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𝑪𝒊𝒏𝒄𝒐.

Puntuales llegaron los invitados a la mansión San Román. A la cima de las escaleras, los violinistas tocaban una melodía ligera, para hacer agradable el ambiente. La mesa estaba siendo servida, por lo que las personas yacían en la sala de estar, bebiendo una que otra copa de vino, coñac y champán.

― ¿Están bien atendidos? ―cuestionó Alba, esbozando una de sus mejores sonrisas.

―Sí, perfectamente ―articuló la esposa de Demetrio; Daniela Márquez de Rivero. Una mujer de tez clara, ojos verdes y cabello largo, color castaño.

―Me alegro, Daniela ―masticó la mujer de mediana edad―. Te miras excelente el día de hoy.

―Gracias, Alba ―espetó la castaña, que se alejó de su esposo y caminó hasta llegar a la altura de la otra dama―. Puedes dejar la hipocresía, no tienes que fingir que te caigo bien.

―No finjo ―mintió―. Me caes bien, Daniela.

La castaña, rodó los ojos y dio pequeños sorbos al coñac, servido en su copa.

Pasaron el rato entre conversaciones vacías, sobre quién dejó de pagar la cuota de club, o quién está casándose en este momento...en fin, discutían la vida de los demás con ningún sentido común. Precisamente, la pequeña fiesta era familiar. Los accionistas y socios de las empresas, no solo eso eran, también compartían una amistad de años. Por un lado, estaba Bruno Mendizábal, un tipo solitario y un tanto extrovertido. Servando Maldonado, calzaba la edad de los cincuenta y se trataba de una persona egoísta, fría y cruel, que no le importaba nada más que sus propios intereses. Demetrio Rivero, casado con la hermana de su difunta esposa Sofía Márquez. La tristeza lo estaba consumiendo, según él decía, que no tardó en contraer nupcial con Daniela Márquez, quién cuidaba a su sobrina de menos de un año de nacida, Ana Rosa. Arturo Ibáñez, atento, carismático y cuando quería, se volvía un poco tosco. También estaba casado, con una hermosa mujer de ojos claros, piel morena y cabellos dorados, de nombre Patricia Soler de Ibáñez.

Cada uno de los mencionados, pasó a la mesa a cenar lo que antes Carmela y Alba, junto con la servidumbre habían preparado. Fabiola, se enganchó del brazo de su novio y no lo soltó en todo el rato. A decir verdad, ella no solo estaba con él por su cuantiosa fortuna, esa mujer amaba a Esteban, y se propuso a hacer lo imposible, a fin de ser la única señora San Román.

Ellos, continuaron inmiscuidos en sus charlas hipócritas, aparentado cariño y unión entre los presentes. La imprudencia de la tía Alba, realizó acto de presencia durante la comida. Aprovechó, el momento para soltar unas palabras que agradaron a unos y disgustaron a otro, ese otro era Esteban. Dejó de masticar su último bocado, y clavó la vista en la mujer, demostrándole cuando la odiaba en ese instante. Mencionó con toda intención, la futura boda que ella quería para su sobrino. Obviamente, Fabiola idolatró a Alba en el acto, ese empujón era lo que él necesitaba, o eso las tenía convencidas.

―No me casaré aún, tía ―replicó el hombre, lleno de fatiga.

― ¿Ni siquiera por complacernos, Esteban? ―preguntó la señora, ojeando a cada persona sentada a la mesa―. Hemos hecho todo por ti, es hora de que nos recompenses. ¿O no, Carmela?

―Sí, papi ―habló la mencionada, pendiente de acabarse la botella de champán que de otra cosa.

Lo que menos quería el pelinegro, era incomodar o hacer sentir mal a sus tías. Se levantó de su asiento, acomodó el blazer y dio un suspiro frustrado, cogió la mano de su novia y le besó la punta de los dedos. La castaña, intuía lo que iba a pasar, las piernas le temblaban y sentía que en cualquier oportunidad comenzaría a llorar.

―A ver, cielo ―dijo en susurros el hombre, con los ojos atentos puestos en él―. Perdóname por haberte hecho esperar, te debo la sortija... ¿quieres casarte conmigo?

Al escupir la interrogante, el cotilleo no se hizo esperar, al igual que los jadeos de asombro. Casi ninguno, creía razonable que Esteban realizara aquello solo por complacer a una vieja, que ya ha vivido lo suficiente. No obstante, ellos no eran nadie para someterlo a criticas de ningún tipo. Escogieron mirar la escena en silencio.

― ¡Acepto, mi amor! ―gritó Fabiola, abalanzándose en brazos de su ahora prometido―. No me importa el anillo, estoy feliz porque al fin me lo propusiste.

Sólo por cortesía, Esteban correspondió a su abrazo. Fingió una sonrisa, el resto de la velada, mientras que Alba se regocijaba, una vez más manipulaba a su sobrino como se le antojara; y poder salirse con la suya. Quizá, con el tiempo él pudiera amar a Fabiola con el mismo fervor que ella lo hacía. Se encogió de hombros, eso ya era problema de los dos, se dijo en voz baja.

La casa quedó vacía, en cuanto las tías despidieron a los invitados. Fabiola le insistió, hasta más no poder a su prometido, así se quedaban juntos en la mansión. De inmediato, Esteban declinó la propuesta, no llevaría a ninguna mujer a su cama, a no ser que sea oficialmente la señora San Román. Esto, por supuesto que no le gustó a la castaña, se marchó del sitio a regañadientes. Esa noche, las mujeres durmieron bajo aquel techo, él las convenció para que se quedaran en las habitaciones de arriba. El pelinegro leía una revista de economía, enfundado en el pijama y con la cobija por el abdomen. Rebobinó el punto, donde pedía a su novia ser su esposa y maldijo en susurros, varias veces. Sabía que no era lo que quería, pero en gran parte su tía Alba tenía razón, ellas han hecho mucho por Esteban. Por eso, tomó la decisión de preguntar a la castaña aquello. No estaba complacido, percibía inquietud, insatisfacción y dolor, una puntada en su corazón.

Cerró la revista, y la guardó en el segundo cajón en la cómoda al lado de su cama. Se movió por varios minutos, tratando de encontrar la posición perfecta y poder dormirse de una buena vez. No quería pensar más en la reunión de hace un rato, no le hacía bien a la mente. Por otro lado, rompió su psiquis recordando lo que más necesitaba: Las piernas de su secretaria y sus ojos verdes. Sonrió casi inconscientemente durante el lapso que mantuvo aquellos pensamientos. Esa mujer le gustaba, sino, no pasara horas rumiando acerca de María Fernández. Al mismo tiempo, no pretendía decepcionar a Alba y Carmela, el corazón le gritaba sin parar que corriera tras la pelinegra, porque estaba seguro que algo pasaba ahí, entre ambos, sus miradas conectaron...hicieron su clic, y cuenta la leyenda que el clic se logra una vez en la vida, y era para siempre.

Cuando pisó la empresa, su asistente se refugiaba en su puesto de trabajo. Observó que escribía algo en el computador, largó una sonrisa, enseñando todos los dientes. Recorrió el espacio entre el elevador y su oficina, sin dejar de verla.

―Buenos días, señor ―saludó María, todavía trabajando en el informe―. Estoy por terminar el documento, para entregarlos a los accionistas ―informó y a Esteban le sorprendió su actitud. La mayoría de las veces, ella se apenaba con él y trataba de hablar lo menos posible. Sin embargo, esa mañana lucía reluciente con ese magnífico uniforme y su cabello suelto. Mordió sus labios al detallarla, era perfectamente hermosa.

―Buenos días, María ―correspondió con la misma buena energía, a su saludo―. En cuando los tengas listos, pasas a mi despacho y así los firmo. Cita a los socios a las nueve en punto, gracias ―dicho eso, se encerró en la oficina y la pelinegra suspiró llena de amor por su jefe.

Los consejos de Carlota, le retumbaron la cabeza desde ayer y no ha parado de pensar en ello. Adentrarse en el terreno de lo romántico con Esteban San Román, le parecía lo más hermoso, hasta que lo llegara a practicar. No era buena con los hombres, tenía la facilidad de desenvolvimiento, las personas le agradaban y le gustaba ser amable con quien sea. No obstante, poseía un obstáculo: nervios. Y vaya que eran muchos. Él le gustaba cada día más, ella juraba que moriría con ese amor platónico escondido en su corazón, se convencía con el pasar del tiempo, que un sujeto así nunca se fijaría en la joven. Procuró acabar con los informes, y llegó con varias hojas hasta la impresora e hizo lo debido.

―Aquí tiene, señor San Román ―entregó María a su jefe, las hojas para que las firmara―. Cité a las personas, prepararé la sala de juntas. Permiso.

― ¡No! ―exclamó Esteban, haciendo que la pelinegra se sobresaltara, y soltara la manilla de la puerta―. No te vayas, necesito otro favor ―usó un tono de voz bajo.

―Usted dirá ―cedió, y le dedicó una sonrisa.

La acción, derritió al hombre y se levantó de su escritorio, para quedar delante de ella.

―No me digas 'usted' ―pidió, acercándose un poco más. María, sintió el corazón en la garganta―. Tengo veinticuatro, no soy un viejo. ¿Acaso me observas envejecido?

Santo. Puto. Cielo. Enfatizó la mujer, en sus adentros. Él iba dos pasos más cerca de ella. Sus piernas temblaban, sudaba frío y si su jefe se atrevía a romper la poca distancia que quedaba, el corazón saldría de su caja torácica. Aquello era como un sueño, no hallaba que hacer, ni a donde mirar.

―Como diga, Esteban ―contestó a duras penas. La respiración se aceleró, y tragó saliva.

―No estés nerviosa ―sugirió, tomándola por los brazos y pegándosela a su torso―. ¿Puedes hacerme otro favor?

―Claro ―titubeó y se propinó una cachetada mental. El tacto de San Román, le quemaba por encima de las mangas de la camisa. Anhelaba estar así de cerca, sintiéndose y llegar a besarse... ¡Puaj! Eso no pasaría, él tiene su pareja y no lo cree capaz de traicionarla.

―Consigue que una joyería, envíe catálogos de anillos de compromiso ―soltó de pronto, alejándose de ella. María quedó de piedra, eso no se lo esperaba. Nuevamente, los celos sin razón, el dolor y la decepción se agolparon en la boca de su estómago. Le advirtió sentándose en la silla tras su escritorio, como si nada. La acción confundió a Fernández, se iba a casar... y ella que estaba dispuesta a seguir los consejos de su amiga, quiso llorar, pero logró contenerse―. Quiero que me ayudes a escoger uno, por favor.

―Seguro, con permiso ―farfulló con rapidez y huyó de aquel despacho. Se refugió en su puesto de trabajo, y contuvo el nudo en la garganta ahí dentro. Marcó a una joyería cualquiera, y le aseguraron que enviarían algunas muestras con un mensajero.

―Buenos días, señorita ―vociferó uno de los accionistas, citados para la junta. Arturo, se acercó y María se levantó para saludarle.

―Buenos días ―sonrió―. ¿Cómo está? Pueden ir pasando a la sala, en un momento los anuncio ―avisó con total amabilidad, a cada uno de los presentes.

―Muchas gracias, María ―habló, en esta ocasión Servando―. ¿Puedo decirte de tú?

―Claro, no hay problema ―aclaró la pelinegra, y a su vez guiaba a los sujetos a su destino―. Tomen asiento, no me tardo.

Arturo, Demetrio, Bruno y Servando, seleccionaron sus asientos y se posaron allí. Escudriñaron a María, hasta más no poder, mientras salía a avisar a su jefe sobre la llegada de ellos.

―Que cuero de mujer, consiguió Esteban como secretaria ―opinó el mayor de todos, Servando. 

Los demás, le observaron con una ceja enarcada y se miraron entre sí.

―Muy bonita, si ―dijo en este caso, Demetrio.

―No creo que sea buena idea, estar cotilleando de esa señorita ―propuso Arturo, carraspeando―. Mejor, esperemos que llegue Esteban en silencio.

Ellos estuvieron de acuerdo, asintieron y en el acto, aparece el dueño de la empresa, acompañado con su asistente. Ambos, tomaron asiento y la reunión dio por comenzada.

(***)

María, recibió el encargo de la joyería y suspiró con decepción. Nunca le pasaría eso, que alguien se casara con ella y la quisiera de verdad. Dio toques sordos, en la puerta de su jefe y entró sin esperar respuesta.

―Aquí tiene, Esteban ―recordó que podía tutearlo, le colocó una caja marrón, sobre el escritorio. Él alzó la vista del documento, y se rio con delicadeza―. Me retiro, hasta mañana.

La noche, se colaba por la ventana del despacho y no estaba dispuesta a esperar que él le diera la orden de salida.

―No, por favor ayúdame ―pidió con voz suplicante. Sin quererlo, a la pelinegra se le derritió el corazón―. Se muy poco de esto, creí que como eres mujer...no sé, puedas socorrerme.

La joven giró sobre sus tacones, y se sentó frente a él.

―Que sea rápido, por favor ―agregó, disimulando el enojo que cargaba―. Tengo...tengo algo que hacer ―mintió, no quería quedarse con su jefe, del que estaba enamoradísima, a escoger un anillo para su prometida.

― ¿Tienes qué? ―cuestionó entrecerrando los ojos―. ¿Una cita?

―Sí ―afirmó decidida a sostener la mentira.

Esteban contrajo el rostro e hizo una mueca, que a María le pareció graciosa. Si él no estuviera comprometido diría que...que está celoso. Descartó ese imposible al instante.

― ¿Con tu novio? ―indagó, olvidando que debía escoger la sortija. Con un ademán, echó la caja a un lado.

―Efectivamente, debe estar esperándome ―contestó, tomando la caja y destapándola―. Comencemos.

San Román, entrecerró los ojos y la incredulidad llenó su ser. Nunca creyó que su hermosa secretaria estaría en una relación. Bueno, con un bombón así, nadie desaprovecharía la oportunidad.

―Estos tres me parecen lindos ―mencionó la pelinegra, señalando con su dedo índice las fotos en el catálogo―. Creo que a su prometida le encantarán ―escupió sin evitar esconder lo celosa que se sentía.

― ¿Segura? ―cuestionó, divirtiéndose con la situación. Una corazonada llegó hasta él. La misma, le decía que María sentía celos―. Me gusta este de aquí.

―Bueno, ese será ―concluyó, levantándose y estirando su falda. Esteban la devoró con la mirada ámbar que se carga―. Fue un placer, hasta mañana.

Dando largas zancadas, alcanzó la puerta y salió. Recogió su cartera y pidió el ascensor, movía una pierna con impaciencia.

―Suerte en su cita ―gritó su jefe, de pie al umbral de la oficina.

―Gracias, lo mismo para usted ―exclamó con sarcasmo y entró en el elevador.

María respiró tranquilidad, cuando estuvo sola en las cuatro paredes. Mordía sus labios y los relamía para quitar la resequedad. Salió y como siempre, se despidió de la recepcionista. Agradeció el aire fresco de la noche, y dio rumbo a la parada del autobús.

Cada paso que daba, le timbraba en las piernas. Los tacones, le maltrataban los pies, pero no podía hacer nada, tenía que esperar llegar a casa.

A lo lejos, visualizó el carro de la prometida de Esteban, la tal Fabiola. Rodó los ojos y terminó por cruzar la calle. La fila estaba larga, no le quedó más remedio que esperar. Podía ver la Empresa desde el sitio, así que ojeó cuando su jefe salió y se metió al auto con la castaña.

'Seguro van a sellar su próximo compromiso', pensó.

La melodía de un piano, inundaba el espacio en el que iban Esteban y Fabiola. Él manejaba, su ruta era directa a un restaurante, el objetivo era hacer más formal aquel compromiso que por supuesto no quería. No atesoraba ningún anillo en su saco, no había podido decidirse. Es más, a esas alturas, se replanteaba si casarse o no.

― ¿A dónde vamos, mi amor? ―inquirió, cargada de emoción―. No me digas que ya tienes sortija...

―Vamos a comer mariscos, Fabiola ―respondió, sin despegar los ojos de la carretera―. Conseguir un anillo no es sencillo ―memorizó el instante con su secretaria. Dio por hecho que estaba celosa, pero una duda le hacía eco en la mente: Si de verdad en María, existían celos hacia él, entonces ¿amaba a su novio? ¿Por qué sentiría celos por alguien que no es su pareja? No lo sabía. No obstante, averiguaría acerca de la joven lo antes posible.

Cuando llegaron, degustaron una variedad de comida que le sentó de maravilla a la castaña. Entre tanto, Esteban probaba bocados mínimos y bebía a cada rato del vino blanco. No dejaba de pensar en la cita de su secretaria con el dichoso novio, porque si, era un bastardo muy dichoso de tenerla.

― ¿En qué piensas, mi amor? ―interrumpió Fabiola, a sus pensamientos. Él propinó un pequeño brinco, la voz de ella le asustó―. En toda la cena, has estado muy callado.

―Bueno, pensaba en algunos negocios que me han propuesto hoy ―mentía descaradamente. Ni siquiera, dejaba de pensar en su asistente―. Mesero ―llamó y le indicó que se acercara a la mesa―, la cuenta, por favor. ―El muchacho, retiró los platos y cada objeto ahí.

―Fabiola, debo decirte algo importante. ―No faltó mucho ajetreo, como para decidir acerca de su futuro. Tragó la poca saliva en su boca, y enderezó la espalda.

―Cuéntame, ¿qué pasa? ―cuestionó ésta, sin llegar a imaginar lo que se avecinaba―. ¿Es relacionado con nuestra boda?

―Sí, algo así... ―aclaró su garganta y resopló―. Pero―

―Pierde cuidado con eso ―interrumpió la mujer, a lo que Esteban cerró los ojos irritado―. Me encargaré de todo, con ayuda de Alba y Carmela, claro.

―No se trata de eso, Fabiola ―comunicó, siendo duro al hablar. Ella se tensó, apretando las manos que le empezaron a sudar―. No quiero casarme contigo.

― ¿Qué... ¡Qué? ―exclamó, atrayendo la atención de algunas personas cercanas a su mesa―. No puedes estar hablando en serio ―masculló, derramando lágrimas.

―Baja la voz, te lo pido ―sugirió, y el mesero apareció con la cuenta. Esteban entregó propina y pagó en efectivo.

―Hablemos de esto, tiene que ser una broma. ―Fabiola se negaba a creer, lo que acaba de escuchar. Juntos, salieron del restaurante y entraron al coche.

―No es chiste, ni una mala pasada ―aclaró él, tomándole las manos―. Mira, no puedo casarme contigo, no quiero hacerlo. Lo sabías desde un principio.

―Sí, pero... ―La castaña, sollozaba sin control e intentaba limpiar el moquillo que salía de su nariz―. Me lo propusiste, no puedes cancelarlo así, sin más.

―Lo hice por complacer a mis tías, cosa que haré con otras actitudes ―manifestó, acomodándose en el asiento de piloto, y abrochando su cinturón de seguridad.

―Entiendo, al menos seguiremos siendo novios ―declaró, más calmada. El llanto, fue cesando poco a poco. Fabiola también se movió, y colocó su cinturón.

―Tampoco eso, quiero terminar toda relación amorosa y sentimental contigo ―sostuvo. La mujer quedó helada. Por escasos segundos, su tensión bajó y sudaba frío. Para ese entonces, Esteban había arrancado, llevaría a la castaña a su apartamento y cogería un taxi que lo dejara frente a su mansión.

― ¡Esto es el colmo, Esteban! ―gritó, halando su cabello con frustración―. Hay otra, ¿no?

―Sí, Fabiola ―reveló con cautela. No tendría caso mentirle―. Me enamoré de otra mujer, lo siento.

―No, no, no... ―nuevamente lloraba, lo único que interrumpía un silencio era aquel llanto de la pobre muchacha. El tipo sentía patético dentro de sí. Lo menos que necesitaba, era esos dramas, y la entendía en cierto modo. Sin embargo, para ello no había una solución, en esas cosas del corazón no se manda.

Porque, aunque parezca mentira; logró enamorarse de María Fernández a la velocidad de la luz.

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