━━𝐓𝐰𝐞𝐥𝐯𝐞
❛❛Cebra hasta Las Vegas❜❜
𝐏𝐄𝐑𝐂𝐘
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EL DIOS DE LA GUERRA NOS ESPERABA EN EL ESTACIONAMIENTO DEL RESTAURANTE.
—Bueno, bueno. No los han matado.
—Sabías que era una trampa —espetó Allegra, apuntándole con el dedo.
Ares sonrió maliciosamente.
—Seguro que ese herrero lisiado se sorprendió al ver en la red a un par de mocosos estúpidos.
Le arrojé su escudo.
—Eres un cretino.
Annabeth y Grover contuvieron el aliento.
Ares agarró el escudo y lo hizo girar en el aire como una masa de pizza. Cambió de forma y se convirtió en un chaleco antibalas. Se lo colocó por la espalda.
—¿Ven ese camión de ahí? —Señaló un tráiler de dieciocho ruedas aparcado en la calle junto al restaurante—. Es su vehículo. Los conducirá directamente a Los Ángeles con una parada en Las Vegas.
El camión llevaba un cartel en la parte trasera, que pude leer sólo porque estaba impreso al revés en blanco sobre negro, una buena combinación para la dislexia: "amabilidad internacional: TRANSPORTE DE ZOOS HUMANOS. PELIGRO: ANIMALES SALVAJES VIVOS."
—Me estás cargando —dijo Allegra.
Ares chasqueó los dedos. La puerta trasera del camión se abrió.
—Billete gratis, mocosa. Deja de quejarte. Y aquí tienen estas cosillas por hacer el trabajo.
Sacó una mochila de nailon azul y me la lanzó Contenía ropa limpia para todos, veinte dólares en metálico, una bolsa llena de dracmas de oro y una bolsa de galletas Oreo con relleno doble.
—Pero porque no te vas un poquito a... —mascullé, extrañamente, en español. Seguro que sonaba ridículo por la pronunciación y ni siquiera sabía bien lo que le había dicho, pero llevaba las últimas dos semanas escuchando a Allegra insultar en su idioma, y algunas palabras se me estaban empezando a pegar.
—Gracias, señor Ares —saltó Grover, interrumpiéndome, y me dedicó su mejor mirada de alerta roja—. Muchísimas gracias.
Me rechinaron los dientes. Probablemente era un insulto mortal rechazar algo de un dios, pero no quería nada que Ares hubiese tocado. A regañadientes, me eché la mochila al hombro. Sabía que mi ira se debía a la presencia del dios de la guerra, pero seguía teniendo ganas de aplastarle la nariz de un puñetazo.
Miré el restaurante, que ahora tenía sólo un par de clientes. La camarera que nos había servido la cena nos miraba nerviosa por la ventana, como si temiera que Ares fuera a hacernos daño. Sacó al cocinero de la cocina para que también mirara. Le dijo algo. Él asintió, levantó una cámara y nos sacó una foto.
«Genial —pensé—. Mañana otra vez en los periódicos.»
Ya me imaginaba el titular: "Delincuente juvenil propina paliza a motorista indefenso."
—Me debes algo más —le dije a Ares—. Me prometiste información sobre mi madre.
—¿Estás seguro de que la soportarás? —Arrancó la moto—. No está muerta.
Todo me dio vueltas.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que la apartaron de delante del Minotauro antes de que muriese. La convirtieron en un resplandor dorado, ¿no? Pues eso se llama metamorfosis. No muerte. Alguien la tiene.
—¿La tiene? ¿Qué quieres decir?
—Necesitas estudiar los métodos de la guerra, pringado. Rehenes... Secuestras a alguien para controlar a algún otro.
—Nadie me controla.
Se rió.
—¿En serio? Mira alrededor, niño.
Cerré los puños.
—Es bastante presuntuoso, señor Ares, para ser un tipo que huye de estatuas de Cupido.
Tras sus gafas de sol, el fuego ardió. Sentí un viento cálido en el pelo.
—Volveremos a vernos, Percy Jackson. La próxima vez que te pelees, no descuides tu espalda.
Aceleró la Harley y salió con un rugido por la calle Delancy.
Annabeth suspiró resignada.
—Eso no ha sido muy inteligente, Percy —dijo Annabeth—. Tampoco lo que tu hiciste en el parque, Allegra.
—Me da igual —dijimos al mismo tiempo.
—No quieran tener a un dios de enemigo. Especialmente ese dios.
—Eh, chicos —intervino Grover—. Detesto interrumpirlos, pero... —Señaló al comedor. En la caja registradora, los dos últimos clientes pagaban la cuenta, dos hombres vestidos con idénticos monos negros, con un logo blanco en la espalda que coincidía con el del camión: "amabilidad internacional"—. Si vamos a tomar el expreso del zoo, debemos darnos prisa.
No me gustaba, pero no teníamos opción. Además, ya había tenido suficiente de Denver. Cruzamos la calle corriendo, subimos a la parte trasera del camión y cerramos las puertas.
Lo primero que me llamó la atención fue el olor. Parecía la caja de arena para gatos más grande del mundo. El interior del camión estaba oscuro, hasta que destapé a Contracorriente. La espada arrojó una débil luz broncínea sobre una escena muy triste. En una fila de jaulas asquerosas había tres de los animales de zoo más patéticos que había visto jamás: una cebra, un león albino y una especie de antílope raro.
Alguien le había tirado al león un saco de nabos que claramente no quería comerse. La cebra y el antílope tenían una bandeja de polispán de carne picada. Las crines de la cebra tenían chicles pegados, como si alguien se hubiera dedicado a escupírselos. Por su parte, el antílope tenía atado a uno de los cuernos un estúpido globo de cumpleaños plateado que ponía: "¡Al otro lado de la colina!"
Al parecer, nadie había querido acercarse lo suficiente al león, y el pobre bicho se removía inquieto sobre unas mantas raídas y sucias, en un espacio demasiado pequeño, entre jadeos provocados por el calor que hacía en el camión. Tenía moscas zumbando alrededor de los ojos enrojecidos, y los huesos se le marcaban.
—Hijos de puta.
—¿Esto es amabilidad? —exclamó Grover—. ¿Transporte zoológico humano?
Seguro que habría salido otra vez a sacudir a los camioneros con su flauta de juncos, y desde luego yo le habría ayudado, pero justo entonces el camión arrancó y el tráiler empezó a sacudirse, así que nos vimos obligados a sentarnos o caer al suelo.
Nos apiñamos en una esquina junto a unos sacos de comida mohosos, intentando hacer caso omiso del hedor, el calor y las moscas. Grover intentó hablar con los animales mediante una serie de balidos, pero se lo quedaron mirando con tristeza. Las chicas estaban a favor de abrir las jaulas y liberarlos al instante, pero yo señalé que no serviría de nada hasta que el camión parara.
Además, me daba la sensación de que teníamos mucho mejor aspecto para el león que aquellos nabos.
Allegra encontró una jarra de agua y llenó los cuencos, yo usé a Contracorriente para sacar la comida equivocada de sus jaulas. Le di la carne al león y los nabos a la cebra y el antílope.
Grover calmó al antílope, mientras Annabeth y Allegra le cortaban el globo del cuerno con su cuchillo. Querían también cortarle los chicles a la cebra, pero decidimos que sería demasiado arriesgado con los tumbos que daba el camión. Le dijimos a Grover que les prometiera a los animales que seguiríamos ayudándolos por la mañana, después nos preparamos para pasar la noche.
Grover se acurrucó junto a un saco de nabos; Annabeth abrió una caja de nuestras Oreos con relleno doble y mordisqueó una sin ganas; Allegra se sentó al lado de ella y sacó una galleta que mordisqueó en silencio.
Yo me senté al otro lado de ella, con la cabeza entre las piernas. Intenté alegrarme pensando que ya estábamos a medio camino de Los Ángeles. A medio camino de nuestro destino.
Sólo estábamos a 14 de junio. El solsticio no era hasta el 21. Teníamos tiempo de sobra.
Por otro lado, no tenía idea de qué debía esperar. Los dioses no paraban de jugar conmigo. Por lo menos Hefesto había tenido la decencia de ser honesto: había puesto cámaras y me había anunciado como entretenimiento. Pero incluso cuando aquellas cámaras aún no estaban rodando, había tenido la impresión de que mi misión era observada. Yo no era más que una fuente de diversión para los dioses.
—Oigan —dijo Annabeth—, siento no haber sido de ayuda en el parque acuático.
—No pasa nada —murmuró Allegra.
—Es que... —Se estremeció—. ¿Sabes?, las arañas...
—¿Por la historia de Aracne? —supuse—. Acabó convertida en araña por desafiar a tu madre a ver quién tejía mejor, ¿verdad?
Annabeth asintió.
—Los hijos de Aracne llevan vengándose de los de Atenea desde entonces. Si hay una araña a un kilómetro a la redonda, me encontrará. Detesto a esos bichejos. De todas maneras, agradezco que estuvieran ahí, yo no habría sabido cómo resolver la situación.
—Somos un equipo, ¿recuerdas? —dijo Allegra—. Además, el vuelo genial lo ha hecho Grover.
Pensaba que estaba dormido, pero desde la esquina murmuró:
—Fue impresionante ¿no?
Los tres nos reímos. Annabeth sacó un par de oreos y nos dio algunas. Allegra rebuscó en su bolso y sacó unas varitas de regaliz que aún le quedaban, y nos las compartió.
—En el mensaje Iris... ¿de verdad Luke no dijo nada?
Mordisqueé mi galleta, pensando en qué responder. La conversación del arco iris me había tenido preocupado durante toda la tarde. Annabeth miró a Allegra, pero ella desvió la mirada, así que supuse que me tocaba a mí hablar.
—Luke dijo que él y tú se conocían desde hace mucho. También dijo que Grover no fallaría esta vez. Que nadie se convertiría en pino.
Al débil resplandor de la espada era difícil leer sus expresiones.
Grover baló lastimeramente.
—Debería haberte contado la verdad desde el principio. —Le tembló la voz —. Pensaba que si sabías lo bobo que era, no me querrías a tu lado.
—Eres el sátiro que intentó rescatar a Thalia, la hija de Zeus.
Asintió con tristeza.
—Y los otros dos mestizos de los que se hizo amiga Thalia, los que llegaron sanos y salvos al campamento... —Miré a Annabeth—. Eran tú y Luke, ¿verdad?
Annabeth dejó su Oreo sin comer.
—Como tú dijiste, Percy, una mestiza de siete años no habría llegado muy lejos sola. Atenea me guió hacia la ayuda. Thalia tenía doce; Luke, catorce. Los dos habían huido de casa, como yo. Les pareció bien llevarme. Eran... unos luchadores increíbles contra los monstruos, incluso sin entrenamiento. Viajamos hacia el norte desde Virginia, sin ningún plan real, evitando monstruos hasta que
Grover nos encontró.
—Se suponía que tenía que escoltar a Thalia al campamento —dijo Grover entre sollozos—. Sólo a Thalia. Tenía órdenes estrictas de Quirón: no hagas nada que ralentice el rescate. Verás, sabíamos que Hades le iba detrás, pero no podíamos dejar a Luke y Annabeth solos. Pensé... que podría llevarlos a los tres sanos y salvos. Fue culpa mía que nos alcanzaran las Benévolas. Me quedé en el sitio. Me asusté de vuelta al campamento y me equivoqué de camino. Si hubiese sido un poquito más rápido...
—Ya basta —lo interrumpió Annabeth—. Nadie te echa la culpa. Thalia tampoco te culpaba.
—Se sacrificó para salvarnos. Murió por mi culpa. Así lo dijo el Consejo de los Sabios Ungulados.
—¿Porque no pensabas dejar a otros dos mestizos atrás?
—Eso es injusto —se quejó Allegra.
—Ellos tienen razón —convino Annabeth—. Yo no estaría aquí hoy de no ser por ti, Grover. Ni Luke. No nos importa lo que diga el Consejo.
Grover siguió sollozando en la oscuridad.
—¡Vaya suerte tengo! Soy el sátiro más torpe de todos los tiempos y voy a dar con los dos mestizos más poderosos del siglo, Thalia y Percy.
—No eres torpe —insistió Allegra—. Y eres más valiente que cualquier otro sátiro que haya conocido. Nómbrame alguno que se atreva a ir al inframundo. Seguro que Percy también se alegra de que estés aquí.
Me dio una patada en la espinilla.
—Sí —contesté, aunque lo habría dicho incluso sin la patada—. No fue la suerte lo que hizo que nos encontraras a Thalia y a mí, Grover. Eres el sátiro con más buen corazón del mundo. Eres un buscador nato. Por eso serás el que encuentre a Pan.
Oí un hondo suspiro de satisfacción. Esperé que Grover dijera algo, pero sólo volvió más pesada su respiración. Cuando empezó a roncar, me di cuenta de que se había dormido.
—¿Cómo lo hará? —me asombré.
—No lo sé —repuso Annabeth—. Pero ha sido muy bonito eso que le has dicho.
—Hablaba en serio.
Guardamos silencio varios kilómetros, zarandeados contra los sacos de comida. La cebra comía nabos. El león lamía lo que quedaba de carne picada y me miraba esperanzado.
Annabeth se frotó el collar como si estuviera concentrada pensando.
—Esa cuenta del pino —le pregunté—, ¿es del primer año?
Miró el collar. No se había dado cuenta de lo que estaba haciendo.
—Sí —contestó—. Cada agosto, los consejeros eligen el evento más importante del verano y lo pintan en las cuentas de ese año. Tengo el pino de Thalia, un trirreme griego en llamas, un centauro con traje de graduación...
—El verano más raro de mi vida —comentó Allegra, y Annabeth asintió.
—¿Y el anillo universitario es de tu padre?
—Eso no es asunto... —Se detuvo, respiró profundo y luego asintió—. Sí. Sí que lo es.
—No tienes que contármelo.
—No... no pasa nada. —Inspiró con dificultad—. Mi padre me lo envió metido en una carta, hace dos veranos. El anillo era... En fin, su mayor recuerdo de Atenea. No habría superado su doctorado en Harvard sin ella... Bueno, es una larga historia. En cualquier caso, dijo que quería que lo tuviera. Se disculpó por haber sido un estúpido, dijo que me quería y me echaba de menos. Quería que volviera a casa y viviera con él.
—Eso no suena tan mal.
—Sí, bueno... El problema es que me lo creí. Intenté volver a casa aquel año académico, pero mi madrastra seguía como siempre. No quería que sus hijos corrieran peligro por vivir con un bicho raro. Los monstruos atacaban.
Peleábamos. Los monstruos atacaban. Peleábamos. No llegué a las vacaciones de Navidad. Llamé a Quirón y volví directamente al Campamento Mestizo.
—¿Crees que podrás vivir con tu padre otra vez?
No me miraba a los ojos.
—Por favor. Paso de autoinfligirme daño.
—No deberías desistir —le dije—. Deberías escribirle una carta o algo así.
—Gracias por el consejo —respondió fríamente—, pero mi padre ha escogido con quién quiere vivir.
Guardamos silencio durante unos cuantos kilómetros.
—Así que si los dioses pelean —dije al cabo—, ¿se alinearán del mismo modo que en la guerra de Troya? —Miré a Allegra—. ¿Apolo irá contra Atenea?
Allegra ladeó la cabeza, meditándolo.
—El ego de mi padre es inmenso, no por nada es el sol, para él todo debe girar a su alrededor, y Zeus y Atenea lo han hecho sentir muy mal últimamente, así que sí, no dudo que elegirá a Poseidón si llega el momento, aunque creo que espera no tener que hacerlo y solo restregarles en la cara que "su sangre consiguió" el rayo. —Miró a Annabeth—. Pero Atenea también lo hará.
Annabeth negó con la cabeza.
—No, yo me colé de imprevisto. Le guste a mi madre o no, esta misión es de ustedes dos, así que si lo conseguimos, serán Poseidón y Apolo quienes ganen. Ella ya dejó en claro que no le importo —siseó molesta—. Lo que ella elija hacer, me da igual, yo lucharé con ustedes.
—¿Por qué?
—Porque son mis amigos, sesos de alga. ¿Alguna otra pregunta idiota?
No se me ocurría qué decir. Afortunadamente no tuve que hacerlo. Annabeth se había dormido. Allegra se acomodó mejor y pronto también se quedó dormida, con la cabeza apoyada en mi hombro.
Tuve problemas para seguir su ejemplo, con Grover roncando y un león albino mirándome hambriento, pero al final cerré los ojos.
Desperté con un sobresalto.
Grover me sacudía por el hombro.
—El camión ha parado —dijo—. Creemos que vendrán a ver los animales.
—¡Escóndanse! —susurró Annabeth.
Ella lo tenía fácil. Se puso la gorra de invisibilidad y desapareció. Allegra me tomó de la mano y me arrastró junto con Grover detrás de unos sacos de comida.
Las puertas traseras chirriaron al abrirse. La luz del sol y el calor se colaron dentro.
—¡Qué asco! —rezongó uno de los camioneros mientras sacudía la mano por delante de su fea nariz—. Ojalá transportáramos electrodomésticos. —Subió y echó agua de una jarra en los platos de los animales—. ¿Tienes calor, amigo? —le preguntó al león, y le vació el resto del cubo directamente en la cara.
El león rugió, indignado.
Allegra intentó pararse para gritarle algunas cosas que, seguro le ganaría que mi madre le lavara la boca con jabón, pero alcancé a detenerla a tiempo. La sujeté de la cintura y la tiré hacia atrás, abrazándola con fuerza y con la mano en la boca para que no hiciera ruidos. Ella se removía enojada, pero bastó para que no nos descubrieran.
—Bien, bien, tranquilo —decía el hombre.
A mi lado, bajo los sacos de nabos, Grover se puso tenso. Para ser un herbívoro amante de la paz, parecía bastante mortífero, la verdad.
El camionero le lanzó al antílope una bolsa de Happy Meal aplastada. Le dedicó una sonrisita malévola a la cebra.
—¿Qué tal te va, Rayas? Al menos de ti nos deshacemos en esta parada. ¿Te gustan los espectáculos de magia? Éste te va a encantar. ¡Van a serrarte por la mitad!
La cebra, aterrorizada y con los ojos como platos, me miró fijamente. No emitió sonido alguno, pero la oí decir con nitidez: «Por favor, señor, libérame.» Me quedé demasiado conmocionado para reaccionar.
Se oyeron unos fuertes golpes a un lado del camión.
El camionero gritó:
—¿Qué quieres, Eddie?
—¿Maurice? ¿Qué dices? —gritó una voz desde afuera, sería la de Eddie.
—¿Para qué das golpes?
Toe, toe, toe.
—¿Qué golpes? —volvió a gritar Eddie.
Nuestro tipo, Maurice, puso los ojos en blanco y volvió fuera, maldiciendo a Eddie por ser tan imbécil.
Un segundo más tarde, Annabeth apareció a mi lado. Debía de haber dado los golpes para sacar a Maurice del camión.
—Este negocio de transporte no puede ser legal.
Nos pusimos de pie y solté a Allegra.
—No me digas —contestó Grover. Se detuvo, como si estuviera escuchando—. ¡El león dice que estos tipos son contrabandistas de animales!
«Es verdad», me dijo la voz de la cebra en mi mente.
—¡Tenemos que liberarlos! —dijo Allegra, y tanto ella como Grover y Annabeth se quedaron mirándome, esperando que los dirigiera.
Había oído hablar a la cebra, pero no al león. ¿Por qué? Quizá se debiera a otra disfunción cognitiva... Quizá sólo podía entender a las cebras. Entonces pensé: caballos. ¿Qué había dicho Annabeth sobre que Poseidón había creado los caballos? ¿Se parecía una cebra lo suficiente a un caballo? ¿Por eso era capaz de entenderla?
La cebra dijo: «Ábrame la jaula, señor. Por favor. Después yo me las apañaré por mi cuenta.»
Fuera, Eddie y Maurice aún seguían gritándose, pero sabía que volverían en cualquier momento para atormentar otra vez a los animales. Empuñé la espada y destrocé el cerrojo de la jaula de la cebra. El pobre animal salió corriendo. Se volvió y me hizo una reverencia con la cabeza.
«Gracias, señor.»
Grover levantó las manos y le dijo algo a la cebra en idioma cabra, una especie de bendición.
Justo cuando Maurice volvía a meter la cabeza dentro para ver qué era aquel ruido, la cebra saltó por encima de él y salió a la calle. Se oyeron gritos y bocinas. Nos abalanzamos sobre las puertas del camión a tiempo de ver a la cebra galopar por un ancho bulevar lleno de hoteles, casinos y letreros de neón a cada lado. Acabábamos de soltar una cebra en Las Vegas.
Maurice y Eddie corrieron detrás de ella, y a su vez unos cuantos policías detrás de ellos, que gritaban:
—¡Eh, para eso necesitan un permiso!
—Este sería un buen momento para marcharnos —dijo Annabeth.
—Los otros animales primero —intervino Grover.
Rompí los cerrojos con la espada. Grover levantó las manos y les dedicó la misma bendición caprina que a la cebra.
—Buena suerte —les dije a los animales. El antílope y el león salieron de sus jaulas con ganas y se lanzaron juntos a la calle.
Algunos turistas gritaron. La mayoría sólo se apartaron y sacaron fotos, probablemente convencidos de que era algún espectáculo publicitario de los casinos.
—¿Estarán bien los animales? —le pregunté a Grover—. Quiero decir, con el desierto y tal...
—No te preocupes —me contestó—. Les he puesto un santuario de sátiro.
—¿Qué significa?
—Significa que llegarán a la espesura a salvo —dijo—. Encontrarán agua, comida, sombra, todo lo que necesiten hasta hallar un lugar donde vivir a salvo.
—¿Por qué no nos echas una bendición de ésas a nosotros? —le pregunté.
—Sólo funciona con animales salvajes.
—Así que sólo afectaría a Percy —razonó Annabeth.
—¡Eh! —protesté.
—Es una broma —contestó—. Vamos, salgamos de este camión asqueroso.
Salimos a trompicones a la tarde en el desierto. Debía de haber cuarenta y cinco grados, así que seguramente parecíamos vagabundos refritos, pero todo el mundo estaba demasiado interesado en los animales salvajes para prestarnos atención.
Pasamos junto al Monte Casio y el MGM. Dejamos atrás unas pirámides, un barco pirata y la estatua de la Libertad, una réplica bastante pequeña pero que me provocó la misma añoranza.
No estaba seguro de qué íbamos buscando. Tal vez sólo un lugar donde librarnos del calor por unos instantes, encontrar un sándwich y un vaso de limonada y trazar un nuevo plan para llegar a Los Ángeles. Debimos de girar en el lugar equivocado, porque de repente nos encontramos en un callejón sin salida, delante del Hotel Casino Loto.
La entrada era una enorme flor de neón cuyos pétalos se encendían y parpadeaban. Nadie salía ni entraba, pero las brillantes puertas cromadas estaban abiertas, y del interior emergía un aire acondicionado con aroma de flores: flores de loto, quizá. Jamás las había olido, así que no estaba seguro.
El portero nos sonrió.
—Ey, chicos. Parecen cansados. ¿Quieren entrar y sentarse?
Durante la última semana había aprendido a sospechar. Suponía que cualquiera podía ser un monstruo o un dios. No se podía saber. Pero aquel tipo era normal. Saltaba a la vista. Además, me sentí tan aliviado al oír a alguien que parecía comprensivo que asentí y le dije que nos encantaría entrar. Dentro, echamos un vistazo y Grover exclamó:
—¡Uau!
El recibidor entero era una sala de juegos gigante. Vi a otros chicos jugando, pero no muchos. No había que esperar para ningún juego. Por todas partes se veían camareras y bares que servían todo tipo de comida.
—¡Eh! —dijo un botones. Por lo menos eso me pareció. Llevaba una camisa hawaiana blanca y amarilla con dibujos de lotos, pantalones cortos y chanclas—. Bienvenidos al Casino Loto. Aquí tienen la llave de su habitación.
—Esto, pero...
—No, no —dijo sonriendo—. La cuenta está pagada. No tienen que pagar nada ni dar propinas. Sencillamente suban a la última planta, habitación cuatro mil uno. Si necesitan algo, como más burbujas para la bañera caliente, o platos en el campo de tiro, lo que sea, llamen a recepción. Aquí tienen sus tarjetas LotusCash. Funcionan en los restaurantes y en todos los juegos y atracciones.
Nos entregó a cada uno una tarjeta de crédito verde.
Sabía que tenía que tratarse de un error. Evidentemente pensaba que éramos los hijos de algún millonario. Pero acepté la tarjeta y pregunté:
—¿Cuánto hay aquí?
—¿Qué quiere decir? —inquirió con ceño.
—Quiero decir que... ¿cuánto se puede gastar aquí?
Se rió.
—Ah, estaba bromeando. Bueno, eso es genial. Disfruten de su estancia.
Subimos al ascensor y buscamos nuestra habitación. Era una suite con cuatro dormitorios separados y un bar lleno de caramelos, refrescos y patatas. Línea directa con el servicio de habitaciones. Toallas mullidas, camas de agua y almohadas de plumas. Una gran pantalla de televisión por satélite e internet de alta velocidad. En el balcón había otra bañera de agua caliente y, como había dicho el botones, una máquina para disparar platos y una escopeta, así que se podían lanzar palomas de arcilla por encima del horizonte de Las Vegas y llenarlas de plomo.
Yo no creía que aquello fuera legal, pero desde luego impresionaba.
La vista de la Franja, la calle principal de la ciudad, y el desierto era alucinante, aunque dudaba que tuviera tiempo para admirar la vista con una habitación como aquélla.
—¡Madre mía! —exclamó Annabeth—. Este sitio es...
—Genial —concluyó Grover—. Absolutamente genial.
—Genial es poco —dijo Allegra.
Había ropa en el armario, de mi talla. Puse cara de extrañeza. Tiré la mochila de Ares a la basura. Ya no iba a necesitarla. Cuando nos marcháramos, podría apuntar otra a mi cuenta en la tienda del hotel.
Me di una ducha, que me sentó fenomenal tras una semana de viaje mugriento. Me cambié de ropa, comí una bolsa de patatas, bebí tres Coca-Colas y acabé sintiéndome mejor que en mucho tiempo. En el fondo de mi mente, algún problemita seguía incordiándome.
Habría tenido un sueño o algo... tenía que hablar con mis amigos. Pero estaba seguro de que podía esperar.
Salí de la habitación y descubrí que Annabeth y Grover también se habían duchado y cambiado de ropa. Grover comía patatas con fruición, mientras Annabeth encendía el canal del National Geographic.
—Con todos los canales que hay —le dije—, y tú pones el National Geographic. ¿Estás loca?
—Emiten programas interesantes.
—Me siento bien —comentó Grover—. Me encanta este sitio.
Sin que reparara siquiera en ello, las alas de sus zapatillas se desplegaron y por un momento lo levantaron treinta centímetros del suelo.
En eso la puerta de la otra habitación se abrió y Allegra salió secándose el cabello dorado con una toalla. Se había cambiado la ropa por unos jeans que le quedaban algo grandes y estaban rotos, y una camiseta gris con el logo de una banda. Se veía relajada, y muy bonita.
—¿Y ahora qué? —preguntó Annabeth—. ¿Dormimos?
Grover y yo nos miramos y sonreímos. Ambos levantamos nuestras tarjetas de plástico verde LotusCash.
—Hora de jugar —dije.
—Yo buscaré primero la lavandería, mi chaqueta necesita un buen lavado —dijo tomando su bolso y sacando su chaqueta de fútbol—. Más tarde los alcanzo.
No recordaba la última vez que me lo había pasado tan bien. Venía de una familia relativamente pobre. Nuestra idea de derroche era salir a comer a un Burger King y alquilar un vídeo. ¿Un hotel de Las Vegas de cinco estrellas? Ni hablar.
Hice puenting en el recibidor cinco o seis veces, bajé por el tobogán, practiqué snowboard en la ladera de nieve artificial y jugué a un juego de realidad virtual con pistolas láser y a otro de tiro al blanco del FBI. Vi a Grover unas cuantas veces, pasando de juego en juego. Le encantó el cazador cazado: donde el ciervo sale a disparar a los sureños.
Vi a Annabeth jugar a juegos de trivial y otras cosas para cerebritos. Tenían un juego enorme de simulación en 3D en el que construías tu propia ciudad y, de hecho, veías los edificios holográficos levantarse en el tablero. A mí no me pareció gran cosa, pero a ella le encantó.
Vi a Allegra en la sala de arte, pintando y aprendiendo a hacer cerámica. Hizo una bonita jarra. Le quedó deforme. También la vi más tarde en el campo de tiro con arco, le dio a todas las dianas y ganó un premio.
No sé en qué momento me di cuenta de que algo iba mal.
Probablemente fue cuando reparé en el chico que tenía a mi lado en el tiro al blanco de realidad virtual. Tendría unos trece años, pero llevaba ropa muy rara. Pensé que sería hijo de algún imitador de Elvis. Vestía vaqueros de campana y una camiseta roja con estampado de tubos negros, y llevaba el pelo repeinado con gomina como un chico de Nueva Jersey en la fiesta de principio de curso.
Jugamos una partida juntos y dijo:
—Cómo enrolla, hombre. Llevo aquí dos semanas y los juegos no dejan de mejorar.
«¿Cómo enrolla?»
Más tarde, mientras hablábamos, dije que algo "desentonaba" y me miró sorprendido, como si nunca hubiera oído la palabra. Se llamaba Darrin, pero en cuanto empecé a hacerle preguntas, se aburrió de mí y regresó a la pantalla.
—Eh, Darrin.
—¿Qué?
—¿En qué año estamos? —le pregunté.
Puso ceño.
—¿En el juego?
—No. En la vida real.
Tuvo que pararse a pensarlo.
—En 1977.
—No —dije, y empecé a preocuparme—. En serio.
—Oye, hombre, me das malas vibraciones. Tengo una partida que atender.
Después de eso, me ignoró por completo.
Empecé a hablar con los demás, y descubrí que no era fácil. Estaban pegados a la pantalla del televisor, o al videojuego, o a su comida, o a lo que fuera. Encontré un tipo que me dijo que estábamos en 1985; otro, que en 1993. Todos aseguraban que no llevaban demasiado tiempo, sólo unos días, como mucho unas semanas. En realidad ni lo sabían ni les importaba.
Entonces se me pasó por la cabeza: ¿cuánto tiempo llevaba yo allí? Parecía sólo un par de horas, pero ¿cuánto había sido? Intenté recordar por qué estábamos allí. íbamos a Los Ángeles. Teníamos que encontrar la entrada del inframundo. Mi madre... Por un horrible instante me costó recordar su nombre.
Sally. Sally Jackson. Tenía que dar con ella. Tenía que evitar que Hades causara la Tercera Guerra Mundial.
Encontré a Annabeth aún construyendo su ciudad.
—Vamos. Nos marchamos. —No hubo respuesta. La sacudí por los hombros—. ¿Annabeth? —Pareció molestarse.
—¿Qué?
—Tenemos que irnos.
—¿Irnos? ¿De qué estás hablando? Si acabo de construir las torres...
—Este sitio es una trampa.
No respondió hasta que volví a sacudirla.
—¿Qué pasa?
—Escucha. Tenemos una misión, ¿recuerdas?
—Oh, Percy, sólo unos minutos más.
—Annabeth, aquí hay gente desde mil novecientos setenta y siete. Niños que no han crecido más. Te inscribes y te quedas para siempre.
—¿Y qué? —replicó—. ¿Te imaginas un lugar mejor?
La agarré de la muñeca y la aparté del juego.
—¡Eh! —me gritó, e intentó pegarme, pero nadie se molestó siquiera en mirarnos. Estaban demasiado absortos.
La obligué a mirarme a los ojos.
—Arañas. Enormes arañas peludas.
Eso la estremeció y le aclaró la mirada.
—Oh, santo Olimpo —musitó—. ¿Cuánto tiempo llevamos...?
—No lo sé, pero tenemos que encontrar a Grover y Allegra.
Tras buscar un buen rato, lo vimos jugando al cazador cazado virtual.
—¡Grover! —llamamos.
—¡Muere, humano! ¡Muere, asquerosa y contaminante persona!
—¡Grover!
Se volvió con la pistola de plástico y siguió apretando el gatillo, como si sólo fuera otra imagen en la pantalla.
Miré a Annabeth, y entre los dos lo agarramos por los brazos y lo apartamos.
Sus zapatos voladores desplegaron las alas y empezaron a tirar de sus piernas en la otra dirección mientras gritaba:
—¡No! ¡Acabo de pasar otro nivel! ¡No!
Tardamos al menos quince minutos en encontrar a Allegra. Fue bastante difícil porque se había colado en una boda. Ahí, las luces de neón se sentían más potentes y la música vibrante parecía retumbar directamente en el pecho.
Alcanzamos a ver su silueta tambaleante sobre una mesa. Estaba bailando con un gorro de cotillón que le tapaba media cara, collares de neón y luces en las manos.
Annabeth chasqueó la lengua y cruzó los brazos.
—Por alguna razón no me sorprende.
Grover hizo un movimiento hacia adelante, pero lo detuve haciendo que Annabeth lo mantuviera quieto.
—No dejes que se vaya, lo último que necesitamos es perder más tiempo aquí.
Ella asintió. Suspiré, tratando de no tropezar con los adornos caídos mientras me acercaba a la mesa. Allegra estaba cantando –o más bien gritando– una canción que no reconocía, su voz resonando por todo el salón. La gente aplaudía como si fuera el espectáculo del siglo, pero no podía decidir si estaban tan atrapados por el encanto del casino como ella o si simplemente disfrutaban del caos.
—Allegra. —Llamé, pero mi voz se perdió entre la música y el ruido. Me acerqué un poco más, levantando las manos en un intento de llamar su atención—. ¡Allegra, tenemos que irnos!
Ella giró sobre un pie, tambaleándose peligrosamente cerca del borde de la mesa, y levantó el brazo hacia mí.
—¡Percy! —gritó, con una enorme sonrisa en el rostro—. ¡Ven, sube a bailar conmigo!
—No, bájate de ahí antes de que te caigas. Tenemos que irnos —dije tratando de agarrarle la mano.
Pero ella negó con la cabeza.
—¿Irnos? No. No. No. Por fin conseguí que los gringos pusieran a Rodrigo. No me voy a ir. Anda, ven a bailar conmigo.
En ese momento cambió la canción. Ella sonrió, podía ver su brillante sonrisa incluso entre la oscuridad y las luces incandescente. Saltó de repente y me tomó de las manos haciendo que ambos giráramos, se me tropezaron los pies, pero ella me arrastraba bailando bonito. Yo parecía un muñeco de trapo.
—Puse un aviso en el diario La Voz para tener una cita. Con alguien que tuviera ganas de amar hasta con la luz prendida. Busco un amor clasificado en el diario, que para amar no tenga días ni horarios. Busco un amor, amor que nunca encontré, pero lo sigo buscando.
Una parte en mi interior, muy grande, quería quedarme allí bailando con ella. Pero si no salíamos ahora. Nos quedaríamos para siempre.
«¿Tan malo sería?» pensé deseando seguir viéndola bailar, sonrojada y con mechones de cabello pegados al rostro, feliz mientras cantaba aquella canción.
Pero sí, sería muy malo.
Así que me forcé a agarrarla como pude de la cintura, casi como una bolsa de papa en mi hombro.
—Ya cinco días han pasado y ya sigue el teléfono callado. Compre camisa, pantalón de vestir y hasta lustre los zapatos. Sonó el teléfono y salté de la cama. Alguien dijo “hola” y nadie me contestaba. Y una voz dijo “corte de servicio, debe 20 llamadas”.
Salimos del salón mientras seguía cantando. La bajé cuando vi que estaba más calmada. Casi llegando al vestíbulo, el botones del Loto se acercó presuroso.
—Bueno, bueno, ¿están listos para las tarjetas platino?
—Nos vamos —le dije.
—Qué lástima —repuso él, y me dio la sensación de que era sincero, como si nuestra partida le doliese en el alma—. Acabamos de abrir una sala nueva entera, llena de juegos para los poseedores de la tarjeta platino.
Nos mostró las tarjetas. Sabía que si aceptaba una, jamás me iría. Me quedaría allí, feliz para siempre, jugando para siempre, y pronto olvidaría a mi madre, mi misión e incluso mi propio nombre. Jugaría al francotirador virtual con Darrin el Enrollado por los siglos de los siglos.
Grover tendió un brazo hacia la tarjeta, pero Annabeth le pegó un tirón y la rechazó.
—No, gracias.
Caminamos hacia la puerta y, a medida que nos acercábamos, el olor a comida y los sonidos de los videojuegos parecían más atractivos. Pensé en nuestra habitación del piso de arriba. Podíamos quedarnos sólo por esa noche, dormir en una cama cómoda y mullida por una vez...
Salimos a toda prisa del Casino Loto y corrimos por la acera. Era por la tarde, aproximadamente la misma hora del día que habíamos entrado en el casino, pero algo no cuadraba. El clima había cambiado por completo. Había tormenta y el desierto rielaba por el calor.
Llevaba la mochila que me había dado Ares colgada del hombro, cosa rara, pues estaba seguro de que la había desechado en la habitación 4001, pero de momento tenía otros problemas de que preocuparme.
Fui hasta el quiosco más cercano, miré la fecha de un periódico. Gracias a los dioses, seguía siendo el mismo año en que habíamos entrado. Después reparé en la fecha: 20 de junio. Habíamos pasado cinco días en el Casino Loto.
Sólo nos quedaba un día para el solsticio de verano. Un día para llevar a buen puerto nuestra misión.
Percy puteando como argentino me da años de vida.
Ahora tengo un headcanon, Rodrigo era hijo de Apolo y se inspiró en la suerte en el amor que tiene su padre para escribir Amor Clasificado. XD
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