Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

𝑫𝒊𝒆𝒄𝒊𝒏𝒖𝒆𝒗𝒆.

Daniela esperaba pacientemente, a Esteban en su despacho. Le extrañó no ver a María en su puesto, pero le restó importancia.

El pelinegro subía por el ascensor, sintiéndose de repente extraño. Ella no contestó las cinco llamadas que le hizo. Tal vez, no había llegado.

Observó sus cosas en el escritorio, y se asustó. Dejó lo que le había comprado, sobre la mesa y entró a la oficina.

―Hola ―dijo, aliviado. Vio la silla de espaldas, entonces supuso que era ella quien lo esperaba.

―Bonita hora de llegar ―espetó la castaña, dando la vuelta. Apoyó la palma de sus manos, en la madera y se levantó―. ¿Se te pegaron las sábanas?

―Tuve que comprar algunas cosas ―se excusó―. ¿Dónde está María?

―No lo sé. No la he visto hoy.

―Acabo de ver su cartera en el escritorio. ―Se acercó a dejar el portafolio en el sofá, y saludó con un beso en la mejilla a Daniela.

―Debe estar en el baño ―indicó, encogiéndose de hombros.

Él no se quedó del todo tranquilo, pero tampoco fue a revisar.

¿Acaso nadie escuchaba los gritos que salían del servicio de caballeros?

Una y otra vez, ella se repetía lo mismo.

Hasta que Servando dejó de embestirla, fue que pudo respirar. Al final, le propinó un puño por su mejilla, era lo único que podía hacer, después de forcejear con ese viejo gordo sobre el lavamanos.

―No te devuelvo el golpe, porque he disfrutado como nunca hacerte mía ―masculló él, acomodando su vestimenta―. Ya estás advertida, mucho cuidado con decirle algo a San Román.

María lo aniquiló con la mirada, mientras lo veía marcharse como si nada.

Lloró mucho en cuanto quedó sola, sus sollozos habían sido reprimidos por aquel sujeto y sus asquerosas manos.

Salió de allí, como alma que lleva el diablo y se encerró en el sanitario correspondiente. Se miró al espejo, a pesar de sentirse sucia por lo que acaba de pasar, su aspecto era lo contrario. Se admiró impecable, muy pocas arrugas en su falda y camisa. Su cabello a medio peinar, ninguna marca que la dejara en evidencia...

Resopló, lavó su cara y con un pañuelo desechable se la sacó.

Caminó por el pasillo, hasta llegar a su puesto y vio un tulipán rojo, envuelto en papel color negro, por encima se asomaba una nota.

"Solo porque puede estar aquí hoy, puede desaparecer mañana".

Leyó en silencio. Sonrió con tristeza, no entendía nada su mensaje. Se permitió olfatear la flor, cerró los ojos, el aroma le resultó familiar.

Cayó en cuenta que debía seguir su día sin novedades, omitiendo su patética mañana y cogió la correspondencia y tocó la puerta de su jefe.

―Adelante ―se escuchó. Se adentró, divisando a dos personas conversando.

No le caía muy bien Daniela, pero esta vez agradeció su presencia. Así, Esteban se distraería y no le haría tantas preguntas.

―Ahí tienes a tu novia ―soltó la castaña, sonando agradecida―. Este hombre, ha estado impaciente por no verte cuando llegó.

―Mi amor ―saludó él, abrazándola.

Ella se aferró a ese cuerpo, como si fuera lo último en pie en ese mundo. Apretó con escaza fuerza, la ancha espalda de su hombre. Inhaló su perfume, se sintió estúpida y a la vez tan protegida. No lloró, era tan fuerte para resistirse al dolor, tanto físico como emocional.

―Estaba en el baño, no sabes el dolor de estómago que me entró ―se adelantó a explicar el motivo de su ausencia. Sonó segura de sí misma. Además, él le creía todo.

― ¿Ya estás mejor? ¿Tomaste un té? ―cuestionó alarmado―. ¿Quieres ir al doctor, mi vida?

―Tranquilo, todo está bien. ―Le acarició los pómulos, con la yema de los dedos―. Te quiero, Esteban.

 ―Yo mucho más ―dijo, besándole la frente.

―Me voy, San Román ―interrumpió Daniela, tomando su bolsa de mano―. Hablamos en el club, adiós.

―Chao ―respondieron al unísono. Ambos rieron―. Cuídate ―habló Esteban.

―Que guapo estás, me derrito ―alagó la pelinegra, besándolo.

―Guapa tú, señorita. ―Le guiñó el ojo.

Sacó del bolsillo interior del blazer, una aspirina envuelta en aluminio con una hoja de indicaciones. Se la extendió.

― ¡La pastilla! ―exclamó, colocando sus manos en la cabeza―. Mil gracias, Esteban. Lo olvidé.

―No hay de qué.

―Ya regreso, lee tu correspondencia.

No sabía cuándo tomarla, Servando no escatimó y se corrió dentro de ella. Lo menos que quería, era un embarazo de aquel animal.

Llamar a Carlota, esa era su única salida.

En estos momentos, extrañaba como nunca a su abuela. De seguro, esa viejecilla, sabría qué hacer.

En el despacho presidencial, San Román ultimaba los detalles para hacer la nueva contratación de su secretaria. Era una sorpresa para su novia, sabía que estudiaría dentro de muy poco tiempo completo, no la quería distraer con el trabajo. En cuanto el dinero... ¡Bah! Él se lo daría todo, el universo si ella se lo pidiera.

Con un resaltador, descartaba las mujeres en la lista. Quedó con dos candidatas, las citaría mañana a las nueve, hoy tenía planeado decirle a María. No tenía idea, de cómo lo tomaría la joven, ese era un riesgo que se atrevió a jugar.

―Gracias, amiga. Te debo una ―parloteaba la pelinegra, para después colgar la llamada. Omitió detalles importantes, pero lo que deseaba saber lo consiguió. Subió a cafetería, así buscaría un poco de agua.

El alivio la invadió, una vez se bebió la aspirina del día siguiente. No era rentable, tener un día atareado luego de hacerlo, por eso se le ocurrió proponerle algo diferente a Esteban.

 Abrió el correo electrónico, y redactó un mensaje privado para su jefe.

De: mariafersr@hotmail.com

Para: estebansrsa@hotmail.com

Mi estimado dirigente, me temo que me encuentro indispuesta para seguir con mis labores aquí. ¿Me permite retirarme a mis aposentos?

Esteban enarcó una ceja, pícaro.

De: estebansrsa@hotmail.com

Para: mariafersr@hotmail.com

Le informo, señorita, que es casi imposible que usted se vaya. Hay mucho trabajo, le ordeno que cumpla su horario completo.

De: mariafersr@hotmail.com

Para: estebansrsa@hotmail.com

No puede ser, ¿y si llegamos a un acuerdo? ¿Me dejará usted ir?

De: estebansrsa@hotmail.com

Para: mariafersr@hotmail.com 

Convénzame, solo así la dejaré marchar.

María entró sin tocar, iba dispuesta a besarle desenfrenadamente. No obstante, las lagunas de su encuentro con Servando en el servicio de hombre, le heló la piel y regresó la sensación de estar sucia por ello.

― ¿Sucede algo? ―indagó Esteban, enarcando una ceja. Ella se había quedado de pie, en medio de la oficina, pensando.

―No, creo que es el efecto de la pastilla. Me está dando sueño.

Él le hizo señas, para que se acercara y se sentara sobre su regazo. Se tomó cinco segundos y lo pensó.

―Entonces... ¿quería decirme algo? ―Siguió el juego, que antes tenían por email.

―Oh, señor ―fingió sollozar, tocándose el pecho con la palma de su mano izquierda―. No sabe, estoy padeciendo un dolor aquí, ―Señaló su estómago―, aguanto lo que puedo.

― ¿Qué quiere que yo haga? ―Frunció el ceño y asomó una sonrisa―. ¿Le sobo?

―Usted puede hacer más que sobar ―espetó, colocándose a horcajadas sobre sus piernas y pasando los brazos por el cuello―. Puede darme el resto del día, así descanso.

―Me había ilusionado ―puntualizó, decepcionado. Le apretó el trasero, ella dio un respingo―. Creí que se refería a otras cosas.

―No tiene porqué ―mencionó, a punto de llorar. Odiaba mentirle, pero aquel viejo sádico era capaz de destruir todo a su paso, si ella llegaba a abrir la boca en su contra―. ¿Le gustaría acompañarme en mi descanso?

―Nunca dije que sí.

 ―Pero, puede hacerlo. ―Se movió, sugestivamente, guiñándole un ojo.

―Vámonos ―ordenó.

Ambos se levantaron, ella corrió a por sus cosas y le dijo que lo esperaba en la recepción principal.

Se encontraron allí, luego de la mano subieron al auto de él que lo esperaba frente al rasca cielo. 

― ¿Al hotel? ―inquirió, con la vista pegada a la ventana del frente.

―Prefiero otro lugar. ―Iba distraída, lo que menos quería era tener relaciones con nadie.

Esteban no supo a donde llevarla, maquinó cinco minutos, que fueron eternos para la pelinegra. 

―Vamos a mi casa, nena ―propuso, apretándole ligeramente la mano―. Aprovechemos este día.

Se quedó perpleja, no lo esperó. San Román, nunca mencionó su mansión y que la conociera.

―Me parece estupendo ―exclamó, sin tratar de ocultar la pizca de emoción que la embargó.

Podía fingir frente a él, que no ocurrió nada con otro hombre hace un buen rato. Podía incluso, tragarse la confesión vergonzosa. Podía aguantar todo un día, con el nudo molestándole en la garganta. Lo único que no podía hacer, era admirar la belleza de aquellos ojos color miel, y entregarse a su amado sin afligirse por estar mintiéndole. Porque, sea como sea, ella le fue infiel. En su empresa, con uno de sus amigos. Mordía su labio inferior, intentaba arrancarse la piel muerta, hasta que lo logró y un punto de sangre salió fluyendo a gotas, detuvo el líquido metálico absorbiendo con fuerza la cortada.

Estaba tan absorta en sus pensamientos, que no determinó el punto del camino en el que, el dueño de su corazón, cantaba con afán una canción.

Convénceme que la semana

Contigo tiene dos domingos

 Y que la noche es joven

 Aunque sea madrugada

Convénceme que no hace falta

Salir corriendo a la oficina

O hoy a las tantas, quiero dormirme

Convénceme que no hay rutina

Dime que la luna es roja

Que sus mejillas son de queso

―Escucha esta maravilla ―vociferó Esteban, emocionado―. Toda es para ti. Te la dedico, mi María.

Entonces, no hubo que decir más. Sus ojos se cristalizaron, se erizó la piel de sus piernas y no pudo estar más enamorada.

Primera vez, que alguien le dedicaba una canción romántica.

―Gracias, Esteban ―croó, dejando caer unas lágrimas. Se apoyó en el asiento, sobre sus rodillas y se inclinó para besarle la mejilla―. Eres mi sol, te quiero, te quiero.

Él se sonrió, satisfecho con su relación. Indudablemente, se sacó la lotería con esa mujer.

Convénceme de ser feliz, convénceme ―canturreaba, doblando en una esquina. Diez minutos, y llegaban a su destino―. Convénceme de no morir, convénceme. Que no es igual felicidad y plenitud, que un rato entre los dos, a una vida sin tu amor...

 Ahora, sollozaba más fuerte. Él frenó de golpe, haciendo que sus cuerpos se mecieran con violencia de adelante atrás.

―Sigue, no pasa nada ―tranquilizó Fernández, secándose los cachetes sonrosados y mojados―. Antes que preguntes, estoy llorando por los detalles que tienes conmigo. Además, la aspirina me ha puesto afectuosa.

―No ha sido la medicina ―reprendió―. Eres tú, siempre has sido tú.

La melodía llegó a su fin, dando paso a la narración del clima de la Ciudad de México.

Estacionaron en el garaje de la mansión. Yacían otras dos camionetas, para uso personal.

 El simple hecho de verla por fuera, sorprendió a María. Esperó admirar una de esas casas, tipo telenovelas, las que se mostraban en las revistas que su abuela leía. Sin embargo, lo que observó la dejó maravillada.

―Señor, que alegría tenerlo por aquí ―saludó el jardinero, quien se quitó el sombrero e hizo un asentimiento.

―Hola. Ella es María, mi novia ―la presentó, viéndola embobado―. Lo que se le ofrezca, tú se lo darás. ¿Quedó claro?

―Por supuesto, mi señor. ―Estrecharon manos, la pelinegra le sonrió amigable.

La pareja siguió caminando, por el amplio jardín que le ofrecía. Eran aproximadamente, ciento cincuenta metros cuadrados entre el terreno y el lugar que ocupaba la casa. Contaba con dos pisos, la fachada era gris, neutra, elegante. Las ventanas, hechas con el mejor material traído de Italia. Cristal polarizado. Una cerca con púas en la parte exterior, que separaba el jardín de la mansión misma. Múltiples entradas, dos en la sala, una en el área de servicio y la otra en el despacho personal de Esteban. Escaleras con barandal de caoba, pulidas a la perfección y con una alfombra mosaica adornándole en medio.

Una chimenea de piedras naturales, importadas de Europa también. Cuatro sillones, cubiertos por una fina tela. Una alberca techada, con paredes transparentes y una puerta corrediza. Adornada con sillas inclinadas de color blanco, pegadas al suelo. El comedor, una mesa de madera negra, un candelabro de oro alumbraba el espacio y alrededor de ocho sillas recogidas.

El segundo piso, era un poco menos ostentoso. Dos pasillos, mismo destino. Diferentes recamaras, cinco de cada lado. Seguían el patrón de la escalera, madera de caoba para ellas. Decoradas, únicamente las que ya tenían dueño. La de Alba y Carmela San Román, que se quedaban en las fiestas navideñas, cuando no salían de viaje. Y, por supuesto la del dueño. Esteban.

― ¿Te gustó el tour? ―La grave voz, sacó de sus cavilaciones a la pelinegra.

―Mucho. Solo el primer recuadro de tu jardín es toda mi casa ―bromeó. Aunque, era su realidad. Se emocionó por la belleza que acababa de admirar.

―Vamos a la cocina, debes tener hambre ―profirió, entrelazando sus dedos. Se toparon con la cocinera, que los saludó con efusividad.

―Qué bueno mi muchacho ―expresó, secándose las manos con un trapo manchado―. Te veo tan feliz, ella es la indicada.

María se sonrojo, bajando la mirada.

―Lo es ―dijo, besándole la sien.

―Preparé pasta, es lo que más se exige en esta casa ―agregó la viejecilla, con su rostro burlesco―. ¿Pasan a la mesa?

―Mejor que lo sirvan y lo lleven a mi habitación ―comunicó, llevándose a su mujer al piso de arriba.

Por suerte, él no debía ordenar su habitación. De eso, se encargan las empleadas de servicio. Su cama, pulcra, como si los estuviese esperando.

Comenzaron besándose, pegados a la puerta por el lado de adentro. Ella le halaba la mota de cabello, mientras que él toqueteaba todo su cuerpo, con ahínco, con suficiente pasión. Por una milésima de segundo, María Fernández Acuña, logró despojar su mente de los recuerdos desagradables. Hasta que Esteban le desabotonó la camisa. Puso las manos sobre su torso, para poder empujarlo, gritarle que le daba asco que la tocaran de ese modo, que le había sido infiel, que no lo merecía. Pero, aquello no sucedió.

―Por favor, ahora no ―susurró, lamiéndole el labio inferior―. Me siento mal, en serio.

―Tranquila ―murmuró, abrazándola―. Será cuando desees.

La joven asintió, incapaz de acompañarlo a recostarse sobre el cómodo colchón.

―Ven aquí ―indicó San Román, quitándose el saco, los zapatos y el cinturón. Destapó los tres primeros botones de su camisa, luego de aflojar su corbata.

Caminó a pasos vacilantes. Se hundió la orilla de la cama, cuando la pelinegra posó la retaguardia con nerviosismo. Esteban perdió la paciencia, y la tomó por un brazo, haciéndola caer a su costado. Se apretaron en otro abrazo, un poco más reconfortante.

―Se siente como en casa ―balbuceó, cerrando los ojos. El sueño la vencía, poco a poco. Puso la cabeza, sobre el pecho de él y pasó una mano por su abdomen. Con un movimiento brusco, retiró sus tacones y estiró los dedos de los pies. Suspiró aliviada―. No me sueltes nunca.

―Ni siquiera lo sueñes ―siseó. La idea de otro hombre poseyéndola, besándola, acariciándola, amándola y regalándole flores le asustó. Esa mujer siempre sería suya, de eso no cabía duda.


N/A: 

No lo iba a publicar hoy, pero me han logrado convencer. 

Por Arianita, Aricrista y por la Queen. 


Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro