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𝑫𝒊𝒆𝒛.

Maratón: 3/3.

María observaba el campus de la universidad del sur, como un sueño hecho realidad. Cargaba unos vaqueros negros, unos deportivos blancos y un suéter color crema. Quiso imitar un peinado, que su abuela le hacía cuando era una adolescente e iba a la prepa, pero falló estrepitosamente. Optó, por recogerlo en un chongo. Aparte, llevaba una mochila y una carpeta con todos los documentos necesarios, para la inscripción. 

―Nuestro turno ―dijo Jorge, levantándose de las sillas puestas en recepción―. Vamos, chiquilla.

―Estoy nerviosa ―confesó la pelinegra, siguiéndolo a la coordinación general.

―Buenos días ―saludó el señor, extendiéndole la mano a la doña tras el escritorio.

― ¿Cómo le va, Jorge? ―preguntó, sonriéndole e indicándoles que tomen asiento―. ¿Ella es la chica de las finanzas? ―volvió a cuestionar, esta vez viendo a María. Él asintió y se quedó en silencio. Fernández supo, que ese es su momento de presentarse personalmente.

―Mucho gusto, María Fernández Acuña. ―Estrecharon manos las mujeres.

―Soy la rectora de la academia, Milena Contreras ―agregó, con una sonrisa―. Para este proceso, debes llenar la ficha de inscripción y te estaremos llamando, para que presentes la prueba de admisión.

―Aquí tengo la carpeta, todos mis papeles se encuentran en orden ―avisó, entregándosela. Milena, la archivó entre algunos folios.

―Jorge, dejemos a María sola, ven conmigo a caja y facturación ―indicó la directora, y ambos salieron de la oficina.

La pelinegra rellenó cada campo vacío, en aquella hoja. Las lágrimas, se agolparon en sus ojos y una vez más se sintió muy agradecida por el papá de su amiga. Nadie, haría algo de esa magnitud por ella, pero ese señor sí. Y, no sabía cómo, pero de alguna forma le pagaría ese favor. 

Luego de aquel proceso, Jorge y María salieron de la universidad en el coche de él. Conversaron de todo un poco, entre tanto ella le llenaba los tímpanos de agradecimientos, la actitud de la joven le gustaba, siempre había sido así. El caballero, la dejó en todo el frente de la empresa. No tenía tiempo, de irse a su casa a cambiar de ropa. Sí, estaba rompiendo las normas internas, pero ¿qué más daba? Ni siquiera usaba el uniforme que la compañía asignó.

―Oh, buenos días señor Servando ―saludó al sujeto, que yacía muy cerca del escritorio de ella―. ¿San Román, ya lo atendió?

―No, en realidad estaba esperando por ti ―articuló, estirando el blazer.

― ¿Por...por mí? ―titubeó, desconcertada. Dejó su mochila sobre el escritorio, y cruzó los brazos sobre su pecho―. ¿Qué se le ofrece?

―Venía a...hacerte una invitación ―propuso el viejo, asomando una sonrisa―. A cenar.

―No, yo no... ―los nervios, le carcomían las entrañas. No quería sonar grosera, pero tampoco disponía de ganas para aceptar la salida―. No puedo.

― ¿Por qué no? ―cuestionó, calmando el enojo que lo recorrió.

―Tengo mi noche comprometida, lo siento ―se lamentó, tomando asiento y estirando el cuello―. Iré a reportarme con mi jefe, no sabe que he llegado.

―Si... Ten una buena tarde ―farfulló, apretando las manos y caminando al elevador.

María lo vio entrar ahí, y suspiró.

De igual forma, tocó la puerta de la oficina y sin esperar respuesta, entró.

―Hola ―pronunció, demostrando la inocencia que la caracterizaba.

Advirtió a Esteban, entretenido en una charla telefónica. Él la ojeó, y le sonrió. La mujer, notó como se le iluminó el rostro a el hombre en cuanto la vio. Todo dentro de ella, se revolvió de felicidad. Seguramente, así se mostró ella apenas pisó el despacho.

Dio algunos pasos, hasta las sillas frente a Esteban y se refugió ahí. Espero con suma paciencia, a que se terminara toda la charla.

― ¿Cómo te fue? ―preguntó él, colgando la llamada y viéndole los ojos.

―Bien, llené una planilla ―explicó, bajando la mirada. Esteban, la ponía demasiado nerviosa―. Debo esperar que me llamen, y presentar la prueba.

―Suena fantástico ―expresó, tomándole la mano y sobándole los nudillos. La piel de María, se erizó en su totalidad―. Estás muy hermosa.

―Gracias. ―Se sonrojó, y el pelinegro le hizo una seña para que se acercara a él―. ¿Qué...?

No tuvo tiempo de continuar, el sujeto la tomó por la nuca con delicadeza y estampó sus labios con los de ella. María, en el proceso se sentó a horcajadas en el regazo de su jefe. Con mucha claridad, su feminidad se rozaba por encima de la tela con el miembro de él. Acción, que llevó a la joven a sentirse extasiada.

Las manos de la secretaria, vagaban por lo ancho de los hombros de él, luego subían a su cabello y terminaban en su nuca. Lo acercaba cada vez más hacia ella, necesitaba besuquear toda su boca. Mientras tanto, Esteban paseaba sus manos por el cuerpo de aquella muchacha, toqueteaba su espalda y dibujaba la silueta de su cintura sin parar.

―Ah... ―jadearon, buscando aire. Juntaron la frente, y cerraron los ojos.

―Tus pecas son lindas ―alagó la pelinegra, trazando con la yema de su dedo―. No se notan, pero son perfectas para mí.

―El hecho de tenerte sentada en mis piernas, es perfecto ―dijo, apresándola contra su pecho. María lo abrazó, disfrutando del calor que emanaba―. Este pantalón te queda precioso.

―No me dio tiempo de cambiarme ―se disculpó, plantándole un casto beso en la boca. Acto seguido, recostó su cabeza en los pectorales de él.

Pensó en contarle lo de Servando, pero recapacitó y decidió callar. No había pasado nada malo, ese hombre solo fue amable.

―Que no se repita, Fernández ―reprendió en tono de broma, ambos rieron―. Me encantaría quedarme así, toda la tarde. Sin embargo, tengo un almuerzo con una nueva empresa que se lanzó al mercado.

―Aja, con Salgado Inc. A las tres y cuarenta en el restaurante Tai Thanic ―vociferó María, recordando la nota en la agenda personal de Esteban―. Y a las cinco, vendrá una futura socia a la empresa ―apretó los dientes.

Lo que menos quería, era sonar celosa. Ni siquiera, ellos tenían una relación formal; por ello no debía actuar así ni hacerle algún reclamo. No obstante, San Román se fijó en esos celos.

―Tus celos me alagan ―comentó, largando una risotada.

―No estoy celosa ―mintió, haciendo una mueca. Prefirió incorporarse, y terminó caminando a la puerta―. Voy a preparar los documentos, para tus citas. Nos vemos. ―Salió, sin dejar que el pelinegro dijera algo.

―Por supuesto que lo está ―soltó, al aire. El regocijo lo abarcó a sobre manera.

María vio a Esteban abandonar la oficina, con el portafolio en su mano derecha. Se acercó a ella, sin importarle quien llegara por el ascensor y los viera, le tomó la cara entre sus dedos y la besó fugazmente.

―Regreso en un rato, señorita ―anunció, plantándole un pico, en la comisura―. Cuídate.

―Suerte, San Román ―exclamó, rodando los ojos con diversión. Lo divisó, pidiendo el elevador y suspiró con amor.

El chofer, llevó a Esteban al sitio de encuentro. Estacionó en exclusivos, y lo esperó dentro del auto.

―Buenas tardes, joven ―habló, al sujeto postrado en la entrada, tras el vitral―. Hay una reservación, a nombre de Gerardo Salgado...tengo una comida con él.

―Claro. Sígame, por favor. ―Lo guio a la mesa, y ya lo estaban esperando.

― ¿Cómo estás? ―saludó Gerardo, arrastrando la silla hacia atrás, y estrechando la mano con Esteban.

―Bien, gracias.

Tomaron asiento, y el camarero se acercó. Hicieron una orden rápida de comida, y se enfocaron en su objetivo.

―Como leíste en el fax anterior, quiero conseguir un buen socio ―comenzó a explicar el hombre, añadiendo facciones raras a la conversación. El pelinegro, lo observó con atención―. Tu empresa es sólida, necesito buena publicidad y reputación, con fines de crecer a largo plazo.

―Entiendo, pero estamos hablando de un contrato casi multimillonario ―adjuntó él, cruzándose de brazos―. No es fácil para mí, aceptar a una compañía novata como aliada. Tengo que consultarlo con la junta de concejo, luego organizar varias reuniones y pensarlo demasiado bien.

―El dinero es lo de menos ―aseguró Gerardo―. Y, realmente lo necesito, le ayudaría mucho a mi empresa. Así que, esperaré el tiempo que se requiera para firmar con usted.

―Veremos a los días ―profirió el sujeto, enseñando una sonrisa torcida. Al instante, llegó el mesero con los platillos. Sirvió adecuadamente todo, y se retiró en silencio―. ¿Por qué fundaste en Estados Unidos, y no aquí, en México?

Salgado Inc. Una empresa fundada el año pasado, en Miami, FL. Un hombre, de unos veinticinco años, invirtió parte de su fortuna en construir un patrimonio para su futura familia. Era rico de cuna, sus padres son dueños de la mitad de los restaurantes de comida rápida en la isla de Boca Ratón. Mientras que terminaba sus estudios en Harvard, su hermano menor le ayudaba con la compañía, hasta que salió al mercado. Mucha competición encontró, entre ellas, las Empresas San Román, un grupo de Empresas―valga la redundancia―, situadas en distintas partes de la ciudad de México, administradas por Esteban San Román. Gerardo, no pestañeó y lo contactó. Ese aliado, resultaría grandioso a beneficio mutuo. Lo que no contempló, fue los peros que él le llegó a poner sobre la mesa. Se repitió varias veces, tener suma paciencia, si quería lograr su cometido.

―Claramente, soy norteamericano ―confesó, probando su comida―. Allá, es más ardua la tarea de formar un imperio, pero si tienes dinero, todo es posible. Me va bien.

― ¿Por qué quieres aliarte a mí, entonces? ―preguntó Esteban, bebiendo del vino blanco.

―Está demás, decirte que tu empresa es una de las mejores y más condecorada en américa. Es interés representativo, y llegarán beneficios mutuos.

―Entiendo.

Gerardo le lanzó una mirada expectante, pero el otro ni se inmutó. Decidieron terminar de comer, en completo silencio.

El reloj marcó las cinco en punto.

Hacía rato, que Esteban llegó y después de saludar a María con un beso entró a su oficina. Ninguno, ha cruzado palabras.

Una mujer alta, un cutis de muñeca, piel morena y ojos color café; hace una entrada ruidosa en el décimo piso.

―Hola, ¿qué tal? ―habló, con amabilidad―. Tengo una cita con el señor San Román.

La pelinegra alzó la cabeza y la miró.

Idéntica a Naomi Campbell, pensó.

―Hola, si ―afirmó, erguida en la silla―. Puede esperar unos minutos, allí sentada ―informó María, sin perderle detalles. Pidió permiso, y se adentró en el despacho―. Afuera está la socia ―espetó, observando el escritorio de madera.

―Dile que pase, por favor ―contestó el hombre, siguiéndole el juego.

Todavía estaba celosa.

―Seguro.

Azotó la puerta al salir.

Avisó a la mujer que entrara, con toda la cortesía posible.

―Buenas tardes, Esteban ―dijo, acompañado con un beso en la mejilla.

―Hola, Sara. Siéntate, por favor.

―Gracias. ―Él se tomó la molestia, de abrirle la silla para que ella se acomodara―. Hablamos por teléfono. Básicamente, tengo que leer el contrato de asociación.

―Claro, toma. ―De vuelta en su asiento, Esteban le entregó la hoja con las especificaciones y clausulas, pros y contras que conlleva ser un socio de las empresas San Román.

― ¿Te molesta si la reviso aquí? ―preguntó, cruzándose de piernas. El pelinegro negó.

Así transcurrió la tormentosa cita de negocios, para María.

Se repetía cada cinco segundos, que no debía entrar ni celarlo, no estaba en su derecho. Por ende, procuró enfocarse en repasar las preguntas que tenía que contestar en el examen de la universidad.

―Gracias por todo, corazón ―profirió Sara, saliendo con una flamante sonrisa tras Esteban―. Nos vemos a fin de mes.

―Te acompaño ―propuso, y juntos caminaron al ascensor.

María hirvió en agua caliente.

Vio la escena con recelo, respiró hondo y antes de que Esteban pudiera darse la vuelta, ella fingió estar concentrada.

―Ven a mi despacho ―vociferó, y desapareció a su oficina.

La joven enarcó una ceja, pero fue a dar al despacho de su jefe.

― ¿Qué necesita, señor? ―inquirió con formalidades.

San Román ahogó una carcajada.

―Necesito que me beses, ahora ―ordenó, inclinándose hacia atrás en el respaldo de la silla.

―Sería una falta de respeto, usted es mi jefe. ―Ella, no estaba dispuesta a ceder.

―Una falta, que cometería con gusto. ―Su voz, sonó más gruesa que antes. 

Se acercó a la secretaria, y con cuidado le haló el cabello recogido en un chongo.

―Duele ―mintió, solo quería que la soltara. Ejecutó un movimiento, para que él se desprendiera de su agarre, no obstante; falló.

―Bésame, María ―imploró, comenzaba a sentirse excitado.

Negó con la cabeza: ―No quiero hacerlo.

― ¿Segura? ―Ahora, ella asintió.

―Deja de insistir, que no... ―la frase fue eliminada, por la voraz hambre del pelinegro.

La besó, con necesidad, mordisqueándola con una violencia considerable; al acto María correspondió y Esteban la cargó, haciendo que enroscara sus piernas en la cintura de él. Siguió halándole el cabello, con el fin de tener acceso al cuello de ella. Besuqueó, hasta que se cansó. Luego, volvió a aquella boca, que lo cargaba embobado. Con una fuerza mayor, hizo que el labio inferior de la muchacha sangrara, pero eso no le importó. Bebió cada gota roja, que salía de allí. A tropiezos, San Román logró apoyar la espalda de una pared y continuaron en la ardua faena de comerse a besos.

Como siempre, alguien es inoportuno en un punto determinado.

Esta imprudencia, la cometió una señora de mediana edad, que entraba sin tocar a la oficina de su sobrino.

― ¡Dios santo, Esteban! ¿Qué es lo que haces? ―gritó, horrorizada.

Ambos jóvenes, se sobresaltaron ante tal exclamación.

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