
𝑫𝒊𝒆𝒄𝒊𝒔𝒊𝒆𝒕𝒆.
La recamara estaba nueva, literalmente. El espacio era de ambos, tenían toda la noche para probar el deseo carnal que latía en ellos. La cama era inmensa, con sábanas blancas y dos almohadas.
A María los nervios le atacaron su anatomía, el momento había llegado. La habitación, no decoraba con velas, ni con pétalos de rosas. En ningún instante, Esteban propuso tal cosa a s novia. Pero, estaba fascinado con que ella tomara la iniciativa, por eso, no tuvo tiempo de preparar sorpresa alguna.
Una vez cerraron la puerta, no existió nadie más. La pelinegra se aferró al cuello de él, como si su vida dependiera de ello y lo besó con arrebato, lujuria y excitación. Esteban introdujo su lengua en las paredes bucales de ella y la acercaba más a su boca, para no perderse nada de ese dulce sabor, entre champaña y canapés.
―No esperemos más, hagamos esto ―jadeó María, contra los labios del hombre.
Ella misma se acostó en el colchón, y cuando iba a quitarse su vestido él la frenó en seco.
―Yo quiero desvestirte ―pidió, con la mirada nublada. La joven, solo atinó a asentirle y se dejó llevar.
Esteban bajaba la cremallera de la prenda, mientras dejaba un camino de besos sobre la delicada piel bronceada. A cada roce, sentía en corriente eléctrica recorrer su torrente sanguíneo. El corazón lo tenía latiéndole al mil, el sonido se escuchaba en la alcoba.
María quedó en ropa interior y unos Louboutin. Sostén y bragas de encaje, color negro. El cabello azabache, le caía en hondas sobre la espalda y las clavículas. Ella cruzó las manos sobre su intimidad, la inseguridad sobre su figura la embargó y no pudo disimularla.
El miembro de Esteban comenzaba a reaccionar, él seguía vestido, cosa que le incomodó a la muchacha. Apoyó sus codos sobre la cama y se impulsó hacia su novio. Le quitó la corbata, el saco y sin dejar de verle a los ojos le desabotonó la camisa. San Román sintió una dicha inigualable, mientras que María le desataba el cinturón y bajaba el pantalón. El mismo quitó sus calcetines, y se posó sobre ella, ambos con la ropa interior estorbándoles.
Fernández sacó con habilidad su sostén, enseñándole sin censura los redondos senos a Esteban; quien se lanzó como fiera al pezón derecho, y lo lameteó, succionó y mordió.
―Esteban... ―gimió, halándole el cabello y a su vez, apretándolo contra su edén.
El gimoteo de María, fue música para los oídos de él. No esperó más, y le dio un pico. Se levantó con rapidez de la cama y se acercó a su pantalón, que yacía tirado en el suelo. De su billetera sacó un preservativo y regresó con la chica.
La pelinegra tragó saliva, al notar como Esteban bajaba su bóxer y quedaba a la vista la enorme e hinchada erección frente a ella. Su respiración se aceleró, y por inercia mordió su labio inferior. Con la agilidad que poseía, se colocó el condón y rasgó las pequeñas bragas de encaje.
Trató de introducir dos dedos en ella, pero no pudo. María gimió de dolor, y él se alertó.
―Perdóname, amor, disculpa ―vociferó preocupado.
―Tranquilo, está todo bien. ―Le dedicó una sonrisa.
Siguió estimulándola con sus dedos, alrededor del clítoris. Arrancándole gemidos, gritillos y algún jadeo descuidado.
―Estás lista para mí, nena ―profirió Esteban.
Introdujo primero el glande, viéndola cerrar los ojos y contraer el rostro. Se detuvo.
―No te detengas, sé que esto duele ―susurró, apenas audible.
Entonces, él continuó con la labor y terminó por entrar completamente en ella. María sintió algo entre doloroso y placentero. Esteban optó por quedarse dentro, sin moverse. Así la joven se adaptaba a la nueva sensación.
―Muévete pues... ―espetó, excitada sin abrir los ojos. Lo que estaba experimentado, era demasiado bueno para su gusto. Nunca pensó que tratara de algo, tan exquisito.
San Román se carcajeó, y tomándole las manos comenzó la faena de penetrar con suavidad.
Los gemidos por parte de ambos, se hicieron presentes. María gritaba el nombre de su hombre sin parar. Le encantaba aquello, siempre quiso expresar sin tapujos lo que sintiera en ese momento; y así lo estaba haciendo. Era realmente feliz.
Las embestidas fueron más rápidas, y por ende los gemidos más fuertes. El choque de pieles, retumbaba entre las cuatro paredes, él le besaba la boca con pasión, le chupaba el labio, le estrujaba el pezón y le lamía el cuello.
―Ya voy a llegar, mi vida ―habló como pudo Esteban.
―Creo que...Ah...yo igual ―respondió la pelinegra.
Con unos minutos más de placer, estuvieron listos y llegaron a la cima. Los espasmos atacaron sus cuerpos, dejándolos agotados y con muchas sensaciones de lo que acaba de suceder.
Esteban salió con cuidado de su mujer, se deshizo del preservativo y lo arrojó a la papelera. María permanecía extasiada, como nunca antes se había sentido, feliz, regocijada, nueva.
― ¿Te gustó? ―preguntó él. Acto seguido, se cobijó con ella bajo una sábana blanca. El sudor les perlaba cada parte de su cansado cuerpo, pero eso no fue impedimento, para que se abrazaran y entablaran una conversación. Las mejillas de la pelinegra, se tornaron de rojo intenso, cosa que causó ternura en Esteban.
―Más que eso ―dijo, aferrada al gran torso, con la cabeza apoyada en su pecho―. Fue inefable, no puedo describirlo. Ha superado todas mis expectativas. Sabía que era bueno, pero no que lo fuera tanto. Gracias, una y otra vez gracias por enseñármelo.
―Gracias a ti, por dejarme ser parte de tu cuerpo, tu experiencia ―la voz le sonaba más ronca que de costumbre.
―Me gustaría que este fuera nuestro sitio, solo de los dos ―propuso, largando un bostezo―. Tener nuestro espacio, para amarnos sin cadenas, como una pareja que se ama.
―Memorízalo entonces, piso cuatro, habitación 325 ―dictó la información y soltaron una risotada.
A la mañana siguiente, despertaron por los destellos del sol que se colaban por la ventana, y traspasaban apenas la tela de las cortinas.
―Buenos días ―ronroneó Esteban, que admiraba la belleza de su novia desde hace rato―. ¿Qué tal tu amanecer?
―Ah, dichoso y muy divino ―contestó, bostezando y estirándose―. Tengo hambre, mi amor.
―Se escucha hasta aquí, tu estómago rugiendo ―bromeó él, y descolgó el teléfono fijo. Llamó a recepción, y pidió servicio al cuarto.
María fue al sanitario, y se encerró. Avisó que iría a acicalarse.
Se miró al espejo, y se tocó la cara. Sus facciones eran alegres, su cuerpo ahora lo empezaba ver diferente. Tapó su boca y ahogó un grito de felicidad.
― ¡Dios mío, lo hice! ―exclamó en murmullos―. Y con Esteban San Román, mi novio ―afincó en la palabra. Ya sabía ella, que cualquier mujer daría lo que fuera por tener una apasionada noche con el empresario. No obstante, eso no sucedería; no mientras ese hombre sea suyo.
Despejó su vejiga, con un poco de dolor. Carlota le había comentado que era normal, mientras no sintiera ningún tipo de ardor vaginal. Entró a la regadera, se colocó un gorro de baño y se duchó lo más rápido que pudo. Se enfundó en una bata, con el logo del hotel Villa Palace y se enjuagó la boca con los productos que estaban en un cajón de higiene personal.
―Hueles a limpio, eh ―comentó Esteban, al mismo tiempo que colgaba una llamada―. Me telefoneó Arturo, que fue hoy a la oficina a entregarme unos documentos y le extrañó no verme por allá.
―No estamos lejos, podemos ir en cuanto terminemos de comer ―propuso, mientras secaba su cuerpo enfrente de él.
―Vamos de gala a la empresa ―dijo, sonando sarcástico. Ella echó una risotada.
―No estaría nada mal. ―Recogió sus bragas del suelo, que tenían una raja en el medio, pero aún se podían usar, se las puso, junto al sostén―. Dúchate, te espero con el desayuno aquí.
El pelinegro obedeció, y entró al sanitario a hacer lo propio.
Tocaron la puerta, y se alertó. No quería colocarse el vestido, solo recibir el carrito con la comida. Así que, cogió la camisa de Esteban y se la abotonó.
―Muchas gracias ―dijo al joven, que le entregaba todo. Se quedó parado, esperando propina. María entendió, y de su cartera sacó un billete y se le extendió.
Olfateó lo que había, ensalada de frutas, jugo de naranja, pan tostado con mantequilla, de todo un poco.
Esteban salió del baño, dejando un aroma a jabón refinado.
―Te ves hermosa con esa camisa ―mencionó, besándole la boca.
― ¿Verdad? ―Él asintió―. Me voy así a la oficina, para que mi jefe se deleite con mis piernas.
―Ni se te ocurra. Puede que su jefe la degollé después.
El pelinegro se vistió con su ropa interior, y se tumbó a su lado en la cama.
Disfrutaron su mañana, acompañada de risas, besos y comida.
Esteban llamó a Arturo, para que lo representara por ese día en la Empresa, no tenía ropa y o dejaría ir ese momento por nada del mundo. Estaba con la mujer de sus sueños.
(***)
Un grupo de amigos, almorzaba en un prestigioso restaurante a las afueras de la Ciudad de México.
―Son novios, ya es oficial ―apuntó Patricia, bebiendo agua a sorbos―. Me cansé de verlos, tomados de mano, riéndose y bailando, como si solo existieran ellos.
―Creo que ya Fabiola no tiene lágrimas, de tanto que ha llorado ―dijo Bruno, riéndose de la mencionada, quien lo aniquiló con la mirada azulada y bajó sus gafas de sol.
― ¿Y tú, Demetrio? ¿Terminaste con la estirada de Daniela? ―inquirió Alba, disimulando toda la ira que sentía al enterarse que aquella mujer ya era novia de su sobrino, su adorado tesoro.
―Fue ella quién lo hizo conmigo, solo falta firmar el divorcio y ya ―confesó, encogiéndose de hombros.
―Por fin, mi Estebancito se le mira feliz ―exclamó Carmela, limpiando la comisura de boca―. No puedo creer, que se animara a decirlo.
―Ah, es que ya tú sabías ―escupió con desprecio Alba―. ¿Por qué no me habías dicho?
―Porque eso no es tu problema, y ya dejemos el tema de mi niño.
― ¿Arturo por qué no está aquí? ―Se animó a hablar Servando. A sus adentros, lo carcomía un coraje cegador.
―Me dijo que Esteban le pidió estar frente a las empresas hoy ―informó Patricia, arqueando las cejas.
―No me digas que... ―insinuaba algo Bruno. Se acariciaba el bigote. Fabiola alzó la vista llorosa, y la clavó en él―. ¿Estrenaron el hotel?
― ¡Eso no puede ser! ―expresó la castaña, largándose a llorar. Alba rodó los ojos, por la actitud. Sin embargo, también sintió una patada en el hígado con semejante noticia.
―Ellos son novios, tienen todo el derecho ―agregó Carmela, levantándose―. Me voy, cuerda de buitres.
―No, tú no te vas ―Alba trató de retenerla, pero ella supo zafarse.
―No quiero escucharlos, hablar mal de Mari chula y mi papi. Me voy.
Se fue, dejándolos solos con sus problemas y el resentimiento creciendo dentro del pecho.
―Hay que separarlos, si ―propuso Servando, pensando en la última conversación con alguien en su mansión―. ¿Qué proponen?
Todos cruzaron miradas malévolas, y con sed venganza.
N/A:
No me aguanté y publiqué. Lo había terminado en tiempo récord, la verdad.
Confieso que vi el capítulo ochenta again, para tener un poco de inspiración.
Gracias por leer, amo sus comentarios. No dejen de comentar, pq me awito);
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