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━━𝐎𝐧𝐞

❛❛Uno que se cree muy vivo, le hace Ole a un toro❜❜

𝐀𝐋𝐋𝐄𝐆𝐑𝐀
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CUALQUIERA ELEGIRÍA PASAR EL VERANO EN LA COSTA, TOMAR EL SOL EN MAR DEL PLATA O PUNTA DEL ESTE, O INCLUSO PEGARSE UN VIAJECITO A BRASIL.

Pero hacía tiempo que ya no pasaba mis veranos en casa, en realidad ni siquiera volvía allí el resto del año. Era mejor así, aunque extrañaba mi país, nada valía lo suficiente la pena como para querer convivir con mi vieja.

Demasiado ego en una sola cabeza. Ambas lo preferíamos así, menos peleas y menos drama. Y más ahora que todos querían una buena foto de la hija, o directamente de la mismísima nueva Campeona: Celina Solgvier.

Muchachos ahora nos volvimo a ilusionar.

No bueno, seguro que los de Intrusos y LAM se hacen tremendo programa con esto.

Mi mamá había ganado un Oscar en su película del año pasado y ahora todo el mundo estaba hablando del tremendo éxito que había sido.

Estaba insoportable. No la aguantaba ni siquiera en sus llamadas. Lo único que hacía era llamar para hablar más y más de ella misma, de lo hermosa que había estado, de la envidia que todas las demás le tuvieron por el carísimo vestido que había usado, que varios hombres le habían coqueteado. Y un sin fin de cosas que solo aumentaban su propio ego.

Mi límite llegó cuando se acordó que tenía una hija y me preguntó si pensaba volver a casa pronto porque me había conseguido una estricta dieta que necesitaba empezar pronto porque "seguro la necesito con urgencia".

Que hincha bola mi vieja, por favor.

No habíamos hablado desde hace un mes.

No, ni en pedo volvía a casa.

En su lugar, me preparé para otro típico verano en el Campamento.

Ah. Cierto que no les conté. Hay una razón por la que vivo en un campamento, y es la misma razón de que mi mamá tenga el ego más grande de toda la Argentina: mi padre, Apolo, dios del sol, las artes, bla...bla...bla...

Sí, a mi mamá se le subió a la cabeza por haber seducido tremendo espécimen.

No que le sirviera de mucho porque Apolo la dejó antes de siquiera tener un mes de relación, ni él aguantó su narcisismo y eso es decir mucho. Es decir, nadie es más narcisista que el mismo dios del sol. Literalmente es el centro del universo.

Así que acá estoy, resultado de la unión de dos seres "si pudiera, me casaría conmigo mismo".

Ya sé que cualquier mortal diría: ¡Pero Allegra, eres hija de un dios!

Sí, ¿y? No soy la única, los dioses griegos existen y siguen teniendo hijos igualito a como en la antigua Grecia: a diestra y siniestra. Somos demasiados, solo en la cabaña de Apolo debe haber unos quince.

«A este nunca le dieron ESI, más viejo que Matusalén y aún no sabe usar forros, el pajero».

Como sea, a ningún semidiós le gusta ser un semidiós. Preferiríamos tener una vida normal y sencilla, porque ser un mestizo no es un paseo por la playa.

Es una vida de misiones suicidas, monstruos que intentan matarte por respirar, expulsiones escolares por ser un "niño problema", y padres ausentes que ni la manutención pagan.

«Aunque, posta, me hubiera pasado igual con un padre mortal».

Pero no me quiero ir por las ramas. Decía, que ser mestizo es alta paja. Los dioses esperaban de sus hijos que alcanzaran la gloria, los hacía sentirse más importantes.

No sé para qué. Son dioses, ¿cuán más importantes quieren ser?

Sabía que al mío le encantaba ser el centro de todo, que el mundo entero lo alabara. Quizá por eso se separó de mi vieja. No le gustaba ser opacado. Y a ella tampoco.

No. Si eran el uno para el otro. Igualitos los dos.

Y ahí iban los dioses, siempre mandándonos a misiones para recuperar sus cosos perdidos, siempre con la intención de "darnos la oportunidad" de probar nuestro heroísmo, todo para acabar muertos o con una herida como la de Luke Castellan.

No, yo no quería nada de eso. Quería alcanzar la mayoría de edad para poder irme a vivir a Miramar, pintar cuadros, nadar, tomar sol y vivir de vender mis pinturas.

Nada más. Solo paz y tranquilidad.

Ahora, déjenme contarles sobre como mi tranquila vida se fue a la bosta porque algún conchudo decidió chorearse un rayo.

Todo empezó la noche anterior al primer día de verano. Había estado lloviendo desde antes del amanecer, y por la noche, ya era un huracán.

Mi agradable sueño se había convertido lentamente en una pesadilla.

Estaba sentada en la parte trasera de un coche en movimiento.

El vehículo atravesaba la oscuridad de la noche con rapidez, sus luces intermitentes apenas iluminaban el camino borroso por la tormenta. El sonido ensordecedor del viento y la lluvia golpeando contra la carrocería era casi abrumador, haciendo que cada momento se sintiera como una eternidad de angustia.

Me aferré con fuerza al asiento, sintiendo el frío del metal contra mis manos sudorosas. Miré por la ventana, pero solo veía una masa de oscuridad y lluvia que parecía devorar todo a su paso. Una sensación de inquietud se apoderó de mí, como si algo estuviera terriblemente mal.

Se me erizó el vello de la nuca. Hubo un resplandor, una repentina explosión y el coche estalló.

Recuerdo sentirme liviana, como si me aplastaran, frieran y lavaran todo al mismo tiempo. Despegué la frente de la parte trasera del asiento del conductor.

¡Percy!

«¿Percy? ¿Quién es Percy?».

Intenté sacudirme el aturdimiento. No estaba muerta y el coche no había explotado realmente. Nos habíamos metido en una zanja. Las portezuelas del lado del conductor estaban atascadas en el barro. El techo se había abierto como una cáscara de huevo y la lluvia nos empapaba. Un rayo. Era la única explicación. Nos había sacado de la carretera.

«Zeus y la puta madre que te parió» pensé apretando los dientes. El dolor de cabeza me estaba martillando en la nuca. «Perdón, señora Rea, no es contra usted».

Junto a mí, en el asiento, Grover estaba inmóvil.

«¡¿Grover?! ¿No se había ido en busca de mestizos?».

Tumbado hacia delante, un hilillo de sangre le corría por la comisura de los labios. Le sacudí la peluda cadera.

Comida —gimió, y supe que había esperanza.

Percy, tenemos que...

Miré hacia atrás. En un destello de un relámpago, a través del parabrisas trasero salpicado de barro, vi una figura que avanzaba pesadamente hacia nosotros en el recodo de la carretera. La visión me puso piel de gallina. Era la silueta oscura de un tipo enorme, como un jugador de fútbol americano. Parecía sostener una manta sobre la cabeza. Su mitad superior era voluminosa y peluda.

Con los brazos levantados parecía tener cuernos. Tragué saliva.

Percy —dijo la mujer que nos acompañaba, mortalmente sería—. Sal del coche.

E intentó abrir su portezuela, pero estaba atascada en el barro. Lo intenté con la mía. También estaba atascada. Miré desesperadamente el agujero del techo.

Habría podido ser una salida, pero los bordes chisporroteaban y humeaban.

¡Sal por el otro lado! Percy, tienes que correr. ¿Ves aquel árbol grande?

¿Qué?

Otro resplandor, y por el agujero humeante del techo vi lo que me indicaba: un grueso árbol de Navidad del tamaño de los de la Casa Blanca, en la cumbre de la colina más cercana.

Ese es el límite de la propiedad, el campamento del que te hablé —insistió—. Sube a esa colina y verás una extensa granja valle abajo. Corre y no mires atrás. Grita para pedir ayuda. No pares hasta llegar a la puerta.

«Están cerca del campamento».

Mamá, tú también vienes. —Tenía la cara pálida y los ojos tristes—. ¡Vamos, mamá! —grité—. Tú vienes conmigo. Ayúdame a llevar a Grover...

¡Comida! —gimió Grover de nuevo.

El hombre con la manta en la cabeza seguía aproximándose, mientras bufaba y gruñía. Cuando estuvo lo bastante cerca, reparé en que no podía estar sosteniendo una manta sobre la cabeza, porque sus manos, unas manos enormes y carnosas, le colgaban de los costados. No había ninguna manta. Lo que significaba que aquella enorme y voluminosa masa peluda, demasiado grande para ser su cabeza... era su cabeza. Y las puntas que parecían cuernos...

No nos quiere a nosotros —dijo mi madre—. Te quiere a ti. Además, yo no puedo cruzar el límite de la propiedad.

Pero...

No tenemos tiempo, Percy. Vete, por favor.

Entonces me enfadé: me enfadé con mi madre, con Grover la cabra y con aquella cosa que se nos echaba encima, lenta e inexorablemente, como un toro. Trepé por encima de Grover y abrí la puerta bajo la lluvia.

Nos vamos juntos. ¡Vamos, mamá!

Te he dicho que...

¡Mamá! No voy a dejarte. Ayúdame con Grover.

No esperé su respuesta. Salí a gatas fuera y arrastré a Grover. Me resultó demasiado liviano para sus dimensiones, pero no habría llegado muy lejos si mi madre no me hubiera ayudado.

Nos echamos los brazos de Grover por los hombros y empezamos a subir a trompicones por la colina, a través de hierba húmeda que nos llegaba hasta la cintura.

Al mirar atrás, vi al monstruo claramente por primera vez. Medía unos dos metros, sus brazos y piernas eran algo similar a la portada de la revista Muscle Man: bíceps y tríceps y un montón más de bíceps, todos ellos embutidos en una piel surcada de venas como si fueran pelotas de béisbol. No llevaba ropa excepto la interior, unos calzoncillos blancos, cosa que habría resultado graciosa de no ser porque la parte superior del cuerpo daba tanto miedo. Una pelambrera hirsuta y marrón comenzaba a la altura del ombligo y se espesaba a medida que ascendía hacia los hombros.

El cuello era una masa de músculo y pelo que conducía a la enorme cabezota, que tenía un hocico tan largo como mi brazo, y narinas altivas de las que colgaba un aro de metal brillante, ojos negros y crueles, y cuernos: unos enormes cuernos blanquinegros con puntas tan afiladas como no se consiguen con un sacapuntas eléctrico.

«Ay la puta madre que me re mil parió » pensé dándome cuenta de lo que era.

Parpadeé para quitarme la lluvia de los ojos.

Es...

El hijo de Pasífae —dijo mi madre—. Ojalá hubiera sabido cuánto deseaban matarte.

Pero es el Min...

No digas su nombre —me advirtió—. Los nombres tienen poder.

El árbol seguía demasiado lejos: a unos treinta metros colina arriba, por lo menos.

Volví a mirar atrás.

El hombre toro se inclinó sobre el coche, mirando por las ventanillas. En realidad, más que mirar olisqueaba, como siguiendo un rastro. Me pregunté si era tonto, pues no estábamos a más de quince metros.

¿Comida? —repitió Grover.

Chist —susurré—. Mamá, ¿qué está haciendo? ¿Es que no nos ve?

Ve y oye fatal. Se guía por el olfato. Pero pronto adivinará dónde estamos.

Como si mamá le hubiera dado la entrada, el hombre toro aulló furioso. Agarró el camaro por el techo rasgado, y el chasis crujió y se resquebrajó. Levantó el coche por encima de su cabeza y lo arrojó a la carretera, donde cayó sobre el asfalto mojado y patinó despidiendo chispas a lo largo de más de cien metros antes de detenerse. El tanque de gasolina explotó.

Desperté con un sobresalto cuando un fuerte trueno retumbó afuera, el corazón martilleando en mi pecho y el sudor frío cubriendo mi cuerpo. Respiré profundamente, tratando de calmarme. El viento aullaba fuera como una bestia salvaje, sacudiendo las paredes de la cabaña como si quisiera arrancarlas de cuajo.

Debía ser medianoche, todo estaba en penumbras.

Me quedé inmóvil en la oscuridad, lo único que se escuchaba era mi respiración entrecortada. Cada parte de mi cuerpo estaba en alerta máxima, como si estuviera esperando el siguiente golpe de la tormenta que rugía afuera.

El recuerdo de la pesadilla aún estaba fresco en mi mente, como una sombra acechante que se negaba a desaparecer.

Había sido un sueño de semidiós. El tema con ellos es que siempre son visiones, presagios y otras cosas místicas que te hacen pensar que fumaste de la María Juana.

Y siendo hija del dios de las profecías, entendía que no podía simplemente ignorar un sueño de semidiós. Si lo había tenido era por algo.

No podía ignorar el presentimiento que me había dejado. Algo malo estaba pasando cerca del campamento.

El vello de la nuca se me erizó y vislumbre el rayo a lo lejos. Igual que el que había explotado el coche.

Sin perder ni un segundo más, me lancé fuera de la cama y me puse las zapatillas. Tomé mi arco y carcaj, y con el corazón latiendo desbocado en mi pecho, salí corriendo de la cabaña hacia la oscuridad de la noche. La lluvia azotaba mi rostro y el viento rugía en mis oídos, el cabello se me pegó a la cara, pero no me importó.

Alguien corría peligro y no iba a quedarme sin hacer nada.

Pase por delante de la Casa Grande donde Quirón y Dioniso estaban saliendo, quizá alertados también por el mismo presentimiento que tuve.

—¡¿Almeja Solovia, a donde vas?! —me gritó el señor D.

—Hay un semidiós en peligro —respondí sin detenerme.

Mis pies golpeaban el suelo mojado mientras me adentraba en el bosque, guiada por un instinto que me empujaba hacia adelante

Y ustedes dirán: "Allegra, ¿sos o te haces, boluda? ¿No que solo querías tranquilidad? Y ahora vas derechita a enfrentar a un monstruo".

Pues sí, pero tampoco soy tan hija de mi madre como para hacerme la bolida cuando alguien esta en peligro.

Escuché a lo lejos el aullido del monstruo y luego el golpe del vehículo cuando lo arrojó, seguido de la explosión. No sabía qué pasaría después porque me había despertado, pero no podía ser nada bueno.

Llegué a la cima de la colina, al lado del árbol de Thalia y miré más allá de la zona protegida. Era difícil en la oscuridad y la lluvia, pero vislumbré la figura del minotauro y al tal Percy.

—Ahí estás —mascullé sacando una flecha y tensando el arco.

Estaba por disparar cuando el chico sacudió el impermeable rojo ante el hombre toro, listo para saltar a un lado en el último momento.

Pero no sucedió así.

El monstruo embistió demasiado rápido, con los brazos extendidos para cortar sus vías de escape.

—¿Qué está haciendo? —murmure en voz baja.

El tiempo se ralentizó.

Saltó hacia arriba y, brincando en la cabeza de la criatura como si fuera un trampolín, giró en el aire y aterrizó sobre su cuello.

¿Cómo lo hizo? Yo qué concha sé, no tenía tiempo para pensar en eso.

Un micro-segundo más tarde, la cabeza del monstruo se estampó contra el árbol. El hombre toro se sacudió, intentando derribarlo. El chico se aferró a sus cuernos. Los rayos y truenos aún eran abundantes.

El monstruo se revolvía girando como un toro de rodeo. Tendría que haber reculado hacia el árbol y aplastarlo contra el tronco, pero al parecer aquella cosa sólo tenía una marcha: hacia delante.

Vi a Grover en el suelo, el hombre toro se encaró hacia él, piafó de nuevo y se preparó para embestir.

Tensé el arco nuevamente y disparé.

La flecha cortó el aire con precisión, encontrando su objetivo sin problemas, pese a la lluvia. El monstruo rugió de dolor cuando se clavó en su flanco, desviando su atención hacia mí. El chico notó el cambio brusco del monstruo y miró también en mi dirección, sin comprender de dónde había salido.

Sin vacilar, saqué otra flecha y apunté de nuevo, concentrándome en los puntos estratégicos. El viento azotaba mi rostro mientras intentaba mantenerme firme.

El monstruo se abalanzó hacia mí con furia desenfrenada, sus ojos negros brillando con odio. Salté a un costado, rodando por el suelo, sintiendo el aire cortante rozar mi piel y volví a disparar.

La flecha se clavó en su ojo y el Minotauro aulló de dolor, en su desesperación por quitarsela, comenzó a sacudirse a lo bruto. Percy aprovechó eso y lo agarró de un cuerno e intentó arrancárselo con todas sus fuerzas.

El monstruo se tensó, soltó un gruñido de sorpresa y entonces... ¡crack! Aulló de nuevo y lo lanzó por los aires. Aterrizó de bruces en la hierba, golpeándose la cabeza contra una piedra. Se incorporó aturdido, pero tenía un trozo de cuerno astillado en la mano, un arma del tamaño de un cuchillo.

El monstruo embistió una vez más.

—¡Cuidado! —grité horrorizada al ver cómo se tambaleaba mareado.

Cayo de rodillas, aferrándose al cuerno y cuando el Minotauro pasó cerca suyo, se movió a un lado y le clavó el asta partida en un costado, hacia arriba, justo en la peluda caja torácica.

El hombre toro rugió de agonía. Se sacudió, se agarró el pecho y por fin empezó a desintegrarse; como arena que se desmorona. El viento se lo llevó a puñados. La criatura había desaparecido.

La lluvia cesó. La tormenta aún tronaba, pero ya a lo lejos. Apestaba a ganado y el tal Percy colapsó.

Corrí hacia él, estaba temblando y llorando, tomé su cabeza, que tenía sangre seca en la nuca, y la acomodé en mi regazo. Es en esos momentos en los que me alegro ser hija del dios de la medicina.

Entoné un cántico curativo, ahogado en la lluvia torrencial y él abrió los ojos levemente.

–Todo estará bien.

—¿Morí?

—No, aún no —respondí quitando algunos mechones de cabello mojado de su frente. Tenía unos ojos preciosos, como el mar.

—¿Entonces por qué estoy viendo un ángel?

«Ahhh...chamuyero el pibe» pensé rodando los ojos al ver cómo volvió a desmayarse.

Lo levanté como pude, pasando su brazo por mi hombro y lo arrastré hasta Grover, que comenzaba a despertar.

—Vamos, niño cabra —dije dándole una patadita en el pie—. Ayúdame.

—¿Eh...qué? —Estaba desorientado y parpadeo varias veces intentando entender qué pasaba—. ¿Allegra? ¿Qué haces aquí?

—Vine a salvarles el culo, pero el nuevo lo hizo bastante bien —respondí señalando al chico colgando de mí—. Dale, ayúdame a llevarlo a la Casa Grande.

Entre los dos lo llevamos hasta la entrada, donde Quirón y, sorprendentemente Annabeth, ya estaban ahí.

—Es él. Tiene que serlo —exclamó Annabeth, emocionada.

—Silencio, Annabeth —repuso Quirón—. Este chico aún está consciente. Llévalo dentro, Allegra. Estará bien.

Acá empezamos una nueva historia, y justo el día después del día de la bandera argentina, en honor a Allegra siendo argentino.

Meme time

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