❛❛Me tiro de cabeza a una muerte segura❜❜
𝐏𝐄𝐑𝐂𝐘
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ALGUIEN HABÍA DESTROZADO NUESTRA CABINA Y AHORA LA POLICÍA NOS QUERÍA LLEVAR PRESOS.
Por suerte, aún no se daban cuenta que yo era el chico que buscaban. Allegra me había dado un gorro de lana y me subí la capucha, traté de mantener la vista baja y al final del grupo para no llamar la atención.
Esperaba que saliéramos de esto con éxito.
—Tenemos un testigo aquí —dijo el policía, señalando a una mujer al final del pasillo. Era alta, de cabello castaño y vestida de manera elegante. Como una mamá yendo a buscar a sus hijos a la escuela—. Dice que escuchó que rompieron la ventana y luego oyó voces de niños.
—Ay por favor —me quejé.
—Señor... —Empezó a decir Grover.
Allegra dio un paso adelante, apartándonos bruscamente.
—Yo me encargo —susurró acomodándose el cabello como una diva y cruzándose de brazos—. Esa no es prueba suficiente. "Escuchó" "Oyó", ¿pero no vio nada? He visto, al menos, diez familias en el tren con al menos dos o tres niños por cada una. Hemos estado en el vagón-restaurante por quince minutos, y antes de irnos, estaba en perfecto estado. —Señaló hacia adentro con indignación—. ¿Tiene idea de cuánto me costó los pasajes y la cabina? ¿Y cree que nosotros lo destrozaríamos? ¡Es inadmisible! —chilló—. ¿No sabe quién es mi mamá? Va a presentar una queja al Departamento de Policía y a la empresa de ferrocarril. No puede acusarnos de nada sin verdadera evidencia más que un "escuché esto y aquello". ¡Exijo ver las cámaras de seguridad!
—No te conviene usar ese tono, pequeña —dijo el policía con dureza.
—Mi madre se enterará de esto —replicó Allegra en igual tono.
Al policía no le gustó nada y nos llevó a otro vagón para interrogarnos. Cuando el tren parara, quería llevarnos a la comisaría.
—Bien hecho, Allegra —dijo Annabeth molesta.
—Oye, al menos lo intentó —la defendí.
—En cuanto pare el tren, rajamos cada uno para cada lado.
Annabeth rodó los ojos.
—¿Estamos haciendo tiempo hasta descubrir que es un hombre lobo o algo así? —pregunté.
—"El tren llegará a la estación de St. Louis en diez minutos." —dijo el altoparlante.
Annabeth miró al policía por encima del hombro y frunció el ceño.
—Él no es un monstruo.
—A veces es difícil de saber —explicó Grover.
—Pues si no es un monstruo, ¿qué está pasando? —cuestioné—. ¿Por qué alguien destrozaría la cabina?
—En todos lados hay inadaptados —dijo Allegra—, pero creo que estaban buscando algo.
—No tenemos nada.
—Las personas que creen que le robaste el rayo maestro a Zeus no están de acuerdo —respondió Annabeth entre dientes.
—Cierto.
—Bueno, no van a encontrar algo que no tenemos.
—Como sea, no vamos a pasar el día siendo interrogados en Saint Louis por la policía —dijo Allegra pellizcándose las uñas. Una de ellas comenzó a sangrar—. Tenemos que librarnos de ellos antes de que nos atrasen.
Puse mi mano sobre la suya, sobresaltándola. Me miró con sus bonitos ojos azules y luego a nuestras manos.
Un carraspeo nos llamó la atención, la señora que nos había acusado, se había acercado a nosotros.
—¿Puedo sentarme aquí? —preguntó dándonos una sonrisa entre apenada y amigable. Claro que no servía de mucho con la policía detrás de ella vigilando que no le fuéramos a hacer nada.
No esperó ni una respuesta de nosotros, dejó su bolso en la mesa de enfrente y se sentó.
—Pobres niños. Sus padres no están aquí, ¿o sí? —insistió. El sonido de un cachorro salió de su bolso y ella se giró hacia él con tono meloso—. ¿No es verdad, preciosa? Los niños se asustan cuando están solos, ¿no?
Los cuatro miramos el bolso con desconfianza.
—Está bien. —La señora volvió toda su atención a nosotros—. Yo soy mamá. Seguro tienen mucho miedo. Disculpe —le habló a la policía—. ¿Le importaría darnos un poco de espacio? Creo que los pone nerviosos —agergó, dándole unas palmaditas en el brazo a Annabeth.
La oficial asintió, no muy conforme y se marchó.
Ella nos sonrió de una manera que no podía ser natural. Nadie tiene una sonrisa así. Me puso los vellos de punta.
—Quiero decirles, que no creo que ustedes provocaron el alboroto de allá. —Fruncí el ceño. ¿Entonces por qué nos hacía perder el tiempo?—. Sólo quería estar un momento a solas con ustedes. Hay algunas cosas que necesito que entiendan...
—Tiene algo en el saco —comentó Grover, interrumpiéndola. La mujer ladeó la cabeza, perdiendo poco a poco su sonrisa—. Parecen...cristales.
Los cuatro miramos su chaqueta.
Allegra se inclinó sobre la mesa, entrecerrado los ojos.
—No rompieron la ventana del interior de nuestra cabina —dijo con una voz tan baja como el siseo de una serpiente—. Alguien la rompió desde afuera.
La mujer se arrodilló para hablarle a su perro como si fuera un bebé.
—Sí, corazón, ya sé, ya sé. Eres impaciente. —Olfateó algo y sonrió nuevamente—. ¡Oh! Prepárate, porque ya casi.
Se puso de pie, apoyándose en nuestra mesa y mirándonos con pena.
—No es culpa suya, por desgracia, van a tener que pagar por los errores que sus padres cometieron hoy.
—Oiga, señora —dije molesto—. No sé quién sea, pero creo que ya sé que es. Peleamos con algunos monstruos como usted y los vencimos a todos.
—¿Monstruos como yo? —dijo apoyando la mano en su pecho con una sonrisa burlesca—. Bueno, pues claro que son como yo. Eran mis hijos —agregó con rencor.
—¿Hijos? —pregunté comenzando a preocuparme—. ¿Eso qué quiere decir?
—La madre de los monstruos —respondió Grover asustado.
—Equidna —aclaró Annabeth.
El perro en el bolso gruñó y ella lo calmó igual que a un bebé que llora.
—Monstruo —repitió—. Que rara palabra, considerando que mi abuela es tu bisabuela, y esto siempre ha sido un asunto familiar. Pero, la verdad considero, que el semidiós es la criatura más peligrosa.
¿Nosotros? ¿Nosotros éramos peligrosos? Nosotros ni siquiera pedíamos nacer como semidioses y ya solo eso hacía que sus hijos nos quisieran comer, ¿y éramos peligrosos por defendernos?
Esa señora estaba loca.
—Disruptiva. Violenta. Si mi existencia tiene un fin es la de detener la labor de los monstruos que son. —Tragué saliva, Annabeth y Grover estaban pálidos. El perro gruñía más y más—. Mi cachorrita. No es más que una bebé, pequeñita —dijo enternecida—. Y hoy —murmuró mirándonos a cada uno—, van a ser sus presas. ¿Ya tienen miedo? —preguntó sonriente—. Tranquilos, el miedo es natural y también esencial para la cacería. Su miedo, su incertidumbre, su confusión. Quería que ustedes entendieran qué es lo que pasaba, para que ella rastreara el olor. Para que aprenda, y crezca. Porque es lo que una buena madre hace por sus hijos.
Allegra se puso de pie, encarándola.
—¿Vos te crees que yo le tengo miedo a tu bicho cheto de mierda de potencia mundial? ¡Soy de Argentina, papá! ¿Ok? ¡Tenemos desnutrición, femicidios, tuberculosis, dengue, rugbiers...! ¡Es un milagro que alguien esté vivo allá! —gritó en voz baja, apuntándola con un dedo.
No estaba seguro de que le estaba diciendo, y Annabeth y Grover parecía que tampoco, pero no podía ser nada bueno viendo la cara de la mujer. A mí se me había caído la mandíbula, parecía una completa desquiciada.
«Desquiciada, pero hermosa».
—Te voy a hacer boleta, conchuda del orto, ¿Sabes cuanta guita me costó la cabina esa? ¡Te voy a mandar al Tartaro, hija de puta, a vos y a esa porquería de mierda....
Entre más insultaba a Equidna, más gruñia furiosa la bestia, Annabeth y yo intentábamos agarrarla de la mano para callarla, pero parecía que alguien le hubiera quitado la venda de la boca y no le importaba nada estar enojado a la madre de los monstruos.
Cuando finalmente decidió que era todo lo que tenía para decir, siguió mirándola a los ojos, desafiándola.
Equidna respiró profundo.
—Sí no fueras a morir hoy, semidiosa insolente, te lavaría esa boca de alcantarilla con jabón.
—Apolo dice lo mismo —siseó llevando la mano a su morral.
—Que pena, ojalá te hubiera enseñado mejor —dijo con tono lastimero—, pero bueno, ese es el tema con los mestizos, los dioses no hacen tan buen trabajo educando a sus hijos.
Lentamente, el cierre del bolso se abrió, y Equidna se remangó las mangas , revelando una piel azulada y escamosa; y sonrió, sus dientes eran colmillos. Las pupilas de sus ojos eran líneas como de reptil.
—Aquí es cuando corren.
La bolsa se abrió, y un aguijón enorme salió disparada hacia Allegra, me moví tan rápido como pude, empujándola a un lado y recibiendo el ataque.
Siseé de dolor, apretándome el pecho, por el ardor que me recorrió lentamente, era como sentir ácido en las venas.
Annabeth sacó su daga y la clavó en la criatura. Equidna gritó, revisando a su precioso bebé.
—¡Corran! —gritó Annabeth empujando a Allegra, quien me tomó del brazo y me arrastró con ellas. Grover iba detrás.
—No vamos a poder escondernos mucho tiempo —dijo Grover.
Íbamos por unos callejones vacíos. El monstruo y Equidna habían decretado el inicio de la cacería, así que nos habíamos alejado de la estación lo más que pudimos en poco tiempo.
—No hace falta —respondió Annabeth—. Tenemos que escondernos en un lugar.
—Un refugio —dijo Allegra asintiendo.
—¿Alguna idea de dónde puede haber uno? —pregunté. Me dolía demasiado el pecho, y me estaba empezando a costar respirar.
—Hay uno. Un santuario, dedicado a Atenea, hecho por uno de sus hijos hace mucho tiempo.
Allegra miró a Annabeth, con incredulidad.
—¿Hay un templo de Atenea oculto a plena vista en medio del centro de Saint Louis?
—Sí, pero no creo que esté tan oculto.
El arco estaba a un kilómetro y medio de la estación. A última hora, las colas para entrar no eran tan largas.
—Mide 192 m. de ancho y 192 m. de alto, ni más ni menos centímetros —explicó Annabeth mientras entrabamos—. No tiene soporte interno, cada lado es sostenido a la perfección por el otro. El arco se sostiene por simetría, pura matemática. Y resiste a los terremotos, así que Poseidón no puede arruinarlo.
—Bien —dije con tono seco.
—Disculpa —murmuró divertida—. Así es cómo le demuestras a Atenea tu amor. Un monumento al poder de la perfección.
—A mi viejo le conforma una canción —comentó Allegra—. Aunque Aurora estaría de acuerdo contigo, a ella le gustaría construir algo así para Apolo.
Grover miró a todos lados con disgusto. No era muy difícil ver cómo le incomodaba la cantidad abismal de cráneos animales como trofeos.
—También es un monumento a otras cosas —murmuró.
Pero ese comentario le sentó mal a Annabeth.
—Te refieres a lo que algunos humanos quieren que signifique —replicó molesta—. Yo me refiero a lo que en realidad es.
—Como sea —dijo él rodando los ojos—. Aquí estamos a salvo, ¿no?
Annabeth asintió.
—Los monstruos no entran —convino—. Ni siquiera Equidna. Es seguro.
—Genial. Bueno, ya que el tren explotó —continuó Grover—, iré a ver si hay otro en el que podamos seguir. No podemos quedarnos para siempre. —Dio una última mirada a la sala con desprecio y luego a Annabeth—. Que seas una presa no significa que no haya esperanza.
Se marchó sin esperar a que alguno de los tres dijera algo. Allegra silbó asombrada y Annabeth bajó la mirada.
—No le gusta que se metan con los animales.
—Sí...lo sé...yo... —Annabeth negó con la cabeza—. No tenía que enojarme, es solo que... —Suspiró cansada—. Iré con él.
Se apresuró a correr por el mismo camino que Grover se había ido, dejándome solo con Allegra, sintiéndome bastante perdido. No sabía qué decir, y ya era bastante el hecho de que estábamos escondiéndonos para evitar ser comidos por un monstruo.
—Entonces este es un templo a Atenea —comentó Allegra.
—¿Crees que esté cerca? —pregunté.
Ella se encogió de hombros.
—Con los dioses nunca se sabe, tienes que hacer algo para atraer su atención o no les importa.
Permanecimos unos segundos en silencio, mirando hacia todos lados, nada en particular.
—Bajo en seguida, tengo que ir al baño —murmuré en tono agudo.
Allegra bufó, conteniendo una carcajada.
Me quedé mirándola. Ella se acomodó un mechón de cabello tras la oreja.
Allegra era muy bonita, como cuando tras una noche de tormenta, sales al exterior y el sol te enceguece con su brillo, y éste se refleja en el rocío, entonces ves un bonito arcoiris.
Así se sentía verla. Como un arcoiris entre la llovizna.
Ella me miró de reojo, y le sonreí incómodamente. ¿Era normal que me temblaran las piernas y sudara tanto?
Ah.
Esperen.
Un ardor como si me hubieran inyectado fuego líquido en las venas, se expandió lentamente en mi pecho. La respiración se me volvió pesada. Traté de mantenerme firme, pero el dolor era insoportable y cada vez más difícil de ignorar. Sentí un mareo repentino y me tambaleé, antes de caer de rodillas.
—¡Percy! —Allegra me sostuvo en brazos.
—¡¿Qué pasó?! —Grover y Annabeth regresaron corriendo.
—Creo que esos aguijones eran venenosos —comenté apretando la zona que me dolía demasiado.
—Tengo una idea —dijo Annabeth—. Vamos.
Allegra se apresuró a pasar mi brazo por sobre su hombro, Grover me sostuvo del otro lado.
Annabeth encabezó la marcha, me llevaron fuera y me metieron dentro de la fuente. Mientras ella y Grover me echaban agua, Allegra tenía sus manos apoyadas sobre la herida, había un brillo en ellas y tarareaba una canción.
La gente nos miraba al pasar, pero a ninguno nos importaba.
—El agua lo curó en el campamento —argumentó Annabeth—, debería funcionar con el veneno también, ¿no?
—Sí, debería —dijo Allegra, no tan convencida.
Ella era la médico del grupo, así que quizá estaba viendo algo que nosotros no. Tenía el ceño fruncido, concentrada en sanarme.
Apoyé la mano sobre las suyas, ella me miró y me di cuenta que tenía los ojos cristalinos.
—Estoy bien —dije tratando de calmarla. Sus manos temblaban bajo la mía y se sentían frías—. Creo que está funcionando.
Ella negó casi imperceptible.
—Percy...
—Me siento mejor —dije con más firmeza, y me paré con dificultad, pero mis piernas parecían gelatina, así que me dejé caer cuando vi que no podía—. O no.
Allegra respiró profundo.
—Quizá tiene que ser agua corriente natural para que Poseidón pueda curarte.
Hubo un ruido estruendoso, el sonido que se produce cuando los autos chocan. Los cuatro nos giramos hacia la calle y vimos un auto siendo arrojado por los aires.
—Tenemos que volver a entrar —apresuró Annabeth.
—¡No! —dijo Grover asustado—. Tenemos que seguir intentando.
Allegra negó con la cabeza.
—¡No está funcionando!
—Y ella se acerca —agregó Annabeth.
El derrape de los autos nos hizo volver a mirar la calle, y vimos a Equidna caminando tranquilamente hacia nosotros.
—Muy bien. Vamos —dijo Allegra pasando mi brazo por encima de su hombro—. ¿Cuál es el plan? —preguntó a Annabeth.
—Volvamos a entrar y lo ponemos en el altar.
Los tres la miramos confundidos.
—¿Qué altar?
—¿En dónde hay un altar?
Grover y Annabeth se pusieron de pie, miré a Allegra, ella no me veía, estaba concentrada en entender el plan de Annabeth.
No me quedaban muchas fuerzas, podía sentir el veneno recorriendo mis venas como lava, la herida en el hombro ardía demasiado. Tenía la vista nublada y los sonidos se sentían como abajo del agua.
Levanté la vista hacia Allegra.
«¿Por qué hay brillos a su alrededor?» pensé frunciendo el ceño.
Me daba la impresión de que brillaba más y más. Su cabello parecía de oro.
No estaba seguro de qué hablaron, solo que ella me sujetó con más fuerza y me obligó a ponerme de pie.
Me llevaron adentro, hasta un ascensor alterno y me dejaron en el asiento. Ellos se acomodaron y Annabeth presionó el botón más alto.
—¿Qué fue lo que pasó? —preguntó Allegra mirando a Annabeth con el ceño fruncido—. ¿Oíste algo?
No entendía de qué estaba hablando, me sentía cada vez más entumecido de mis sentidos.
Annabeth bajó la vista, y luego miró hacia afuera. Lo que sea que vio, la puso pálida y su labio tembló como si estuviera a punto de echarse a llorar.
—¿Esa era la Quimera? —preguntó Grover con voz aguda. Lo miré, sintiéndome tan confundido—. Creo que era la Quimera. —Miró a Annabeth, pidiendo explicaciones—. ¡¿Cómo es que la Quimera pudo entrar a este lugar?! ¡¿Cómo es que los monstruos lograron entrar?!
—Annabeth...
—Estamos en un santuario, Atenea tendría que haberla dejado entrar —continuó, entrando poco a poco en pánico—. ¡¿Pero por qué haría eso?!
—¡Annabeth! —El grito de Allegra cortó la perorata de Grover—. ¿Qué fue lo que te dijo Equidna?
Annabeth tragó saliva y respiró profundo.
—Lo que dijo... —las palabras se le adoraban en la garganta, como si sólo decirlo en voz alta la fuera a herir profundamente—, que mi impertinencia hirió el orgullo de mi madre...y que sería mi perdición.
La miré sin comprender lo que decía.
—¿Impertinencia? ¿Pero que...? —Entonces caí en cuenta—. Medusa.
—Avergoncé a mi madre.
—¡Pero yo envié la cabeza al Olimpo! —repliqué. Me costaba respirar, pero el enojo que me invadía poco a poco era más fuerte—. ¡Yo firmé la nota!
—¡Y yo lo permití! —contestó ella con dureza—. Eso la avergonzó. Y está muy enojada.
Allegra bajó la vista, sus puños cerrados con fuerza.
—Vieja conchuda.
No podía creer esto.
¿Atenea de verdad solo iba a dejar que mataran a su hija en su propio templo?
Ella no merecía la devoción que Annabeth le tenía. No la merecía en absoluto.
—Oigan, ¿qué vamos a hacer?
—Ella no va a ayudarnos con lo de Percy —dijo Annabeth negando con la cabeza.
—No, me refiero a qué vamos a hacer con Equidna y Quimera. Nos están pisando los talones.
Los tres nos miramos, sin saber qué responderle.
—No tenemos mucho tiempo. Van a llegar en un minuto —dijo Annabeth subiendo por delante nuestro—. Y si mi madre no va a protegernos, tendremos que pelear aquí arriba.
Nos detuvimos de golpe al ver que el pasillo estaba repleto de turistas.
—Ay no —se lamentó Grover.
—Tenemos que sacar a todos de aquí —dijo Annabeth.
Allegra no se lo pensó mucho y bajó la palanca contra incendios que tenía al lado.
El pasillo se llenó del estruendo de la alarma contra incendios. Las luces rojas parpadeaban, y los turistas comenzaron a gritar y correr en todas direcciones.
—Annabeth, lleven a Percy con ellos —dijo Allegra saliendo debajo de mi brazo y haciendo que ella me sujetara.
—¿Qué? —Grover negó con la cabeza—. No, no, no.
—Pero... —Lo que sea que Annabeth iba a decir, murió al ver a los ojos a Allegra—. Está bien —dijo con un tono amargo.
Ella avanzó, haciendo que Grover tuviera que seguirla, y yo también en consecuencia.
—¡No! —exclamé clavando los pies en el suelo—. Nos vamos los cuatro juntos.
—Percy, no hay tiempo —dijo Allegra empujándome—. La Quimera asesina semidioses, alguien debe quedarse atrás para ganar tiempo. Y dudo que Equidna pierda la oportunidad de atacarme después de cómo le hablé en el tren. Déjenme esto a mí.
Los tres atravesamos la puerta, y nos giramos para verla.
—Llevenlo al río y no paren, no se detengan hasta conseguir el rayo —dijo a Annabeth y ella asintió.
—Pero...
—¡Esto es lo que Apolo quería, Percy! —replicó con la voz algo rota. Cerró los ojos, sujetando con fuerza un collar que no me había dado cuenta que tenía—. Mi papá quería esto, quería que hiciera algo que valiera la pena mi existencia. Quería que hiciera algo que demostrara la valía de su descendencia, y ahora que Atenea no nos ayudará, estoy segura que él sí me escuchará.
Era la primera vez desde que la conocía, que la escuchaba llamarlo papá, y la manera en que lo dijo, parecía más como si se estuviera convenciendo a sí misma.
Aún cuando se la pasaba despotricando contra Apolo, aún cuando solía decir que él no parecía muy entusiasmado con sus hijos, ella de verdad esperaba que su padre la protegiera.
Hubo un golpe contra la otra puerta.
Ella respiró profundo y asintió.
—Corran.
—¡Espera! —Saqué mi bolígrafo y se lo extendí con la forma de Anaklusmos—. Usala.
Allegra dudó, pero extendió la mano, tomándolo.
Fue cuando aproveché, para atraerla hacia mi posición, arrojándola contra Grover y Annabeth. Cerré la puerta tras de mí.
Los tres comenzaron a aporrearla con desesperación. Me apoyé en ella, respirando con dificultad.
—Poseidón jamás me ha ayudado —murmuré, tratando de ignorar los gritos de mis amigos—. No creo que empiece ahora. Jamás habría llegado con Hades. Ustedes sí. Y eso harán.
Me alejé de la puerta a tropezones. El cuerpo me pesaba demasiado.
La otra puerta se abrió en un estruendo y levanté mi espalda.
Quimera era ahora tan alta que tenía la peluda espalda pegada al techo mientras avanzaba hacia mí. La melena de la cabeza de león estaba cubierta de sangre seca, el cuerpo y las pezuñas eran de cabra gigante, y por cola tenía una serpiente, tres metros de cola de cascabel. El collar de estrás aún le colgaba del cuello, y la medalla para perros del tamaño de una matrícula era fácilmente legible:
"Quimera: tiene rabia, escupe fuego, es venenoso. Si lo encuentran, por favor, llamen al Tártaro, extensión 954."
Detrás de ella, Equidna camino con tranquilidad.
—Es el final, cariño —dijo con una sonrisa—. No luches. Así solo vas a enojarla.
Tenía las manos entumecidas. Estaba a tres metros de las fauces sangrientas de Quimera.
Di el primer movimiento, de un solo tajo corte parte de la pierna. Quimera cargó, sus dientes de león rechinando. Conseguí saltar a un lado y evitar el mordisco.
Quimera se volvió con insólita rapidez y, antes de que mi espada estuviera dispuesta, abrió su pestilente boca y me lanzó directamente un chorro de fuego.
Logré arrojarme a un lado y la moqueta se incendió, desprendiendo un calor tan intenso que casi me deja sin cejas.
Por detrás de donde me encontraba un instante antes, en uno de los lados del arco había ahora un boquete. Se veía el metal fundido por los bordes.
«Fantástico. Acabamos de destruir un monumento nacional».
Anaklusmos ya estaba preparada y cuando Quimera se dio la vuelta, le lancé un mandoble al cuello. Ese fue mi error: la hoja chisporroteó contra el collar de perro y la inercia del impulso me desequilibró. Intenté recuperarme al tiempo que me defendía de la fiera boca de león, intenté clavarle la espada en la boca, pero de un cabezazo me arrojó hacia la pared y caí bruscamente hacia el boquete.
La espada se me escurrió entre las manos y cayó por el boquete a las aguas del Mississipi. Me alcance a sujetar de una viga de la estructura. Mis manos estaban resbaladizas por el sudor.
Allá abajo, el río brillaba.
—Si eres hijo de Poseidón, no debes tener miedo al agua. —Levanté la mirada hacia Equidna, que parecía mirarme con falsa pena. Me aferraba como podía, no me quería dar por vencido—. Salta, Percy Jackson. Demuéstrame que el agua no te hará daño. Salta y recupera tu espada. Demuestra tu linaje.
Sí, bien. En alguna parte había leído que saltar al agua desde dos pisos de altura es como saltar sobre asfalto sólido. Desde allí, el impacto me despedazaría.
La boca de Quimera empezó a ponerse incandescente, calentándose antes de soltar otra vaharada de fuego.
—No tienes fe —me retó Equidna—. No confías en los dioses. Pero no puedo culparte, pequeño cobarde. Los dioses son desleales. Será mejor para ti morir ahora. El veneno ya está en tu corazón.
Tenía razón: estaba muriendo. Mi respiración se ralentizaba. Nadie podía salvarme, ni siquiera los dioses.
«Pero...».
Recordé la cálida sonrisa de mi padre cuando yo era un bebé. Tenía que haberme visto. Seguramente me visitó cuando yo estaba en la cuna. Recordé el tridente verde que se había formado encima de mi cabeza la noche de la captura de la bandera, cuando Poseidón me reclamó como su hijo.
Pero aquello no era el mar. Era el Mississipi, en el centro de Estados Unidos de América. No había ningún dios del mar.
—Padre, ayúdame —recé.
Solté la viga.
Mi ropa estaba ardiendo, el veneno recorría mis venas y estaba cayendo al río.
Me encantaría contarte que tuve una profunda revelación durante mi caída, que acepté mi propia mortalidad, que me reí en la cara de la muerte, etcétera.
Pero mi único pensamiento era:
¡Aaaaaaaaahhhhh!
El río se acercaba a la velocidad de un camión. El viento me arrancaba el aire de los pulmones. Torres, rascacielos y puentes entraban y salían de mi campo de visión.
Y entonces: ¡Zaaaaa-buuumm!
Un fundido en negro de burbujas. Me hundí en el lodo, seguro de que acabaría atrapado bajo treinta metros de barro y me perdería para siempre. Sin embargo, el impacto contra el agua no me había dolido. En ese momento me hundía lentamente hacia el fondo, las burbujas me hacían cosquillas entre los dedos. Me posé suavemente sobre el lecho del río.
Un siluro del tamaño de mi padrastro se ocultó en la oscuridad. Nubes de limo y basura giraban alrededor de mí.
En ese punto reparé en unas cuantas cosas: primero, no me había convertido en una tortita al estrellarme; segundo, no me habían asado a la parrilla; y, tercero, ni siquiera sentía ya el veneno de Quimera en las venas. Estaba vivo, y era genial.
Sin embargo, constaté algo muy curioso: no estaba mojado. Quiero decir, sentía el agua fría y veía dónde se habían quemado mis ropas. Pero cuando me toqué la camisa, parecía perfectamente seca.
Hasta el final no me di cuenta de lo más extraño: estaba respirando. Estaba debajo del agua y respiraba normalmente.
Me puse en pie, manchado de lodo hasta el muslo. Me temblaban las piernas y las manos. Debería estar muerto. El hecho de que no lo estuviera parecía... bueno, un milagro.
Imaginé la voz de una mujer, una voz que sonaba un poco como la de mi madre: «Percy, ¿qué se dice?»
—Eh... gracias. —Debajo del agua mi voz sonaba a un chico mucho mayor—. Gracias... padre.
No hubo respuesta. Sólo la oscura corriente de basura, el enorme siluro siguiendo su rastro, el reflejo del atardecer en la superficie del agua, allá arriba, volviéndolo todo de color caramelo.
¿Por qué me había salvado Poseidón? Cuanto más lo pensaba, más vergüenza sentía. Así que antes sólo había tenido suerte. No tenía ninguna oportunidad contra un monstruo como Quimera. Quizá tendría que quedarme allí abajo con el siluro para siempre, unirme a los animales del fondo del río.
Encima, la hélice de una embarcación batió el agua, removiendo el limo alrededor. Y allí, a un metro y medio de distancia, estaba mi espada, la empuñadura brillante sobresaliendo del barro.
Volví a oír la voz de mujer:
«Estás asustado». Esta vez supe que la voz no venía de mi cabeza. No eran imaginaciones mías. Las palabras parecían provenir de todas partes, transmitiéndose por el agua como el sonar de un delfín. «Está bien, Percy, tu padre me envió a decirte que todo está bien».
—¿Dónde estás? —grité en voz alta.
Entonces, a través de la oscuridad líquida, la vi: una mujer del color del agua, un fantasma en la corriente, flotando justo encima de la espada. Tenía el pelo largo y ondulado; los ojos, apenas visibles, verdes como los míos.
«Tu padre esta aquí. Siempre ha estado aquí. Es muy difícil para él estar al margen. Verte sufrir. Es muy difícil para todos. Pero está aquí y está muy orgulloso».
Asentí. Tenía un enorme nudo en la garganta.
«Ve a la playa de Santa Mónica.»
—¿Qué?
«Es la voluntad de tu padre. Antes de descender al inframundo tienes que ir a Santa Mónica. Vamos, Percy, no puedo quedarme mucho tiempo. El río está demasiado sucio para mi presencia».
—Pero...
«No puedo quedarme, valiente. —Estiró una mano y fue como si la corriente me acariciara la cara—. ¡Ve a Santa Mónica! Y no confíes en los regalos de...»
Su voz se desvaneció.
—¿Regalos? —repetí—. ¿Qué regalos? ¡Espera!
Intentó volver a hablar, pero tanto el sonido como la imagen habían desaparecido. Si era realmente mi madre, había vuelto a perderla. Quise ahogarme, pero era inmune al ahogamiento.
"Tu padre está muy orgulloso", había dicho. También me había llamado valiente... a menos que hablara con el siluro.
Me acerqué a la espada y la tomé por la empuñadura. La tapé y metí el bolígrafo en el bolsillo.
—Gracias, padre —volví a decirle al agua oscura.
Después me sacudí el barro con dos patadas y subí nadando a la superficie.
Salí al lado de un McDonald's flotante.
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