𝑫𝒊𝒆𝒄𝒊𝒐𝒄𝒉𝒐.
Las semanas en la oficina, fueron la mar de contentas para ambos.
Hubo arduo trabajo, debido a que la empresa renovó algunos de sus contratos más importantes y costosos. Entonces, María redactaba informes, contratos y practicaba realizar nuevos presupuestos, con algunas listas antiguas.
Esteban no paraba de presumir a su novia, si bien alguien en el despacho le miraba, él tomaba de la cintura a María y la acorralaba a su lado, así los ejecutivos, y cualquier chico trabajador del sitio, tomara nota que la pelinegra tenía un dueño.
― ¿Nos vamos a comer? ―inquirió, levantándose del sofá y dejando las hojas sobre el cojín. Se acercó a él, sentándose a horcajadas sobre su regazo. Se acostumbró a hacerlo, sin importarle el momento, ni con quien estuviera. Cosa que San Román adoraba.
―Las once y quince, falta todavía ―contestó, revisando la hora en su reloj de mano―. Tengo hambre, pero de otro tipo de aperitivos. ―Le guiñó el ojo, mientras le subía el dobladillo de la falda, hasta la cintura―. Esas bragas son tan diminutas, me encantan.
La mujer rio, tratando de disimular un gemido que se le escapó; al sentir los dedos de Esteban, rozándole apenas su intimidad. Le besó, tomándolo con rudeza de la nuca y haciendo movimientos circulares sobre él.
Sin más, le desabrochó el cinturón y ella misma sacó el miembro erecto y endurecido, a tal grado de marcarse las venas y parecer doloroso a simple vista. Lo comenzó a masturbar, Esteban le había enseñado varios días atrás como debía hacerlo. Movimientos de arriba abajo, que poco a poco, aumentaban la velocidad. El hombre cerró los ojos, disfrutando de la sensación.
―No quiero acabar así ―jadeó. María soltó el pene, dejando que San Román haga el restante. En vez de bajar las bragas, la arrimó a un lado y entró en ella de golpe. Aún, se sentía estrecha aquella cavidad―. Exquisita...
La joven hizo movimientos circulares, sujetada con ambas manos de los firmes hombros de él. Luego, empezó la cabalgata, mientras el choque pieles hacía eco en toda la oficina, se mezclaban los aromas, el sudor y los gemidos.
―Esteban, siento que... ¡Ah! ―gritó. Enseguida, él le colocó un dedo en la boca, con el fin de que callara. Después, la besó.
No pasó tanto, y entre los dos formaron una ola de orgasmos tan placenteros, que les tomó dos minutos separarse.
―Deberíamos dejar de hacer esto aquí ―propuso ella, saliendo del baño personal, que estaba allí―. Ni siquiera, la puerta tiene seguro.
Él enarcó una ceja, secándose las manos con unas toallas, y limpiando lo que se ensució.
― ¿Yo grito, acaso? ―preguntó, con un deje de broma―. Me encanta hacerlo aquí, en todas partes; la verdad. Pero, si al caso vamos, fuiste tú quien empezó.
―Bueno. ¿Nos vamos a comer? ―Cambió de tema, porque sabe que Esteban tiene razón.
―Dame cinco minutos, ¿va?
La pelinegra asintió, dejándolo solo.
Regresó a su puesto de trabajo, determinando que ahora pasaba más tiempo dentro del despacho que ahí. Se recriminó, ya que nunca pasó eso, hasta que se enamoró.
Cayó en cuenta, que, en su arrebato de pasión, no usaron protección. Se asustó, de golpe cogió el teléfono fijo y marcó a Carlota, quien es experta en el tema.
(***)
Llegaron al restaurante, esta vez era comida china. Esteban ordenaba, mientras que María estaba absorta en sus pensamientos. Le temía a sobremanera a la maternidad, y más a esa edad de los veintidós.
― ¿Qué pasa? ―exclamó él, haciéndola estremecer.
―Lo siento. No pasa nada, pensando en algunas cosas ―dijo, moviendo con insistencia una pierna.
―Cosas... ―ronroneó con un toque de picardía―. Puedo imaginarlo.
Ella rio con desgana.
―No usamos protección, Esteban ―objetó, con suma molestia―. Mira, yo no pretendo quedar embarazada ahora. Así que, al salir de aquí me voy a la farmacia.
―Discúlpame, no volverá a suceder ―contestó avergonzado.
―No pidas disculpa, esto es de ambos.
― ¿Me das un beso? ―inquirió, con ternura. La admiraba como lo que era, una diosa. La luz natural, calaba en la ventana y le daba en el rostro; entonces el color de sus ojos resaltaba, enamorando más a Esteban.
―Por supuesto que no ―espetó, rodando los ojos. Seguía enojada.
―Bueno... ―fingió decepción. Sin embargo, poco a poco se acercaba a la joven―. Te lo doy yo ―comunicó, tomándola con fuerza del mentón y besándola frente a todas las personas.
La pelinegra abrió los ojos con sorpresa, no se lo esperaba. Quiso apartarlo, pero sus labios correspondían al delicioso manjar que le ofrecía su novio. Ella no movió su cuerpo, si quiera sus manos. Solo llevaba el compás de él, jugueteando con su lengua.
―Atrevido. ―Largó una carcajada―. Amo que seas así.
―Lo sé.
Después de unos cinco minutos, el mesero colocó la comida de su preferencia sobre la mesa y se retiró, deseándoles un buen provecho.
―No te lo había comentado, pero hubo un momento en la fiesta que no te vi más ―soltó ella, viendo el platillo―. ¿Dónde estabas?
―Ah, con Daniela. ―María enarcó una ceja―. Fuimos a hablar, acerca de su divorcio con Demetrio. Además, también te vi yo hable y hable con... ¿Damián era?
―Sí, me contaba sobre la fiesta.
―Sino era porque Arturo estaba allí, fuera llegado a ustedes.
―Me extrañó que no lo hicieras. ―Entrecerró los ojos, fingiendo sospechar―. No importa eso. La verdad, la pasamos muy bien.
―Demasiado, diría yo.
Los dos rieron por el doble sentido y terminaron su almuerzo en silencio.
―Oye ―la llamó―, ¿por qué dijiste que un hombre te invitó a pasar la noche con él?
―Porque así fue ―mintió, para hacerlo enojar―. Solo que... te le adelantaste.
―María... ―advirtió―. Deja de jugar con eso.
―Solo estoy bromeado. Que odioso eres, eh. ―Revoleó los ojos―. Regresemos a la oficina.
Esteban resopló, habían tenido su primera discusión y aunque su pesada broma no le agradó, le causó ternura que se le haya ocurrido.
Cuando hubo llegado, se toparon con Servando en la recepción. Instintivamente, María entrelazó las manos con Esteban. Aún no se olvidaba de las palabras del mensajero.
―Que sorpresa, Servando ―saludó San Román, ajeno a lo que sentía su novia en ese momento―. ¿Te atendieron?
―Estaba esperándote ―musitó, lanzándole una mirada a la pelinegra; quien le sonrió con hipocresía―. ¿Pasamos al despacho?
―Claro, dame un momento, ve yendo tú ―indicó, viéndolo desaparecer―. No lo saludaste.
―Él tampoco lo hizo ―se excusó.
―Bueno, iré a ver que quiere. Llama a cafetería, y pide dos tintos, ¿quieres algo?
Ella negó con la cabeza, se despidieron con un beso y cada quién a lo propio.
Entre tanto, el señor Maldonado esperaba impaciente. Iba a cuestionarle su relación con la secretaria, pero más allá de eso, sentía una furia increíble. Averiguaría el punto débil de María, quería asegurarse cuál era el de su colega.
―No esperaba verte, debe ser importante ―exclamó, tomando asiento y cruzando los brazos por encima del escritorio. Servando se quitó las gafas de sol, dejándolas guindadas en el bolsillo delantero de su saco.
―Vengo por parte de todos ―farfulló―. Patricia nos dijo, junto con Fabiola; que comenzaste una relación con la muchacha... tu asistente. ¿Acaso está a tu nivel?
― ¿Es en serio? ―preguntó incrédulo―. ¿Viniste a eso?
―A decirte, más que todo en nombre de tus tías Alba y Carmela, que lo dejes así. Mira, sonará trillado, pero esa mujer no está en tu círculo social. Los pobres lo único que quieren es dinero, por eso aceptó ser tu novia. Fabiola está dispuesta a intentarlo.
― ¡No y no! ―gritó, dando un manotazo en la mesa―. Basta de palabrerías, no eres nadie para meterte en mi relación. No voy a caer en tu juego de manipulación, ni en el de Alba.
Él estaba seguro, que su tía Carmela no metería sus manos en ello.
Sin saberlo, Esteban le confesó cuál era su talón de Aquiles, era María.
―Solo vine y cumplí. Cuando ella, te salga con una cosa rara no digas que no te advertimos ―respondió, levantándose y dirigiéndose a la salida―. Hasta luego, Esteban.
El viejo salió satisfecho. Si bien, todo era un plan maquiavélico entre el grupo de cuervos, que el primer paso fue todo un éxito. Ahora, avisaría a cada uno lo que vendría después.
―Nos vemos, señorita ―se despidió de María, que lo miró de reojo y agitó su mano.
El teléfono sonó.
―Buenas tardes, Empresas San Román.
―Habla Carolina de Recursos Humanos, comuníqueme con Esteban ―ordenó.
―Enseguida ―dijo, frunciendo el ceño.
Así lo hizo, y quedó pensativa el resto del día. Pues él, no le comentó acerca de una nueva contratación.
― ¿Tienes las candidatas? ―cuestionó ansioso.
―Sí. Algunas de entrevistas pasadas. Ya te envío la secretaria con la lista.
―Que pase directo a mi despacho, no quiero que la nena los vea.
―Como digas. ―Colgó.
Al caer la noche, en la compañía vagaba la soledad. Desde esa tarde, ellos nos cruzaron palabras y mucho menos, cuando la asistente de piso cuatro entró sin anunciarse y Esteban la excusó, diciendo que él sabía.
María recogió sus cosas, dejó en suma pulcritud su espacio de trabajo y salió pitando de allí. Estaba furiosa, muchísimo.
Se acostumbró a que él la llevara hasta su casa, pero esta vez no sería así. Caminó con apuro, a la parada de autobuses, mientras que San Román soltaba improperios al no encontrarla en la empresa.
―María, María... ―vociferaba, cogiendo su maletín y alcanzando con rapidez el ascensor.
Apenas y la conocía a fondo. Anotó en su mente el primer detalle importante, sobre su chica:
Se enoja fácilmente.
Falló con estrepito, porque no la encontró en la calle ni en la parada de buses. Pensó en marcarle, sin embargo; ella no tenía en celular. Luego, se encargaría de comprarle uno.
Entró al estacionamiento, buscó su auto y partió a la mansión.
María se despojó de su ropa y entró a la ducha lo más rápido que pudo.
Bañarse siempre le dio paz, la calmó. El coraje había desaparecido, cuando el bus cruzó al Walmart. Sin embargo, ya no tiene como comunicarse con él. Tampoco era que tenía muchas ganas de hablarle, su orgullo no se lo permitía.
Después de asearse, vistió su pijama y del refrigerador sacó una pizza congelada, la calentó en el microondas y esperó su tiempo recostada de la pared, con los brazos cruzados. Los ojos le ardían, el sueño y su hambre debatían entre quién acababa con ella primero. La campana la salvó, con un pañuelo extrajo el plato y lo puso sobre una mesa. Comió en silencio, sentada en el comedor. Bebió un vaso de agua, y tallándose los ojos se tumbó en la cama, quedándose dormida en el acto.
(***)
Por la mañana, se despertó de golpe recordando que no pasó por la farmacia.
―Maldita sea ―exclamó, apretando las manos en forma de puños.
Mientras que, Esteban desayunaba tostadas con queso, jugo de naranja y un poco de fruta. Solo. La servidumbre moraba en silencio, ya sabían lo que al joven le gustaba.
Revisó la hora en su reloj, era temprano para salir. No obstante, lo hizo. Su chófer lo llevó a hacer unas compras, primero a una floristería y después al centro comercial.
El celular sonaba con insistencia, echó un vistazo, un número desconocido. No solía atenderlos, exceptuó esa vez y respondió. Una voz familiar le saludó, dejándolo desconcertado.
― ¿Todo en orden, señor? ―preguntó el chófer, viéndolo por el retrovisor.
―Perfectamente ―dijo, neutral―. Desvíate, por favor.
María llegó a la recepción principal, saludando a la mujer con efusividad.
Ahora las empresas San Román, adquirieron la nueva modalidad de firmar tu hora de entrada y salida. Ella debía hacerlo, como toda empleada. Solo que, al buscar su nombre en la lista no lo encontró.
¿Será todo obra de Esteban?
Sí.
No le cabía duda.
―La correspondencia del jefe, María. ―Fredy, se acercaba arrastrando su carrito hacia ella. Le entregó algunas cartas y se retiró.
La pelinegra subió por el elevador, segura de hallarlo en la oficina y poder gritarle en la cara lo que necesitaba.
Tiró las cosas en el escritorio, y por primera vez entró a la oficina presidencial sin tocar la puerta.
Falló. No lo encontró por ningún lado.
Se sentó preocupada en la silla, volvió a recordar la pastilla, pero no podía salir, no sin que él llegara.
Regresó a su puesto de trabajo, topándose con una caja de chocolatinas y una nota por encima. La caligrafía era como leer jeroglíficos, a duras penas entendió que se trataba de Esteban. Sonrió. Quizá era parte de un plan, aunque le extrañó no oler su fragancia desprendida por el sitio.
"¿Tuviste un encuentro sexual en un baño? Estoy a punto de cumplirte tu fantasía, en diez minutos vienes. Esteban".
Inhaló suficiente aire, se plantó en su silla y encendió el computador. Miró la hora, ni cinco minutos habían pasado. Se estaba comiendo las uñas, quería verlo y disculparse. A pesar de sentir que algo no encajaba, quizá eran alucinaciones de ella. Guardó los chocolates en una gaveta, los probarían juntos. Observó el teléfono fijo, le entraron ganas de llamar a Carlota, pero desistió al final.
Tamborileaba sus uñas sobre la fría mesa, movía las piernas con insistencia, esperando que llegue el momento de verlo y comérselo a besos. Lo comenzaba a odiar, por hacerla esperar tanto.
Esteban llegó al lugar pactado, frunciendo el ceño.
― ¿Tú ves algo? ―inquirió a su chófer, bajando del auto.
―No, señor. Aquí no hay nada. ¿Es por la llamada de hace un rato?
―Sí. Debió ser una pésima broma, como las que acostumbra a hacer Demetrio.
―Seguro. ¿Nos vamos?
Él asintió, continuando su recorrido al centro comercial. En el camino, marcó a la empresa.
Diez minutos pasaron. Se levantó, casi corriendo fue al servicio de damas, encontrando unas mujeres allí. Con disimulo salió, para así entrar al de caballeros. Esteban no sería capaz de tener relaciones con ella, mientras haya personas presentes.
― ¿San Román? ―lo nombró, pícara.
Y, por primera vez aquella mañana, se detuvo a pensar que ella jamás tuvo fantasías en un baño público, mucho menos había dicho nada a nadie.
El corazón le latió desaforado, empezó a sudar frío y la tensión se le bajó un poco.
Llegó a la puerta, pero un sujeto que conocía a la perfección le trabó el paso.
―Déjame salir ―ordenó, tajante.
―Acabas de meterte a la boca del lobo ―espetó el hombre―. Nos divertiremos mucho.
El teléfono comenzó a sonar en la recepción del piso quince.
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