𝑫𝒐𝒔.
María decidió asear ese día su pequeña casa. Vivía a las afueras de la Ciudad de México, pagando el alquiler de una modesta residencia. El piso era suficiente, para una sola persona. Un baño, una habitación, una cocina y un espacio reducido, que ella consideraba como sala de estar. A pesar de ser muy humilde, siempre procuraba por mantenerla ordenada y bien limpia.
Tenía una radio color azul celeste, fue un regalo de su abuela antes de fallecer. Sintonizó una buena emisora y al ritmo de la balada que sonaba, empezó por ordenar su habitación. Así pasó el rato, hasta que encontró una caja llena de cartas y recuerdos. Tomó asiento en la cama, dejando el trapeador pegado a la pared. Colocó el paquete en su regazo y lo abrió. Ahogó un sollozo, eran fotografías y viejas escrituras dedicadas a ella de sus amigos y una de sus padres. Pasó la yema de su dedo por el rostro reflejado en aquella imagen, sonrió con tristeza, daría todo por tenerlos a su lado, pero estaba sola, y eso no podía cambiarlo. Ahora, cogió una carta y leyó las primeras líneas en voz alta:
"Mi Marilita, te extrañaré mucho, eh. Siempre recordaré todos los tacos que te comías a escondidas del maestro..."
Largó una carcajada muy sonora y por un instante, se trasladó a la secundaria, cuando era muy feliz y no lo sabía. El escritor de esa carta, era el único amigo de confianza que pudo tener en la vida, Ricardo Montañés. Se conocieron en la primaria y desde ahí se adoraron, su amistad fue muy bonita y nunca hubo dobles intenciones entre ellos. Cuando llegó la hora de graduarse, a él le tocó viajar a Irlanda y al poco tiempo, se enteró que había muerto de leucemia. Lastimosamente, le fue detectada la enfermedad a la edad de los diez años. Los padres de Ricardo, hicieron lo imposible para que él tuviera los mejores médicos. Sin embargo, el cáncer no perdona a nadie. La noticia le cayó como balde de agua fría, pero aprendió a vivir con el dolor, hasta que llegó a superarlo. Lo recuerda muy bonito todo el tiempo.
Decidió cerrar la caja y enviarla devuelta a su lugar. No tenía ganas de recordar nada más, debía seguir limpiando. Ahora le tocaba la salita. Hizo la labor en un dos por tres, amaba su hogar, esa era una ventaja de tener la casa pequeña, que la limpieza no se demoraba y no había tanto polvo que sacudir.
Al final del día, se encontraba tumbada en su cama, viendo la telenovela de las siete y media de la tarde. Siempre sintonizaba el canal y en esta ocasión, cenaba pollo frito. A pesar de tener la vista clavada en la pantalla, su mente viajaba a la cena del día anterior. ¿Cómo era posible, que ambos estuvieran en el mismo lugar? Sencillo, ese es un restaurante que un sujeto como Esteban concurriría, y toparse con ella fue mera casualidad. Quizá estuvo viéndola por un rato, porque él trataba de recordar donde la había visto. Primero, la vio mal vestida en la empresa, y luego en la noche, ella cargaba un sensual vestido, cualquiera se confunde, pensó.
Aunque estaba muy segura que no la llamarían de la compañía, María mantuvo la esperanza hasta el final de día, realmente necesitaba el empleo. Muy poco dinero le quedaba de la liquidación de su último puesto, así que no podía darse el lujo de esperar a que se le acabara. Ya eran las diez y media el sueño la estaba venciendo. Decidió dormirse y dejar las preocupaciones para luego.
Eran aproximadamente las once de la mañana, cuando María se encontraba desayunando un plátano y un vaso de agua. No salió a hacer las compras, porque el dinero lo estaba ahorrando para pagar los impuestos y los servicios. Iba a botar la concha de la fruta, cuando el teléfono fijo comenzó a sonar. Sus ojos se iluminaron y el corazón le latió desaforado.
― ¿Bueno? ―habló, con los nervios instalados en su estómago. Cruzaba los dedos, para que fuera de las Empresas San Román.
―Buenos días, con la señora María Fernández Acuña, por favor ―pidió la mujer con voz aguda, del otro lado de la línea.
―Ella habla. ―La pelinegra trataba de controlar los nervios, pero le estaba costando un buen.
―Le estamos llamando de las Empresas San Román, a fin de comunicarle que mañana debe estar en las instalaciones a las siete y media, puntual ―informó. María celebraba mentalmente, mientras ahogaba un grito de felicidad―. Aquí se le proporcionará el uniforme que usted usará.
―Muchas gracias, ahí estaré ―aseguró y cortó la llamada.
Dio un suspiro de alivio, y enseguida soltó el gritillo de emoción que estuvo conteniendo durante toda la conversación. Ella no tenía ni idea que había pasado, estaba aferrada a la idea de que nunca la contratarían, agradeció al cielo por ese milagro. Porque si, aquello era un completo milagro.
Esa noche escogió la mejor vestimenta que tenía, para llegar con buena presentación a la compañía. Se trataba de una falda gris que solo le llegaba a unos centímetros, más arriba de la rodilla. Una camisa blanca, con las mangas hasta el codo y pretendía llevar los tacones de la cena. Bueno, los únicos que tenía. Imaginó en cómo sería trabajar para él, se sonrió porque la imagen que su psiquis le reflejó, fue hermosa. Sacudió la cabeza, negándose a sí misma pensar así. Por un microsegundo, imaginó estar al lado de Esteban San Román y se estremeció con ese simple hecho.
'Nunca un tipo como Esteban, se fijaría en alguien como yo'. Se dijo. Mordió sus labios nerviosa y apuró acostarse a dormir.
(***)
Esteban arribó la empresa con una enorme sonrisa plasmada en el rostro. El motivo de la misma, ni siquiera él lo tenía presente. Simplemente, se sentía feliz y muy en el fondo conocía la razón. Procuró no admitirla. Llegó como siempre, a las ocho en punto de la mañana. Se llevó una gran sorpresa, al ver a María Fernández sentada en la recepción de su piso, parecía un deja vu. La encontró tal cual la primera vez que ella fue a buscar trabajo. Seguía moviendo la pierna con insistencia, pero ahora tenía mejor pinta, vestía como una auténtica secretaria.
―Buenos días ―saludó Esteban, inundando el espacio con su característico tono de voz, uno que volvía loca a cualquier mujer. Era tan grave, que hasta podía ser considerado como un locutor de radio de primera. En la recepción, solo estaban la pelinegra y Carolina, que huiría de allí a su piso de trabajo, en cuanto estuviera asegurado el puesto de la nueva secretaria del jefe de las Empresas San Román.
―Buenos días ―respondió María y se levantó de la silla, dándole a Esteban y a todo el que pasara por el sitio, un gran vistazo de sus bronceadas piernas. Esa mañana, la mujer optó por recogerse el cabello en una media cola.
―Esteban ―habló Carolina, interponiéndose entre ellos dos―. Ella es la elegida para ocupar oficialmente el puesto de tu asistente personal. Fue la elección tuya, recuerda.
―Sí, Carolina ―asintió él, tratando de alternar la mirada entre esas dos chicas. No quería parecer un morboso, al quedarse viendo las piernas de María, no le parecía correcto―. Muchas gracias, puedes volver a tu área.
Carolina desapareció por el ascensor, no sin antes recibir a la pelinegra con un estrechamiento de manos.
―Señorita Fernández, pase a mi despacho ―esa fue la primera de tantas órdenes, que recibiría ella, por parte de Esteban. Sin duda, las manos le sudaban y su pecho palpitaba tan rápido, como el aleteo de un colibrí. Lo vio abrir con sus llaves la oficina y adentrarse, esperó unos segundos e inhaló y exhaló varias veces, para luego entrar tras él.
El repiqueteo de los tacones color negro de María, hacía eco en el no tan reducido espacio. En el piso únicamente estaba la oficina de Esteban, y la sala de conferencias de la empresa. También, había dos oficinas más, pero éstas se encontraban desalojadas. El único socio mayoritario era él, Servando, Demetrio, Arturo y Bruno eran los nombres de los cuatro asociados a la compañía, pero la fuerza en su paquete de acciones no era tan grande, como para tener un despacho ahí. Ellos, solo eran convocados a fin de mes y algunas veces, para la toma de decisiones importantes.
Esteban, se hallaba tras su escritorio, encendiendo el computador y dejando su maletín encima de la mesa de madera. María, que para sus adentros no podía contener la emoción de estar ahí, avanzó dos pasos más hacia él, a fin de llamar la atención de su jefe. Cosa que obtuvo con éxito. El pelinegro volteó al instante.
―Disculpe, señorita Fernández ―lamentó y le indicó que tomara asiento en alguna de las sillas que se encontraban bajo su escritorio, para después él acomodarse en la suya―. Como puede ver, si la llamé... ―vociferó Esteban, con altivez. Haciéndole recordar a María su propio comentario. Ella sonrió con disimulo y asintió, dándole la razón―. Usted debe tener en cuenta algunas cosas. La primera, es que tiene que estar disponible para mí en todo su horario laboral. La segunda, aquí se maneja información confidencial, debe ser discreta con cada documento que pase por sus manos. Y, por último, la organización en los archivos, memorándums, informes o lo que sea que yo le ordene, usted lo realizará con la puntualidad adecuada.
A todas estas, María ya no escuchaba a Esteban. Desde que nombró la segunda regla, la mujer puso a trabajar su imaginación. Pensando una y otra vez, en cómo sería una vida al lado de aquel hombre de ensueño. Logró espabilar, en cuanto oyó el manotazo que él le propinó a la mesa.
― ¿En qué piensa, Fernández? ―cuestionó disgustado. La vio distraída y eso le restó puntos a María.
―Lo siento, señor San Román ―se disculpó, claramente apenada―. Estaba asimilando cada palabra que me dijo.
―Está bien ―Esteban le restó importancia―. Aquí tiene su contrato, fírmelo. ―Él le extendió el papel, y ella solo tomó un bolígrafo del portalápiz y escribió su firma en una delgada línea, al final del documento.
―Bienvenida oficialmente a las Empresas San Román, María. ―Era primera vez que él la tuteaba, eso la estremeció, por fortuna supo controlarse. Aparte, el sujeto se levantó del asiento, para estrechar sus manos―. Espero que hagamos un buen equipo.
―Le aseguro que así será ―dijo la pelinegra, ya levantada―. Oiga, ¿dónde puedo buscar mi uniforme? ―inquirió, recordando que no hablaron de eso.
―No es necesario un uniforme para usted. ―Volvió a la formalidad―. Con ese que tiene, está perfecta. El escritorio que está afuera, es suyo. Ahí advertirá algunos archivos que debe organizar en unas carpetas. También, tiene un teléfono fijo, un computador y más tarde le paso mi agenda personal. En el computador, está registrado el directorio telefónico de la empresa, apréndalos lo antes posible, será necesario. Puedes retirarte, muchas gracias.
―A usted, por la oportunidad. ―María le sonrió, mostrando todos sus dientes y salió de ahí, dando un suspiro. Poseyó su escritorio, todavía emocionada porque, al fin tenía un empleo fijo. Encendió el computador, miró todos los papeles que debía organizar y no dio muchas vueltas, para empezar a hacer su trabajo.
Pasó toda la mañana, rellenando las carpetas con todos los documentos. Se enfrascó en lo suyo, se sentía contenta en su nuevo empleo, era como si una fuerza interior le estuviera diciendo con insistencia que eso era lo que ella buscaba. Mientras leía todo el directorio telefónico, pensó en las palabras de él:
'No es necesario un uniforme para usted. Con ese que tiene, está perfecta'.
Agarró un lápiz y lo comenzó a mordisquear, se le había hecho costumbre desde que comenzó a trabajar, a la edad de dieciocho años. ¿Realmente, él la consideraba perfecta? Porque, a su parecer, ella estaba muy lejos de serlo. Dio un suspiro tras otro, y sentía un revoloteo extraño en su estómago. Miró la hora en la parte inferior de la pantalla, y advirtió que era momento de ir a comer. Tomó su bolso de mano y se disponía a usar el ascensor, pero ver a Esteban salir de su oficina, la hizo detener su apurado caminar.
― ¿Se le ofrece algo, señor? ―preguntó María, con disposición.
―Sí, aquí tienes mi agenda personal ―le entregó una libreta de cuero marrón, un poco desgastado―. Debes acomodar mis citas, desde el mes pasado a la fecha de hoy.
La pelinegra asintió y regresó a tomar asiento con la agenda en las manos.
Esteban volvió a encerrarse en su despacho y la recepción, volvía a estar en completo silencio.
―Cita con Fabiola a las siete... ―María leía en susurros la libreta de su jefe, y en su mano diestra sostenía un bolígrafo―. ¿Será la novia? ―interrogó a la nada. La sola idea de que estuviera comprometido, le causó una punzada muy leve de celos. Se regañó a sí misma, por sentirse así. Él es su jefe, su vida privada no era de su incumbencia.
Siguió anotando y reorganizando citas, sin decir nada más.
Mientras tanto, dentro de su oficina, Esteban preparaba los documentos, para la próxima junta de concejo. Su cabeza soltaba flashes de las bronceadas piernas y de los ojos color verde intenso, de su secretaria. No podía pensar en nada más que eso, le parecía una mujer hermosamente perfecta. La decisión de descartar a Érica surgió a partir del encuentro casual en el restaurante italiano con la pelinegra. No tuvo que pensarlo mucho, simplemente María, fue como un imán que lo atrajo y él era una pieza de metal, pegado a ella.
Se fijó en su reloj de mano, y casi se le pasaba la hora de almorzar a la mujer. Su conciencia, no tardó en reprenderlo por ese acto inhumano. Tal vez, cuando la vio caminar al elevador iba saliendo a comer, y él lo impidió. De inmediato, corrió al escritorio de ella y la vio concentrada en la agenda. Le causó ternura esa imagen.
―Oiga, puede ir a almorzar ―le avisó, recostado del umbral de la puerta. María alzó la vista con lentitud. Ni siquiera, se molestó en disimular la forma en como lo detallaba de arriba abajo. Esteban se dio cuenta y sonrió para sus adentros.
―Ya no queda tiempo ―contestó la pelinegra, carraspeando―. Además, estoy por terminar de organizar la libreta.
― ¿En serio? ―se quedó de piedra, su última asistente le costó mucho hacerlo. Sin embargo, María demostró con ese mínimo detalle, lo eficaz que podía ser.
―Claro, mire. ―Se colocó al lado de Esteban y le acercó el pequeño cuaderno a la cara. Él ojeó la delicada letra de la mujer y advirtió todo bien organizado, como debe ser.
―Excelente ―alagó. María se sonrojó, lo que causó dulzura a Esteban, por segunda vez en el día―. Entonces, termine y la hora siguiente la tiene libre para que vaya a comer.
―Gracias, señor ―exclamó María, sintiéndose orgullosa de sí misma.
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