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𝑫𝒊𝒆𝒄𝒊𝒔𝒆𝒊𝒔.

― ¡Carlota, no sé qué hacer! ―exclamó María, cruzada de brazos, a punto de echarse a llorar―. No tengo ni un maldito vestido.

La rubia soltó una risotada y ésta le aniquiló con la mirada.

―Tranquila, ¿vamos a comprar? ―propuso, dando un brinco.

―No tengo dinero, lo gasté pagando los servicios y comprándome tacones nuevos ―explicó, revoleando los ojos―. Ahora que tengo zapatos, no tengo vestido.

―Eso se soluciona rápido, nos vamos ya de shopping ―espetó, halándola de un brazo hasta llegar al coche.

María accedió a regañadientes, a que su amiga le comprara el vestido para la noche siguiente. Era domingo por la tarde, estuvo rebuscando y no encontró nada bonito.

Ese día que husmeó la invitación, se la entregó a Esteban junto con toda la correspondencia y él no pestañeó para proponerle que fuera su acompañante esa noche. Pasó toda la semana buscando que ponerse, o inventar alguna excusa para no ir. Sin embargo, Carlota le aseguró que ella también iría, a los Álvarez del Castillo les llegó una tarjeta de invitación.

 Había presentado el examen de admisión y al día siguiente, le llamaron comunicándole que pasó la prueba. Oficialmente, era estudiante del primer semestre en finanzas, de la universidad de sur. Se lo dijo a Esteban, quien la felicitó con muchos besitos y una tarde muy bonita en la oficina. Lo que María no se imaginaba, era que él estaba buscándole un reemplazo, a fin de que se retire y dejarles el tiempo libre a sus estudios.

―Ana irá, Martha irá ―informó la rubia, mientras paseaban por las tiendas―. Los Villanueva son muy amigos de las familias más ricas de México. Estoy segura, que ellas estarán presentes.

―Qué bueno, sería una velada genial ―agregó María y entraron a un lugar de vestidos de cóctel.

Revisaron algunas prendas, pero ninguna de su agrado. La pelinegra echaba chispas, quería conseguir un vestido con rapidez y nada salía bien.

―Tranquilízate ―profirió Carlota, colocándole un mechón de cabello tras la oreja. María se cruzó de brazos―. Sabes que, él babeará con lo que te vayas a poner.

―Sí, pero quiero estar linda.

―Ya estás linda. ―Le guiñó el ojo, ella se relajó y siguieron con la búsqueda.

Al final de un pasillo, encontraron una boutique y allá fueron a dar.

― ¿Qué te parece este? ―preguntó la rubia, enseñándole un vestido largo color azul marino.

―No, me voy a caer ―negó con la cabeza, y rebuscó entre los percheros.

Una dependienta se les acercó, ofreciéndole una ayuda profesional.

―Ella necesita algo que resalte su figura ―habló Carlota, señalando a su amiga.

―Creo que le vendría excelente, este tipo de vestidos ―mencionó la mujer, guiándolas a un ala de la tienda―. Pruébeselo, señorita. ―Le entregó uno y María caminó al vestidor.

―Se decidirá por ese, ya verá ―murmuró la dependienta, haciendo una mueca. Carlota rio.

Al cabo de unos minutos, salió María dado algunas vueltas. Se veía maravillada.

Carlota y la chica, sonrieron complacientes.

―Me encanta este, eh ―farfulló la pelinegra, viéndose en el espejo.

―Entonces lo compramos. ―Carlota fue a caja, para cancelar la prenda.

(***)

Llegó el día lunes, por consiguiente, se realizaría esa noche la inauguración.

Las familias de mayor abolengo aparecerían, todos confirmaron su asistencia. De repente, le entraron unos nervios demoniacos a María. Lo pensó mejor, era la única mujer pobre que haría acto de presencia.

― ¿Estás bien? ―inquirió Esteban, ladeando la cabeza y viéndola con ojos brillantes.

El sofá era su punto de reuniones, para no ser molestados. Ahí estaban, recostados charlando de trivialidades.

―No, no lo estoy ―espetó, viéndolo fijamente. Largó un suspiro―. No quiero ir a la dichosa fiesta esa.

― ¡¿Cómo?! ―exclamó, un poco molesto―. ¿Por qué no?

―No me siento bien ―mintió.

―No te creo ―refutó él, enarcando una ceja.

―Es la verdad, Esteban.

―He aprendido a conocerte ―respondió, con ese timbre de voz. María se tensó―. Cuando me mientes, frunces los labios y alejas la mirada. ¿Me equivoco?

Ella no pudo contestarle. Aunado a eso, se agolparon las lágrimas en sus ojos, haciéndolos más brillosos.

―No llores, nena... ―Le abrazó, dándole un beso en la coronilla. La joven dejó salir todo su llanto.

La frustración era simple. Ella sentía que no iba a encajar, a pesar de estar acompañada por un tipazo como San Román.

Terminó por confesárselo.

―Ni siquiera me pasó por la mente tu estatus ―confesó, haciéndola reír―. Eso es lo de menos, y juntos vamos a ir a la inauguración y la pasaremos bien. ¿Okey? ―No le dejó momento para contestar―. Okey ―dijo él mismo.

―Discúlpame ―pidió, aferrada a su abrazo. La protección que le brindaban era mágica e inexplicable.

Shh, no hay nada que disculpar ―aseguró.

Mantuvieron una sesión de besos, y al final del día cada quien fue a su casa para arreglarse.

María se miraba al espejo satisfecha. Esta vez, se arregló en casa de los Álvarez del Castillo y Esteban pasaría por ella ahí.

―De seguro, San Román no te soltará ―dijo la rubia, abrazándola por detrás. Ambas se reflejaron en el cristal.

La pelinegra se carcajeó, sonando un poco nerviosa. Y sí, estaba que lloraba, no sabía que iba a pasar esa noche. Lo más seguro, era que él gritara a los cuatro vientos acerca de su relación.

Comenzó a sonar una bocina, María volvió a tensarse. Esteban había llegado por ella.

―Nos vemos al rato, amiga ―habló, por fin la joven―. Adiós.

Fernández salió de la residencia y a pasos vacilantes se acercó al auto de su novio, quien la esperaba con una sonrisa triunfante.

Esteban tragó saliva y la escudriñó sin disimulo, se miraba perfecta. Su pecho se hinchó de orgullo.

―Hola ―pronunció, casi inaudible―. Te ves divina, amor.

La pelinegra se sonrojó y sonrió de oreja a oreja.

―Tú me ganaste, el traje negro te queda de maravilla ―lo alabó, y se colgó de su cuello para besarlo con pasión.

Entraron al auto, y luego de colocarse el cinturón de seguridad, San Román partió a la inauguración del hotel.

Afuera del edificio, se podía apreciar que la fiesta estaba empezando. Las luces de colores, el bullicio y la música salía por el ventanal de la entrada principal.

Ellos se tomaron de la mano, y entraron no sin antes enseñar la tarjeta de invitación.

El ambiente dentro de la recepción, era distinto. Los meseros, perfectamente vestidos caminaban de aquí allá, llevando una bandeja en sus manos, mientras llenaban las copas de champaña y wiski de los presentes. La melodía de la canción que sonaba, era alta, más no ensordecedora. Los globos, telas y manteles decoraban a la medida todo el salón, haciéndolo ver minimalista y sumamente elegante. Nadie allí, era de bajos recursos; lociones costosas, los últimos autos, carteras y vestidos estaban a la orden del día.

María observó con detenimiento cada detalle, y volvió a sentirse nerviosa. Para nada, ella sabía cómo comportarse, la inseguridad le atacó. Por suerte, Esteban estaba a su lado y la calmó con un beso en la frente.

―Disfrutemos como nunca, eh ―dijo él, guiñándole el ojo. Su anatomía tembló y la piel se le erizó. El hombre lo notó, y sonrió a sus adentros.

―Señor San Román, bienvenido. ―Un sujeto de mediana edad, se acercó a ellos y con un estrechón de manos saludó a la pareja―. Señorita, ¿cómo está? ―No dejó que ella contestara y volvió a dirigirse a Esteban―. Su mesa es aquella. Sígame, por favor.

El centro de la mesa, era un florero discreto, con una tarjetilla y el nombre completo de ejecutivo, en una caligrafía impecable.

―Muchas gracias ―contestó él, sentándose junto a su cita. El tipo se marchó, dejándolos solos―. Me parece extraño, no ver a nadie de mi círculo social ―comentó, cogiendo con una mano la copa de champaña sobre la madera, y con la otra tomando la mano de su novia.

―Te iba a decir lo mismo ―concordó, pasado la palma libre por su mejilla―. Aún no llegan tus amigos.

―Lo más seguro es que sea más tarde. ―Se encogió de hombros―. Brindemos ―propuso, dejando de beber. María hizo lo mismo, frunciendo el ceño.

― ¿Por qué? ―cuestionó, fascinada.

―Por nosotros, porque tengamos más noches así por muchos años juntos...

―Salud, entonces. ―Chocaron las copas, haciendo que el cristal tintineara―. Te quiero, Esteban. Me siento tan bien a tu lado, tan completa.

Las dos palabras que ansiaba escuchar, por fin salieron de la boca de la joven. Se llenó de regocijo, la felicidad fue inexplicable.

―Yo te quiero más, mi amor. Y sí, estás completa porque somos mitades que se unieron, para no separarse.

Se besaron, sin prolongar la espera. El beso ansiado por ambos, lleno de éxtasis, pasión y amor, mucho amor. Como siempre, lo sellaron con un pico y una sonrisa.

―Bailemos ―animó María, levantándose con él. La música era para los dos. Ella conocía de pies a cabeza, la canción, la letra los definía.

Quizá, si fuera premeditado el momento, no hubiera quedado bien.

Él la tomó de la cintura, pegándola a su torso. Mientras que, la chica lo abrazaba por el cuello. Mecían el cuerpo de un lado a otro, al compás del violín que sobresalía en la melodía.

Por debajo de la mesa, acaricio tu rodilla

Y bebo, sorbo a sorbo tu mirada angelical

Y respiro de tu boca, esa flor de maravilla

Las alondras del deseo, cantan, vuelan, vienen, van


Y me muero por llevarte, al rincón de mi guarida

En donde escondo un beso, con matiz de una ilusión

Se nos va acabando el trago, sin saber qué es lo que hago

 Si contengo mis instintos, o jamás te dejo ir


Es que no sabes, lo que tú me haces sentir

Si tú pudieras, un minuto estar en mí

Tal vez, te fundirías a esta hoguera de mi sangre

Y vivirías aquí, y yo abrazado a ti


Es que no sabes, lo que tú me haces sentir

Que no hay momento, que yo pueda estar sin ti

Me absorbes el espacio, despacio me haces tuyo

Muere el orgullo en mí

Y es que no puedo estar

Sin ti


Inesperadamente, recibieron unos aplausos por parte de los espectadores. Salieron de su ensueño, al determinar que la balada había acabado.

―No puede ser ―susurró María, sobre los labios de su hombre. Le propinó un pico, dedicó una sonrisa al público y regresó con él a la mesa.

―Estuvo genial ―confesó Esteban, carcajeándose. Ella tenía pena, se le veía en lo rojo de sus mejillas.

―Sí, pero los aplausos fueron extraños. ―Bebió de golpe, el restante de la champaña.

―Solo les gustó y ya...

Se vieron interrumpidos, por el estrepitoso grito de una mujer.

― ¡Hola, Esteban! ―exclamó Patricia, guindada del brazo de su esposo, Arturo.

―Buenas noches ―dijo, mirándole de reojo. No quería saludarla, era tan fastidiosa. Sin embargo, Patricia Soler es la esposa de un socio mayoritario y un buen amigo suyo―. ¿Qué tal, Arturo? ―Se incorporó, estrechando a ambos en un abrazo.

―Todo bien, gracias ―expresó, con el rostro serio―. Hola, María.

―Buenas noches, ¿cómo están? ―Se dio la vuelta, quedando frente al matrimonio Ibáñez.

― ¿No eres tú la secretaria? ―preguntó, señalándola con diversión. Arturo cerró los ojos, y le dio un leve codazo en la costilla.

―Efectivamente ―afirmó, sin dejar de sonreírle. Entrelazó sus dedos, con los de Esteban y apretó el agarre―. También su novia.

La mujer abrió los ojos sorprendida.

―Que fortuna, ¿no? ―Esteban la besó, rápido―. Es hermosa.

―Felicidades, en serio ―habló Arturo, abrazándolos―. No sé, pero ya lo sospechaba.

―No lo pude evitar, me enamoré ―soltó San Román, y los tres rieron.

Patricia se alejó, en busca de una copa. Se llenó de celos y rabia. No veía la hora, de contarle todo a Fabiola, omitiendo algunos detalles propios, claro está.

Entre tanto, los hombres se sumieron en una charla de negocios, María se excusó y salió de ahí, paseando los ojos por el salón, queriendo encontrar a Carlota o alguien que conociera.

Falló en el intento, y un hombre se acercó a ella extendiéndole un vaso con wiski.

La pelinegra lo olfateó y arrugó el ceño, sin que aquel sujeto lo notara.

―Damián Villanueva, un placer ―se presentó sin tapujos, esperando que ella hiciera lo mismo.

―María, mucho gusto. ―Él le besó la mano, sin dejar de mirarle.

― ¿Te gusta la fiesta? ―inquirió. Al mismo tiempo, se bebía el líquido, como si fuera agua.

―Está bien, sí ―respondió, sin probar trago alguno―. ¿Eres tú el organizador?

―Más o menos. Mi familia, decidió poner una sucursal aquí y yo me encargué de contratar a todos, para que el evento estuviera de primera.

―Entiendo. Te felicito, todo está precioso.

―Me alegro, que a los invitados les guste. ¿En qué empresa eres ejecutiva?

 ―Ella no es ninguna empresaria, Damián ―interrumpió una voz chillona.

María rodó los ojos, y se quedó en silencio.

―Ah, ¿no? ―indagó, clavándole la mirada en el escote.

―No ―negó la mujer―. Es una secretaria, sin más.

― ¿Es cierto eso? ―volvió a preguntar.

―Sí.

― ¿Terminaste de hablar por mí, o aún te falta? ―escupió, entregándole el vaso intacto. Patricia lo cogió sin mesura.

―Puedes explicarle tú, que haces aquí ―dijo, y se marchó.

―Perra, bastarda ―riñó por lo bajo, María.

―Entonces... ―pronunció el tipo.

― ¿Qué? ―espetó, sin ánimos de seguir conversando.

―Nada, tranquila.

―Lo siento, es que...

―No pasa nada, ella no debió meterse. ―La tranquilizó, sobándole un hombro.

―No debió, pero lo hizo. Qué más da.

Damián se disculpó, y caminó en otra dirección, no sin antes prometerle que estaría en breves momentos con ella.

―Mari ―escuchó la voz de Carlota. Su semblante cambió.

―Al fin llegas, amiga. ―La abrazó, tomando desprevenida a la rubia―. No sabes, hay una mujer que detesto y está aquí.

― ¿Quién es la zorra? ―demandó, cruzándose de brazos.

―Se llama Patricia, es esposa de un ejecutivo y amigo de Esteban ―explicó, con ademanes. Por un segundo, giró a ver que hacía su novio.

Se miraba fresco. Todavía, charlaba con Arturo, otras personas se unieron a la conversación y por lo visto, marchaba bien la discusión.

―Patricia Ibáñez, ¿ella?

― ¡Esa mera! Es tan insoportable, Dios.

―Lo es. No la soporto, siempre quiere llamar la atención.

― ¿De dónde la conoces?

Las jóvenes, caminaban por el lugar cada una con algo para beber y comer en la mano. Enlazaron los brazos, como si fueran inseparables.

―Fiestas, reuniones. La madre de Patricia, Irma Soler; es una señora estirada que quiere cortejar a papá desde que yo tengo memoria. Qué extraño no verla.

―Es bueno saberlo.

Ana las determinó y se acercó a ellas.

―Chicas, que milagro encontrarnos aquí ―les saludó, con un beso en la mejilla―. Estaríamos las cuatro, pero Martha no vendrá.

 ― ¿Qué le pasó? ―cuestionó Carlota. María comía un canapé, que tomó de una mesa.

―Problemas, no me explicó con detalles ―dijo la pelirroja, aunándose al agarre. Ahora, eran tres amigas paseando por la fiesta.

Pasaron el rato, entre risas, anécdotas y entre Carlota y María, pusieron al corriente de todos los chismes a Ana, omitiendo una que otra novedad. Cantaron un poco, criticaron los vestidos de las demás mujeres y se divirtieron media hora más, mientras bebían y comían.

En la mesa de Esteban, las aguas no estaban del todo calmadas. Daniela y Demetrio, se cruzaron y a la castaña le fue imposible no recriminarle su infidelidad. Por suerte, Bruno, Arturo y Esteban lograron aminorar la discusión que comenzaba a tomar intensidad.

― ¡Odio que me duela verle, Esteban! ―exclamó Daniela, al borde del llanto―. ¡Lo odio, lo odio! ―sollozaba, abrazada a su mejor amigo.

Shhh, ya. Déjalo ir, recuerda lo que hablamos. ―El pelinegro le frotaba la espalda, reconfortándola.

Ellos estaban en la entrada de los baños, fuera del salón imperial, donde se llevaba a cabo la fiesta.

―Sí, lo sé. Ya no hablemos de él ―pidió, secándose las mejillas―. No he visto a María, ¿la trajiste?

―Claro que la traje ―espetó―. Está con las amigas, adentro.

―Debe verse guapísima, Esteban ―añadió Daniela―. La verdad, me asombra que ya tengas novia, y sea tu secretaria.

―Yo igual. No sé...quedé prendido en cuanto la vi ―explicó, colocando la mano sobre la espalda de Daniela y entrando a la fiesta―. Además, tú sabes muy bien que yo no quería casarme con Fabiola.

―Todos lo sabíamos, la única ingenua es ella. Por cierto, no la he visto hoy.

―Espero que no aparezca. Es tan dramática, que armaría un espectáculo sin razón.

―Ya es tarde... ―sonó en un lamento, y Esteban frunció el entrecejo. Daniela le señaló con el dedo índice, en una dirección en específico.

―Ay no ―bufó, colocándose la mano en el rostro―. No veo a María, ¿tú sí?

 ―Allá ―indicó, y enseguida la divisó bebiendo y bailando con sus amigas. La escena le sacó una sonrisa. Caminó al sitio, sin quitar los ojos color ámbar de ella.

Daniela se quedó con otras personas, evitando a toda costa chocar con Demetrio.

―Cariño ―ronroneó el pelinegro, sorprendiéndola por detrás. Le besó la nuca―. ¿Te diviertes?

―Como nunca, Esteban ―profirió, quedando frente a frente. Carlota y Ana, se degustaban con la pareja―. Gracias por traerme. ―Se fundieron en un tierno beso, ganándose un silbido del par de chicas.

―Así quería verlos ―interrumpió Fabiola, tragando el nudo que empezó a formarse en su garganta.

María se sobresaltó, mientras que Esteban maldecía a sus adentros.

 ―Que estúpida soy, tenía a mi rival en mis narices ―bramaba, halándose el cabello que hace un segundo, se mantenía firme en sus rizos―. ¡Imbéciles, los maldigo por siempre!

―Fabiola... por favor ―advertía él, sin soltar a su novia―. Disfruta la fiesta, no armes un problema.

―Solo les digo, que esto no se queda así. ¡Me las pagas, maldita secretaria! ―gritó. Sin embargo, la bulla del ambiente era más fuerte que su chillona voz.

―Ella lo superará, cielo ―dijo Fernández, ladeando la cara y admirando la belleza de San Román―. No le hagas caso, déjala que amenace.

―A veces te pasas de pasiva ―intervino Carlota, rodando los ojos―. Los tortolos, necesitan privacidad. Ahí se ven, chicos.

―Pero... ―Ana insistía en quedarse.

―Vámonos ―se afincó la rubia, arrastrando por un brazo a la muchacha.

Una vez se quedaron ellos dos solos, parados en una esquina del amplio salón, conectaron sus ojos.

―Son las dos de la mañana ―habló Esteban, con una risa coqueta. Los ojos de María, estaban ligeramente pintados de rojo―. ¿Tienes planes para más tarde?

 ―Ohm... ―fingió pensar, colocando la mano sobre su mentón―. Si. Un hombre, me ha invitado a pasar la noche con él.

― ¿Quién se atrevió a proponerle aquello? ―Le siguió la corriente.

―Es un guapo empresario, del que me he enamorado por completo.

― ¿Usted le aceptó?

―No pude negarme.

― ¿Qué espera para ir con él?

―Que él me saque de aquí, y me lleve a la bendita gloria.

San Román, no necesitó escuchar nada más. Se tomaron de la mano, y como si de dos adolescentes traviesos se tratara, corrieron a la salida y se dirigieron a la recepción.

La mujer tras el computador, le entregó una llave a cada uno y dictó el camino al ascensor.

Piso cuatro, habitación 325.


la canción: Por debajo de la mesa - Luis Miguel.  

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