𝑪𝒖𝒂𝒕𝒓𝒐.
La tenue luz de la salita, en casa de María, transmitía la paz que estaba buscando. Era jueves por la noche, y se tomó dos horas para aprender un poco del funcionamiento de las Empresas San Román. No quería llegar a parecer una ignorante frente a él, quería impresionarlo y no solo como su asistente, también ansiaba demostrar que podía ir más allá con sus conocimientos. Estudiar estaba en sus planes, sin embargo; aquello era un lujo que le era imposible permitirse.
Aún llevaba el reloj en su muñeca, revisó la hora y decidió dejar todo para la noche del viernes. Había comenzado a bostezar, hace unos minutos atrás. Cada documento lo archivó en las carpetas y las dejó sobre el sofá donde estuvo sentada. Arrastró los pies hasta su recamara y se tumbó encima del colchón. Admiró el único uniforme, colgado en una percha, húmedo, hace rato que lo planchó. Cerró los ojos y se dejó llevar por Morfeo.
Esteban y Fabiola, la pasaban de las mil maravillas en el apartamento de ella. Ese día, festejaron un año de relación sentimental, y la castaña tenía preparada una cena romántica para él. La celebración, terminó en sexo desenfrenado, dejándolos sumamente agotados, pero satisfechos.
―Extrañaba tenerte así, mi amor ―vociferó la mujer, emitiendo un largo bostezo con suma pereza―. Feliz aniversario.
―Feliz aniversario para ti también, cariño ―alagó Esteban, contagiándose del bostezo y pronunciando uno―. Estoy muy cansado, Fabiola. Gracias por todo, me gustó. Buenas noches, descansa.
En un abrir y cerrar de ojos, el sujeto se quedó dormido y lo hizo sin intención de fastidiar a su novia. Fabiola sobó el pecho lleno de vellos de su amado, y recostó su cabeza ahí; entrando en un profundo sueño al igual que él.
A la mañana siguiente, Esteban San Román estaba conduciendo camino a su casa. No podía ir a la empresa con el mismo traje que el día anterior, no era para nada ético. Salió de aquel apartamento sin avisar, pensó en que se le hacía muy tarde y él no era impuntual. Bajó de su coche, luego de estacionarlo con cuidado en el jardín de la mansión. Entró dando largas zancadas hasta su habitación, se dio una ducha rápida y escogió el primer atuendo que encontró en el armario y se alegró por verlo muy bien planchado. Se enfundó en él y salió pitando a la oficina.
―Buenos días, María ―saludó un poco agitado, por el ajetreo―. Pasa al despacho, por favor.
La pelinegra que estuvo preocupada por su jefe, soltó un suspiro de alivio al verlo salir del elevador. Cogió la agenda personal de él y lo siguió a su oficina.
―A las doce, tiene el almuerzo con los japoneses ―ella comenzó dictándole todas las actividades que tenía ese día―. A las cuatro, debe reunirse con el Grupo Celeste y las siete, bueno a esa hora llega su...su novia a buscarlo ―María carraspeó nerviosa y evitó el contacto físico con Esteban.
El hombre frunció el ceño y si estuvo casi seguro, que su secretaria pronunció a su novia con cierto recelo. Notó en el acto, que quiso disimularlo aclarándose la garganta.
―Está bien, muchas gracias ―indicó él, apoyando su mano el escritorio, todavía no quería sentarse―. ¿No tienes faldas más largas, María?
La pregunta dejó petrificada a la joven. La respuesta era no, pero no entendía la razón por la cual él le interrogó sobre su vestimenta.
―No, todos los modelos que uso son así ―explicó claramente apenada, con sus dedos trató de bajar el dobladillo de su falda, fallando en el intento―. Si no le gusta, puede entregarme el uniforme, y así calzar como las otras secretarias.
―Nunca dije que estaba mal ―pronunció con la voz cargada de sensualidad―. De hecho, está excelentemente. Solo me causó curiosidad, es todo.
Acaso... ¿Acaso Esteban San Román, estaba coqueteando conmigo?
Su voz interior llenó su mente con esa pregunta. Al instante la desechó, las probabilidades de que un tipo como su jefe se fijara en ella, eran nulas. Sacudió la cabeza, eliminando así sus pensamientos.
― ¿Puedo irme? ―demandó la pelinegra. Las manos comenzaron a sudarle, los nervios arrasaron con su cuerpo y se negaba a seguir con él allí―. ¿Necesita algo más?
―Sí, retírate ―dijo sin siquiera mirarla―. Gracias.
―Permiso.
El hecho de que estuviera tuteándola, la hacía suspirar aún más por su atractivo jefe. Se dio por vencida, no podía seguir negándose a sí misma que estaba enamorada de Esteban. Se esforzaba mucho, con el fin de disimular un poco sus sentimientos. Ella tuvo algunos amores en la secundaria, nada importante. No obstante, ya tenía veintidós y seguía sin probar la dulce miel de la primera vez, no estaba urgida por hacerlo, estaba convencida de que algún día conocería al hombre indicado.
A lo largo del día y de la tarde, recurrió a Esteban unas dos o tres veces como máximo. Él estuvo todo el tiempo inmiscuido en sus citas, salía diez minutos antes al encuentro y regresaba apenas terminaba. Pasó de largo, encerrado en la oficina, hasta que el reloj marcó las siete en punto. Recogió los contratos que debía revisar en casa, los almacenó en su portafolio y cuando se disponía a salir, encontró a su novia conversando con María. Se llevó una gran sorpresa, no esperaba que Fabiola llegara a subir.
―Entonces, Esteban te deja usar esta ropa ―afirmó la castaña, afincada en el escritorio de la joven―. Ah. Hola, mi amor. ―Fabiola rodeó el cuello de su novio y le besó apasionadamente en la boca, con eficiencia él le correspondió.
―Creí que me esperarías abajo, como siempre ―declaró, limpiándose los labios con el dedo pulgar―. Puedes retirarte, María.
―Buenas noches, un placer señorita Fabiola ―susurró la pobre chica, recogiendo todo para irse. Ella sabía que Esteban tenía una novia, pero verlos así tan juntos le clavó una daga en el pecho. Sí, es ridículo sentirse de ese modo acerca de una persona, con la que no has llegado a nada. Sin embargo, María estaba destrozada y no podía hacer gran cosa por mejorar su estado de ánimo.
―Nada de señorita, dime Fabiola ―expresó la mujer, aún colgada del cuello de Esteban―. ¿Dónde vives? Podemos acercarte.
―No es necesario ―dijo la pelinegra, tomando el ascensor y entrando en la caja de metal―. Pero, gracias.
― ¡Espera, no cierres! ―exclamó Fabiola, y haló por un brazo a su novio―. Aprovechemos la oportunidad.
Los tres iban en total silencio, dentro de esas cuatro paredes. María, quería que la tierra la tragara, creía que la mujer se daría cuenta de su enamoramiento por Esteban, se juzgaba por dentro por enamorarse de alguien prohibido. Pegada como baratija del espejo del ascensor, ahí se encontraba, mirando las espaldas de su jefe y la novia. Por su lado, estaba San Román, acalorado, tener a su hermosa secretaria, con las piernas descubiertas y sintiendo los ojos verdes clavados en su espalda, le ocasionaban sudor y cosquillas en todo su organismo. Ya no sujetaba la mano de la castaña, solo cruzó las manos. Fabiola pensaba en el interrogatorio que le iba a propinar a su novio, le resultaba muy extraño el hecho de que él no haya proporcionado un uniforme a la secretaria. A pesar de que la mujer le cayó bien, no estaba del todo convencida con ella. Llegó a sentirse insegura, debía reconocerlo, es hermosa.
"Lo es, pero no más que yo". Repitió su subconsciente, hasta llegar a la planta baja.
Ahí se despidieron y cada uno tomó su camino.
María llegó a casa y se fue directamente a dar una ducha, estando bajo el agua dejó caer un par de lágrimas. La decepcionante noticia―que ya sabía, pero temía confirmar―, la dejó triste. Era absurdo que llorara por eso, pero no podía evitar sentirse así. Al cabo rato, estaba comiendo un sándwich vegano y leyendo acerca de la visión, misión y objetivos fundamentales de la empresa para la que trabaja. Seguía empeñada en esforzarse por conocer más de ella, navegar en ese mar de conocimientos y prepararse mejor.
Mientras masticaba su cena, entró una llamada al teléfono fijo y contestó en el acto.
― ¿Bueno?
―Por favor, amiga ―era Carlota, una de sus pocas amistades―. Dime que conseguiste el empleo como secretaria.
―Pues sí, Carlota ―confirmó la pelinegra y se carcajeó. El detalle que tuvo la rubia con ella, le agradó. Se acordó del comentario que hizo, la pasada noche en el restaurante―. Oficialmente, trabajo para las Empresas San Román. ¡Estoy feliz!
―Me alegro mucho, María ―confesó la rubia―. ¿Y cómo es tu jefe? ¿Está guapo?
―Es el que vimos la otra noche, ¿recuerdas?
―Ah, sí. Lo olvidé por un segundo. ¿Te trata bien?
―Es una relación entre jefe y empleada ―contestó con simpleza, la punzada de celos se instaló en su pecho y trató de ignorarla―. No me puedo quejar.
―Estoy feliz, te lo repito ―expresó, demostrando su alegría―. Necesito que me cuentes todo con lujo de detalles, ¿tienes tiempo libre mañana?
―Claro, puedes venir a mi casa ―aseguró María, dando un bostezo―. Ahora, te dejo amiga, estoy cansada. Hablamos mañana, te quiero.
―Te quiero más, amiga ―se despidió Carlota―. Cuídate.
La pelinegra cortó la llamada, y regresó a su recamara. Aún era temprano para dormir, pero no tenía nada más que hacer, ya no tenía ganas suficientes para estudiar por el resto de la noche. Encendió la televisión, y sintonizó el canal donde pasaban telenovelas, se entretuvo con una y decidió mirarla.
Esteban manejaba a la mansión, pensaba sin querer evitarlo en María. Los pocos días que ha estado trabajando con ella, se enganchó con su belleza. Su corazón le dictaba, que dejara a su actual novia y se tomara el atrevimiento de conocer mejor a su secretaria. Sin embargo, la conciencia, siendo más razonable; le aconsejaba que debía llegar al matrimonio con Fabiola. ¡Pamplinas! Él no quería a la castaña, no se sentía igual estando con ella. Necesitaba acercarse a la pelinegra, su cuerpo ansiaba tocarla así fuera un poco...Dios, un baño de agua fría era lo que podía tomar en ese momento.
(***)
El sábado al medio día, las tías de Esteban abarcaron la mansión San Román, con el propósito de llevar a cabo una reunión amistosa, con los accionistas de las empresas y sus esposas. Alba, junto con la encargada del servicio, una mujer alrededor de los treinta años de edad, de nombre Rebeca, preparaban la comida que servirían esa noche. Por otro lado, Carmela bebía zumo de uva, aplacando pasivamente las ganas de ingerir alcohol tan temprano. Esteban conversaba ensimismado con su tía Carmela, amaba y estaba en total agradecimiento con ambas, pero su favorita era la menor de las hermanas. Mientras que Carmela era despreocupada, divertida y protectora; Alba creaba una coraza que impedía que los demás se acercaran a ella, era calculadora y escondía un profundo secreto en su alma, que la hacía todavía más amargada de lo que podía ser.
―Estebancito, mijo ―farfulló Carmela, dando un sorbo al jugo―. ¿Cuándo te vas a casar con Fabi? ¿Eh?
―Tía... ―masculló el pelinegro, agotado de la insistencia―. Sabes que, no me quiero casar con ella, con nadie en realidad.
A pesar de estar en completa soledad, en la sala de estar de la casa, ellos hablaban en voz baja.
―Sí, papi, lo sé ―dijo, viéndolo con dulzura―. Pero, ustedes se quieren, inténtelo una vez. Hazlo por Albita y por mí, ándale... ¿sí?
Esteban resopló y cerró los ojos, lleno de frustración. No quería decepcionar a sus tías, que son como una madre para él.
―Prometo que lo pensaré, tía ―agregó él, tomando la mano de la mujer y plantándole un beso en el dorso―. Mejor, vamos a ayudar a Alba con los preparativos.
Los dos dieron rumbo a la cocina y pusieron manos a la obra, para terminar lo antes posible.
A las afueras de la Ciudad de México, en una pequeña casa; una rubia y una pelinegra charlaban animadas, mientras comían unos tacos al pastor. Se hallaban en la habitación de María, con un tema de conversación fijo: Esteban San Román. La secretaria, se tomó la libertad de confesarle a Carlota sus sentimientos por él, ésta última reaccionó con felicidad; alagó y aconsejó con entusiasmo a su amiga, a fin de que poco a poco se le acercara a su jefe, hasta que le correspondiera.
―No, ¿cómo crees, Carlota? ―negó varias veces―. Él tiene novia y muy hermosa, por cierto. No me extrañaría que terminaran casados. Se ve que se quieren.
―Eso no es impedimento ―insistió la rubia a su amiga―. Mira, María, los tipos como tu jefecito, son de esos que les gustan sus secretarias y tú... ―examinó a la joven―. Estás divina, puedes conquistarlo si te lo propones, eh.
―Ay no, fue mala idea contarte ―exclamó María, terminando su segundo taco, para ir a por el tercero y último―. Estos consejos que me das, son con el fin de que me entrometa en la relación de Esteban y Fabiola. No haré tal barbaridad, me pesaría la conciencia toda la vida.
Carlota dio un sorbo del agua de tamarindo y chasqueó los dientes con fastidio. ―Si lo haces, tu conciencia te lo agradecerá, hasta tu cuerpo lo hará. Me dices que estás enamorada, ¿quién quita que él termine loco por ti? ―sostuvo y guiñó el ojo a su amiga―. Inténtalo al menos.
―No haré nada ―bramó María furiosa―. Un tipo como mi jefe, nunca se fijaría en alguien como yo. Ni siquiera, sabe que uso la misma ropa todos los días. Cree que tengo varias mudas iguales.
―Más a mi favor, Mari ―farfulló Carlota―. ¿Has pensado en la razón, por la cual tu sexy jefe decidió dejarte con esa falda corta? ―La pelinegra negó, y en una bolsa de plástico metió todos los desechos de la comida que llevó su rubia amiga―. Al verte semejantes piernas, se embobó y para seguir viéndolas, te ordenó llevar tu ropa y no parecerte a las demás secretarias. Piénsalo, tiene lógica.
―Es absurdo, suena absurdo ―espetó claramente fastidiada del tema―. Sin embargo, tampoco conozco el verdadero motivo.
―Ahí te lo acabo de dar ―atinó la rubia―. Aunque no conozco al señor San Román ―pronunció el nombre con prestigio―. Intuyo que esa es su razón. Por favor, ¡mírate! Eres hermosa, María. Cualquier hombre babearía por ti.
Sí, cualquiera, pero no él, Esteban nunca lo haría. Estaba convencida de ello.
―Como sea, ya no quiero hablar más de eso ―exigió la pelinegra y buscó entre sus cosas un papel, y se lo entregó a Carlota―. Puedes marcar a ese número telefónico, es de la Empresa.
―Ah, caray. Muchas gracias, nena.
Entre Ana, Martha y Carlota; María escogía mil veces y sin pensarlo a su loca amiga Carlota. Pese a el dinero que tenía la rubia, no cambiaba su manera humilde y sencilla de ser con los demás. El cariño entre ambas, era mutuo. También Carlota, había confesado a María que la prefería a ella entre las demás, su conexión amistosa era potente y ninguna se sentía cohibida de contarse lo que sea. Por eso, la pelinegra se inclinaba más hacia ella y mantenía distancia con las otras dos. Aquellas eran más materialistas, y les gustaba juzgar a las personas sin conocerlas. Sin duda, a la joven le agradaba y de vez en cuando salían, pero con Carlota era muy diferente, muy clase aparte, por así llamarlo.
―Bueno, mi amiga, me marcho a mi hogar ―informó la rubia, levantándose de la cama de María. Estaba desordenada, así que se puso estirar la sábana y acomodar las almohadas―. ¿Pensarás en lo que te dije?
―No, prefiero estudiar, como te dije que estoy haciendo ―aseveró, y sacaba de nuevo los archivos de la compañía, así daba una repasada―. Gracias por hacerlo. ―Señaló la cama, ahora muy bien organizada―. Te acompaño a la puerta.
Ambas llegaron a la entrada principal, y se despidieron con un abrazo fuerte y un beso en la mejilla.
María había mentido a su amiga, enseguida recordó los consejos de la rubia y su psiquis se encargó de repetirlos como un disco rayado. Se moría por conquistar a Esteban, pero la pena era más fuerte que ella. No tuvo concentración, por el resto del día.
N/A:
Chicas, esto está como muy corto. No me fijé, pero no puedo subir otro capítulo. Sin embargo, dejaré un trozo de un episodio súper lindo, todo cute; en modo de compensación Disfrútenlo, please.
María, recibió el encargo de la joyería y suspiró con decepción. Nunca le pasaría eso, que alguien se casara con ella y la quisiera de verdad. Dio toques sordos, en la puerta de su jefe y entró sin esperar respuesta.
―Aquí tiene, Esteban ―recordó que podía tutearlo, le colocó una caja marrón, sobre el escritorio. Él alzó la vista del documento, y se rio con delicadeza―. Me retiro, hasta mañana.
La noche, se colaba por la ventana del despacho y no estaba dispuesta a esperar que él le diera la orden de salida.
―No, por favor ayúdame ―pidió con voz suplicante. Sin quererlo, a la pelinegra se le derritió el corazón―. Se muy poco de esto, creí que como eres mujer...no sé, puedas socorrerme.
La joven giró sobre sus tacones, y se sentó frente a él.
―Que sea rápido, por favor ―agregó, disimulando el enojo que cargaba―. Tengo...tengo algo que hacer ―mintió, no quería quedarse con su jefe, del que estaba enamoradísima, a escoger un anillo para su prometida.
― ¿Tienes qué? ―cuestionó entrecerrando los ojos―. ¿Una cita?
―Sí ―afirmó decidida a sostener la mentira.
Esteban contrajo el rostro e hizo una mueca, que a María le pareció graciosa. Si él no estuviera comprometido diría que...que está celoso. Descartó ese imposible al instante.
― ¿Con tu novio? ―indagó, olvidando que debía escoger la sortija. Con un ademán, echó la caja a un lado.
―Efectivamente, debe estar esperándome ―contestó, tomando la caja y destapándola―. Comencemos.
San Román, entrecerró los ojos y la incredulidad llenó su ser. Nunca creyó que su hermosa secretaria estaría en una relación. Bueno, con un bombón así, nadie desaprovecharía la oportunidad.
―Estos tres me parecen lindos ―mencionó la pelinegra, señalando con su dedo índice las fotos en el catálogo―. Creo que a su prometida le encantarán ―escupió sin evitar esconder lo celosa que se sentía.
― ¿Segura? ―cuestionó, divirtiéndose con la situación. Una corazonada llegó hasta él. La misma, le decía que María sentía celos―. Me gusta este de aquí.
―Bueno, ese será ―concluyó, levantándose y estirando su falda. Esteban la devoró con la mirada ámbar que se carga―. Fue un placer, hasta mañana.
Dando largas zancadas, alcanzó la puerta y salió. Recogió su cartera y pidió el ascensor, movía una pierna con impaciencia.
―Suerte en su cita ―gritó su jefe, de pie al umbral de la oficina.
―Gracias, lo mismo para usted ―exclamó con sarcasmo y entró en el elevador.
𝕩𝕠𝕩𝕠, 𝔸.
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