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𝑸𝒖𝒊𝒏𝒄𝒆.

Servando daba vueltas alrededor de la solitaria sala de estar, sosteniendo entre los dedos un tabaco. Esperaba que su invitada llegara, pero su paciencia no era la más grande.

El timbré resonó en el amplio y opaco espacio, e inmediatamente tomó asiento en el gran sillón. Su sirvienta, una mujer unos cuantos años más joven que él corrió a abrir la puerta, con el cepillo de lavar en la mano.

―Retírate, Venturina ―ordenó el viejo, haciéndole señas.

Venturina es sordo muda.

―Que sea rápido, Servando ―espetó la visita, posándose frente a él―. No tengo tiempo.

―Que genio... ―vociferó, expulsando el humo del cigarro―. El objetivo primordial, es separar a María de Esteban. La quiero para mí.

― ¿Crees que esa muchacha, se va a fijar en ti? ―inquirió, sonriéndole con sarcasmo.

―El dinero compra todo, hasta el amor ―aseveró, levantándose.

―Sigue soñando, pero no está mala la idea. ¿Cuánto le ofrecerás?

―La fortuna Maldonado ―reveló, dejando a la mujer sorprendida.

Ese viejo es tan tacaño, que no regala ni un solo centavo a nadie.

―No serías capaz ―le retó, cruzando los brazos―. Eres demasiado agarrado.

―Por ella lo hago, solo por tenerla conmigo.

―Entonces deja de hablar, y hazlo.

 ―Haz también tu parte. ―La señaló con un dedo―. No quiero que tardes tanto.

―Pierde cuidado, se cuándo atacar.

Servando asintió, cerrando el trato con la mujer en un estrechón de mano.

(***)

María repasaba el cuestionario que debía realizar dentro de dos días en la universidad. Su mente no estaba al cien por ciento concentrada, un ochenta pensaba en Esteban y los veinte restantes, trataba de memorizar cada respuesta. El vientre le dolía, pero no tanto; lograba soportar las puntadas que cada cinco segundos llegaban. Tomó una aspirina para el dolor, un buen baño y se recostó en la cama, con las hojas en la mano.

Habían pasado tres días, todo concurría con normalidad y las cosas con su novio iban de viento en popa. Cada vez más, se le hacía más difícil resistirse a él. Tenía miedo de entregarse, nunca lo ha hecho y la primera vez siempre resulta incómoda, o eso quiere creer. Lo mejor de ello, es que Esteban jamás le insinúa nada ni la presiona, alguna que otra bromilla le hace.

No tuvo que toparse con Servando en ningún momento, él no ha vuelto a insistir ni a invitarla a comer, ni a salir. Nadie más que Daniela, Carmela y Carlota, saben de la relación que mantienen ellos. Tomaron la decisión de guardarse la noticia, y soltarla en un evento importante, donde estén casi todos los amigos de él.

A su vez, Esteban se cepillaba para irse a la cama...solo. Estaba desesperado por tener a María a su lado, sentir el calor de ella por la madrugada. Sin embargo, no era correcto presionarla. Así que, lo que le calma aquella ansiedad, son los baños de agua fría por la mañana y la noche, no tiene de otra. Su vida sexual siempre ha sido muy activa, con Fabiola no era tan constante por sus peleas rutinarias y el mal humor de la castaña, pero cada tanto se desquitaban y llegaban a tener relaciones dos veces por día.

Abrió un cajón y sacó un block de notas, con ayuda de un lápiz escribió frases que escuchó en una canción que estaba de moda.


Bien temprano en la oficina, María retocaba su brillo de labios. Antes no se preocupaba por echarse demasiado. Pero, las cosas han cambiado, tiene un novio y quiere verse linda para él. 

De por sí, tienes una belleza natural casi perfecta, le susurró la voz interna.

Esteban no había llegado, dirigió su vista al reloj de mano; ocho y cincuenta. La preocupación, se instaló en el centro de su estómago.

Las manos le picaban, ansiaba marcarle al celular, pero no quería ser atosigante.

Decidió esperar media hora más, entre tanto; dejó las cosas organizadas en su escritorio y se fue al archivo del despacho del presidente. En ese cuartito, no había ni una pisca de polvo y mucho desorden. Las carpetas caídas, algunas hojas arrugadas y una que otra grapa suelta.

Dispuso a recoger todo, sin ojearlo tanto. Terminó en unos veinte minutos, el sudor apenas y le perlaba la frente. Entró al baño personal de Esteban y se lavó la cara. Paseó la mirada por el estrecho lugar, cada cosa en orden y extremadamente limpia.

De salida chocó contra un torso, que parecía un roble. Unas manos gruesas y fuertes la sostuvieron, así no se caía.

―Hola ―murmuró Esteban, apresándola. Ella pasó sus brazos, hasta llegar a la espalda de él―. ¿Qué hacías?

―Bésame primero ―objetó, cogiéndole el rostro y uniéndose en un beso lento, cargado de pasión―. Mucho mejor. ―Ambos rieron―. Como no llegabas, debía hacer algo y ordené tu archivo.

―No tenías por qué hacerlo, pero gracias ―dijo, dejándose guiar hasta el lugar―. Guao, quedó como nuevo, muchas gracias, María.

 ―De nada, guapo. ―Volvieron a besarse―. ¿Quieres algo más?

¡Te quiero a ti! Estuvo a punto de gritarle, tragó saliva y le sonrió con ternura.

―Por ahora no, te aviso ―respondió, quedando tras su escritorio y dejando el maletín sobre la mesa. Observó a su asistente salir, cerrando con dureza la puerta.

María advirtió una caja de bombones y una rosa roja sobre su puesto de trabajo.

―Ay Esteban... ―ronroneó, acaramelada. Su corazón latió desesperadamente.

El regalo tenía una nota pegada al borde de la cajeta, acarició la muy marcada letra y sintió acelerarse el flujo de sangre, cuando leyó las líneas:

"Nunca doy las cosas por sentado. Solo un tonto, puede dar las cosas por sentado".

La pelinegra frunció el ceño, ¿de qué iba todo aquello?

Tomó la rosa y la olfateó. Estornudó, y la dejó lejos de ella.

―Tulipanes es lo mío ―dijo por lo bajo. Los chocolates desprendían un olor afrodisiaco, sin preámbulos rasgó el plástico protector, abrió la tapa y probó uno de un bocado. Cerró los ojos, tras degustar aquel sabor.

La notita, la resguardó en un cajón que llevaba llave, bajo un costado del escritorio.

Regresó a la oficina de su amado, lo divisó hablando por teléfono. Optó por sonreírle, él le correspondió con el mismo gesto.

―Hoy almorzaremos con Gerardo Salgado ―informó Esteban, tras colgar la llamada―. Firmaremos el primer acuerdo.

María supo disimular el desagrado, tras escuchar el nombre del gringo.

― ¿Tan pronto? ―cuestionó, acercándosele para sentarse a horcajadas sobre él. Le pasó los brazos alrededor del cuello.

―Sí, así manejamos los negocios con las empresas extranjeras ―verbalizó, apretándola contra él.

María se tensó. Ambas partes íntimas, chocaban por encima de la ropa. Escuchó a San Román tragar saliva.

Quedaron en absoluto silencio, los dos sabían que cualquier movimiento los haría pecar ahí mismo. Por un lado, Esteban ansiaba arrancarle la ropa a su secretaria y hacerla suya sobre ese escritorio, saciar sin parar sus ganas que a duras penas controla. María, en cambio; sentía temor y a la vez necesidad de ser amada de esa forma, muy poco pensaba en el lugar, pero los nervios y las inseguridades respecto a su cuerpo le importaban demasiado como para desnudarse y dejar a la vista su silueta, frente a él.

―Fernández... ―suplicó. La excitación lo rebasaba sin contemplación.

Tuvo que besarle, para hacerlo callar. Ella estaba igual, o peor con la situación.

No pasó tanto, cuando ya las cosas del escritorio rodaban por el suelo y Esteban yacía sobre María y le besaba el cuello con afán.

Los jadeos se mezclaban, resonaban los besos y cada mínimo movimiento en la oficina.

―No aguanto más, por favor ―rezó Esteban, desabotonando la camisa de su chica. La pelinegra le ayudaba, se propuso dejarse llevar por el momento―. Que hermosa eres.

Alguien tocó la puerta, entonces espabilaron.

― ¡Maldita sea! ―escupió, muy furioso. María dio un brinco, levantándose de la mesa con la respiración entre cortada, los labios hinchados y el cabello despeinado―. Adelante. ―Dijo, ahora que estaban presentables.

―Hola, Esteban ―vociferó Fabiola, fulminándolo con la mirada.

―Hola ―espetó, cerrando los ojos e inhalando suficiente aire. Volteó a ver a María, esta se terminaba de pasar la mano por las hebras, así lo acomodaba un poco―. ¿Qué haces aquí?

―Estaba cerca de la empresa ―contestó, encogiéndose de hombros―. Quise pasar a saludarte. 

Fabiola observó la actitud de ambos y sacó su propia conclusión en cuestión de segundos.

―Buenos días ―saludó María, caminando hacia la puerta―. Me retiro, con permiso.

Salió conteniendo los celos repentinos. Sí, ellos ya no eran nada, pero siempre fue celosa, esta vez no sería la excepción.

―Entonces fue por tu secretaria que me cambiaste... ―afirmó, caminando en círculos―. No puede ser, lo bajo que has caído.

―No te cambié ―habló, enarcando la ceja―. Ve al grano, por favor.

― ¡Esto lo es! ―gritó―. ¡Necesito, TE NECESITO! ¿¡Es tan difícil entenderlo!?

―Cállate, Dios mío ―pidió e hizo una mueca de desagrado―. Si vienes a insistir con lo mismo, te puedes retirar.

―Esteban yo te amo ―sollozó, estando tan cerca de él―. Recapacita, yo soy mejor que esa, ¡en todo!

―Supéralo, Fabiola. Ya lo nuestro pasó; no puedes ni debes, seguir humillándote así. ―La agarró por los hombros y la alejó de su rostro. No quería malos entendidos después―. Retírate. No sé, ve de compras con tu amiga.

― ¿Por qué me dejaste? ¿Eh? ―preguntó, secando con rabia cada lágrima que derramaba―. Nos íbamos a casar.

―Sabes bien que yo no quería casarme ―respondió, tratando de controlar el deseo que crecía entre sus piernas―. Mira, estoy sumamente ocupado. Vete, por favor.

―Esto no termina aquí ―sentenció, dando un portazo. Cruzó a María en la recepción y la miró con odio―. Tú, malnacida, me las vas a pagar. ¡Con mi Esteban no te quedas! ―Fabiola corrió a tomar el elevador.

―También es un gusto saludarte ―masculló con sorna, y expresó incredulidad.

(***)

En el restaurante, Gerardo esperaba pacientemente a Esteban. No imaginó nunca, que llegaría con su secretaria. Cosa que le agradó al instante, se revolvió en la silla, enderezó la espalda y deslumbró una sonrisa. Los divisó entrando, él dejó que ella pasara y caminaron uno al lado del otro hasta llegar a la mesa.

―Pensé que no vendrías ―confesó Gerardo, saludando a San Román―. Hola, María.

― ¿Cómo le va? ―Asintió con la cabeza, en forma de saludo.

Ese tipo no le agradaba para nada.

Tomaron asiento, y revisaban la cartilla. El mesonero se acercó, escribió en su agenda la orden de los tres y se retiró.

―Acá traje el papeleo ―comenzó Esteban. La pelinegra le entregó la carpeta, y él sacó unos documentos. Se los extendió a Salgado, quien no quitaba los ojos de María―. ¿Todo bien? ―demandó, apenas se percató de la distracción del sujeto.

―Si ―carraspeó, y echó una mirada a las líneas―. Firmaré de una vez.

― ¿Estás seguro? ―preguntó Esteban, frunciendo el ceño―. Puedes releerlo en tu casa, mañana los mandas a la compañía.

―Pensándolo bien... ―volvió a clavar su vista en la pelinegra. Ella rodó los ojos y puso con disimulo la mano sobre el muslo de su jefe, por debajo de la mesa―. Mañana los llevo yo mismo, firmados claro está.

―Como quieras ―accedió él, dando un respingo. María rio para sus adentros.

¿Con qué esa pequeña traviesa, quería provocarlo?

También se divertiría un poco...

Esteban no perdió el tiempo, y arrimó su silla a la mesa y con mucho cuidado fue acercando su mano al regazo de la joven, quien se tensó al sentir el mínimo tacto. Sin embargo, optó por sonreír y mirar a una ventana.

Gerardo parloteaba de un sinfín de temas, que a ninguno de los dos le interesaba. Estaban pendientes de jugar con fuego el uno con el otro.

Esteban decidió dejar su mano posada entre los muslos de ella. Al mismo tiempo, llegó el mesero con los platillos, sirvió como corresponde y se marchó.

―Buen provecho ―habló María, sonriente.

―Igualmente para ti ―dijo Gerardo.

―Gracias, María, igual ―espetó Esteban, todavía con la mano entre aquellas piernas.

Fernández intentaba comer tranquila, no obstante; las manos inquietas de su jefe no se lo permitían. Cuando se dispuso a probar de su copa, él introdujo su mano por dentro de la falda y le apretó su intimidad. No pensó en el jadeo, mezclado con lujuria que soltó.

― ¿Estás bien, María? ―cuestionó Salgado, dejando sus cubiertos en el plato y observándola.

San Román sonrió satisfecho.

―Como nunca ―afirmó, terminando de su comida.

Al acabarse la hora de la cita, los tres salieron y buscaron el coche donde habían llegado al restaurante. Se despidieron, y siguieron su rumbo.

―Gracias por los chocolates, y la rosa ―agradeció María, recordando que no lo había hecho antes. Esteban manejaba.

―Por nada, mi bonita.

El camino estuvo silencioso, él creyó que ella hablaría sobre los toques peligrosos durante el almuerzo, pero no fue así. Un semáforo los hizo detenerse, el lado de la ventanilla de María mostraba una construcción terminada, mordió sus labios y divisó la cinta roja alrededor de la puerta del sitio. Sonrió. Aquello era un hotel cinco estrellas, a punto de ser inaugurado.

De inmediato, rebobinó el caliente encuentro en la oficina y los colores subieron a sus mejillas. No quiso mirar a Esteban, se delataría, no sabía cómo ocultar sus emociones. Avanzaron luego de tener el paso, y a eso de una cuadra aparcaron el auto en el estacionamiento de la empresa.

 Subieron al piso quince por el ascensor, se despidieron con un sonoro beso en medio de la recepción y cada uno fue a su puesto de trabajo. En el escritorio de María, descansaban varios papeles, que de seguro era la correspondencia de su jefe. Revisó por encima, entre ellos había una invitación. La curiosidad le ganó, y destapó leyendo en silencio:

"Señor San Román, le saluda Geovanny Villanueva, para hacerle la cordial invitación a la inauguración de nuestra nueva sede del Hotel Villa Palace. Esperamos contar con su presencia".

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