━━𝐅𝐨𝐮𝐫
❛❛Intento descubrir quién se supone que soy❜❜
𝐏𝐄𝐑𝐂𝐘
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LA CENA LLEGÓ PRONTO CON EL SONIDO DE UN CAPARAZÓN DE CARACOLA.
No me pregunten cómo supe que era eso, porque nunca había oído uno antes.
—¡Once, formen fila! —vociferó Luke.
La cabaña al completo, unos veinte, formamos en el espacio común. La fila iba por orden de antigüedad, así que yo era el último. Los campistas llegaron también de otras cabañas, excepto de las tres vacías del final, y de la número ocho, que parecía normal de día, pero que ahora que se ponía el sol empezaba a brillar argentada.
Subimos por la colina hasta el pabellón del comedor. Se nos unieron los sátiros desde el prado. Las náyades emergieron del lago de las canoas. Unas cuantas chicas más salieron del bosque; y cuando digo del bosque, quiero decir directamente del bosque. Una niña de unos nueve o diez años surgió del tronco de un arce y llegó saltando por la colina.
En total, habría unos cien campistas, una docena de sátiros y otra docena surtida de ninfas del bosque y náyades.
En el pabellón, las antorchas ardían alrededor de las columnas de mármol. Una hoguera central refulgía en un brasero de bronce del tamaño de una bañera.
Cada cabaña tenía su propia mesa, cubierta con un mantel blanco rematado en morado. Cuatro mesas estaban vacías, pero la de la cabaña once estaba llena en exceso. Tuve que apretujarme al borde de un tronco con medio cuerpo colgando.
Allegra estaba en la mesa siete, rodeada de un montón de niños y niñas de piel bronceada, en su mayoría rubios, algunos de ojos azules. Pero sin duda, todos de una belleza deslumbrante.
Vi a Grover sentado a la mesa doce con el señor D, unos cuantos sátiros y una pareja de chicos rubios regordetes clavados al señor D. Quirón estaba de pie a un lado, la mesa de picnic era demasiado pequeña para un centauro.
Annabeth se hallaba en la mesa seis con un puñado de chicos de aspecto atlético y serio, todos con sus ojos grises y el pelo rubio color miel.
Clarisse se sentaba detrás de mí en la mesa de Ares. Al parecer había superado el remojón, porque estaba riendo y eructando con todos sus amigos.
Al final, Quirón coceó el suelo de mármol blanco del pabellón y todo el mundo guardó silencio. Levantó su copa y brindó:
—¡Por los dioses!
Las ninfas del bosque se acercaron con bandejas de comida: uvas, manzanas, fresas, queso, pan fresco, y sí, ¡barbacoa! Tenía el vaso vacío, pero Luke me dijo:
—Háblale. Pide lo que quieras beber… sin alcohol, por supuesto.
—Coca-Cola de cereza —dije. El vaso se llenó con un líquido de color caramelo burbujeante. Entonces tuve una idea—. Coca-Cola de cereza azul. —El refresco se volvió de una tonalidad cobalto intenso. Bebí un sorbo. Perfecto.
Brindé por mi madre.
«No se ha ido. Al menos no permanentemente. Está en el inframundo. Y si eso es un lugar real, entonces algún día…»
—Aquí tienes, Percy —dijo Luke tendiéndome una bandeja de jamón ahumado.
Llené mi plato y me disponía a comer cuando observé que todo el mundo se levantaba y llevaban sus platos al fuego en el centro del pabellón. Me pregunté si irían por el postre.
—Ven —me indicó Luke.
Al acercarme, vi que todos tiraban parte de su comida al fuego: la fresa más hermosa, el trozo de carne más jugoso, el rollito más crujiente y con más mantequilla.
Luke me murmuró al oído:
—Quemamos ofrendas para los dioses. Les gusta el olor.
—Estás bromeando.
Su mirada me advirtió que no era ninguna broma, pero no pude evitar preguntarme por qué a un ser inmortal y todopoderoso le gustaba el olor de la comida abrasada. Luke se acercó al fuego, inclinó la cabeza y arrojó un gordo racimo de uvas negras.
—Hermes —dijo.
Yo era el siguiente.
Ojalá hubiera sabido qué nombre de dios pronunciar. Al final, opté por una petición silenciosa:
«Quienquiera que seas, dímelo. Por favor.» Me incliné y eché una gruesa rodaja de jamón al fuego, y afortunadamente no me asfixié con el denso humo que desprendía la hoguera.
No olía en absoluto a comida quemada, sino a chocolate caliente, bizcocho recién hecho, hamburguesas a la parrilla y flores silvestres, y otras cosas deliciosas que no deberían haber combinado bien, pero que sin embargo lo hacían. Casi llegué a creer que los dioses podían alimentarse de aquel humo.
Allegra se paró a mi lado y arrojó un gran trozo de carne jugoso.
—Señora Hestia —murmuró con los ojos cerrados y una sonrisa. Duró sólo unos segundos, luego arrojó una fresa—. Apolo —dijo seria y sin tanto entusiasmo, antes de volverse a su mesa.
Cuando todo el mundo regresó a sus asientos y hubo terminado su comida, Quirón volvió a cocear el suelo para llamar nuestra atención.
El señor D se levantó con un gran suspiro.
—Sí, supongo que es mejor que los salude a todos, mocosos. Bueno, hola. Nuestro director de actividades, Quirón, dice que el próximo capturar la bandera es el viernes. De momento, los laureles están en poder de la cabaña cinco.
En la mesa de Ares se alzaron vítores amenazadores.
—Personalmente —prosiguió el señor D—, no podría importarme menos, pero los felicito. También debería decirles que hoy ha llegado un nuevo campista. Peter Johnson. —Quirón se inclinó y le murmuró algo—. Esto… Percy Jackson —se corrigió el señor D—. Pues muy bien. Hurra y todo eso. Ahora pueden sentarse alrededor de nuestra tonta hoguera de campamento. Vamos.
Todo el mundo vitoreó. Nos dirigimos al anfiteatro, donde la cabaña de Allegra dirigió el coro. Fue impresionante, ella tenía una voz suave, melódica, sobre todo cuando cantó en español. Se notaba lo cómoda que se sentía en su idioma natal.
Cantamos canciones de campamento sobre los dioses, comimos bocadillos de galleta, chocolate y malvaviscos y bromeamos, y lo más curioso fue que ya no me pareció que estuvieran todos mirándome. Me sentí en casa.
Más tarde, por la noche, cuando las chispas de la hoguera ascendían hacia un cielo estrellado, la caracola volvió a sonar y todos regresamos en fila a las cabañas. No me di cuenta de lo cansado que estaba hasta que me derrumbé en el saco de dormir prestado.
Mis dedos se cerraron alrededor del cuerno del Minotauro. Pensé en mi madre, pero sólo tuve buenos pensamientos: su sonrisa, las historias que me leía antes de irme a la cama cuando era pequeño, la manera en que me decía que no dejara que me picaran los mosquitos.
Cuando al final cerré los ojos, me dormí al instante. Ese fue mi primer día en el Campamento Mestizo.
Ojalá hubiera sabido qué poco iba a disfrutar de mi nuevo hogar.
Los siguientes días me acostumbré a una rutina que casi parecía normal, si exceptuamos el hecho de que me daban clase sátiros, ninfas y un centauro.
Cada mañana recibía clases de griego clásico de Annabeth, y hablábamos de los dioses y diosas en presente, lo que resultaba bastante raro. Descubrí que Allegra tenía razón con mi dislexia: el griego clásico no me resultaba tan difícil de leer. Al menos no más que el inglés. Tras un par de mañanas, podía recorrer a trompicones unas cuantas frases de Homero sin que me diera demasiado dolor de cabeza.
—¿Quieres prestarme atención? —se quejó Annabeth.
—¿Ah? ¿Qué?
La miré sin entender qué dijo.
—Intento enseñarte, podrías al menos fingir interés y dejar de babear. Es lo mismo cada mañana contigo. —Molesta, apuntó hacia la zona que había estado observando, cerca del lago, Allegra daba una especie de clase de pintura a los más pequeños del campamento.
No me había dado cuenta de lo absorto que había estado en la manera en que la luz del sol parecía danzar a su alrededor. Su cabello brillaba con destellos dorados, reflejando la luz de una manera que hacía que cada hebra pareciera estar encendida por un fuego divino.
Sus ojos, del color del cielo en un día despejado, estaban llenos de una calidez natural. Y su sonrisa...
Un chasquido frente a mí cara me aturdió.
—¡Percy!
Volví a centrarme en Annabeth.
—Lo siento.
—¡Agh! Eres imposible.
El resto del día probaba todas las actividades al aire libre, buscando algo en lo que fuera bueno. Quirón intentó enseñarme tiro con arco, pero pronto descubrimos que no era ningún as con las flechas.
Me avergoncé terriblemente frente a Allegra. Ella y todos sus hermanos eran unos prodigios del tiro con arco. Es decir, la chica le había dado en un ojo al Minotauro, de noche y con tormenta.
¿Cómo se impresionaba a alguien así?
Ella solo había sonreído con lástima.
—Ya encontraremos en qué eres bueno.
Sí, claro.
¿Carreras? Tampoco. Las instructoras, unas ninfas del bosque, me hacían morder el polvo. Me dijeron que no me preocupara, que ellas tenían siglos de práctica de tanto huir de dioses enamorados. Pero, aun así, era un poco humillante ser más lento que un árbol.
¿Y la lucha libre? Olvídalo. Cada vez que me acercaba a la colchoneta, Clarisse me daba para el pelo.
—Tengo más de esto, si quieres otra ración, fracasado —me murmuraba al oído.
En lo único en que sobresalía era la canoa, que desde luego no era la clase de habilidad heroica que la gente esperaba descubrir en el chico que había derrotado al Minotauro.
Sabía que los campistas mayores y los consejeros me observaban, intentaban decidir quién era mi padre, pero no les estaba resultando fácil. Yo no era fuerte como los hijos de Ares, ni tan bueno en el arco como los de Apolo. No tenía la habilidad con el metal de Hefesto ni, no lo permitieran los dioses, la habilidad de Dioniso con las vides. Luke me dijo que tal vez fuera hijo de Hermes, una especie de comodín para todos los oficios, maestro de ninguno.
Pero tuve la impresión de que sólo intentaba hacer que me sintiera mejor. Él tampoco sabía a quién adscribirme.
A pesar de todo, me gustaba el campamento. Cenaba con los de la cabaña once, echaba parte de mi comida al fuego e intentaba sentir algún tipo de conexión con mi padre real. No percibí nada, sólo el sentimiento cálido que siempre había tenido, como el recuerdo de su sonrisa. Intentaba no pensar demasiado en mamá, pero seguía repitiéndome:
«Si los dioses y los monstruos son reales, si todas estas historias mágicas son posibles, seguro que hay manera de salvarla, de devolverla a la vida…»
El martes por la tarde, tres días después de mi llegada al Campamento Mestizo, tuve mi primera lección de combate con espada. Todos los de la cabaña once se reunieron en el enorme ruedo donde Luke nos instruiría.
Empezamos con los tajos y las estocadas básicas, practicando con muñecos de paja con armadura griega. Supongo que no lo hice mal. Por lo menos, entendí lo que se suponía que debía hacer y mis reflejos eran buenos.
El problema era que no encontraba una espada que me fuera bien. O eran muy pesadas o demasiado ligeras o demasiado largas. Luke intentó todo lo que estuvo en su mano para pertrecharme, pero coincidió en que ninguna de las armas de prácticas parecía servirme.
Después empezamos a enfrentarnos en parejas. Luke anunció que sería mi compañero, dado que era la primera vez.
—Buena suerte —me deseó Allegra con los pulgares en alto.
—Luke es el mejor espadachín de los últimos trescientos años —agregó Annabeth.
—Ah te recibiste de entrenadora motivacional vos —dijo en español—. Con esas seguro sale campeón del mundo, el pibe.
Allegra hacia mucho eso, pronunciaba frases en su idioma natal que nadie entendía, pero su acento se sentía hermoso.
—A lo mejor afloja un poco conmigo —dije.
Luke me enseñó los ataques, las paradas y los bloqueos de escudo a la manera dura. Con cada golpe, acababa un poco más machacado y magullado.
—Mantén la guardia alta, Percy —decía, y me asestaba un cintarazo en las costillas—. ¡No, no tan alta!
¡Zaca!. ¡Ataca! ¡Zaca!. ¡Ahora retrocede! ¡Zaca!
Cuando paramos para el descano chorreaba sudor. Todo el mundo se apiñó junto al refrigerador de bebidas. Luke se echó agua helada sobre la cabeza, y me pareció tan buena idea que lo imité. Al instante me sentí mejor. Mis brazos ]recuperaron fuerzas. La espada no me parecía tan extraña.
—¡Bien, todo el mundo en círculo, arriba! —ordenó Luke—. Si a Percy no le importa, quiero hacerles una pequeña demostración.
«Ok, vamos a ver cómo le zurran el brazo a Percy.»
Los chicos de Hermes se reunieron alrededor de mí. Se aguantaban las risitas. Supuse que antes habían estado en mi lugar y se morían de impaciencia por ver cómo Luke me usaba como saco de boxeo.
Miré a Allegra, que estaba al fondo, viento con atención. Estaba cansado de quedar en ridículo.
Luke le dijo a todo el mundo que iba a hacerles una demostración de una técnica de desarme: cómo girar el arma enemiga asestándole un golpe con la espada de plano para que no tuviera más opción que soltarla.
—Esto es difícil —remarcó—. A mí me lo han hecho. No sé rían de Percy.
La mayoría de los guerreros trabajan años antes de dominar esta técnica.
Hizo una demostración del movimiento a cámara lenta. Desde luego, la espada cayó de mi mano con bastante estrépito.
—Ahora en tiempo real —dijo en cuanto hube recuperado el arma—. Atacamos y paramos hasta que uno le quite el arma al otro. ¿Listo, Percy?
Asentí, y Luke vino por mí. De algún modo conseguí evitar que le diera a la empuñadura de mi espada. Mis sentidos estaban alerta. Veía venir sus ataques.
Conté. Di un paso adelante e intenté imitar la técnica. Luke la desvió con facilidad, pero detecté el cambio en su cara. Aguzó la mirada y empezó a presionar con más fuerza.
Me pesaba la espada. No estaba bien equilibrada. Sólo era cuestión de segundos que Luke me derrotara, así que me dije:
«¡Qué demonios, al menos inténtalo!»
Intenté la maniobra de desarme. Mi hoja dio en la base de la de Luke y la giré, lanzando todo mi peso en una estocada hacia delante. La espada de Luke repiqueteó en las piedras. La punta de mi espada estaba a tres dedos de su pecho indefenso.
Los demás campistas quedaron en silencio.
Di una rápida mirada a Allegra, ella estaba boquiabierta. Volví la atención a Luke y bajé la espada.
—Lo siento… Perdona.
Por un momento Luke se quedó demasiado aturdido para hablar.
—¿Perdona? —Su rostro marcado se ensanchó en una sonrisa—. Por los dioses, Percy, ¿por qué lo sientes? ¡Vuelve a enseñarme eso!
No quería. El breve ataque de energía frenética me había abandonado por completo. Pero Luke insistió.
Esta vez no hubo competición. En cuanto nuestras espadas entraron en contacto, Luke golpeó mi empuñadura y mi arma acabó en el suelo.
Tras una larga pausa, alguien del público preguntó:
—¿La suerte del principiante?
Luke se secó el sudor de la frente. Me observó con un interés absolutamente renovado.
—Puede —dijo—. Pero me gustaría saber qué es capaz de hacer Percy con una espada bien equilibrada…
El viernes por la tarde estaba con Grover a orillas del lago, descansando de una experiencia cercana a la muerte en el rocódromo. Grover había subido a la cima a saltos como una cabra montesa, pero la lava por poco acaba conmigo. Mi camisa tenía agujeros humeantes y se me había chamuscado el vello de los antebrazos.
Estábamos sentados en el embarcadero, observando a las náyades tejer cestería subacuática, hasta que reuní valor para preguntarle cómo le había ido con el señor D.
Se deprimió demasiado con esa charla, así que decidí cambiar de tema y acabé preguntándole por las cabañas vacías.
—La número ocho, la de plata, es de Artemisa —dijo—. Juró mantenerse siempre doncella. Así pues, nada de niños. La cabaña es, ya sabes… honoraria. Si no tuviera una se enfadaría.
—Ya. Pero ¿y las otras tres, las del fondo? ¿Son ésas los Tres Grandes?
Grover se puso en tensión. Era un tema delicado.
—No. Una de ellas, la número dos, es de Hera, otra de las honorarias. Es la diosa del matrimonio, así que por supuesto no va por ahí teniendo romances con mortales. Esa es tarea de su marido. Cuando decimos los Tres Grandes nos referimos a los tres hermanos poderosos, los hijos de Cronos.
—Zeus, Poseidón y Hades.
—Exacto. Veo que estás al día. Tras la gran batalla contra los titanes, le quitaron el mundo a su padre y se echaron a suertes a quién le tocaba cada cosa.
—A Zeus le tocó el cielo, a Poseidón el mar y a Hades el inframundo —dije.
—Aja.
—Pero Hades no tiene cabaña.
—No, y tampoco trono en el Olimpo. Digamos que se dedica a sus cosas en el inframundo. Si tuviera una cabaña aquí… —Grover se estremeció—. Bueno, no sería agradable. Dejémoslo así.
—Pero Zeus y Poseidón… Los dos tenían infinidad de hijos en los mitos. ¿Por qué están vacías sus cabañas?
Grover movió las pezuñas, incómodo.
—Hace unos sesenta años, tras la Segunda Guerra Mundial, los Tres Grandes se pusieron de acuerdo para no engendrar más héroes. Los niños eran demasiado poderosos. Influían bastante en el curso de los acontecimientos de la humanidad y causaban mucho derramamiento de sangre. La Segunda Guerra Mundial fue básicamente una lucha entre los hijos de Zeus y Poseidón por un lado, y los de Hades por el otro. El lado ganador, Zeus y Poseidón, obligó a Hades a hacer un juramento con ellos: no más líos con mortales. Todos juraron sobre el río Estige.
El trueno bramó.
—Ese es el juramento más serio que puede hacerse —dije. Grover asintió—. ¿Y los hermanos mantuvieron su palabra?
La expresión de Grover se enturbió.
—Hace diecisiete años, Zeus se cayó del tren. Había una estrella de televisión con un peinado de los ochenta… En fin, no se pudo resistir. Cuando nació su hija, una niña llamada Thalia… Bueno, el río Estige se toma en serio las promesas. Zeus se libró fácilmente porque es inmortal, pero condujo a su hija a un destino terrible.
—¡Pero eso no es justo! ¡No fue culpa de la niña!
Grover vaciló.
—Percy, los hijos de los Tres Grandes tienen mayores poderes que el resto de los mestizos. Tienen un aura muy poderosa, un aroma que atrae a los monstruos. —Me explicó la historia completa de cómo Thalia se había enfrentado al monstruo para salvar a sus amigos y cómo Zeus la acabó convirtiendo en un pino para salvarla—. Por eso la colina se llama Mestiza.
Miré el pino en la distancia.
La historia me dejó vacío, y también me hizo sentir culpable. Una chica de mi edad se había sacrificado para salvar a sus amigos. Se había enfrentado a todo un ejército de monstruos. Al lado de eso, mi victoria sobre el Minotauro no parecía gran cosa. Me pregunté si de haber actuado de manera diferente, habría podido salvar a mi madre.
—Grover, ¿hay algún héroe que haya cumplido misiones en el inframundo?
—Algunos —respondió—. Orfeo, Hércules, Houdini.
—Y… ¿han traído de vuelta a alguien de entre los muertos?
—No. Nunca. Orfeo casi lo consiguió… Percy, ¿no estarás pensando seriamente en…?
—No —mentí—. Sólo me lo preguntaba. —Y cambié de tema—: Así que ¿siempre hay un sátiro asignado para velar por un semidiós?
Grover me estudió con recelo, poco convencido de que hubiese abandonado la idea del inframundo.
—No siempre. Acudimos en secreto a muchas escuelas. Intentamos detectar los mestizos con potencial para ser grandes héroes. Si encontramos alguno con un aura muy poderosa, como un hijo de los Tres Grandes, alertamos a Quirón.
Éste intenta vigilarlos, porque podrían causar problemas realmente graves.
—Y tú me encontraste. Quirón dice que crees que yo podría ser alguien especial.
Grover hizo una mueca.
—Yo no… Oye, no pienses en eso. Aunque lo fueras, ya sabes a qué me refiero, jamás te asignarían una misión, y yo nunca obtendré mi licencia. Probablemente eres hijo de Hermes. O puede que incluso de uno de los menores, como Némesis, la divinidad de la venganza. No te preocupes, ¿ok?
Me pareció que lo decía más por confortarse a sí mismo que a mí.
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