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━━𝐄𝐥𝐞𝐯𝐞𝐧

❛❛Voy a empezar a cobrar por las misiones extra❜❜

𝐀𝐋𝐋𝐄𝐆𝐑𝐀
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CAYÓ LA CANA.

Todos los vehículos de emergencias de Saint Louis estaban rodeando el arco. Los helicópteros de la policía daban vueltas en círculo.

La multitud de curiosos me recordó a cuando hay marcha en la 9 de Julio.

El corazón me latía tan fuerte que parecía querer salirse de mi pecho.

—¿Qué hacemos? —preguntó Grover agarrándose el cabello.

—Tenemos que seguir —dijo Annabeth.

—¡No! —espeté empujándola—. No nos vamos sin Percy.

—Pero...

Sabía que Annabeth no lo decía de conchuda, pero Percy se había puesto en peligro por nosotros. No me iba a ir sin saber qué le había pasado.

Emprendí la marcha en los alrededores a ver si no andaba por ahí, con Grover y Annabeth siguiéndome de cerca.

Buscamos a Percy en los alrededores y lo encontramos saliendo del río a unos metros de la entrada del monumento.

Sorprendentemente, estaba seco.

Cada segundo que habíamos pasado sin saber dónde estaba había sido una tortura.

—Hola —dijo sin más.

Sentí un nudo en la garganta al verlo tan tranquilo, como si no se hubiera lanzado desde una altura mortal hace solo unos minutos. Lo miré boquiabierta, mis pies se movieron solos antes de que pudiera darme cuenta de lo que hacía.

—Miren, lamento haberlos empujado por las escaleras —se justificó. El alivio de verlo sano y salvo se mezcló con la ira que bullía en mi pecho. Quería golpearlo, se había puesto en un enorme peligro y casi me había dado un infarto cuando nos dimos cuenta que se había tirado desde esa altura—. Hasta escucharme decir eso suena muy mal, pero yo...sabía que no estarían de acuerdo y no había suficiente tiempo...

Me arrojé contra él. Percy se quedó rígido por un momento mientras lo abrazaba con toda la fuerza que mis brazos podían reunir. Sentí sus brazos alrededor de mí, un poco inseguros al principio, pero luego me apretó con la misma intensidad.

El nudo en mi garganta se deshizo en lágrimas que mojaron su camisa. Lo aparté de un empujón y trastabilló hacia atrás, atónito.

¡¿Pero sos pelotudo o te hacés, pedazo de gil?! ¡¿Qué te pasa, te pensás que sos un gato o qué?! Salame de mierda, mirá si te morías. ¡A la próxima meté los dedos en el enchufe!

Percy me sostuvo la mirada. No había ni una pizca de arrepentimiento en ellos.

—Tú pensabas hacer lo mismo, Allegra —dijo con seriedad. Me quedé sin palabras, aun cuando probablemente no me había entendido ni chota, había captado la esencia de mi enojo—. No me voy a disculpar por mantenerte a salvo, porque lo haré de nuevo si puedo evitar que tú lo hagas.

Abrí la boca para responder, pero no se me ocurría ninguna réplica decente. Al contrario debí ponerme rojísima porque me ardía la cara.

—Entonces... —La voz de Grover, algo incómoda, me hizo acordar que no estábamos solos—. Creíamos que habías llegado al Hades de la manera mala.

Annabeth estaba de pie tras él tratando de parecer enfadada, pero se notaba que también le aliviaba verlo bien.

—¡No podemos dejarte solo ni cinco minutos! ¿Qué ha pasado?

—Más o menos me he caído.

— Versión corta. Tenemos que ir a Santa Mónica.

Los tres nos miramos sin comprender nada.

—¿Justo ahora? —cuestioné.

—Mi padre va a verme allá. Va a ayudarnos.

—Ok —dijo Grover con expresión mareada. Asintió, nervioso—. Sólo hay un problema con este plan.

Apuntó al otro lado de la calle, donde unos periodistas estaban reportando el acontecimiento.

—Probablemente no ha sido un ataque terrorista, nos dicen, pero la investigación acaba de empezar —informaba una mujer mirando a la cámara—. El daño, como ven, es muy grave. Intentamos llegar a alguno de los supervivientes para interrogarlos sobre las declaraciones de testigos presenciales que indican que alguien cayó del arco.

—...un adolescente —estaba diciendo otro reportero—. Canal Cinco ha sabido que las cámaras de vigilancia muestran a un adolescente volverse loco en la plataforma de observación, y de algún modo consiguió activar esta extraña explosión. Difícil de creer, John, pero es lo que nos dicen. Sigue sin haber víctimas mortales...

Esto complica una banda todo.

Antes de que Annabeth pudiera responder, nos cruzamos con otro periodista que daba una noticia y casi me quedo helada cuando dijo:

—Percy Jackson. Eso es, Dan. El Canal Doce acaba de saber que el chico que podría haber causado esta explosión coincide con la descripción de un joven buscado por las autoridades en relación con un grave accidente de autobús en Nueva Jersey, hace tres días. Y se cree que el chico viaja en dirección al oeste. Aquí ofrecemos una foto de Percy Jackson para nuestros telespectadores.

Nos agachamos junto a la furgoneta de los informativos y nos metimos en un callejón.

—Primero tenemos que largarnos de la ciudad.

De algún modo, conseguimos regresar a la estación del Amtrak sin que nos vieran. Subimos al tren justo antes de que saliera para Denver. El tren traqueteó hacia el oeste mientras caía la oscuridad y las luces de la policía seguían latiendo a nuestras espaldas en el cielo de San Luis.

La tarde siguiente, el 14 de junio, siete días antes del solsticio, nuestro tren llegó a Denver. No nos habíamos duchado desde que salimos del campamento.

«Desde luego tenía que notarse» pensé.

Pasamos por un lavautos para comunicarnos con el campamento y contarle a Quirón sobre la charla de Percy con el espíritu del río, pero sólo pudimos hablar con Luke.

Una hora más tarde, estábamos sentados en el reservado de un comedor de cromo brillante, rodeados por un montón de familias que zampaban hamburguesas y bebían refrescos.

Al final vino la camarera. Arqueó una ceja con aire escéptico e inquirió:

—¿Y bien?

—Bueno... queríamos pedir la cena —dijo Percy.

—¿Tienen dinero para pagar, niños?

El labio inferior de Grover tembló. Me preocupaba que empezara a balar, o peor aún, a comerse el linóleo. Annabeth parecía a punto de fenecer de hambre.

—Obvio que sí —dije seria.

Estaba por sacar mi billetera para mostrarle mi tarjeta cuando un rugido sacudió el edificio: una motocicleta del tamaño de un elefante pequeño acababa de parar junto al bordillo.

Todas las conversaciones se interrumpieron. El faro de la motocicleta era rojo. El depósito de gasolina tenía llamas pintadas y a los lados llevaba fundas para escopetas... con escopetas incluidas. El asiento era de cuero, pero un cuero que parecía... piel humana.

Habría conseguido que un luchador profesional llamase a gritos a su mamá. Iba vestido con una camiseta de tirantes roja, téjanos negros y un guardapolvo de cuero negro, y llevaba un cuchillo de caza sujeto al muslo. Tras sus gafas rojas tenía la cara más cruel y brutal que he visto en mi vida —guapo, supongo, pero de aspecto implacable—; el pelo, cortísimo y negro brillante, y las mejillas surcadas de cicatrices sin duda fruto de muchas, muchas peleas.

Al entrar en el restaurante produjo una corriente de aire cálido y seco. Los comensales se levantaron como hipnotizados, pero el motorista hizo un gesto con la mano y todos volvieron a sentarse. Regresaron a sus conversaciones. La camarera parpadeó, como si alguien acabara de apretarle el botón de rebobinado.

—¿Tienen dinero para pagar, niños? —volvió a preguntarnos.

—Ponlo en mi cuenta —respondió el motorista. Se metió en el reservado, que era demasiado pequeño para él, y acorraló a Annabeth contra la ventana. Levantó la vista hacia la camarera, la miró a los ojos y dijo—: ¿Aún sigues aquí?

La muchacha se puso rígida, se volvió como una autómata y regresó a la cocina.

El motorista se quedó mirando a Percy. No me miró en ningún momento, pero empezaron a hervirme malos sentimientos. Ira, rencor, amargura. Quería darle un golpe a una pared, empezar una pelea con alguien. ¿Quién se creía que era aquel tipo?

Le dedicó una sonrisa pérfida.

—Así que tú eres el niño del viejo Alga, ¿eh?

—¿Y a ti qué te importa?

—Percy, éste es...

—Cierra la boca, Annabeth —se me escapó sin darme cuenta.

—¿Por qué no mejor la cierras tú? —espetó Percy—. No necesito que te metas.

Me giré hacia él.

¡¿Pero por qué no te vas un poquito a la concha de tu hermana, pelotudo?!

—Allegra... —Annabeth parecía a punto de tener un infarto, pero intentaba como podía atraer nuestra atención sin resultados.

—No sé qué me dijiste, pero la tuya por si acaso.

—Te dije que...

—¿Y quién demonios eres tú? —espetó Percy interrumpiéndome y mirando al motorista.

—Percy...

—No pasa nada —El hombre levantó la mano—. No está mal una pizca de carácter. Siempre y cuando te acuerdes de quién es el jefe. ¿Sabes quién soy, primito?

Entonces caí en la cuenta. Tenía la misma risa malvada de algunos niños del Campamento Mestizo, los de la cabaña 5.

—Eres el padre de Clarisse —respondió Percy—. Ares, el dios de la guerra.

Ares sonrió y se quitó las gafas. Donde tendrían que estar los ojos, había sólo fuego, cuencas vacías en las que refulgían explosiones nucleares en miniatura.

—Has acertado, insecto. He oído que le has roto la lanza a Clarisse.

—Lo estaba pidiendo a gritos.

—Probablemente. No intervengo en las batallas de mis hijos, ¿sabes? He venido para... He oído que estabas en la ciudad y tengo una proposición que hacerte.

La camarera regresó con bandejas repletas de comida: hamburguesas con queso, patatas fritas, aros de cebolla y batidos de chocolate.

Ares le entregó unos dracmas. Ella miró con nerviosismo las monedas.

—Pero éstos no son...

Ares sacó su enorme cuchillo y empezó a limpiarse las uñas.

—¿Algún problema, chata?

La camarera se tragó las palabras y se marchó sin rechistar.

—¿Eres un dios y no puedes pagar con dinero normal? Que mal se paga en el Olimpo —cuestioné cruzándome de brazos—.No puedes ir amenazando a la gente con un cuchillo.

Ares soltó una risotada.

—¿Estás de broma? Adoro este país. Es el mejor lugar del mundo desde Esparta. ¿Tú no vas armada, mocosa? Pues deberías. Ahí afuera hay un mundo peligroso. Y eso nos lleva a mi proposición. Necesito que me hagan un favor.

—¿Qué favor puedo hacerle yo a un dios?

—Algo que un dios no tiene tiempo de hacer. No es demasiado. Me dejé el escudo en un parque acuático abandonado aquí en la ciudad. Tenía cita con mi novia, pero nos interrumpieron. En la confusión me dejé el escudo. Así que quiero que vayas por él.

—¿Por qué no vas tú?

El fuego en las cuencas de sus ojos brilló con mayor intensidad.

—También podrías preguntarme por qué no te convierto en una ardilla y te atropello con la Harley. La respuesta sería la misma: porque de momento no me apetece. Un dios te está dando la oportunidad de demostrar qué sabes hacer, Percy Jackson. ¿Vas a quedar como un cobarde? —Se inclinó hacia él—. O a lo mejor es que sólo peleas bajo el agua, para que papito te proteja.

El poder de Ares causaba la ira que estábamos sintiendo, y seguro que le encantaría que Percy lo atacara para tener una excusa para pelear.

Me incliné hacia adelante.

—No estamos interesados —repuse—. Ya tenemos una misión.

Los fieros ojos de Ares me hicieron ver cosas que no quería ver: sangre, humo y cadáveres en la batalla.

—Lo sé todo sobre su misión, mocosa. Cuando ese objeto mortífero fue robado, Zeus envió a los mejores a buscarlo: Apolo, Atenea, Artemisa y yo, naturalmente.

—¿Mi padre también lo está buscando?

Ares soltó una risa burlesca.

—¿Sabes por qué te pidió que vinieras? El imbécil la jodió en grande cuando empujó a Atenea de su carro mientras estaban buscando en el Océano Atlántico, creando una nueva grieta en el fondo del océano, perdieron horas discutiendo, solo pararon cuando Poseidón intervino y ahora ella piensa acusarlo con papá cuando encuentre el rayo. Por eso necesita que lo ayudes a arreglar el desastre que ocasionó con sus celos.

Empezaba a entender por qué había estado tan molesto cuando me explicó lo de Atenea.

Aún me molestaba que me usara así, pero al menos entendía mejor sus sentimientos.

—Pero si ninguno de ellos o yo percibimos ni un tufillo de un arma tan poderosa... —se relamió, como si el pensamiento del rayo maestro le diera hambre—, pues entonces ustedes no tienen ninguna posibilidad. Aun así, estoy intentando conceder el beneficio de la duda. —Apuntó con el dedo a Percy—. Pero tu padre y yo nos conocemos desde hace tiempo. Después de todo, yo soy el que le transmitió las sospechas acerca del viejo Aliento de Muerto.

—¿Tú le dijiste que Hades robó el rayo?

—Claro. Culpar a alguien de algo para empezar una guerra es el truco más viejo del mundo. En cierto sentido, tienen que agradecerme su patética misión.

—Gracias —farfullé.

—Eh, ya ves que soy un hombre generoso. Haganme ese trabajito, y yo les ayudaré en el suyo. Les prepararé el resto del viaje.

—Nos las arreglamos bien por nuestra cuenta.

—Sí, seguro. Sin coche. Fugitivos de la justicia. Sin ninguna idea de a qué se enfrentarán. Ayúdame y quizá te cuente algo que necesitas saber. Algo sobre tu madre.

—¿Mi madre?

—Eso te interesa, ¿eh? —Ares sonrió—. El parque acuático está a un kilómetro y medio al oeste, en Delancy. No puedes perderte. Busca la atracción del Túnel del Amor.

—¿Qué interrumpió tu cita? —le preguntó Percy—. ¿Te asustó algo?

Ares le enseñó los dientes, pero ya había visto esa mirada amenazante en Clarisse. Había algo falso en ella, casi como si traicionara cierto nerviosismo.

—Tienes suerte de haberme encontrado a mí, insecto, y no a algún otro Olímpico. Con los maleducados no son tan comprensivos como yo. Volveremos a vernos aquí cuando terminen. No me defrauden.

Después de eso, debí de desmayarme o caer en trance, porque cuando volví a abrir los ojos Ares había desaparecido. Habría creído que aquella conversación había sido un sueño, pero las expresiones de Annabeth y Grover me indicaron lo contrario.

—No me gusta —dijo Grover—. Ares ha venido a buscarte, Percy. No me gusta nada de nada.

Miré por la ventana. La motocicleta había desaparecido, y con él, la ira desapareció por completo de mí. Ése era parte de su poder: confundir las emociones al extremo de que te nublaran la capacidad de pensar.

—Quizá no fue más que un espejismo —dijo Percy—. Olvídense de Ares. Nos vamos y punto.

—No podemos —contesté—. Mira, yo detesto a Ares, pero no se puede ignorar a los dioses a menos que quieras buscarte la ruina. No bromeaba cuando hablaba de convertirte en un roedor.

Miré mi hamburguesa con queso, que de repente no parecía tan apetecible.

—¿Por qué nos necesita para una tarea tan sencilla?

—A lo mejor es un problema que requiere cerebro —observó Annabeth—. Ares tiene fuerza, pero nada más. Y a veces la fuerza debe doblegarse ante la inteligencia.

La miré por el rabillo del ojo. No quería meterme en dramas de dioses, pero ¿existía alguna posibilidad de que Atenea la hubiera presionado a ella como Apolo me había presionado a mí para venir?

La diosa había estado muy ofendida cuando pasó lo de Medusa y culpó a Annabeth por las acciones de Percy.

Si era verdad lo que decía Ares sobre que Atenea quería encontrar el casco para acusar a mi papá por su pelea, entonces su enojo por la falta de influencia de Annabeth en Percy para liderar la misión, empezaba a tener más sentido.

—Pero ¿qué habrá en ese parque acuático?

Percy asintió a mi pregunta.

—Ares parecía casi asustado. ¿Qué haría interrumpir al dios de la guerra una cita con su novia y huir?

Los tres nos miramos nerviosos.

—Me temo que tendremos que ir a descubrirlo —dijo Annabeth.

El sol se hundía tras las montañas cuando encontramos el parque acuático. A juzgar por el cartel, originalmente se llamaba «waterland», pero algunas letras habían desaparecido, así que se leía: «WAT R A D».

La puerta principal estaba cerrada con candado y protegida con alambre de espino. Dentro, enormes y secos toboganes, tubos y tuberías se enroscaban por todas partes, en dirección a las piscinas vacías. Entradas viejas y anuncios revoloteaban por el asfalto. Al anochecer, aquel lugar tenía un aspecto triste y daba escalofríos.

—Si Ares trae aquí a su novia para una cita —dijo Percy mirando el alambre de espino—, no quiero imaginarme qué aspecto tendrá ella.

Hice una mueca burlona.

Yo conozco a uno que está pidiendo que lo hagan bosta.

—Percy —le avisó Annabeth—, tienes que ser más respetuoso.

—¿Por qué? Creía que odiabas a Ares.

—Sigue siendo un dios. Y su novia es muy temperamental.

—No insultes su aspecto —añadí—. Nunca. Cosas malas pasan cuando haces eso.

—¿Quién es? ¿Equidna?

—No; Afrodita... —repuso Grover y suspiró con embeleso—. La diosa del amor.

—Pensaba que estaba casada con alguien. ¿Con Hefesto?

—Sí, ¿y?

—Bueno... ¿Y cómo entramos?

«Chico listo, cambia de tema».

—¡Maya! —Al punto surgieron las alas de los zapatos de Grover.

Voló por encima de la valla, dio un involuntario salto mortal y aterrizó en una plataforma al otro lado. Se sacudió los vaqueros, como si lo hubiera previsto todo.

—Vamos, chicos.

Nosotros tres tuvimos que escalar a la manera tradicional.

Las sombras se alargaron mientras recorríamos el parque, examinando las atracciones. Pasamos frente a la Isla de los Mordedores de Tobillos, Pulpos Locos y Encuentra tu Bañador. Ningún monstruo nos atacó y no oímos el menor ruido.

Encontramos una tienda de souvenirs que había quedado abierta. Aún había mercancía en las estanterías: bolas de nieve artificial, lápices, postales e hileras de...

—Ropa —dijo Annabeth.

—Ropa limpia —murmuré con anhelo.

—Sí —dijo Percy—. Pero no pueden ir y...

—¿Ah, no?

Agarré una hilera llena de cosas y me metí en el vestidor. Me miré en el espejo, no estaba tan mal, pero necesitaba urgente una ducha.

Me puse unos pantalones cortos, una camiseta roja, una chaqueta blanca y unas zapatillas surferas del aniversario del parque. Miré con pena mi chaqueta, estaba hecha un asco. La metí con el resto de mi ropa en una bolsa de plástico y luego dentro de mi morral.

Tenía el cabello sucio y enredado, como pude me hice una coleta alta y me lavé la cara.

Unos minutos después, salí del probador, al mismo tiempo que Annabeth.

—Qué demonios. —Grover se encogió de hombros.

En pocos minutos estuvimos los cuatro engalanados como anuncios andantes del difunto parque temático.

«Qué nos garpen la propaganda gratis».

Seguimos buscando el Túnel del Amor. Tenía la sensación de que el parque entero contenía la respiración.

—Así que Ares y Afrodita —dijo Percy— tienen un asuntillo.

—Ese chisme es muy viejo, Percy —dije rodando los ojos—. Tiene tres mil años.

—¿Y el marido de Afrodita?

—Bueno, ya sabes... Hefesto, el herrero, se quedó tullido cuando era pequeño, Zeus lo tiró del monte Olimpo. Así que digamos que no es muy guapo —explicó Annabeth—. Habilidoso con las manos, sí, pero a Afrodita no le van los listos con talento, ¿comprendes?

—Le gustan los motoristas.

—Lo que sea.

—¿Hefesto lo sabe?

—Oh, claro —repuso Annabeth—. Una vez los pilló juntos, quiero decir in fraganti. Entonces los atrapó en una red de oro e invitó a todos los dioses a que fueran a reírse de ellos. Hefesto siempre está intentando ridiculizarlos. Por eso se ven en lugares remotos como... —se detuvo, mirando al frente—. Como ése.

Era una piscina que habría sido alucinante para patinar, de por lo menos cuarenta y cinco metros de ancho y con forma de cuenco. Alrededor del borde, una docena de estatuas de Cupido montaba guardia con las alas desplegadas y los arcos listos para disparar. Al otro lado se abría un túnel, por el que probablemente corría el agua cuando la piscina estaba llena.

Tenía un letrero que rezaba: 

"EMOCIONANTE ATRACCIÓN DEL AMOR: ¡ÉSTE NO ES EL TÚNEL DEL AMOR DE TUS PADRES!"

—Este lugar le habría encantado a Dari —susurró Percy.

Me sonó el cuello por la velocidad con la que giré la cabeza hacia él. Tenía la mirada perdida viendo la atracción.

—¿Quién es Dari? —cuestioné cruzándome de brazos.

Él me miró, confundido. Como si hubiera despertado de un sueño aletargado.

—¿Quién?

—Dijiste "este lugar le habría encantado a Dari". ¿Quién es Dari?

—Yo...no lo sé —murmuró como si no pudiera comprender lo que él mismo había dicho.

Estaba por insistir en saber quién era la tal Dari esa, cuando Grover me interrumpió.

—Chicos, miren —dijo en el borde.

En el fondo de la piscina había un bote de dos plazas blanco y rosa con un dosel lleno de corazones. En el asiento izquierdo, reflejando la luz menguante, estaba el escudo de Ares, una circunferencia de bronce bruñido.

—Esto es demasiado fácil —dijo Percy—. ¿Así que bajamos y lo tomamos y ya está?

Annabeth pasó los dedos por la base de la estatua de Cupido más cercana.

—Aquí hay una letra griega grabada —dijo—. Eta. Me pregunto...

—Grover —pregunté—, ¿hueles monstruos?

Olisqueó el viento.

—Nada.

—Ok. Voy a bajar —dijo luego de respirar profundo.

—Te acompaño. —Grover no parecía demasiado entusiasta.

—No —repuso Percy—. Te quedarás arriba con las zapatillas voladoras. Eres el Barón Rojo, un as del aire, ¿recuerdas? Cuento contigo para que me cubras, por si algo sale mal.

A Grover se le hinchó el pecho.

—Claro. Pero ¿qué puede ir mal?

—No lo sé. Es un presentimiento. Annabeth, ven conmigo.

Fruncí el ceño. ¿Cómo que Annabeth? Yo era la que venía de misión con él, ella se había colado.

—¿Y ahora qué pasa?

—¿Yo, contigo en... —se ruborizó ella levemente— en la "emocionante atracción del amor"? Me da vergüenza. ¿Y si me ve alguien?

—¿Quién te va a ver? —Pero él también se ruborizó un poco—. Bien —Se giró hacia mí—. ¿Vienes conmigo?

Levanté el mentón.

Claro, ahora si te acordaste, salame.

—Las chicas lo complican todo —murmuró Percy, rodando los ojos y comenzó a bajar.

Solté un bufido y lo seguí.

Llegamos al bote. Junto al escudo había un chal de seda de mujer. Intenté imaginarme a Ares y Afrodita allí, una pareja de dioses que se encontraban en una atracción abandonada de un parque de atracciones.

¿Por qué? Entonces reparé en algo que no había visto desde arriba: espejos por todo el borde de la piscina, orientados hacia aquel lugar. Podíamos vernos en cualquier dirección que miráramos. Eso debía de ser. Mientras Ares y Afrodita se daban besitos podían mirar a sus personas favoritas: ellos mismos.

Percy tomó el chal. Reflejaba destellos rosa y, sin tenerlo tan cerca como él, podía sentir su aroma, que era una exquisita mezcla floral. Algo embriagador. Sonrió con aire de ensoñación, y estaba a punto de frotarse la mejilla con el chal cuando se lo arrebaté y me lo até a la cintura.

—Ah, no, de eso nada. Apártate de esa magia de amor —advertí molesta.

—¿Qué?

—Tú toma el escudo, pececito, y larguémonos de aquí.

En el momento en que tocó el escudo supe que teníamos problemas. Su mano rompió algo que lo unía al tablero de mandos. Estaba puesto ahí para tropezar con él.

—Espera.

—Demasiado tarde.

—¡La puta madre que me parió y la concha de la lora! ¡Es una trampa!

Se produjo el chirriante ruido de un millón de engranajes que comenzaban a funcionar, como si la piscina estuviera convirtiéndose en una máquina gigante.

—¡Cuidado, chicos! —gritó Grover.

Arriba, en el borde, las estatuas de Cupido tensaban sus arcos en posición de disparo. Sin darnos tiempo de ponernos a cubierto, dispararon, pero no hacia nosotros sino unas a otras, a ambos lados de la piscina. Las flechas arrastraban cables sedosos que describían arcos sobre la piscina y se clavaban en el borde, formando un enorme entramado dorado. Entonces, por arte de magia, empezaron a tejerse hilos metálicos más pequeños, entrelazándose hasta formar una red.

—Tenemos que salir de aquí —dije.

¡Descubriste América, master! —exclamé irónica.

Agarró el escudo y echamos a correr, pero salir de la piscina no era tan fácil como bajar.

—¡Vamos! —nos urgió Annabeth.

Los dos intentaban rasgar la red para abrirnos una salida, pero cada vez que la tocaban los hilos de oro les envolvían las manos. De repente, las cabezas de los cupidos se abrieron y de su interior salieron videocámaras y focos que nos cegaron al encenderse. Un altavoz retumbó:

"Retransmisión en directo para el Olimpo dentro de un minuto... Cincuenta y nueve segundos, cincuenta y ocho..."

—¡Hefesto! —gritó Annabeth—. ¡Cómo no me di cuenta antes! Eta es hache. Fabricó esta trampa para sorprender a su mujer con Ares.

—¡La concha puta, la que me faltaba! —me quejé—. ¡Ahora van a transmitirnos en vivo al Olimpo y vamos a quedar como boludos!

Casi habíamos llegado al borde, cuando de pronto los espejos en hilera se abrieron como trampillas y de ellas emergió un torrente de diminutas cosas metálicas...

Al principio sentí mi cuerpo paralizado, como si fuera imposible para mi mente hilar la idea de lo que estaba viendo.

Parecía un ejército de bichitos de cuerda: cuerpos de bronce, patas puntiagudas y afiladas pinzas, y se dirigían hacia nosotros como una marabunta, en una oleada de chasquidos y zumbidos metálicos.

—¡Arañas! —El grito lleno de pánico de Annabeth a lo lejos fue lo que me hizo reaccionar.

También grité. No era una cosa como los hijos de Atenea, pero en general odiaba cualquier tipo de criaturas así.

«Al menos no son cucarachas voladoras» intenté consolarme en vano.

—¡Sacámelas, que asco, sácalas! —chillé comenzando a entrar en pánico cuando sentí una en la nuca.

Percy se apresuró a tratar de sacármelas, pero aquellas cosas seguían apareciendo por doquier, miles de ellas, bajando sin cesar a la piscina y rodeándonos. Me dije que probablemente no estaban programadas para matar, sólo para acorralarnos, mordernos y hacernos parecer idiotas. Entonces caí en la cuenta de que era una trampa para dioses. Y nosotros no éramos dioses.

Percy me levantó en brazos y nos subió al bote, me dejó en el asiento empezó a apartar arañas a patadas a medida que trepaban. Me gritó que le ayudara, pero a mí me importaba más sacarme la que se me había metido en la camiseta.

"Treinta, veintinueve, veintiocho...", proseguía el altavoz.

Las arañas empezaron a escupir filamentos de metal buscando amarrarnos. Al principio fue fácil zafarnos, pero había demasiados y las arañas no dejaban de llegar. Percy me apartó una de la pierna, y yo logré sacar la que se me metió en la ropa.

Grover revoloteaba por encima de la piscina con las zapatillas voladoras, intentando perforar la red, pero no cedía.

Podríamos haber huido por la entrada del Túnel del Amor, de no haber estado bloqueada por un millón de arañas robot.

"Quince, catorce, trece...", contaba sin pausa el altavoz.

—¡Grover! —gritó Percy—. ¡Ve a la cabina y busca el botón de encendido!

Lo miré, helada y pensando lo peor.

—Pero...

¡Vas a matarnos, pelotudo!

Y claramente, como presa del pánico no podía pronunciar ni hola en inglés, Percy no me entendió nada y siguió con su plan.

—¡Hazlo!

Grover se metió en la cabina y empezó a pulsar botones a la desesperada.

"Cinco, cuatro..."

Nos hizo señas con las manos, dándonos a entender que había apretado todos los botones, pero seguía sin pasar nada.

Quería respirar aliviada, pero entonces Percy cerró los ojos y ya me vi muerta.

"Dos, uno, ¡cero!"

Las tuberías se sacudieron y el agua inundó con un rugido la piscina, arrastrando las arañas. Tiró de mí más cerca suyo, me abrochó el cinturón y me abrazó con fuerza, justo cuando la primera ola nos cayó encima y acabó con todas las arañas.

El bote viró, se levantó con el nivel del agua y dio vueltas en círculo encima del remolino. El agua estaba llena de arañas que chisporroteaban en cortocircuito, algunas con tanta fuerza que incluso explotaban. Los focos nos iluminaban y las cámaras cupido filmaban en directo para el Olimpo.

Dimos una última vuelta cuando el nivel del agua era casi tan alto como para cortarnos en juliana contra la red. Entonces la proa viró en dirección al túnel y nos lanzamos a toda velocidad hacia la oscuridad.

Nos sujetamos fuerte y gritamos al unísono cuando el bote remontó olas, pasó pegado a las esquinas y se escoró cuarenta y cinco grados al paso de imágenes de Romeo y Julieta y otro montón de tonterías de San Valentín. En la recta final del túnel, la brisa nocturna nos revolvió el pelo cuando el bote se lanzó como un bólido hacia la salida.

Si la atracción hubiese estado en funcionamiento, habríamos llegado a una rampa entre las Puertas Doradas del Amor y, de allí, chapoteado sin problemas hasta la piscina de salida. Pero había un problema: las Puertas del Amor estaban cerradas con una cadena. Un par de botes que al parecer habían salido del túnel antes que nosotros se habían estrellado contra las puertas: uno estaba medio sumergido, y el otro partido por la mitad.

—¡Quítate el cinturón! —me gritó.

¡¿Pero a vos te falla o qué?!

—A menos que quieras morir aplastada. —Se amarró el escudo de Ares al brazo—. Tendremos que saltar.

Miré hacia donde nos dirigimos, comprendiendo por fin su plan. Cuando el bote chocara, aprovecharíamos el impulso como trampolín y saltaríamos por encima de la puerta, con un poco de suerte, aterrizaríamos en la piscina.

Me aferré a su mano. Las puertas se acercaban a gran velocidad.

—Yo doy la señal.

—¡No! ¡La doy yo!

—Pero ¿qué...?

—¡Física sencilla, pececito! —le grité—. La fuerza calcula el ángulo de la trayectoria...

Gracias por ser hija del dios del tiro con arco. Éramos expertos en calcular disparos con proyectiles.

—¡Bien! —exclamó—. ¡Tú das la señal!

Vacilé... vacilé... y de repente grité:

—¡Ahora!

De haber saltado en otro momento, nos habríamos estrellado contra las puertas. Conseguí el máximo impulso... más del que necesitábamos: el bote se estrelló contra las barcas estropeadas y salimos despedidos violentamente por el aire, justo por encima de las puertas y la piscina, directos al sólido asfalto.

Algo me agarró por el brazo.

—¡Ay! —me queje—. ¡Grover!

En pleno vuelo nos había atrapado, a Percy por la camisa y a mí por el brazo, e intentaba evitarnos un aterrizaje accidentado, pero íbamos embalados.

—¡Pesan demasiado! —dijo Grover—. ¡Nos caemos!

Descendimos al suelo describiendo espirales, Grover esforzándose por amortiguar la caída. Chocamos contra un tablón de fotografías y la cabeza de Grover se metió directamente en el agujero donde se asomaban los turistas para salir en la foto como Noo-Noo la ballena simpática. Percy y yo dimos contra el suelo; fue un golpe duro, pero estábamos vivos y el escudo de Ares seguía en su brazo.

En cuanto recuperamos el aliento, liberamos a Grover del tablón y le dimos las gracias por salvarnos la vida.

Annabeth corrió hacia nosotros. Estaba terriblemente pálida. Y eso que ella no había tenido a las arañas encima.

—¿Están bien? —preguntó ansiosa.

Asentí. Tenía el corazón en la boca. Me volví para contemplar la Emocionante Atracción del Amor. El agua remitía. Nuestro bote, estrellado contra las puertas, había quedado hecho trizas. Cien metros más allá, en la piscina, los cupidos seguían filmando. Las estatuas habían girado de manera que las cámaras y las luces nos enfocaban.

Apreté los dientes con furia. Seguramente los dioses estaban viéndonos como la telenovela de la noche y nosotros acá casi matándonos.

«¿Esto es lo que querías, Apolo?».

—¡Eh forros divinos! —grité mostrando mis dedos medios a la cámara—. ¡Graben ésta, pajeros de mierda!

Percy me apartó.

—¡La función ha terminado! ¡Gracias! ¡Buenas noches!

Los cupidos regresaron a sus posiciones originales y las luces se apagaron.

El parque quedó tranquilo y oscuro otra vez, excepto por el suave murmullo del agua en la piscina de salida de la Emocionante Atracción del Amor.

Percy levantó el escudo que llevaba en el brazo y se volvió hacia nosotros.

—Vamos a tener unas palabritas con Ares.

A mi en general no me molesta que hayan pocos comentarios, pero disfruto leerlos cuando hay uno que otro. Por favor, no sean lectores fantasma.

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