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𝑬𝒑𝒊𝒍𝒐𝒈𝒐.

Todo el teatro estalló en aplausos, y los graduandos aventaron sus birretes color negro al aire como celebración de su promoción.

María se recibió en finanzas, y lagrimeaba por doquier. Los sentimientos aflorados, porque su familia la miraba orgullosa de ella. Después de tomarse las fotos correspondientes con el título universitario, con los tutores y el grupo académico; caminó a grandes zancadas y se lanzó a los brazos de su hombre. 

―Estoy tan orgulloso de ti, mi cielo ―le dijo al oído, sujetándole por las nalgas sobre la toga―. Te amo.

―Amor, sube las manos ―indicó, socarrona―. ¿Qué van a decir después?

―Nada. Con ver a nuestros bebés entenderán todo.

Ella lo besó efusivamente, y se despegó para colocarse de cuclillas a la altura de la carriola donde sus hijos permanecían, vestidos con su ropita elegante. Héctor, de cinco años con su traje, parecido al de su padre; y la pequeña Estrella San Román, de dos años de edad, con un vestido floreado.

―Mis niños, mamá está feliz de tenerlos aquí ―les informó, plantándoles un beso en la mejilla a cada uno.

Héctor le sonrió, y la pequeña de cabellos dorados le tomó la mano y se la besó.

― ¿Nos vamos? ―inquirió él, entrelazando sus dedos con los de ella. María con su mano libre, arrastraba la carriola, donde permanecían sus hijos.

Se veía espléndidamente, esa noche debajo de la toga y el birrete llevaba un vestido rojo muy ceñido al cuerpo y por encima de las rodillas, unos tacones color negro donde se apreciaba su pedicura en color blanco. El cabello liso, un maquillaje sencillo, cargaba su tobillera que Esteban le regaló en aquel picnic y su cadena de oro alumbrándole el cuello.

Se subieron a su coche, y él condujo a un restaurante donde cenarían y festejarían por el logro de la señora San Román.

En el lugar, un maître se les acercó y los guio a una mesa desocupada.

― ¿Desean alguna entrada? ―cuestionó, observando a María que estaba distraída consintiendo a Héctor y Estrella.

Esteban lo notó en el acto y carraspeó, obteniendo la atención de su mujer.

―Mi amor ―afincó la primera palabra―, ¿quieres algo?

―Champaña rosada, por favor ―contestó, y le sonrió al maître, quien se la devolvió sonrojado.

El pelinegro enarcó una ceja al hombrecillo uniformado, tomando con brusquedad la mano de ella por encima de la mesa. Enseguida, María cerró los ojos y exhaló. Sabía lo que pasaba.

― ¿Algo más? ―preguntó el hombre.

―No, cuando vayamos a ordenar le avisamos ―espetó San Román, sin dirigirle la mirada. El maître se retiró en silencio.

―Esteban, por Dios ―reprendió, soltándose del agarre―. Estás pasado, no me gusta que actúes así.

―Te miró como si estuviera enamorado ―se defendió, con el semblante de niño pequeño―. Y eso me encabrona, me pone de mal humor.

― ¿Sabes qué?, cállate. Estoy furiosa, no me hables.

―Pero―

―Ningún, pero ―le interrumpió, sentenciándolo con la mirada―, en la casa hablamos.

Él quería seguir protestando, sin embargo; optó por cerrar la boca y dedicarse a beber champaña con ella.

Habían ordenado una paella, después cervezas sin importarles que mezclaban bebidas y no era tan bueno en ellos. A los pequeños, les sirvieron jugos naturales y un postre adicional.

De entrada a la casa, tuvieron que cargar a los bebés debido que al cansancio se quedaron dormidos en el camino. Aún el matrimonio se dirigía la palabra, Esteban traía una cara de perrito regañado y en el fondo ella quería quitársela con muchos besos repartidos. Pero, se limitó a subir con Estrella en brazos y a acostarla en su cama.

Luego de ese trajín, quiso refrescarse con una buena ducha. Se despojó de su vestidito, dejándolo tirado en el suelo al igual que su ropa interior. Permaneció en tacones y así caminó hasta el cuarto de baño en su recamara.No sabía dónde estaba su hombre, aseguró que yacía con Héctor. No quería hablarle, pero su orgullo decaía cada vez más. Se apoyó en el lavamanos, y admiró su desnudez. Se sonrió y sacó sus tacones, lanzándolos con los pies a un lado.

De pronto, unas gruesas manos la toman con posesión pegándola a un torso firme y sus glúteos chocando contra una erección dura.

― ¡Esteban! ―gritó, asustada. Su corazón se aceleró más de lo normal. Le propinó un manotazo, pero no pudo seguir riñéndolo.

― ¿Estás enojada, ah? ―inquirió, besándole el cuello y succionando. María sintió sus piernas fallar, se dio la vuelta y quiso apartarse. Sin embargo, esas manos la apretaron todavía más.

―Mucho ―mintió. Lo que estaba era excitada. Sus jadeos y su respiración agitada, la delataban―. Suelta.

―Negativo, cariño. Hace mucho no te hago mía, sobre el lavabo.

Empezó a devorarle un seno, mordiéndolo con agresividad a lo que ella reaccionó con afabilidad, echando su cabeza hacia atrás y mordiendo sus labios hasta que sangraran.

La cargó, y la dejó sobre el frío mármol sin dejarle libre el pezón. Pasó de uno al otro, arrancándole gemidos sutiles.

―Dentro de mí, ya.

Él se carcajeó, e introdujo dos de sus dedos para estimularla. La cosa, era que esa zona íntima estaba más que empapada. Los sacó y los chupó, así sentir el sabor de su mujer.

―Esteban... ―rogó, casi llorando.

Entonces, no alargó más la situación y la hizo bajar de nueva cuenta, embistiéndola por detrás, halándole el cabello con una fuerza descomunal, más los azotes que le dejaban la piel marcada.

―María... ―gruñó San Román, deleitándose por medio del espejo, al admirar las expresiones de su mujer, se apreciaba la satisfacción y lo bien que la estaba pasando.

Sus pieles chocaban con rudeza, saltaban a cada tacto tan brusco y eso los mantenía viendo estrellas.

Acto seguido, él se montó en el lavabo y María sobre Esteban. Se inclinó hacia atrás y ella se auto penetró, y comenzó a brincar sin pudor alguno en esa pelvis. El pelinegro la tomó por las caderas y la movía a su antojo, escuchando y mezclando sus gemidos ahogados dentro de esa habitación, que claramente desprendía ese olor a sexo, tan característico...

Luego, acabaron y juntos tomaron una ducha para refrescarse. Volvieron a unir sus cuerpos, bajo aquel manto de agua cristalina que salía por los agujeros.

 ― ¿Crees que hayamos despertado a los chicos? ―cuestionó, acostada en su cama calentándose con los brazos de su esposo.

― ¿Cómo piensas eso? ―Soltó una risotada, que provocó una vibración en ella―. Aunque, con tus gritos...

―Porque tú no, eh ―recalcó.

―Ya estuvieran aquí, entonces no. Deben estar dormidos.

Se instaló un pequeño silencio, cómodo, de hecho.

―Esteban.

― ¿Mmm?

―Cuando te miré fijamente aquel día en la oficina, y me correspondiste yo... ―suspiró―. Hice conexión contigo. Y, me preguntaba que si tú habías sentido lo mismo.

―Yo también, quería saber si te gusté desde ese momento, una parte de mí se moría por saberlo ―confesó―. Fue como un brillo pasar, a través de nuestros ojos.

― ¿Piensas que estábamos destinados?

―Sí. Naciste para mí, amor.

― ¿Y si no?

―Entonces, hubiera insistido hasta que llegáramos a este punto. Con esa mini falda, y esas piernas descubiertas, esa sonrisa, ese cabello, esos ojos verdes hermosos, tu manera de tratar a los demás... ―halagó―. Todos quisiéramos estar a tu lado, yo soy tan afortunado.

―Te amo.

―Te amo, mi vida. Buenas noches.

Y con la oscuridad de su habitación, la luz de la luna y la tranquilidad de tener a sus dos hijos estables; se fundieron en un sueño reconfortante. Porque, sabían que sus días serían de ilimitada dicha.

𝑭𝒊𝒏.

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