━━𝐓𝐰𝐨
❛❛La chica resplandeciente como el sol❜❜
𝐏𝐄𝐑𝐂𝐘
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TUVE SUEÑOS RARÍSIMOS, LLENOS DE ANIMALES DE GRANJA. LA MAYORÍA QUERÍA MATARME, EL RESTO QUERÍA COMIDA.
Debí despertarme varias veces, pero lo que oía y veía no tenía ningún sentido, así que volví a quedarme dormido. Me recuerdo descansando en una cama suave, alguien dándome cucharadas de algo que sabía a palomitas de maíz con mantequilla, pero que era pudin. Al lado de mi cama había una chica rubia, bonita y de ojos azules, me sonrió mientras me enjugaba los restos de la barbilla. Se sintió tan cálida como el sol del verano.
Entredormido, vislumbré como ella se giraba ante la llegada de otra chica.
—Pasaste toda la noche aquí. Ve a darte una ducha y desayunar, yo lo vigilo.
La primera asintió, algo reticente y le entregó el pudin. La otra chica, también era rubia ; se sentó, mirando hacia atrás hasta que nos quedamos solos, entonces se volteó rápidamente hacía mí.
—¿Qué va a pasar en el solsticio de verano?
—¿Qué? —mascullé.
Miró alrededor, como si temiera que alguien la oyera.
—¿Qué está pasando? ¿Qué es lo que han robado? ¡Sólo tenemos unas semanas!
—Lo siento —murmuré—, no sé…
Alguien llamó a la puerta, y me llenó la boca rápidamente de pudin.
La siguiente vez que desperté, la chica de bonita sonrisa seguía ahí. Tenía el cabello sujeto en una coleta, con algunos mechones cayéndole a los costados del rostro. La observé detenidamente.
Era hermosa. Su piel un poco bronceada y mejillas sonrojadas. Estaba vestida con una camiseta naranja y una chaqueta de fútbol celeste, no alcanzaba a distinguir el escudo. Estaba con las piernas sobre una mesa, mientras dibujaba distraída en un cuaderno.
Era deslumbrante verla, casi imposible, como estar mirando directamente al sol. Quedas ciego, pero maravillado.
No me duró mucho, pronto volví a quedarme dormido.
Cuando por fin recobré la conciencia plenamente, no había nada raro alrededor, salvo que era más bonito de lo normal. Estaba sentado en una tumbona en un espacioso porche, contemplando un prado de verdes colinas. La brisa olía a fresas. Tenía una manta encima de las piernas y una almohada detrás de la cabeza. Todo aquello estaba muy bien, pero sentía la boca como si un escorpión hubiera anidado en ella. Tenía la lengua seca y estropajosa y me dolían los dientes.
En la mesa a mi lado había una bebida en un vaso alto. Parecía jugo de manzana helado, con una pajita verde y una sombrillita de papel pinchada en una guinda. Tenía la mano tan débil que el vaso casi se me cae cuando por fin conseguí rodearlo con los dedos.
—Cuidado —dijo una voz familiar.
Grover estaba recostado contra la barandilla del porche, con aspecto de no haber dormido en una semana. Debajo del brazo llevaba una caja de zapatos. Vestía vaqueros, zapatillas altas Converse y una camiseta naranja con la leyenda “CAMPAMENTO mestizo”. El Grover de siempre, no el chico cabra.
Así que quizá había tenido una pesadilla. Igual mi madre estaba sana y salva.
Tal vez seguíamos de vacaciones y habíamos parado en esa gran casa por algún motivo.
—Me has salvado la vida —dijo Grover—. Y yo… bueno, lo mínimo que podía hacer era… volver a la colina y recoger esto. Pensé que querrías conservarlo.
Dejó la caja de zapatos en mi regazo con gran reverencia.
Contenía un cuerno de toro blanquinegro, astillado por la base, donde se había partido. La punta estaba manchada de sangre reseca. No había sido una pesadilla.
—El Minotauro… —dije, recordando.
—No pronuncies su nombre, Percy…
—Así es como lo llaman en los mitos griegos, ¿verdad? El Minotauro. Mitad hombre, mitad toro.
Grover se removió incómodo.
—Has estado inconsciente dos días. ¿Qué recuerdas?
—Dime qué sabes de mi madre. ¿De verdad ella ha…?
Bajó la cabeza.
Yo volví a contemplar el prado. Había arboledas, un arroyo serpenteante y hectáreas de campos de fresas que se extendían bajo el cielo azul. El valle estaba rodeado de colinas ondulantes, la más alta de las cuales, justo enfrente de nosotros, era la que tenía el enorme pino en la cumbre.
Incluso aquello era bonito a la luz del día.
Pero mi madre se había ido y el mundo entero tendría que ser negro y frío. Nada debería resultarme bonito.
—Lo siento —sollozó Grover—. Soy un fracaso. Soy… soy el peor sátiro del mundo.
Gimió y pateó tan fuerte el suelo que se le salió el pie, bueno, la zapatilla Converse: el interior estaba relleno de poliespan, salvo el hueco para la pezuña.
—¡Oh, Estigio! —rezongó.
Un trueno retumbó en el cielo despejado.
Mientras pugnaba por meter su pezuña en el pie falso pensé:
«Bueno, esto lo aclara todo.»
Grover era un sátiro. Si le afeitaba el pelo rizado, seguramente encontraría cuernitos en su cabeza. Pero estaba demasiado triste para que me importara la existencia de sátiros, o incluso de minotauros. Todo aquello sólo significaba que mi madre había sido realmente reducida a la nada, que se había disuelto en aquel resplandor dorado.
Estaba solo. Me había quedado completamente huérfano. Tendría que vivir con… ¿Gabe, el Apestoso? No, eso nunca. Antes viviría en las calles, o fingiría tener diecisiete años para alistarme en el ejército. Haría algo, cualquier cosa.
Grover seguía sollozando. El pobre chico, o pobre cabra, sátiro, lo que fuera, parecía estar esperando un castigo.
—No ha sido culpa tuya.
—Sí, sí que lo ha sido. Se suponía que yo tenía que protegerte.
—¿Te pidió mi madre que me protegieras?
—No, pero es mi trabajo. Soy un guardián. Al menos… lo era.
—Pero ¿por qué…? —De repente me sentí mareado, la vista se me nubló.
—No te esfuerces más de la cuenta. Toma.
Me ayudó a sostener el vaso y me puso la pajita en la boca.
Su sabor me sorprendió, porque esperaba jugo de manzana. No lo era. Sabía a galletas con trocitos de chocolate, galletas líquidas. Y no cualquier galleta, sino las que mi madre preparaba en casa, con sabor a mantequilla y calientes, con los trocitos de chocolate derritiéndose. Al beberlo, sentí un calor intenso y una recarga de energía en todo el cuerpo. No desapareció la pena, pero me sentí como si mi madre acabara de acariciarme la mejilla y darme una galleta como hacía cuando era pequeño, como si acabara de decirme que todo iba a salir bien.
Antes de darme cuenta había vaciado el vaso. Lo miré fijamente, convencido de que había tomado una bebida caliente, pero los cubitos de hielo ni siquiera se habían derretido.
—¿Estaba bueno? —preguntó Grover. Asentí—. ¿A qué sabía? —Sonó tan compungido que me sentí culpable.
—Perdona. Debí dejar que lo probaras.
—¡No! No quería decir eso. Sólo… sólo era curiosidad.
—Galletas de chocolate. Las de mamá. Hechas en casa.
Suspiró.
—¿Y cómo te sientes?
—Podría arrojar a Nancy Bobofit a cien metros de distancia.
—Eso está muy bien —dijo—. Pero no debes arriesgarte a beber más.
—¿Qué quieres decir?
Me retiró el vaso con cuidado, como si fuera dinamita, y lo dejó de nuevo en la mesa.
—Vamos. Quirón y el señor D están esperándote.
La galería del porche rodeaba toda la casa, llamada Casa Grande.
Al recorrer una distancia tan larga, las piernas me flaquearon. Grover se ofreció a transportar la caja con el cuerno del Minotauro, pero yo me empeñé en llevarla. Aquel recuerdo me había salido caro. No iba a desprenderme de él tan fácilmente.
Cuando giramos en la esquina de la casa, inspiré hondo.
Debíamos de estar en la orilla norte de Long Island, porque a ese lado de la casa el valle se fundía con el agua, que destellaba a lo largo de la costa. Lo que vi me sorprendió sobremanera. El paisaje estaba moteado de edificios que parecían arquitectura griega antigua, un pabellón al aire libre, un anfiteatro, un ruedo de arena, pero con aspecto de recién construidos, con las columnas de mármol blanco relucientes al sol. En una pista de arena cercana había una docena de chicos y sátiros jugando al voleibol. Más allá, unas canoas se deslizaban por un lago cercano.
Había niños vestidos con camisetas naranja como la de Grover, persiguiéndose unos a otros alrededor de un grupo de cabañas entre los árboles. Algunos disparaban con arco a unas dianas. Otros montaban a caballo por un sendero boscoso y, a menos que estuviera alucinando, algunas monturas tenían alas.
Al final del porche había dos hombres sentados a una mesa jugando a las cartas. Detrás de ellos, las dos chicas que me habían alimentado con el pudín. La que recordaba más, estaba recostada en la balaustrada, y la otra estaba de pie detrás suyo, inclinada hacia adelante para poder cuchichear entre sí, como si estuvieran discutiendo algo hace rato.
El hombre que estaba de cara a mí era pequeño, pero gordo. De nariz enrojecida y ojos acuosos, su pelo rizado era negro azabache. Vestía una camisa hawaiana con estampado atigrado, y habría encajado perfectamente en una de las partidas de póquer de Gabe, salvo que me daba la sensación de que aquel tipo habría desplumado incluso a mi padrastro.
—Ese es el señor D —me susurró Grover—, el director del campamento. Sé cortés. Las chicas son Annabeth Chase y Allegra Solgvier, son solo campistas, pero Annabeth es quién más tiempo lleva en el campamento.
Asentí, pero la verdad, solo observé a Allegra. Ya no llevaba la chaqueta, y tenía manchas de tierra y césped en la ropa y cara.
—Y ya conoces a Quirón. —Me señaló al jugador que estaba de espaldas a mí.
Reparé en que iba en silla de ruedas y luego reconocí la chaqueta de tweed, el pelo castaño y ralo, la barba espesa…
—¡Señor Brunner! —exclamé.
El profesor de latín se volvió y me sonrió. Sus ojos tenían el brillo travieso que le aparecía a veces en clase, cuando hacía una prueba sorpresa y todas las respuestas coincidían con la opción B.
—Ah, Percy, qué bien —dijo—. Ya somos cuatro para el pinacle.
Me ofreció una silla a la derecha del señor D, que me miró con los ojos inyectados en sangre y soltó un resoplido.
—Bueno, supongo que tendré que decirlo: Bienvenido al Campamento Mestizo. Ya está. Ahora no esperes que me alegre de verte.
—Vaya, gracias. —Me aparté un poco de él, porque si algo había aprendido de vivir con Gabe era a distinguir cuándo un adulto había empinado el codo. Si el señor D no era amigo de la botella, yo era un sátiro.
—¿Annabeth? —llamó el señor Brunner a la chica de pie, y nos presentó—. Percy, ella es Annabeth, Annabeth, querida, ¿por qué no vas a ver si está lista la litera de Percy? De momento lo pondremos en la cabaña once.
La otra chica masculló algo que, creo, era español, con un acento raro, melódico y como arrastrando las palabras. Lo encontré extrañamente encantador.
Annabeth le pateó la silla, haciendo que Allegra soltara una carcajada, y luego se giró hacia Quirón con una sonrisa.
—Claro, Quirón —contestó Annabeth.
Ambas aparentaban mi edad, pero Annabeth era medio palmo más alta, y desde luego su aspecto era mucho más atlético. Ambas eran rubias y de tez bronceada, como lo que yo consideraba, las típicas chicas californianas.
La diferencia principal radicaba en sus ojos, donde los de Annabeth eran de un gris tormenta, intimidantes y peligrosos; los de Allegra eran un lago calmo. Verla daba paz.
Annabeth solo me miró de arriba a abajo y luego salió corriendo hacia el campo, con el pelo suelto ondeando a su espalda.
—Y ella es Allegra —agregó Quirón, señalándola—. Cuidó de tí mientras estabas enfermo.
Ella echó un vistazo a mi cuerno de minotauro y me miró a los ojos.
—Se te cae la baba cuando duermes.
Genial.
—Tú eres la que le clavó una flecha en el ojo al Minotauro. —Ella asintió—. Tienes una puntería increíble.
Allegra sonrió y me guiñó un ojo.
Respiré profundo, esperando que no se me notara como me temblaron las piernas.
—Bueno —comenté para cambiar de tema—, ¿trabaja aquí, señor Brunner?
—No soy el señor Brunner —dijo el ex señor Brunner—. Mucho me temo que no era más que un seudónimo. Puedes llamarme Quirón.
—Bien. —Perplejo, miré al director—. ¿Y el señor D…? ¿La D significa algo?
El señor D dejó de barajar los naipes y me miró como si yo acabara de decir una grosería.
—Jovencito, los nombres son poderosos. No se va por ahí usándolos sin motivo.
—Ah, ya. Perdón.
—Debo decir, Percy —intervino Quirón-Brunner—, que me alegro de verte sano y salvo. Hacía mucho tiempo que no hacía una visita a domicilio a un campista potencial. Detestaba la idea de haber perdido el tiempo.
—¿Visita a domicilio?
—Mi año en la academia Yancy, para instruirte. Obviamente tenemos sátiros en la mayoría de las escuelas, para estar alerta, pero Grover me avisó en cuanto te conoció. Presentía que en ti había algo especial, así que decidí subir al norte. Convencí al otro profesor de latín de que… bueno, de que pidiera una baja.
Intenté recordar el principio del curso. Parecía haber pasado tanto… pero sí, tenía un recuerdo vago de otro profesor de latín durante mi primera semana en Yancy. Había desaparecido sin explicación alguna y en su lugar llegó el señor Brunner.
—¿Fue a Yancy sólo para enseñarme a mí?
Quirón asintió.
—Francamente, al principio no estaba muy seguro de ti. Nos pusimos en contacto con tu madre, le hicimos saber que estábamos vigilándote por si te mostrabas preparado para el Campamento Mestizo. Pero todavía te quedaba mucho por aprender. No obstante, has llegado aquí vivo, y ésa es siempre la primera prueba a superar.
—Vamos, Almeja —dijo el señor D con impaciencia—, ¿vas a repartir o no?
Allegra tenía el mazo de cartas. Ella las barajó distraídamente.
—¿No podemos jugar poker?
—No juego poker nunca más contigo —espetó el señor D—. Siempre haces trampa.
—No hago trampa, usted no sabe jugar.
—Sino vas a repartir, entonces dame eso —dijo quitándole las cartas—. Grover, vas a jugar tú —ordenó.
—¡Sí, señor! —Grover tembló al sentarse a la mesa, aunque no sé qué veía de tan temible en un hombrecillo regordete con una camisa de tela atigrada.
—Supongo que sabes jugar al pinacle. —El señor D me observó con recelo.
—Me temo que no —respondí.
—Me temo que no, señor —puntualizó él.
—Señor —repetí. Cada vez me gustaba menos el director del campamento.
—Bueno —me dijo—, junto con la lucha de gladiadores y el Packman, es uno de los mejores pasatiempos inventados por los humanos. Todos los jóvenes civilizados deberían saber jugarlo.
—Se olvidó del Uno y el Monopoly.
—No, no me olvidé. Tú convertiste esos juegos en un verdadero dolor de cabeza. Siempre acabas subida a la mesa, apuntando con un arma a tus oponentes porque no te quieren dar dinero del banco o porque tiraron un +2.
—Cagones.
No sabía que dijo, pero seguro no fue bonito.
—Por favor —dije—, ¿qué es este lugar? ¿Qué estoy haciendo aquí? Señor Brun… Quirón, ¿por qué fue a la academia Yancy sólo para enseñarme?
El señor D resopló y dijo:
—Yo hice la misma pregunta.
El director del campamento repartía. Grover se estremecía cada vez que recibía una carta.
Como hacía en la clase de latín, Quirón me sonrió con aire comprensivo, dándome a entender que no importaba mi nota media, pues yo era su estudiante estrella. Esperaba de mí la respuesta correcta.
—Percy, ¿es que tu madre no te contó nada? —preguntó.
—Dijo que… —Recordé sus ojos tristes al mirar el mar—. Me dijo que le daba miedo enviarme aquí, aunque mi padre quería que lo hiciera. Dijo que en cuanto estuviera aquí, probablemente no podría marcharme. Quería tenerme cerca.
—Lo típico —intervino el señor D—. Así es como los matan. Jovencito, ¿vas a apostar o no?
—¿Qué? —pregunté.
Me explicó, con impaciencia, cómo se apostaba en el pinacle, y eso hice.
—Me temo que hay demasiado que contar —repuso Quirón—. Diría que nuestra película de orientación habitual no será suficiente.
—Nunca es suficiente —masculló Allegra rodando los ojos—. No sabe actuar, es la peor película que vi en mi vida.
—¿Película de orientación? —pregunté.
—Olvídalo —dijo Quirón—. Bueno, Percy, sabes que tu amigo Grover es un sátiro y también sabes —señaló el cuerno en la caja de zapatos— que has matado al Minotauro. Y ésa no es una gesta menor, muchacho. Lo que puede que no sepas es que grandes poderes actúan en tu vida. Los dioses, las fuerzas que tú llamas dioses griegos, están vivitos y coleando.
Miré a los demás. Allegra puso bizcos los ojos, imagino que intentaba hacerme reír, pero es que todo esto era demasiado.
Esperaba que alguien exclamara: “¡Se equivoca, eso es imposible!” Pero la única exclamación provino del señor D:
—¡Ah, matrimonio real! ¡Mano! ¡Mano! —Y rió mientras anotaba los puntos.
—¡Está haciendo trampa! —gritó Allegra.
—Yo no soy como tú, niña —gruñó el señor D.
—Señor D —preguntó Grover tímidamente—, si no se la va a comer, ¿puedo quedarme su lata de Coca-Cola light?
—¿Eh? Ah, bien.
Grover dio un buen mordisco a la lata vacía de aluminio y la masticó lastimeramente.
—Espere —le dije a Quirón—. ¿Me está diciendo que existe un ser llamado Dios?
Allegra negó con la cabeza.
—Dioses en plural —dijo. Tomó un cuaderno al lado de ella con un lápiz. Lo abrió y comenzó a trazar bocetos.
—Bueno, veamos —repuso Quirón—. Dios, con D mayúscula, Dios… En fin, eso es otra cuestión. No vamos a entrar en lo metafísico.
—¿Lo metafísico? Pero si acaba de decir que…
—Me refería a seres extraordinarios que controlan las fuerzas de la naturaleza y los comportamientos humanos: los dioses inmortales del Olimpo. Es una cuestión menor.
—¿Menor?
—Sí, bastante. Los dioses de los que hablábamos en la clase de latín.
—Zeus —dije—, Hera, Apolo… ¿Se refiere a ésos?
Y allí estaba otra vez: un trueno lejano en un día sin nubes.
—Jovencito —intervino el señor D—, yo que tú, me plantearía en serio dejar de decir esos nombres tan a la ligera.
—Pero son historias —dije—. Mitos… para explicar los rayos, las estaciones y esas cosas. Son lo que la gente pensaba antes de que llegara la ciencia.
—¡La ciencia! —se burló el señor D—. Y dime, Perseus Jackson —me estremecí al oír mi auténtico nombre, que jamás daba a nadie—, ¿qué pensará la gente de tu “ciencia” dentro de dos mil años? Pues la llamarán paparruchas primitivas. Así la llamarán. Oh, adoro a los mortales: no tienen ningún sentido de la perspectiva. Creen que han llegado taaaaaan lejos. ¿Es cierto o no, Quirón? Mira a este chico y dímelo.
El señor D no me caía del todo mal, pero hubo algo en la manera en que me llamó mortal, como si… él no lo fuera. Fue suficiente para hacerme cerrar la boca, para saber por qué Grover se concentraba con tanto ahínco en sus cartas, masticando su lata de refrescos y no diciendo ni pío. Allegra, en cambio, parecía que ni siquiera le importaba, más concentrada en lo que sea que estuviera dibujando, quizá ya estaba acostumbrada a todo esto.
—Percy —dijo Quirón—, puedes creértelo o no, pero lo cierto es que inmortal significa precisamente eso, inmortal. ¿Puedes imaginar lo que significa no morir nunca? ¿No desvanecerte jamás? ¿Existir, como eres, para toda la eternidad?
Iba a responder que sonaba muy bien, pero el tono de Quirón me hizo vacilar.
—¿Quiere decir independientemente de que la gente crea en uno? —inquirí.
—Así es —asintió Quirón—. Si fueras un dios, ¿qué te parecería que te llamaran mito, una vieja historia para explicar el rayo? ¿Y si yo te dijera, Perseus Jackson, que algún día te considerarán un mito sólo creado para explicar cómo los niños superan la muerte de sus madres?
Me dio un vuelco el corazón. Por algún motivo, intentaba que me enfadara, pero no iba a darle la satisfacción.
—No me gustaría. Pero yo no creo en los dioses —respondí.
—Pues más te vale que empieces a creer —murmuró el señor D—. Antes de que alguno te calcine.
—P… por favor, señor —intervino Grover—. Acaba de perder a su madre. Aún sigue conmocionado.
—Menuda suerte la mía —gruñó el señor D mientras jugaba una carta—. Ya es bastante malo estar confinado en este triste empleo, ¡para encima tener que trabajar con chicos que ni siquiera creen!
Hizo un ademán con la mano y apareció una copa en la mesa, como si la luz del sol hubiera convertido un poco de aire en cristal. La copa se llenó sola de vino tinto.
Me quedé boquiabierto, pero Quirón apenas levantó la vista.
—Señor D, sus restricciones —le recordó.
El señor D miró el vino y fingió sorpresa.
—Madre mía. —Elevó los ojos al cielo y gritó—: ¡Es la costumbre! ¡Perdón!
Volvió a mover la mano, y la copa de vino se convirtió en una lata fresca de Coca-Cola light. Suspiró resignado, abrió la lata y volvió a centrarse en sus cartas.
Quirón me guiñó un ojo.
—El señor D ofendió a su padre hace algún tiempo, se encaprichó con una ninfa del bosque que había sido declarada de acceso prohibido.
—Una ninfa del bosque —repetí, aún mirando la lata como si procediera del espacio.
—Sí —reconoció el señor D—. A Padre le encanta castigarme. La primera vez, prohibición. ¡Horrible! ¡Pasé diez años absolutamente espantosos! La segunda vez… bueno, la chica era una preciosidad, y no pude resistirme. La segunda vez me envió aquí. A la colina Mestiza. Un campamento de verano para mocosos como tú. “Será mejor influencia. Trabajarás con jóvenes en lugar de despedazarlos”, me dijo. ¡Ja! Es totalmente injusto.
El señor D hablaba como si tuviera seis años, como un crío protesten.
—Y… y —balbuceé— su padre es…
—Di immortales, Quirón —repuso él—. Pensaba que le habías enseñado a este chico lo básico. Mi padre es Zeus, por supuesto.
Repasé los nombres mitológicos griegos que empezaban por la letra D. Vino. La piel de un tigre. Todos los sátiros que parecían trabajar allí. La manera en que Grover se encogía, como si el señor D fuera su amo…
—Usted es Dioniso —dije—. El dios del vino.
—Ese chico sabe cosas.
El señor D puso los ojos en blanco.
—¿Cómo se dice en esta época, Almeja? ¿Dicen los niños “menuda lumbrera”?
—Ni idea.
—Pues menuda lumbrera, Percy Jackson. ¿Quién creías que era? ¿Afrodita, quizá?
—¿Usted es un dios?
—Sí, niño.
—¿Un dios? ¿Usted?
Me miró directamente a los ojos, y vi una especie de fuego morado en su mirada, una leve señal de que aquel regordete protestón estaba sólo enseñándome una minúscula parte de su auténtica naturaleza. Supe que si lo presionaba, el señor D me plantaría una enfermedad en el cerebro que me enviaría para el resto de mi vida a una habitación acolchada, con camisa de fuerza.
—¿Quieres comprobarlo, niño? —preguntó con ceño.
—No. No, señor.
El fuego se atenuó un poco y él volvió a la partida.
—Me parece que he ganado —dijo.
—Un momento, señor D —repuso Quirón. Mostró una escalera, contó los puntos y dijo—: El juego es para mí.
Pensé que el señor D iba a pulverizar a Quirón y librarlo de la silla de ruedas, pero se limitó a rebufar, como si estuviera acostumbrado a que ganara el profesor de latín. Se levantó, y Grover lo imitó.
—Estoy cansado —comentó el señor D—. Creo que voy a echarme una siestecita antes de la fiesta de esta noche. Pero primero, Grover, tendremos que hablar otra vez de tus fallos.
La cara de Grover se perló de sudor.
—S-sí, señor.
El señor D se volvió hacia mí.
—Cabaña once, Percy Jackson. Y ojo con tus modales.
Se metió en la casa, seguido de un tristísimo Grover.
—¿Estará bien Grover? —le pregunté a Quirón, que asintió, aunque parecía algo preocupado.
—El bueno de Dioniso no está loco de verdad. Es sólo que detesta su trabajo. Lo han… bueno, castigado, supongo que dirías tú, y no soporta tener que esperar un siglo más para que le permitan volver al Olimpo.
—Él se lo buscó —dijo Allegra cerrando el cuaderno y colocándose el lápiz en el cabello—. No aprende que no es no. Ninguno de los dioses lo hacen.
—Allegra —reprendió Quirón—. Ya hemos hablado sobre decir exactamente lo que piensas.
—No es mi culpa, soy alérgica a las mentiras.
Quirón suspiró, como si ya no tuviera remedio.
—El monte Olimpo —dije—. ¿Me está diciendo que realmente hay un palacio allí arriba?
—Depende de lo que quieras saber. —Allegra cruzó los brazos sobre la mesa y luego la cabeza—. Está el monte Olimpo en Grecia, ya sabes, la enorme montañita. Y luego está el Olimpo como hogar de los dioses, el punto de convergencia de sus poderes, que antes estaba en el monte Olimpo, se le sigue llamando así porque así se lo conoce, pero esa cosa se mueve, como los dioses.
—¿Quieres decir que los dioses griegos están aquí? ¿En… Estados Unidos?
—Obvio, campeón, los dioses se mueven con el corazón de Occidente.
—¿El qué?
—Vamos, Percy, despierta —expresó Quirón— ¿Crees que la civilización occidental es un concepto abstracto? No; es una fuerza viva.
Explicó todo el concepto detrás del corazón de Occidente, latente durante siglos y cómo se había movido de Grecia a Roma, y los dioses con él, solo cambiando el nombre, pero siendo los mismos.
—Y después murieron.
—Cómo se van a morir si te acaba de decir que son inmortales. Este escucha lo que se le canta.
—Los dioses sencillamente se fueron trasladando, a Alemania, Francia, España, Gran Bretaña… Dondequiera que brillara la llama con más fuerza, allí estaban los dioses. —Me dio un montón de ejemplos arquitectónicos donde podía verlos—. Te reto a que encuentres una ciudad estadounidense en la que los Olímpicos no estén vistosamente representados en múltiples lugares.
—Yo una vez ví una ferretería con el nombre de mi viejo. No sé qué tiene que ver Apolo con las ferreterías, uno pensaría que quedaría mejor ponerle Hefesto, pero como no sé de marketing, no opino.
Quirón puso los ojos en blanco a lo que sea que Allegra contó.
—Guste o no guste, y créeme, te aseguro que tampoco demasiada gente apreciaba a Roma, Estados Unidos es ahora el corazón de la llama, el gran poder de Occidente. Así que el Olimpo está aquí. Y por tanto también nosotros.
Era demasiado, especialmente el hecho de que yo parecía estar incluido en el “nosotros” de Quirón, como si formase parte de un club.
—¿Quién es usted, Quirón? ¿Quién… quién soy yo?
Quirón sonrió. Desplazó el peso de su cuerpo, como si fuera a levantarse de la silla de ruedas, pero yo sabía que eso era imposible. Estaba paralizado de cintura para abajo.
—¿Quién soy? —murmuró—. Bueno, ésa es la pregunta que todos queremos que nos respondan, ¿verdad? Pero ahora deberíamos buscarte una litera en la cabaña once. Tienes nuevos amigos que conocer, mañana podremos seguir con más lecciones. Además, esta noche vamos a preparar junto a la hoguera bocadillos de galleta, chocolate y malvaviscos, y a mí me pierde el chocolate.
Y entonces se levantó de la silla, pero de una manera muy rara. Le resbaló la manta de las piernas, pero éstas no se movieron, sino que la cintura le crecía por encima de los pantalones. Reparé, incrédulo, en que lo que estaba viendo era la parte frontal de un animal, músculos y tendones bajo un espeso pelaje blanco. Sacó una pata, larga y nudosa, con una pezuña brillante, luego la otra pata delantera, y por último los cuartos traseros.
Miré la criatura que acababa de salir de aquella cosa: un enorme semental blanco. Pero donde tendría que haber estado el cuello, sólo vi a mi profesor de latín, graciosamente injertado de cintura para arriba en el tronco del caballo.
—¡Qué alivio! —exclamó el centauro—. Llevaba tanto tiempo ahí dentro que se me habían dormido las pezuñas. Bueno, Allegra, ve a ver si Annabeth acabó de preparar todo. Vamos, Percy Jackson. Vamos a conocer a los demás campistas.
Miren que bonita se ve Allegra tal como la vio Percy cuando se despertó
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