𝑺𝒆𝒊𝒔.
María descansaba sus maltratados pies, dentro de una cubeta con agua caliente y un poco de sal. Rebobinaba acerca de la elección de las sortijas matrimoniales. Le había mentido a su jefe, ilusamente creyendo que dejaría a la luz algún rastro de celos por parte de él.
―Que imbécil eres, amiga ―se insultó a sí misma.
Resopló, resignada y secó con una toalla mediana sus pies. Desechó el líquido por la cañería del baño y regresó a su recamara, sintiéndose como nueva. Aplicó crema mentolada, y procuró en dormirse cuanto antes.
Entre tanto, San Román llegó a su casa y para su suerte estaba despejada. Sus tías, quedaron en que saldrían por la tarde a su propia residencia y avisarían sobre su próxima visita, así acordaban detalles para la boda de él. Cosa que ya no sería necesaria. A pesar de haber dejado a Fabiola llorando, en su apartamento y llena de odio, agradeció poder terminar esa relación que no lo llenaba del todo. Desde que la mujer de piernas descubiertas y ojos verdes hipnotizadores, llegó a su vida, no ha dejado de pensar en ella, no puede y tampoco quiere. Mañana, comprobaría esa duda que rondaba en su cabeza, por lo pronto, solo se conformaría con imaginarla en su cita con su...novio.
―Sí, Alba, él lo canceló sin más ―sollozaba Fabiola, pegada al teléfono fijo. Contaba a la tía de su ex novio, la decisión tan repentina de dejarla―. No tengo idea de que pasó...me quiero morir.
―Deja la idiotez ―regañó la señora, soltando un gruñido―. Si te mueres, no podrás recuperarlo. ¿No te dio ninguna explicación?
―Bueno... ahora que recuerdo, dijo que le gustaba otra mujer ―escupió las palabras, que le sabían amargas. Cerró los ojos, y trató de respirar con calma―. Una perra me lo quiere quitar.
―Ya te lo quitó, estúpida ―bramó Alba―. Mira, usa esta noche y te calmas, mañana será otro día y podremos pensar en qué hacer, y conocer a la mujerzuela.
―Sí, es lo mejor ―pronunció la castaña―. Hasta luego.
Colgó la llamada, limpió sus lágrimas sobre sus mejillas, y encendió un cigarrillo.
Al otro día, Esteban arribó la empresa con la mejor actitud que lo caracterizaba. Muchas personas que lo conocían de años, se asombraron porque muy poco él se agraciaba de esa manera.
―Hola, María, buenos días ―exclamó, sonriéndole. La pelinegra se timbró, al escuchar aquella imponente voz que la derretía como a una veladora―. Pasa a mi oficina, por favor.
―Buenos días, Esteban ―devolvió el saludo, frunciendo el ceño. Ladeó la cabeza, en cuanto lo vio entrando al despacho, esa mañana se miraba más lindo de lo que ya era, más radiante y eso a ella le encantaba―. ¿Qué se le ofrece? ―preguntó, cerrando la puerta con cuidado y pegándose a la misma.
― ¿Cómo le fue en su cita ayer? ―demandó, mientras encendía el computador―. ¿La pasó bien?
La pregunta sacó a María de onda.
― ¿Perdón? ―atacó, sintiéndose confundida. ¿De qué cita él hablaba?
―Su cita, con tu novio ―respondió con diversión. La pelinegra apretó sus manos, por la espalda. Recordó la mentira que dijo, solo por estar celosa. Como nunca mentía, le costó mucho memorizar algo que no es real en su vida, como una pareja.
―Ah, estuvo bien, gracias ―mencionó nerviosa. Él no le creyó. El tono de voz la delataba, en su totalidad. El hombre, contrajo su rostro en una mueca―. ¿Cómo le fue con su prometida? ¿Le gustó el anillo? ―Casi sonó a bramido, Esteban moría de ternura. María se miraba divinamente, siendo celosa, porque se le salía por los poros, aunque tratara de disimularlo.
―Sí, hasta lloró ―confesó a medias―. Pero, porque le terminé.
La incredulidad, se palpó en las delicadas facciones de la asistente. La garganta se le secó y sus manos sudaban. La noticia le tomó por sorpresa, llegó a pensar que se trataba de una broma.
Esteban se levantó de su asiento, y fue a dar a ella, que aún permanecía pegada a la puerta.
― ¿No dirás nada, María? ―inquirió, a quien estaba en shock. La pelinegra, miraba un punto fijo tras él―. ¿Estás bien? ―Esteban volteó, pero no había nada. Se dio cuenta, que ella solo ojeaba los edificios que se mostraban en la ventana.
―Estoy bien ―articuló, luego de varios segundos―. No tengo nada que decir, eso es su problema, con todo respeto.
― Ah, ¿sí? ―se acercó más a la señorita―. ¿Entonces por qué estás celosa?
―Celosa... ¿celosa yo? ―a duras penas vociferó, se intimidaba con la cercanía de su jefe. Las piernas le temblaban, cual gelatina, las manos se enrojecieron, ya que las tenía pegadas y haciendo una fuerza innecesaria en la madera. El corazón se le desbocó, no sabía cómo lidiar con semejante situación. Claro que se moría de celos, más no creyó que fuera tan obvia.
―No te molestes en negarlo, María. ―Esteban retrocedió dos pasos, dejando respirar a la acorralada―. Contéstame algo, si tienes novio, ¿por qué me celas? ¿eh?
―Porque...por... ―estaba que se desmayaba. Temía confesarle que había mentido, y también que se enamoró por completo de él, en menos de un mes de trabajar juntos―. Porque, no sé.
El sujeto largó una sonora risotada, la respuesta de la joven le completó el día.
―Yo puedo responder por ti ―se animó, tomándole la mano y guiándola al sillón ubicado en una esquina de la oficina―. Te gusto, tanto como me gustas tú a mí.
Ahora sí, quedó completamente helada. No se lo esperó nunca, siempre se repetía que alguien como él, jamás se fijaría en ella. Las pupilas se dilataron, en su estómago volaban mariposas y tenía un nudo en la garganta, que poco a poco fue controlando. Le era imposible emitir sonido alguno, estaban frente a frente en aquel sofá de cuero. María cruzó las piernas, haciendo que Esteban bajara la mirada en esa dirección, con mucha discreción.
―Eso no es cierto, yo no te gusto, no podría ―replicó, sin verlo a los ojos.
―Claro que me gustas, me encantas ¿o es que no te das cuenta? ―verbalizó. Con la yema de los dedos, le cogió el mentón y lo elevó, a fin de que cruzaran miradas. Ese clic, esa energía otra vez hizo acto de presencia. Ambos lo notaron, se quedaron ensimismados, por ese efímero momento no les importó más que ellos y su conexión mágica.
― ¿En serio? ―titubeó, tragando saliva. Todavía no dejaba de verle.
―Que sí, ¡hombre! ―expresó, soltando una sonrisa―. Ya no tengo que seguir ocultándolo.
―No...no puedo creerlo ―decía incrédula―. ¿Qué me vio?
―Todo, eres perfecta.
―También me gustas, Esteban ―se atrevió a confesar, sintiéndose un poco cohibida. Para ese entonces, ya bajó la vista y la clavó en su falda―. Desde el primer día, yo... Fue amor a primera vista.
― ¿Ese novio no es real, verdad que no? ―interrogó, conociendo la respuesta. El corazón se le hinchó ante tal declaración por parte de su secretaria. Ella negó con inocencia, él no pudo estar más contento con aquel acontecimiento―. Algo me decía que mentías, pero necesitaba comprobarlo.
―Me daba vergüenza decirte mis sentimientos ―croó―. Me siento aliviada, ahora que lo sabes.
―Ven, levántate ―indicó y le besó el dorso de la mano. Estuvieron de pie, en medio del despacho, y el pelinegro entrelazó sus dedos. Fue cuestión de minutos, para que también entrelazaran sus lenguas.
Ninguno prolongó ese ansiado instante, María sostenía con afán los brazos de Esteban porque en cualquier momento, caería de bruces al suelo. Le temblaba el cuerpo entero, no hallaba como contener los nervios que se tienen, cuando alguien va a besarte. Sentía un vacío en todo el estómago, sudaba frío y desde allí, oía el latir de su corazón. ¡Había pasado años, sin dar un beso! El pelinegro, tomó la cara entre sus manos y le acercó casi vehemente a la suya, separó los labios y atrapó los de ella en un mordisco. Succionaba deseoso, desde la primera vez que la miró, quiso probar aquella exquisitez. La joven, permanecía tomada de los fuertes brazos de su jefe, correspondió al beso después de reaccionar y caer en la realidad. ¡Realmente se estaban besando! María fue quién introdujo la lengua dentro de la cavidad bucal del sujeto, éste la recibió agradecido y ambas se enredaron en una plácida batalla. Se mordisqueaban como nunca, se les veía gozosos y apasionados. Con más seguridad, ella pasó los brazos alrededor del cuello de Esteban, lo atraía con fuerza, quería saborearlo completo, él abrió los ojos sorprendido, pero los cerró en el acto, no se perdería disfrutar ese beso por nada. El hombre, recorría con sus manos la silueta de su secretaria, había curvas por doquier. Odiaron separarse, sin embargo, era necesario hacerlo; debían conseguir oxígeno.
―Yo... ―quiso emitir palabras. Esteban le cayó con un breve roce de labios.
―No digas nada, ya ―contestó y la abrazó. Por primera vez, María sintió el refugio que anhelaba sentir desde que se vio sola en el mundo. Enterró su cara en el pecho de él, escuchando los latidos del corazón y le correspondió, pasando sus brazos alrededor del torso.
― ¿En serio le terminaste a tu prometida, por mí? ―cuestionó la pelinegra, en voz baja. El sol mañanero, se colaba por la ventana, el único ruido que interrumpía aquel silencio, era el de afuera. Seguían abrazados, en medio de la oficina, no querían soltarse.
―Sí, fue difícil, pero me era imposible mentirle y continuar con esa boda ―respondió, soltándola y guiándola nuevamente al mueble. En esta ocasión, él hizo que María apoyara su cabeza en su hombro. Esteban sobó la cabellera azabache, escondiendo la palidez de su mano entre las hebras. El tacto de su enamorado, la relajó en su totalidad. Largó un bostezo, y se acomodó mejor.
―Nunca nadie, hizo eso por mí ―masculló. A decir verdad, jamás alguien tuvo un acto bondadoso con ella―. Todavía no puedo creérmelo. ¡Alguien que me interesa, me corresponde! ―exclamó dichosa.
―Ahora hay alguien ―aseguró, plantándole un beso en la coronilla. No dejaba de masajearle el cuero cabelludo―. Créeme, me gustas muchísimo. Quiero salir contigo.
Esteban ansiaba con gritarle, que no sólo le atraía, sino que se había enamorado como loco de ella. Se tragó las palabras, lo menos que deseaba era asustarla.
―Me pasa lo mismo, siento un no sé qué, que me encanta ―mencionó, acomodándose en el sillón. Cogió la mano de su jefe, aún nerviosa por los acontecimientos anteriores, y entrelazó sus dedos―. Aceptaré gustosa, que tengamos una cita.
Cuando volvieron a unir sus bocas, el teléfono fijo del despacho les interrumpió el mágico instante. Esteban refunfuñó, y María quiso hacer su trabajo, se levantó y contestó:
―Empresas San Román, buenos días.
― ¿¡Dónde te has metido, señorita!? ―expresaron del otro lado―. Te habla la recepcionista, he dejado miles de mensajes en tu contestador. ¡Los inversionistas norteamericanos, llevan media hora esperando al señor Esteban!
―Oh, por Dios. Lo siento, de verdad ―se disculpó apenada. Sus mejillas se coloraron, y le pesó la conciencia―. Dígales que suban, enseguida serán atendidos.
― ¿Qué pasa? ―moduló el pelinegro. La mujer le hizo una seña, para que esperara. Él asintió.
―Están en el ascensor, adiós ―La recepcionista colgó, dejando a María con otra respuesta tranquilizadora en la boca.
―Olvidé por completo la reunión, los señores de la empresa de Estados Unidos, ya deben estar aquí ―informó, saliendo de la oficina. En efecto, varios sujetos extranjeros, escudriñaban las instalaciones. Cada uno, con un maletín en la mano. La pelinegra se acercó a ellos, ofreciendo disculpa por la demora―. Acompáñenme, por favor. ―Los guio a la sala de juntas, después de compartir un saludo con todos.
― ¿Va a venir el San Román? ―inquirió uno. El acento se notaba, no hablaba bien. María le entendió, le asintió con la cabeza.
―Está con ustedes en un segundo ―dicho eso, se retiró corriendo de allí. Chocó con Esteban en el camino.
―Cuidado ―murmuró y aprovechó la cercanía y le dio un pico.
―Ellos están en la sala, voy a conseguir los documentos en mi escritorio ―comunicó y no sin antes dedicarle una sonrisa, aterrizó en la mesa y organizó lo más rápido que pudo las carpetas con la información necesitada.
(***)
Por la noche, como era costumbre no quedaba casi nadie en la compañía. María optó por quedarse a acompañar a su jefe, el reloj de mano le marcaba las ocho en punto. Esteban terminaba de revisar la bolsa en el computador, mientras que la pelinegra redactaba el contrato que uniría los norteamericanos a sus Empresas. Poco a poco, obtuvo un desempeño en sus estudios improvisados en casa, ya conocía mucho más de su área de trabajo y del manejo de las utilidades. No le comentaba nada a él, prometió a si misma decirle luego.
― ¿Aceptarás una cita hoy? ―La imponente voz de Esteban, causó un estremecimiento a María, que terminaba de apagar la pantalla del computador. Ella sonrió para sus adentros, y se giró para verlo de frente. Su corazón se derritió.
―Es muy pronto ―contestó, aunque moría por aceptarle la invitación―. ¿No le guardarás luto a Fabiola?
―No pienso hacerlo ―dijo, carcajeándose por la ocurrencia. Esteban se acercó al escritorio, apoyando una mano allí. La asistente bajó la vista, y contuvo el impulso de tomarla―. Salgamos, nos vendría bien.
―Acepto ―concedió, levantándose y cogió su cartera―. Voy al servicio, ya salgo.
―Te espero aquí ―indicó, señalando la silla donde ella pasaba todo el día. María asintió y desapareció por el pasillo. El sujeto observaba la pulcritud, con la que la mujer trabajaba. Era casi fin de mes, esas semanas le demostraron lo eficaz que dijo ser. Bendito sea el instante, en el que llegó a buscar empleo, pensó.
El elevador abrió las puertas, enseñando a una devastada Fabiola. Esteban frunció el ceño, nunca la vio salir de casa así. Llevaba la ropa desaliñada, el cabello atado en una coleta y sin una gota de maquillaje. Se puso de pie, a medida que ella se acercaba.
―Qué bueno que estés aquí ―agradeció, quedando a unos pasos cerca de él. Su cara se miraba hinchada, aseguró que estuvo llorando―. ¿Podemos hablar?
―Estoy por irme, tengo cosas que hacer ―espetó el pelinegro, cruzando los brazos y caminando por el recuadro―. Hablamos todo ayer, por favor retírate.
―Vine en taxi, llévame a casa ―pidió, mientras sacaba un cigarrillo, más no lo encendía―. Creo que estás confundido, mi amor...no quiero que me dejes. ―Ella sostenía el tabaco entre los dedos. Comenzó a dejar salir unas lágrimas, realmente le dolía la ruptura con San Román. Lo amaba con todas sus fuerzas.
―Lo siento, Fabiola. Eres una increíble persona, pero no quiero permanecer en una relación donde ya no estoy cómodo ―repitió, intentando sonar amable―. Baja, dile al de seguridad que consiga un taxi para ti, ve a tu casa y relájate. Con el tiempo lo superarás, ya verás.
― ¡No quiero superarte! ―gritó. María, que caminaba por el pasillo, escuchó un balbuceo. Se quedó inmóvil, ejerciendo una fuerza en su cartera de mano, los nudillos se transformaron a un tono pálido. Inconscientemente, su corazón se aceleró―. Esteban, te amo. ¡Sé que también me amas!
―Tendrás que hacerlo ―ordenó, manteniendo su postura. La castaña daba vueltas, estrujaba el cigarrillo, al punto de quebrarlo―. Tú no limpias, recoge eso.
A regañadientes, ella se agachó y con una mano tomó el veguero roto, y lo devolvió al bolsillo de su pantalón.
―No me iré, no hasta que prometas que considerarás volver conmigo ―amenazó. Él realizó un ademán despectivo, rodó los ojos y descolgó el teléfono fijo―. ¿Qué haces, Esteban?
―Llamar a seguridad, pareces una loca. Ve a casa, última vez ―atacó, sin soltar el teléfono. Fabiola comenzó a llorar, el sujeto dejó el aparato en su lugar y le posó una mano en el hombro―. Estás quedando en ridículo.
― ¡Te vas a arrepentir, de haberme dejado! ―escupió entre titubeos. Se alejaba al ascensor, entre tropiezos. Estaba débil, deprimida y eso le quitaba el hambre. No había comido, desde la cena con él en el restaurante.
―Estoy muy seguro que no ―verbalizó en voz alta. Aquello lo escuchó su secretaria, que todavía permanecía en medio del pasillo. Sentía que se derretía, ante tal confesión. Decidió continuar, al oír el elevador cerrarse. Esteban olvidó que ella había ido al baño. Rogó a Dios, que no se arrepintiera de salir con él, después del show que armó Fabiola.
― ¿Nos vamos? ―preguntó llena de ternura. Omitiendo aquella discusión.
―Por supuesto ―Le sonrió aliviado, cogió su maletín y con la llave cerró la puerta de su despacho. Al mismo tiempo, María pedía el ascensor.
Juntos llegaron a planta baja, se despidieron del guardia que hacía el turno y ya el coche de Esteban, esperaba aparcado frente a la empresa.
―Que puntualidad, vaya ―expresó sorprendida, el hombre le sonrió. Casi era inercia hacerlo, estando con ella.
―Estoy tan sorprendido, como tú ―se sinceró. No recordaba haber pedido que prepararan el auto. Del vehículo, salió su chófer personal, contratado por la compañía.
―Buenas noches, señor ―saludó, inclinando ligeramente la cabeza. Ambos le correspondieron―. ¿A la mansión?
―Llévame a la heladería del centro, por favor ―pidió, haciendo que María se subiera en la parte trasera del carro, para después hacerlo él―. ¿Estás bien? ―interrogó, sonando muy preocupado. Con mucho cuidado, el chófer los ojeaba por el retrovisor.
―Perfectamente, gracias ―respondió, sonrojándose. El simple hecho, de salir a comer helado por la noche, le alegraba infinitamente. Se contuvo de decirle, que aquello la hacía feliz, que no era necesario llevarla a restaurantes. Amaba la sencillez, era el centro de su mundo.
Al cabo rato, llegaron, y en silencio Esteban agradeció que no había tantas personas dentro. Siempre, le gustaba concurrir lugares solitarios. Consiguieron la mesa que desearon, fueron a una que estaba cerca de la entrada. El aire fresco, se colaba por las rendijas de la puerta, soplando alrededor de ellos.
― ¿Qué sabor te gusta? ―cuestionó San Román, leyendo la cartilla de sabores.
―Guao, llevaba un tiempo sin comer helados ―confesó. Como ya era una maña, él frunció el ceño―. Aunque, eso no quita que prefiera el pistacho.
― ¿En serio? ―María asintió, cruzando sus manos, sobre su barbilla―. Siempre escojo cereza, me encanta.
―A mi igual, pero me niego a desaprovechar esta oportunidad. Pediré mi pistacho. ―Se sonrió y luego soltó una risa.
'Música para mis oídos'. Dijo la voz interior de Esteban.
La mesera se acercó a su mesa, y anotó con sutileza el pedido de cada uno. Se retiró, y ellos se enfrascaron en una conversación amena.
― ¿¡Esteban?! ―Una conocida voz, interrumpió abruptamente la discusión. Tanto él como María, voltearon en dirección a la persona.
― ¿Patricia? ―cuestionó, anonadado.
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