
𝑶𝒄𝒉𝒐.
Maratón: 1/3.
Al llegar a la empresa, encontró una caja de chocolates sobre su escritorio. Tomó asiento e inconscientemente, su corazón latió. Quiso creer, que aquel detalle era por parte de Esteban, se sonrió y olfateó. Por ningún lado del paquete, se leía un nombre, confundida y a la vez decidida a sacarse la duda, dio toques sutiles en la puerta del despacho de su jefe. Al oír la respuesta afirmativa, ella entró.
―Qué bueno que hayas regresado ―emitió él, leyendo un informe―. ¿Podrías pedir algo en la cafetería para mí? No almorcé.
―Sí, enseguida. ―Esteban alzó la mirada ámbar, la escudriñó y le dedicó una sonrisa de boca cerrada―. Oye, gracias por los chocolates.
― ¿Qué chocolates, María? ―preguntó confundido, ella todavía permanecía de pie.
―Bueno, llegué y en mi puesto estaba una caja ―explicó, resonando el tacón en el suelo. Una de las tantas manías de Fernández.
―No fui yo ―espetó, con unos repentinos celos. La pelinegra se dio cuenta, un regocijo le invadió el cuerpo.
―Está bien. Pediré su comida, con permiso.
Lo dejó solo y cogió el teléfono, para hacer una llamada.
'Los hombres son así, piensan que te tienen en la palma de su mano y contigo no sucederá. Tú, mi fiel amiga, serás la misma antes de confesarle tus sentimientos, así verás el cambio de tu jefe'. Una vez más, los peculiares consejos de Carlota retumbaban en su psiquis. Destapó las chocolatinas, y sin pensarlo mucho hincó el diente en uno. Saboreó, cerrando los ojos y degustando su paladar. Hacía rato, que su jefe almorzó y ya no tenía mucho que hacer. Colocó nuevamente la envoltura sobre ellos, y los guardó en su cartera.
El mensajero de la compañía, la abordó entregándole el efectivo de su sueldo. Nunca vio tanto dinero junto, le pidió el favor al amable hombre, ya que debía atender otras responsabilidades. Canjeó el cheque en billetes, porque no poseía cuenta bancaria. Un detalle, que olvidó mencionar en su entrevista.
―Gracias, Fredy ―le dijo al sujeto, quien se retiró asintiendo.
El teléfono sonó y enseguida contestó:
―Empresas San Román, buenas tardes.
―Ven, por favor ―ordenó Esteban. María dio un respingo y acató―. ¿Ya sabes quién es el de los regalitos?
―No son "regalitos" ―refunfuñó, haciendo comillas con los dedos―. Y no, no tengo la menor idea.
―Como sea.
―Los celos están de a peso ―susurró la pelinegra, cosa que escuchó San Román.
―Y los compré todos ―completó, siguiendo el juego. Ella se sonrojó de la vergüenza.
―Yo...
―Shh... Vamos a sentarnos ―haló a la mujer, al sofá.
―Debo ir al baño ―se excusó y huyó del sitio. Se apegaría a las palabras de su amiga, no estaba segura del tiempo que eso tomaría, pero lo quería intentar.
Refrescó su cara, peinó su cabellera en una media coleta alta y se inclinó en el lavabo suspirando.
Entre tanto, Esteban recibía una llamada de Patricia, a su celular, frunció el ceño, quiso creer que era algo de negocios, pero su mente repetía que ella solo lo buscaba en plan de conquista.
― ¿Si? ―farfulló.
―Hola, Esteban ―saludó la dama de cabellos dorados, dejando rastros de lujuria en su voz.
― ¿Qué necesitas, Patricia? ―inquirió, yendo al grano.
―Invitarte a cenar.
― ¿Arturo irá?
―Solo tú y yo... ―la propuesta era irracional, ella era casada. Él, jamás se fijó en Soler. Ahora más que nunca, sus ojos se posaban en cierta secretaria.
―Olvídalo, y por lo que más quieras, no me llames a mi móvil personal ―indicó, cerrando la llamada y llevando el celular al bolsillo interior de su blazer―. Que mujercita... ―habló y la frase, quedó guindada en el aire.
La noche apareció y, por ende, la pelinegra recogía con afán sus cosas y poder retirarse tranquila. No se despidió de Esteban, simplemente tomó el ascensor y caminó a la parada del bus. Esa actitud, él la vio desagradable, no entendía del todo que pasaba con ella. Sin embargo, también despojó las instalaciones y se marchó a su casa en auto.
Llegó y pasa su sorpresa, las luces de la sala estaban encendidas, su tía Alba descansaba en un mueble y bebía una copa de vino blanco.
―Buenas noches, Esteban ―pronunció, levantándose a fin de recibirlo. Le quitó el maletín y lo lanzó en otro sofá.
― ¿Qué haces aquí? ―cuestionó incómodo. Sabía que le esperaba una charla sobre el matrimonio con Fabiola.
―No me hables así ―reprendió, dejando a un lado el licor―. Vine a que cenáramos, platicáramos, ¿no puedo?
―Si...lo siento, tía ―se lamentó, tomándola de la mano y guiándola al comedor―. Estás en todo tu derecho, solo que no soportaré si tocas el tema de mi ex.
―Descuida, hay cosas más importantes.
Alba profería, pero él no le creía por completo. Frunció el ceño, mientras avisaba que iría a ducharse y bajaría en un rato a cenar con la señora. Ella comenzó a preparar una ligera comida, para ambos. A pesar de ser como era, la cocina se le daba bien.
En la mansión San Román, hay un total de cinco empleados. Cada uno, trabaja cuatro días a la semana ahí, no duermen bajo ese techo. No obstante, deben estar puntuales en la casa y laborar como se les indique. El chofer, solo era necesario cuando Esteban lo llamaba, de resto él estaba libre. El jardinero, la cocinera, la ama de llaves y la muchacha de servicio iban en su horario correspondiente. La paga era magnífica, el trato con el dueño era escaso. Ellos complacían a él, haciendo un muy buen trabajo. Entraban a las cinco de la mañana, y salían a las nueve de la noche, dejando todo en orden. De las contrataciones, se encargó Alba con ayuda de Carmela, los obreros firmaron un contrato de confidencialidad, que le aseguraba a la familia que no tendrían problemas con ninguno.
Esa noche, solo moraban Esteban y Alba.
―Se ve delicioso ―comentó el hombre, sentado a la mesa junto con su tía―. Gracias por venir, y preocuparte.
―No es nada ―vociferó, haciendo un ademán―. ¿Cómo te fue hoy?
―Bien, ninguna novedad ―dijo, probando la ensalada―. ¿Y Carmela?
―Decidió quedarse, tuvo dolores de cabeza ―explicó, con nerviosismo y masticó con lentitud la comida. Recordó la pelea entre ambas, esa tarde―. Oye, cuéntame de tu secretaria.
― ¿Por qué? ¿Qué quieres saber? ―frunció el entrecejo, dando sorbos a su bebida.
―Me intriga que no use el uniforme adecuado ―espetó, removiendo los alimentos servidos―. ¿Acaso se manda sola?
―Ella, es la asistente del presidente de las empresas ―objetó, tomándose el zumo de un tirón y alejando el plato, hasta el centro de la mesa―. Debe ser diferente de la otras, le ordené que se colocara ese atuendo. ¿Algún problema, tía?
Alba, se quedó de piedra. Se esperó cualquier contesta, menos aquella. Terminó su cena en silencio, y dejó el jugo a la mitad.
―No hay ninguno, simple curiosidad ―se defendió, enarcando una ceja―. Pero, tu anterior secretaria usaba el uniforme.
―Astrid me suplicó que le dejara esas ropas. Con María no es así, es inexperta, pero aprende demasiado rápido. Obedece mis órdenes, me complace y es responsable ―sin darse cuenta, Esteban se deshacía en halagos sobre la pelinegra. Algo dentro de la mujer, se revolvía de rencor contra la muchacha. Estaba segura, que a su sobrino le gustaba la asistente. De inmediato ató cabos, terminó con Fabiola, por tener sentimientos hacia Fernández―. No puso problemas, con lo de la vestimenta. Además, así está perfecta.
― ¿Por esa dejaste a Fabi? ―interrogó, incapaz de seguir ocultando su molestia.
―Si ―respondió, viéndole a los ojos. La sinceridad de él, quemó la piel de Alba―. Y lucharé por conquistarla.
― ¡No puede ser, Esteban! ―exclamó, poniéndose de pie y posando sus manos en la mesa―. ¡Apenas y la conoces!
―Eso no será un impedimento ―el sujeto seguía sin moverse. Se esperaba un cuestionario, por parte de su tía. No fue una sorpresa, se limitó a decir la verdad―. Tampoco, estoy necesitando tu permiso.
―Recapacita, jovencito. Puede que cometas el error de tu vida ―advirtió, caminando con apuro a la entrada principal. Cogió su bolso de mano, y antes de salir de la casa, se volteó a él―. Buenas noches, espero que lo pienses dos veces.
―Un presentimiento, me dice que María es la indicada ―verbalizó, cruzado de brazos. Vestía un pijama, color azul marino y el cabello estaba todavía húmedo―. Y ya, deja de meterte en mis asuntos. Ten una buena noche, dale a mi tía muchos besos.
Antes de que ella pudiera decir algo, el pelinegro cerró la puerta y pasó llave. Estrujó el rostro, con la palma de su mano y reflexionó la postura negativa de Alba. El tiempo venidero, sería un fastidio con la maldita insistencia. Apagó todo, subió de dos en dos los escalones y se encerró en su habitación.
(***)
El fin de semana llegó, María se arreglaba para salir a casa de su amiga Carlota. Este mes le fue perfecto. Con la mitad de su sueldo, pagó el mes del alquiler y uno más por adelantado. Canceló impuestos, y los servicios. Guardó la otra parte, a fin de comprar el mercado semanal y algunos modelos para su uniforme.
Optó por unos vaqueros desgastados, unos tenis blancos y el suéter que llevó a la entrevista de trabajo. Su cabello ha crecido, solo un poco, pero se nota el cambio. Logra atarlo en una coleta de caballo y camina a la sala, para llamar a la rubia.
―Hola, estoy de salida ―habló, en cuanto escuchó que le atendieron.
―Menos mal, el coche lo tenía preparado para salir a buscarte ―bromeó y María rio―. Mi mamá está cocinando algo nuevo, compró un libro de recetas en el centro. Mi padre, tuvo que salir a atender unos asuntos, pero llegará en unos minutos.
―Bueno, cogeré un taxi y estaré allí temprano ―dijo―. Nos vemos.
―Adiós, Mari ―se despidió y colgó.
La pelinegra tomó las llaves de su casa, junto con una cartera pequeña y salió a su destino.
Conseguir un carro fue tarea fácil, en menos de lo estipulado ya se encontraba frente a la residencia de los Álvarez del Castillo. Tocó el timbre, y en unos segundos Carlota la recibió con un beso en la mejilla.
― ¡Estás linda! ―alagó a su amiga, María se sonrojó y la rubia enlazó sus brazos―. Papá ya llegó, ambos están deseando verte.
―No es para tanto, niña. ―Las dos caminaban a paso lento, mientras se deleitaban con el aire fresco, que les brindaba la naturaleza. Llegaron a la reja, y soltaron su agarre. Pasaron directo a la cocina, la señora colocaba los platos en la mesa acompañada de su esposo―. Buenas tardes.
― ¡María! ―exclamó la doña, acercándose y propinándole un abrazo anhelado. La pelinegra le correspondió, enseñándole su mejor sonrisa―. Tanto tiempo sin verte, sigues hermosa. Estoy por servir el almuerzo, siéntate.
― ¿Cómo está? ―saludó, tomándola de las manos―. Huele divino, como todo lo que usted prepara.
―Estoy bien, gracias ―contestó la madre de Carlota. La última, veía la escena maravillada.
― ¿Y usted, caballero? ―María volteó a saludar al padre de su amiga, también se fundieron en un abrazo.
―Magnífico, me alegro que hayas venido ―respondió él, arrimándole la silla para que ella se sentara. Lo mismo hizo con su hija, y corrió a ayudar a su mujer con la comida.
―No pude negarme ―contestó, encogiéndose de hombros―. Me siento contenta por estar aquí.
―Es mi primera vez, preparando comida internacional ―interrumpió la señora y a la vez, servía una comida nunca antes vista por los presentes―. Espero que les guste, en lo personal, me encantó.
― ¿Qué es esto, mamá? ―preguntó Carlota, viendo los alimentos sobre su plato.
―En el libro de recetas, dice Pabellón Criollo ―apuntó, y luego de completar los víveres se sentó al comedor―. Es arroz, plátano frito, frijoles negros y carne deshebrada. Comida venezolana.
―Exquisito, querida ―alabó el patriarca de la familia, llevando el tenedor a su boca―. Deberías hacerlo más seguido.
―Concuerdo con usted ―aportó María, probando la carne y los frijoles en una sola cucharada―. Que combinación tan buena.
―Me alegra que les guste, buen provecho ―pronunció y continuaron en silencio su almuerzo.
Al cabo rato, veían la televisión y por un instante la pelinegra creyó, que se les había olvidado el motivo de la reunión. Hasta que el señor habló.
― ¿Qué aspiras a estudiar, María? ―cuestionó.
―Finanzas ―apuntó, cruzando las piernas.
―Bueno, alista tus documentos personales ―ordenó Jorge, con una sonrisa―. El martes, son las últimas inscripciones. Es nuestra chance, de una vez deberás entregar todo y luego te llamarán para que presentes la prueba de admisión.
―De verdad, estoy conmovida por su ofrecimiento ―sinceró la pelinegra, aclarando la garganta―. Sin embargo, no puedo aceptar aquello.
― ¿Por qué no, mi niña? ―preguntó Rosario, la madre de Carlota―. Deberías aprovechar semejante oportunidad.
―María tiene pena, mamá ―agregó la rubia, guiñándole un ojo a su amiga―. Esa es su razón. Cree que estará en deuda con nosotros.
―Es así, Car ―replicó Fernández. Las manos le sudaban, optó por secarlas con el pantalón―. Nunca podré pagarles, ese favor.
―No pretendo que nos pagues ―afincó las palabras, el señor―. Lo hago con todo el gusto. Mira, ―Jorge se giró, y ahora María y él estaban frente a frente―, acepta con absoluta confianza, es increíble que puedas estudiar eso que amas. Tómalo, como una muestra de agradecimiento, por parte de los Álvarez del Castillo. Has sido una persona incondicional, no te importa recibir nada a cambio y eso es admirable.
―Yo... ―titubeó y soltó una fuerte respiración―. Estaré encantada, muchas gracias.
Se lanzó a los brazos de él, y lo apretó en un abrazo agradecido.
―Me había quedado sin tácticas, para que aceptaras ―bromeó, alivianando el ambiente. Cada persona, rio por el comentario.
El rato pasó, entre una buena película y golosinas. No había ningún tipo de discriminación, al contrario, ellos adoraban a la pelinegra, y ella se sentía como en casa. No obstante, esa aura familiar, le causaba dolor, pues extrañaba con demasía a sus padres.
En cuanto a Esteban, él se dedicó a resolver asuntos con algunos contratos. Tuvo un almuerzo de negocios en su casa con el Grupo Celeste, el dueño Roberto Celeste, anunció que dejaría el cargo y lo cedería a su hija, Marian Celeste. Pronto, la mujer iría a la empresa y ambos se conocerían, los tratos no se tocarían, todo seguiría como antes. Cosa que tranquilizó a San Román.
A eso de las ocho y media de la noche, advirtió a la encargada del servicio―o ama de llaves―, Rebeca, y le avisó que esta vez, él quería hacer el mercado. Necesitaba conocer, que se sentía ir a un lugar y coger por ti mismo los alimentos. La señora, le miró incrédula, pero se tragó una respuesta y asintió.
El domingo por la mañana, Esteban usaba un pantalón de algodón y un suéter aún más cómodo. Conducía al centro comercial, no tenía idea donde Rebeca hacía las compras. Aparcó en el estacionamiento, y se sometió a la búsqueda de un súper mercado. En el tercer piso del mall, encontró uno y se adentró, cogiendo un carrito en la entrada.
El pasillo uno, contenía charcutería y carnicería. Esteban caminaba, arrastrando el carro y llenándolo con cada cosa que le gustaba. Ya, cuando le tocaba recorrer el último la carreta estaba llena. La fila para pagar, no era ostentosa, así que se colocó tras una mujer que reconoció en el acto.
― ¿Fernández? ―preguntó atónito.
María, al escuchar la voz imponente de su jefe, le temblaron las piernas y se aferró a la manilla de su carrito. Se giró, y lo vio, esa vestimenta informal le sentaba de maravilla.
― ¿Cómo estás, Esteban? ―inquirió de vuelta, sonriéndole.
―Muy bien, ¿tú? ―él, le devolvió el gesto y a la pelinegra se le hinchó el pecho―. No sabía que comprabas aquí.
―Estoy genial, gracias ―contestó, bajando la mirada y con ayuda de su mano pasó un mechón detrás de su oreja―. No compro aquí, es mi primera vez.
―Llevas el carrito muy vacío, eh ―comentó el hombre, lanzado una mirada a las cosas de su asistente.
―No me gusta abarrotar la alacena ―dijo, encogiéndose de hombros. Ella, a diferencia de él, ojeó su carrito y lo vio lleno, más no opinó.
― ¿Vives sola? ―cuestionó, sonriendo. A María le temblaron las piernas.
―Claro, ¿tú? ―se atrevió a preguntarle de vuelta. En aquel mercado, no eran más que dos conocidos. Sí, conocidos que se han besado.
¡Quiero besarlo, ah, sí quiero! El subconsciente de la pelinegra, era traicionero. Selló sus labios, así evitaría que se le escapara esa frase. No dejaba de pensar en aquel beso, en la oficina.
―Si ―afirmó, sin dejar de reír. La fila, avanzó unos cuantos pasos y ellos quedaron más cerca de pagar―. ¿Cuál es tu comida favorita, María?
―Los tacos ―confesó, y la mujer no sabía ni lo que estaba sintiendo. Era un túmulo de emociones, arremolinados en toda su anatomía―. ¿La tuya, Esteban?
―Bueno, me fascinan los tacos como a ti ―respondió, María le sonrió―. Pero, mi favorita es la pasta a la parmesana.
Ella asintió y se giró, no soportaría verlo más a la cara. Caminó un poco más, y llegó a pagar. Divisó a su jefe, cancelando en otra cabina.
María salió con sus bolsas, y logró llegar afuera del centro comercial. Se dispuso a esperar un taxi. Por su parte, Esteban la buscó como loco. No supo en que momento, la muchacha se esfumó. Una ligera molestia, abarcó el centro de su estómago y no tuvo más remedio que caminar hasta el estacionamiento y entrar en su auto.
Se moría por saber, quien le regaló los fulanos chocolates. Quería invadirla de preguntas, más no tuvo el tiempo, ella se había ido. Apoyó la cabeza, en el volante y encendió el aire acondicionado. En aquel supermercado, no parecían compañeros de trabajo, más bien se miraban como dos viejos amigos y eso a él, le encantó. María lo tuteó, se mostró con confianza, eso era lo que el pelinegro buscaba. Que ella, se sintiera cómoda con él.
Quizá, si se esforzaba un poco más lograría conquistarla del todo.
N/A:
hola, bebés. Muchas, muchas, MUCHAS gracias por apoyarme en mi otra historia, la verdad estoy emocionada y agradecida por ello.
empecé a trabajar en mi tesis, para poder graduarme del liceo, así que no tendré tiempo suficiente para actualizar. Cabe destacar, que siempre que puedo, estoy escribiendo en esta historia.
𝕩𝕠𝕩𝕠, 𝔸.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro