━━𝐓𝐡𝐫𝐞𝐞
❛❛El nuevo es material de Campeones❜❜
𝐀𝐋𝐋𝐄𝐆𝐑𝐀
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A ANNABETH SE LE HABÍA METIDO EL DIABLO.
No me explico otra razón para que anduviera como loca balbuceando: “es él, llegó, es él, tiene que ser él”.
—¿Sabes que así pareces chiflada?
Se giró hacía mí, con los ojos abiertos cual el bicho ese del Señor de los Anillos. Me tomó de los hombros y me sacudió.
—¡¿Acaso no comprendes, Allegra?! —me gritó en la cara—. Es él, mi oportunidad, la que he esperado por años.
—¿Y para eso me tienes que escupir? —cuestioné safando y quitándome las gotitas de saliva con asco.
Annabeth negó con la cabeza.
—Tengo mucho que considerar, muchas cosas a planear —murmuró, miró al cielo donde una tormenta se veía a lo lejos.
—Y yo tengo que dormir la siesta.
Rodó los ojos y se sentó en el porche, no me había dado cuenta que se había traído su libro de arquitectura. Solo se sentó a leer y ya.
Bueno, no tenía nada más que hacer, así que me senté a su lado, ignorando el griterío y amenazas que venían del interior. Uno nunca podía estar seguro con los hijos de Hermes, fijo que te chorean algo. Me sentía agradecida de haber nacido latina, tenía más calle con los ladrones: nunca subas a un transporte público con la mochila en la espalda, evita los asientos cercanos a las puertas, y si alguien te dice “ameo, ¿tene hora?”, rajá de ahí lo más rápido que te puedan las patas.
Me centré en el dibujo que llevaba haciendo dos días. Era Percy, dormido en la enfermería. No me pude resistir a dibujarlo, tenía un algo que lo hacía lucir peligroso y agradable al mismo tiempo. Era un rostro que no se podía no dibujar.
—¿Podrías parar? —cuestionó—. No me puedo concentrar.
—No estoy haciendo nada.
—No dejas de mover los pies —se quejó apuntando al suelo. Sí, había estado moviéndolos tanto que se había empezado a levantar polvo—. Dioses, pareciera que tienes hormigas en el pantalón.
Fruncí el ceño. No era mi culpa tener TDAH, y ella lo sabía. Pero se ponía pesada cuando quería leer algo y se desconcentraba.
—Ah, mira —dijo—. Las chicas nos esperan.
Levanté la vista, Quirón se acercaba caminando con Percy. El chico intentó ver qué estaba haciendo y cerré a lo bruto el cuaderno. Lo último que necesitaba era que Percy viera que lo había dibujado durmiendo.
—Chicas —dijo Quirón—, tengo clase de arco para profesores a mediodía. ¿Se encargan ustedes de Percy?
—Sí, señor.
—Cabaña once —Quirón le señaló la puerta, él no entró, era demasiado baja para que un centauro pasara por ahí—. Estás en tu casa. —Cuando los campistas lo vieron, todos se pusieron en pie y saludaron respetuosamente con una reverencia—. Bueno, así pues… Buena suerte, Percy. Te veo a la hora de la cena.
Y se marchó al galope hacia el campo de tiro.
Percy se quedó en el umbral, mirando al interior de la cabaña.
Me puse de pie, volviendo a poner el lápiz en mi coleta, y guardé el cuaderno en mi morral, lo llevaba a todos lados, era muy útil. Era enorme y le entraba de todo, era uno de los pocos regalos que mi padre me dio.
Me limpié la tierra de los jeans, no sé para qué si de todas maneras estaba hecha un asco por haber estado jugando a la pelota con los niños de la cinco. Annabeth me imitó y se metió rápidamente a la cabaña sin esperarnos.
—¿Y bien? Vamos. —Se apresuró a seguirnos, tropezando al entrar. Algunos se rieron, pero nadie dijo nada.
Yo nunca tuve que quedarme aquí, siempre supe que Apolo era mi viejo, mi mamá se encargó de repetirlo uno y otra vez sin parar, era su más grande logro.
“No cualquier mujer seduce a un dios” decía.
Si supiera la cantidad de personas que habían dormido con Apolo. Él no era, digamos…muy exquisito a la hora de elegir amantes.
¿Eres sexy? Me gustas. ¿Tienes alguno de mis talentos? Uff me matas. ¿Respiras y no eres una planta? ¡Te amo!
«Si no aprende a usar forro, le vamos a coser la pija con alambre».
La parte buena, era que desde el primer día había dormido en la cabaña siete, mejor para mí, porque la once era un asco. Olía mal, tenía sacos de dormir por todo el suelo, parecía más un gimnasio donde la Cruz Roja hubiera montado un centro de evacuación y siempre intentaban robarte.
—Percy Jackson, te presento a la cabaña once —lo presenté.
—¿Normal o por determinar? —preguntó alguien.
—Por determinar. —Todo el mundo se quejó.
Luke contuvo la risa, se acercó a nosotros con una sonrisa.
—Bueno, campistas. Para eso estamos aquí. Bienvenido, Percy, puedes quedarte con ese hueco en el suelo, a ese lado.
—Éste es Luke —dijo Annabeth, y como siempre le pasaba cuando Luke estaba cerca, su voz sonó más dulce. La miré por el rabillo del ojo, estaba levemente sonrojada—. Es tu consejero por el momento.
—¿Por el momento?
—Eres un por determinar —aclaró Luke—. Aún no saben en qué cabaña ponerte, así que de momento estás aquí. La cabaña once acoge a los recién llegados, todos visitantes, evidentemente. Hermes, nuestro patrón, es el dios de los viajeros.
—Y el dios del ganado, mensajeros y más importante, los ladrones. Tenlo en cuenta, que sino luego te meten las manos en los bolsillos y lo que sea que te saquen, no lo ves más.
Luke me miró mal.
—Gracias por la fama, Allegra.
—No puedo mentir, alergia a las mentiras, ¿recuerdas? —Me encogí de hombros. Eso era la mas asquerosa mentira de mi vida, solo me gustaba molestar a los demás.
Percy observó la pequeña sección de suelo que le habían otorgado y se aferró con ganas a la caja de zapatos que llevaba consigo. Ni idea de qué tenía ahí, pero era obvio que era importante para él.
—¿Cuánto tiempo voy a estar aquí?
—Buena pregunta —respondió Luke—. Hasta que te determinen.
—¿Cuánto tardará?
Todos rieron.
—¡Cierren el orto, pajeros de mierda, que acá todos están en la misma! —Seguro que ni me entendieron, pero igual se callaron.
Los dioses no eran buenos padres, y la razón de que hubiera tantos campistas apiñados aquí, era por su culpa. Muchos aún seguían esperando ser reconocidos, otros ya lo habían sido, pero eran hijos de dioses menores, “no importantes” para los doce Olímpicos, así que ninguno tenía cabaña.
Reírse por preguntar algo así, cuando todos alguna vez se habían preguntado lo mismo, era estúpido.
—Vamos —le dije tomándolo del brazo y arrastrándolo fuera—. Te enseñaré la cancha de voleibol.
—Ya la he visto.
—Vamos.
—Jackson, tienes que esforzarte más —dijo Annabeth cuando nos detuvimos algo lejos de la cabaña.
—¿Qué?
Puso los ojos en blanco y murmuró entre dientes:
—¿Cómo pude creer que eras el elegido?
—Pero ¿qué te pasa? —Se notaba que Percy empezaba a enfadarse, y la verdad, yo también—. Lo único que sé es que he matado a un toro…
—¡No hables así! —me increpó Annabeth—. ¿Sabes cuántos chicos en este campamento desearían haber gozado de la oportunidad que tú tuviste?
—¡Oye! —Annabeth me miró asombrada ante mi grito—. No todos aquí quieren irse de cabeza a una muerte segura, que tú estés desesperada por probarte no significa que todos quieran, y es increíblemente insensible que no estés ni siquiera teniendo en cuenta las circunstancias de lo que le pasó a Percy.
Annabeth se puso rojísima. No sabía si de vergüenza o de furia.
—Para eso entrenamos —masculló entre dientes.
—No, entrenamos para no morir.
Percy se interpuso entre ambas, mirando a Annabeth con seriedad.
—Mira, si la cosa con que me enfrenté era realmente el Minotauro, el mismo del mito…
—Pues claro que lo era.
—Pero sólo ha habido uno, ¿verdad?
—Sí.
—Y murió hace un montón de años, ¿no? Lo mató Teseo en el laberinto. Así que…
—Los monstruos no mueren, Percy —expliqué. Me daba la impresión de que ella estaba por golpearlo con su libro—. Pueden matarse, pero no mueren.
—Hombre, gracias. Eso lo aclara todo.
—No tienen alma, como tú o como yo. Puedes deshacerte de ellos durante un tiempo, tal vez durante toda una vida, si tienes suerte. Pero son fuerzas primarias. Quirón los llama “arquetipos”. Al final siempre vuelven a reconstruirse.
—¿Quieres decir que si mato a uno, accidentalmente, con una espada…?
—Esa Fur… quiero decir, tu profesora de matemáticas. Bien, pues ella sigue ahí fuera. Lo único que has hecho es enojarla muchísimo.
—¿Cómo sabes de la señora Dodds?
—Hablas en sueños —respondí encogiéndome de hombros.
—Casi la llamas algo. ¿Una Furia? Son las torturadoras de Hades, ¿no?
Annabeth y yo miramos nerviosas al suelo.
—No deberías llamarlas por su nombre, ni siquiera aquí —recomendó ella—. Cuando tenemos que mencionarlas las llamamos “las Benévolas”.
—Oye, ¿hay algo que podamos decir sin que se ponga a tronar? ¿Y por qué tengo que meterme en la cabaña once? ¿Por qué están todos tan apiñados? Está lleno de literas vacías en los otros sitios. —Señaló las primeras cabañas.
Annabeth se puso pálida y yo cerré los ojos, haciendo una mueca, por la imprudencia constante que Percy estaba resultando ser. Me comenzaba a replantear hablarle, si siempre iba a ser así de bocón, se iba a meter en una infinidad de problemas y es lo que yo menos quería.
—No se elige la cabaña, Percy. Depende de quiénes son tus padres. O… tu progenitor.
—Mi madre es Sally Jackson —respondí—. Trabaja en la tienda de caramelos de la estación Grand Central. Bueno, trabajaba.
—Siento lo de tu madre, Percy, pero no nos referíamos a eso. Estamos hablando de tu otro progenitor. Tu padre.
—Está muerto. No lo conocí.
Annabeth suspiró. Ella ya había tenido esta conversación con varios.
Yo evitaba hacerlo desde que una de la cinco me golpeó porque pensó que me estaba burlando de ella.
—Tu padre no está muerto, Percy.
—¿Cómo puedes decir eso? ¿Lo conoces?
—No, claro que no.
—¿Entonces cómo puedes decir…?
—Porque te conozco a ti. Y no estarías aquí si no fueras uno de los nuestros.
—No conoces nada de mí.
—¿No? —dije enarcando una ceja—. Seguro que no has parado de ir de escuela en escuela. Seguro que te echaron de la mayoría.
—¿Cómo…?
—Te diagnosticaron dislexia, quizá también THDA.
—¿Y eso qué importa ahora?
—Todo junto es casi una señal clara —expliqué cruzándome de brazos—. Las letras flotan en la página cuando las lees, ¿verdad? Eso es porque tu mente está preparada para el griego antiguo. Y el THDA, eres impulsivo, no puedes estarte quieto en clase, eso son tus reflejos para la batalla. En una lucha real te mantendrían vivo. Y en cuanto a los problemas de atención, se debe a que ves demasiado, Percy, no demasiado poco. Tus sentidos son más agudos que los de un mortal corriente. Por supuesto, los médicos quieren medicarte. La mayoría son monstruos. No quieren que los veas por lo que son.
—Hablas como… como si hubieras pasado por la misma experiencia.
—La mayoría de los chicos que están aquí lo han hecho —dijo Annabeth abriendo los brazos, abarcando a todo el campamento—. Si no fueras como nosotros no habrías sobrevivido al Minotauro, mucho menos a la ambrosía y el néctar.
—¿Ambrosía y néctar?
—La comida y la bebida que te dimos para que te recuperaras. Eso habría matado a un chico normal. Le habría convertido la sangre en fuego y los huesos en arena, y ahora estarías muerto. Asúmelo. Eres un mestizo.
Se quedó en silencio, pensativo. Me imaginé que debía ser muy difícil para él, nunca era lo mismo cuando nuestros padres eran abiertamente francos con la verdad a cuando elegían mantener el secreto o cuando ni siquiera sabían con quién habían tenido un hijo.
Entonces una voz hosca exclamó:
—¡Pero bueno! ¡Un novato!
—La concha de la lora…
Me giré para ver a Clarisse La Rue, la capitana de la cabaña cinco avanzar hacia nosotros con paso lento y decidido. Tres de sus hermanas la seguían.
—Clarisse —Suspiró Annabeth—. ¿Por qué no te largas a pulir la lanza o algo así?
—Fijo, señorita Princesa —repuso la hija de Ares—. Para atravesarte con ella el viernes por la noche.
—¿Y si mejor te atravesamos a tí? —gruñí encarándola.
—Quítate del camino, solecito —espetó empujándome tan fuerte que me doblé la muñeca al caer al suelo.
—¡Ay, la puta que te parió, Clarisse!
Percy se adelantó a ayudarme a ponerme de pie, sosteniendo mi mano dolorida con cuidado.
—Las vamos a pulverizar —respondió Clarisse, pero le tembló un párpado. Quizá no estaba segura de poder cumplir su amenaza. Se centró en Percy—. ¿Quién es este alfeñique?
—Percy Jackson —dijo Annabeth—. Ésta es Clarisse, hija de Ares.
—¿El dios de la guerra? —cuestionó él dándole una mirada de muerte.
Clarisse replicó con desdén:
—¿Algún problema?
—No. Eso explica el mal olor.
Clarisse gruñó.
—Tenemos una ceremonia de iniciación para los novatos, Prissy.
—Percy.
—Lo que sea. Ven, que te la enseño.
—Clarisse…
Me volvió a apartar con fuerza lejos de Percy, intenté acercarme para ayudarlo, pero él negó con la cabeza, me entregó su caja de cartón y la enfrentó con la frente en alto. Miró a Clarisse con una furia casi asesina que me estremeció por completo.
Tenía que reconocerlo, Percy era bocón y suicida, pero valiente.
Se paró firme, esperando lo que sea que Clarisse fuera a hacerle, pero antes de que pudiera siquiera reaccionar a tiempo, ella ya lo había agarrado por el cuello y lo arrastraba hacia el baño de chicas.
Annabeth y yo corrimos detrás de ellos, observando como Percy lanzaba puñetazos y patadas. Me daba la impresión que era de esos chicos que ya se había peleado antes, pero Clarisse tenía manos de hierro. Lo sabía por experiencia propia.
Las hermanas de Clarisse reían a todo pulmón, mientras ella lo agarraba del cabello con fuerza.
—Sí, hombre, seguro que es material de los Tres Grandes —dijo, empujándolo hacia un váter—. Seguro que el Minotauro se murió de la risa al ver la pinta de este bobo.
Apreté la caja contra mi pecho y me mordí el labio, la sensación de desesperación que estaba sintiendo, no me gustaba nada no poder ayudar, pero él había sido claro en su mirada. Quería hacerlo solo. Annabeth estaba a mi lado, tapándose la cara, pero mirando entre los dedos.
Clarisse lo puso de rodillas y empezó a empujarle la cabeza hacia la taza, pero él luchaba por mantener la cabeza erguida.
Y entonces ocurrió algo. Oí las tuberías rugir y estremecerse. Clarisse le soltó el pelo. Un chorro de agua salió disparado del váter y describió un arco perfecto por encima de la cabeza de Percy, que cayó de espaldas y se giró justo a tiempo para ver como el agua de la taza le daba a Clarisse en plena cara y con tanta fuerza que la tumbó de culo. El chorro de agua la acosaba como si fuera una manguera antiincendios, empujándola hacia una cabina de ducha.
«Ah la hizo boleta» pensé boquiabierta. «Esto es buenísimo. Imaginate ser mortal y perderte esto».
Ella se resistía dando manotazos y chillando, y sus hermanas empezaron a acercarse. Pero entonces los otros váteres explotaron también y seis chorros más de agua las hicieron retroceder de golpe. Un chorro enorme cayó sobre Annabeth y yo, el impacto del agua fue como un golpe repentino que me dejó sin aliento. Grité sorprendida mientras mi cuerpo era empujado hacia atrás, mis pies resbalando sobre el suelo mojado. El agua fría se estrellaba contra mi piel, empapándome de arriba abajo en cuestión de segundos.
Traté de levantarme, pero cada vez que intentaba ponerme de pie, otro chorro de agua me golpeaba con fuerza, haciéndome caer de nuevo al suelo.
Y tan pronto como todo empezó, igual de rápido terminó. Las chicas habían sido expulsadas por el agua hacia afuera, Annabeth y yo estábamos en el suelo, mojadas de pies a cabeza.
Levanté la mirada hacia Percy, sintiéndome aturdida y confundida. Él estaba parado en el único lugar seco del baño. Había un círculo de suelo seco en torno a él, y no tenía ni una gota de agua sobre la ropa. Nada.
—¿Cómo has…? —preguntó Annabeth.
—No lo sé —respondió, poniéndose de pie.
Me extendió la mano, y lo agradecí, porque me temblaban demasiado las piernas.
Salimos fuera. Clarisse y sus hermanas estaban tendidas en el barro, y un puñado de campistas se había reunido alrededor para mirarlas estupefactos. Clarisse tenía el pelo aplastado en la cara. Su chaqueta de camuflaje estaba empapada y ella olía a alcantarilla.
Nosotras también, pero a ellas les había dado más fuerte.
Le dedicó a Percy una mirada de odio absoluto.
—Estás muerto, chico nuevo. Totalmente muerto.
Debería haberlo dejado estar, pero no, Percy no se podía quedar callado.
—¿Tienes ganas de volver a hacer gárgaras con agua del váter, Clarisse? Cierra el pico.
Sus hermanas tuvieron que contenerla. Luego la arrastraron hacia la cabaña cinco, mientras los otros campistas se apartaban para no recibir una patada de sus pies voladores.
Annabeth y yo nos miramos, teniendo el mismo pensamiento.
—¿Qué? —preguntó Percy—. ¿Qué están pensando?
—Estamos pensando que te queremos en nuestro equipo para capturar la bandera —dijo ella.
—Definitivamente te queremos en el equipo —agregué con una sonrisa enorme—. Eres material de campeones, Percy.
La historia del incidente en el baño se extendió de inmediato. Dondequiera que íbamos, los campistas señalaban a Percy y murmuraban algo sobre el episodio. O puede que sólo nos miraran a Annabeth y a mí, que seguíamos bastante mojadas.
Le enseñamos unos cuantos sitios más: el taller de metal, donde forjamos nuestras propias espadas, el taller de artes y oficios, donde los sátiros pulían una estatua de mármol gigante del dios Pan, el rocódromo, que en realidad consistía en dos muros enfrentados que se sacudían violentamente, arrojaban piedras, despedían lava y chocaban uno contra otro si no llegabas arriba con la suficiente celeridad.
Por último, regresamos al lago de las canoas, donde un sendero conducía de vuelta a las cabañas.
—Bueno y eso es todo. La cena es a las siete y media. Solo tienes que seguir desde tu cabaña hasta el comedor. ¿Alguna duda?
—Si tienes alguna, preguntale a Allegra. Yo tengo que entrenar —dijo Annabeth, y sin dar tiempo a nada más, se alejó a grandes zancadas, dejándonos solos.
—Lamento lo ocurrido en el baño —expresó Percy.
Levanté la mano, deteniéndolo.
—No importa.
—No ha sido culpa mía.
Lo miré con escepticismo. Había provocado que el agua saliera disparada desde todos los grifos.
—Tienes que hablar con el Oráculo.
—¿Con quién?
—No con quién, sino con qué. El Oráculo —respondí apuntando hacia el altillo de la Casa Grande—. Se lo pediré a Quirón.
Percy miró el fondo del lago, como cuando te quedas esperando alguna respuesta. Podía intentar comprender lo difícil que debía ser todo esto para él. Entonces noté cómo parecía aturdido por algo en el lago, miré en la misma dirección y vi dos adolescentes sentadas con las piernas cruzadas en la base del embarcadero, a unos seis metros de profundidad. Llevaban pantalones vaqueros y camisetas verde brillante, y la melena castaña les flotaba suelta por los hombros mientras los pececillos las atravesaban en todas direcciones. Sonrieron y lo saludaron como si fuera un amigo que no veían desde hacía mucho tiempo.
Él les devolvió el saludo.
—No las animes —le dije, frunciendo el ceño—. Las náyades son terribles como novias.
—¿Náyades? —repitió—. Hasta aquí hemos llegado. Quiero volver a casa ahora.
Solté un resoplido. Percy era demasiado terco.
«Le explicas una y mil veces, y no hay caso. Le entra por un oído y le sale por el otro».
—¿Es que no lo captas, Percy? Ya estás en casa. Éste es el único lugar seguro en la tierra para los chicos como nosotros.
—¿Te refieres a chicos con problemas mentales?
—Me refiero a no humanos. O por lo menos no del todo humanos. Medio humanos.
—¿Medio humanos y medio qué?
—Creo que ya lo sabes.
Percy me sostuvo la mirada. Realmente tenía unos ojos preciosos, de un azul tan profundo como el mismo mar, calmos y tempestuosos al mismo tiempo. Un escalofrío me recorrió la columna, y agradecí cuando él apartó la vista primero.
—Dios. Medio dios.
—Sep, tu padre no está muerto, Percy. Es uno de los Olímpicos.
—Eso es… un disparate.
—¿Lo es? —cuestioné—. ¿Qué es lo más habitual en las antiguas historias de los dioses? Iban por ahí enamorándose de humanos y teniendo hijos con ellos, ¿recuerdas? ¿Crees que han cambiado de costumbres en los últimos milenios?
—Pero eso no son más que… —Iba a decir mitos otra vez, estaba segurísima de eso, pero al final solo negó con la cabeza—. Pero si todos los chicos que hay aquí son medio dioses…
—Semidioses —corregí—. Ése es el término oficial. O mestizos, en lenguaje coloquial.
—Entonces ¿quién es tu padre?
—Cabaña siete.
—¿Qué es?
—Apolo, dios de las artes, del tiro con arco, la luz, el sol, la medicina, las enfermedades, las plagas, las profecías, la razón, la verdad, la belleza masculina, la juventud y un sin fin más de cosas —respondí con una sonrisa burlona—. Se tomó en serio el dicho de Barbie, “sé lo que quieras ser”. Cosa que se le antojaba, cosa que pasaba a su dominio, era el niño consentido de Zeus.
Percy me observó con la boca abierta, y al final preguntó:
—¿Y mi padre?
—Por determinar, como te he dicho antes. Nadie lo sabe.
—Excepto mi madre. Ella lo sabía.
—Puede que no, Percy. Los dioses no siempre revelan sus identidades.
—Mi padre lo habría hecho. La quería.
No quería desilucionarlo, pero a veces, también era al revés, los dioses revelaban sus identidades y no siempre se quedaban. Apolo era la prueba.
—Puede que tengas razón —dije en su lugar. Ya el tiempo diría cómo fueron las cosas—. Puede que envíe una señal. Es la única manera de saberlo seguro: tu padre tiene que enviarte una señal reclamándote como hijo. A veces ocurre.
—¿Quieres decir que a veces no?
Me apoyé en la barandilla del embarcadero.
—Los dioses están ocupados. Tienen un montón de hijos y no siempre…Bueno, a veces no les importamos, Percy. Nos ignoran.
Percy resopló, frustrado.
—Así que estoy atrapado aquí, ¿verdad? ¿Para el resto de mi vida?
—Depende. Algunos campistas se quedan sólo durante el verano. Si eres hijo de Afrodita o Deméter, probablemente no seas una fuerza realmente poderosa. Los monstruos podrían ignorarte, y en ese caso te las arreglarías con unos meses de entrenamiento estival y vivirías en el mundo mortal el resto del año. Pero para algunos de nosotros es demasiado peligroso marcharse. Somos anuales. En el mundo mortal atraemos monstruos; nos presienten, se acercan para desafiarnos. En la mayoría de los casos nos ignoran hasta que somos lo bastante mayores para crear problemas, ya sabes, a partir de los diez u once años. Pero después de esa edad, la mayoría de los semidioses vienen aquí si no quieren acabar muertos. Algunos consiguen sobrevivir en el mundo exterior y se convierten en famosos, creeme, muchos de los hijos de Apolo son figuras famosas en la música. Algunos ni siquiera saben que son semidioses. Pero, en fin, son muy pocos.
—¿Así que los monstruos no pueden entrar aquí?
Bueno, era un avance. Al menos ya estaba empezando a escuchar.
Negué con la cabeza.
—No a menos que se los utilice intencionadamente para surtir los bosques o sean invocados por alguien de dentro.
—¿Por qué querrían invocar a un monstruo?
—Para combates de entrenamiento. Para hacer chistes prácticos.
—¿Chistes prácticos?
—Lo importante es que los límites están sellados para mantener fuera a los mortales y los monstruos. Desde fuera, los mortales miran el valle y no ven nada raro, sólo una granja de fresas.
—¿Así que tú eres anual?
—Más o menos —respondí haciendo una mueca. Dependía de cómo estuviera el humor de mi madre cada inicio de año. Por el cuello de la camiseta saqué mi collar, era de cuero con cuatro cuentas de arcilla de distintos colores—. Vine dos veranos seguidos desde los ocho años, pero desde hace dos que soy anual. Cada agosto, el último día de la sesión estival, te otorgan una cuenta por sobrevivir un año más —agregué guardando mi collar bajo la camiseta.
—¿Por qué cambiaste de opinión?
—Es más fácil, mi mamá es de Argentina, ¿tienes idea de lo incómodo y peligroso que es hacer cada verano el viaje hasta aquí? No, decidí quedarme permanentemente.
Era parte de la verdad, era un dolor de ovarios viajar desde tan lejos.
—Bueno, y… ¿podría marcharme de aquí si quisiera?
—Sería un suicidio, pero podrías, con el permiso del señor D o de Quirón. Por supuesto, no dan ningún permiso hasta el final del verano a menos que…
—¿A menos qué?
—Que te asignen una misión. Pero eso casi nunca ocurre. La última vez… —Dejé la frase a medias. La última vez no había ido bien.
Imagino que se dio cuenta porque decidió cambiar de tema.
—En la enfermería, cuando Annabeth me daba aquella cosa…
—Ambrosía.
—Sí. Me preguntó algo del solsticio de verano.
Me paré más derecha. Annabeth había insistido con ese tema desde que Percy llegó. Esa mañana me seguía intentando convencer de que él sabía algo sobre eso…
—¿Así que sabes algo?
—Bueno… no. En mi antigua escuela oí hablar a Grover y Quirón acerca de ello. Grover mencionó el solsticio de verano. Dijo algo como que no nos quedaba demasiado tiempo para la fecha límite. ¿A qué se refería?
Me pasé las manos por el cabello.
—Ojalá lo supiera. Quirón y los sátiros lo saben, pero no tienen intención de contármelo. Algo va mal en el Olimpo, algo importante. La última vez que estuve allí todo parecía tan normal…
—¿Has estado en el Olimpo?
Mené la cabeza, mirando el agua. El sol comenzaba a ponerse y creaba unos colores preciosos sobre el lago. Sería bonito para pintarlo.
—Algunos de los anuales, Luke, Clarisse, Annabeth, yo y otros, hicimos una excursión durante el solsticio de invierno. Es entonces cuando los dioses celebran su gran consejo anual.
—Pero… ¿cómo llegaste hasta allí?
—En el ferrocarril de Long Island, claro. Bajas en la estación Penn. Edificio Empire State, ascensor especial hasta el piso seiscientos. —Me miró como si estuviera segura de que eso ya tenía que saberlo—. Eres de Nueva York, ¿no?
—Sí, desde luego.
—Justo después de la visita —proseguí—, el tiempo comenzó a cambiar, como si hubiera estallado una trifulca entre los dioses. Desde entonces, Annabeth insiste en que algo ha pasado, hemos estado escuchando a escondidas a los sátiros un par de veces, pero lo máximo que hemos llegado a captar es que han robado algo importante. Y si no lo devuelven antes del solsticio de verano, nos vamos a joder todos. Cuando llegaste, ella esperaba… Quiero decir…piensa que sabrías algo.
—No, lo siento.
Hice una mueca, Annabeth iba a estar decepcionada.
Bueno, tampoco es que podamos hacer mucho ahora. Olí humo de barbacoa que llegaba desde el comedor.
—Pronto será la cena, mejor regresa a la once —dije emprendiendo mi camino hacia las cabañas, él me siguió—. Y disfruta del campamento, prometo que te encantará.
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