nosotros. Es una orden.
―Carlota...
―Nada, vienes o te busco y te arrastro ―amenazó, señalándola con su dedo índice. Las dos, se permitieron carcajearse.
―Okey ―aceptó y rebuscaron otros temas, a fin de alivianar la tensión que comenzó a palpitar en la anatomía de María.
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