━━𝐄𝐢𝐠𝐡𝐭
❛❛Una señora nos ofrece hamburguesas gratis❜❜
𝐏𝐄𝐑𝐂𝐘
。☆✼★━━━━━━━━━━━━★✼☆。
EN CIERTO SENTIDO, ES BUENO SABER QUE HAY DIOSES GRIEGOS AHÍ AFUERA, PORQUE TIENES A QUIEN ECHARLE LA CULPA CUANDO LAS COSAS VAN MAL.
Por ejemplo, si eres un mortal y estás huyendo de un autobús atacado por arpías monstruosas y fulminado por un rayo, y si encima está lloviendo, es normal que lo atribuyas a tu mala suerte; pero si eres un mestizo, sabes que alguna criatura divina está intentando fastidiarte el día.
Así que allí estábamos, Annabeth, Grover y yo, entre los bosques que hay en la orilla de Nueva Jersey, bajé lentamente a Allegra para que se sentara en una roca.
El resplandor de Nueva York teñía de amarillo el cielo a nuestras espaldas, y el hedor del Hudson nos anegaba la pituitaria.
Grover temblaba y balaba, con miedo en sus enormes ojos de cabra.
—Tres Benévolas —dijo con inquietud—. Y las tres de golpe.
Yo mismo estaba bastante impresionado. La explosión del autobús aún resonaba en mis oídos.
—Nuestro dinero estaba allí dentro. Y la comida y la ropa. Todo.
—Bueno, a lo mejor si no hubieras decidido participar en la pelea…
—Chicos…
—¿Qué querías que hiciera? ¿Dejar que los mataran?
Annabeth se giró enojada.
—No tienes que protegernos, Percy. Me las habría apañado.
—Chicos…
—En rebanadas como el pan de sandwich —intervino Grover—, pero se las habría apañado.
—Cierra el hocico, niño cabra —le espetó Annabeth.
Grover baló lastimeramente.
—Latitas… —se lamentó—. He perdido mi bolsa llena de estupendas latitas para mascar.
—Chicos…
—¡Vamos! —dijo Annabeth mirando a Allegra para que se pusiera de pie—. Cuanto más lejos lleguemos, mejor.
Me paré delante de ella, tapándole la vista a la hija de Apolo.
—Oye, déjala. Allegra necesita descansar.
—No necesitaría hacerlo sino hubieras hecho esa tontería con el freno de mano.
—¡Chicos!
—¡¿Qué?! —gritamos los tres, mirando a Allegra.
Ella levantó las cejas, indignada.
—¡La puta madre! ¡¿Quieren dejar de pelear por pelotudeces?! —cuestionó—. No nos sirve de nada. Percy, Annabeth tiene razón, debiste haberte ido, pero Annabeth, no sirve de nada echarlo en cara, se quedó y nos ayudó, te guste o no. ¡Así que ambos dejen de ser unos conchudos! —Respiró profundo, y entonces, levantó su morral—. No estamos tan mal.
Los tres nos miramos, asombrados de que ella si hubiera sacado su bolso. Aunque no sorprendía de nada, ni siquiera en el campamento estaba sin él.
Dejó caer el bolso en el suelo y lo abrió, se inclinó sobre él y metió la mano hasta el hombro.
—Es un bolso mágico —comentó Annabeth.
—Regalo de Apolo —dijo Allegra sacando una bolsita de ambrosía, nos repartió a todos un poco y pronto nos sentimos mejor.
Nos sorprendió que también tenía gusanitos, chocolates y almendras, sirvió de momento para comer algo, aunque no nos llenó del todo.
Pronto nos pusimos en marcha. Atravesamos chapoteando terreno fangoso, a través de horribles árboles enroscados que olían a colada mohosa.
Al cabo de unos minutos, Annabeth se puso a mi lado. Grover y Allegra iban más adelante, compartiendo su bolsa de almendras.
—Mira, yo… —Le falló la voz—. Aprecio que nos ayudaras, ¿bien? Has sido muy valiente.
—Somos un equipo, ¿no?
Se quedó en silencio durante unos cuantos pasos.
—Es sólo que si tú mueres… aparte de que a ti no te gustaría nada, supondría el fin de la misión. Y puede que ésta sea mi única oportunidad de ver el mundo real. ¿Me entiendes ahora?
La tormenta había cesado por fin. El fulgor de la ciudad se desvanecía a nuestra espalda y estábamos sumidos en una oscuridad casi total. No veía a Annabeth, salvo algún destello de su pelo rubio.
—¿No has salido del Campamento Mestizo desde que tenías siete años? —le pregunté.
—No. Sólo algunas excursiones cortas. Mi padre…bueno, no funcionó vivir con él en casa. Me refiero a que mi casa es el Campamento Mestizo. En el campamento entrenas y entrenas, y eso está muy bien, pero los monstruos están en el mundo real. Ahí es donde aprendes si sirves para algo o no.
Me pareció detectar cierta duda en su voz.
—Eres muy valiente —le dije.
—¿Eso crees?
—Cualquiera capaz de hacerle frente a una Furia lo es. —Aunque no veía nada, tuve la sensación de que sonreía.
Un sonido agudo irrumpió el bosque, como el de una lechuza al ser torturada.
—¡Eh, mi flauta sigue funcionando! —exclamó Grover—. ¡Si me acordara de alguna canción buscasendas, podríamos salir del bosque! —Tocó unas notas, pero la melodía no se apartó demasiado de Hillary Duff.
Annabeth y yo contuvimos un gemido de cansancio. No queríamos más canciones de sátiros.
—Si vamos a cantar, sepan que me voy a cantar las marchas patrias de mi país, todo el camino.
Bueno, eso si nos animó, Allegra siendo hija de quien era, tenía una voz de ángeles, aunque no entendimos nada de lo que estaba cantando, pero al parecer eran marchas militares.
Media hora después, seguíamos perdidos.
—Y ésta menciona a mi papá —comentó Allegra—. Febo asoma, ya sus rayos iluminan el histórico convento. Tras los muros, sordos ruidos, oír se dejan de corceles y de acero. Son las huestes que prepara San Martín para luchar en San Lorenzo. Y el clarín estridente sonó, a la voz del gran jefe, a la carga! ordenó.
En ese momento me estampé contra un árbol y me salió un buen chichón. Añádelo a la lista de superpoderes que no tengo: visión de infrarrojos.
Tras tropezar, maldecir y sentirme un desgraciado en general durante aproximadamente un kilómetro más, empecé a ver luz delante: los colores de un cartel de neón. Olí comida. Comida frita, grasienta y exquisita. Reparé en que no había comido nada poco saludable desde mi llegada a la colina Mestiza, donde vivíamos a base de uvas, pan, queso y barbacoas de carne extrafina preparadas por ninfas. La verdad, estaba necesitando una hamburguesa doble con queso.
Seguimos andando hasta que vi una carretera de dos carriles entre los árboles. Al otro lado había una gasolinera cerrada, una vieja valla publicitaria que anunciaba una peli de los noventa, y un local abierto, que era la fuente de la luz de neón y el buen aroma.
No era el restaurante de comida rápida que había esperado, sino una de esas raras tiendas de carretera donde venden flamencos decorativos para el jardín, indios de madera, ositos de cemento y cosas así. El edificio principal, largo y bajo, estaba rodeado de hileras e hileras de pequeñas estatuas. El letrero de neón encima de la puerta me resultó ilegible, porque si hay algo peor para mi dislexia que el inglés corriente, es el inglés corriente en cursiva roja de neón.
Leí algo como: «moperio de mongos de rajdín elatida MEE».
—¿Qué demonios pone ahí? —pregunté.
—No lo sé —contestó Annabeth. Le gustaba tanto leer que había olvidado que también era disléxica.
—Yo menos —Allegra hasta estaba volteando la cabeza intentando entender qué decía.
Grover nos lo tradujo:
—Emporio de gnomos de jardín de la tía Eme.
A cada lado de la entrada, como se anunciaba, había dos gnomos de jardín, unos feos y pequeñajos barbudos de cemento que sonreían y saludaban, como si estuvieran posando para una foto. Crucé la carretera siguiendo el rastro aromático de las hamburguesas.
—Ve con cuidado —me advirtió Grover.
—Dentro las luces están encendidas —dijo Annabeth—. A lo mejor está abierto.
—Un bar —comenté con nostalgia.
—Sí, un bar —coincidió ella.
—Y justo con la lija que tengo…
—¿Se han vuelto locos? —dijo Grover—. Este sitio es rarísimo.
No le hicimos caso.
El aparcamiento de delante era un bosque de estatuas: animales de cemento, niños de cemento, hasta un sátiro de cemento tocando la flauta.
—¡Beee-eee! —baló Grover—. ¡Se parece a mi tío Ferdinand!
Nos detuvimos ante la puerta.
—No llamen —dijo Grover—. Huelo monstruos.
—Tienes la nariz entumecida por las Furias —dijo Allegra poniendo su mano sobre la boca de Grover—. Yo sólo huelo hamburguesas. ¿No tienes hambre?
Él se quitó la mano de encima.
—¡Carne! —exclamó con desdén—. ¡Yo soy vegetariano!
—Comes enchiladas de queso y latas de aluminio —le recordé.
—Eso son verduras. Por favor, vámonos. Estas estatuas me están mirando.
Entonces la puerta se abrió con un chirrido y ante nosotros apareció una mujer árabe; por lo menos eso supuse, porque llevaba una túnica larga y negra que le tapaba todo menos las manos. Los ojos le brillaban tras un velo de gasa negra, pero eso era cuanto podía discernirse. Sus manos color café parecían ancianas, pero eran elegantes y estaban cuidadas, así que supuse que era una anciana que en el pasado había sido una bella dama.
Su acento sonaba ligeramente a Oriente Medio.
—Niños, es muy tarde para estar solos fuera —dijo—. ¿Dónde están sus padres?
—Están… esto… —empezó Annabeth.
—Somos huérfanos —dije.
—¿Huérfanos? —repitió la mujer—. ¡Pero eso no puede ser!
—Nos separamos de la caravana —contesté—. Nuestra caravana del circo. El director de pista nos dijo que nos encontraríamos en la gasolinera si nos perdíamos, pero puede que se haya olvidado, o a lo mejor se refería a otra gasolinera. En cualquier caso, nos hemos perdido. ¿Eso que huelo es comida?
—Oh, queridos niños —respondió la mujer—. Tienen que entrar, pobrecitos. Soy la tía Eme. Pasen directamente al fondo del almacén, por favor. Hay una zona de comida.
Le dimos las gracias y entramos.
—¿La caravana del circo? —me susurró Annabeth.
—¿No hay que tener siempre una estrategia pensada?
—En tu cabeza no hay más que algas —dijo Allegra—. Ahora no tengo cómo pagar. —Los dos la miramos confundidos—. ¿Si somos huérfanos, cómo le explico las tarjetas de mi mamá?
Annabeth frunció el ceño.
—¿Tienes las tarjetas de tu mamá?
—Pues, sí. ¿Cómo crees que me pago las compras traídas directo desde Argentina?
Eso tenía sentido.
El almacén estaba lleno de más estatuas: personas en todas las posturas posibles, luciendo todo tipo de indumentaria y distintas expresiones. Pensé que se necesitaría un buen trozo de jardín para poner aquellas estatuas, pues eran todas de tamaño natural. Pero, sobre todo, pensé en comida.
Ok, llámame imbécil por entrar en la tienda de una señora rara sólo porque tenía hambre, pero es que a veces hago cosas impulsivas. Además, tú no has olido las hamburguesas de la tía Eme. El aroma era como el gas de la risa en la silla del dentista: provocaba que todo lo demás desapareciera. Apenas reparé en los sollozos nerviosos de Grover, o en el modo en que los ojos de las estatuas parecían seguirme, o en el hecho de que la tía Eme hubiese cerrado la puerta con llave detrás de nosotros.
Lo único que me importaba era la zona de comida.
—Por favor, siéntese —dijo la tía Eme.
—Alucinante —comenté.
—Hum… —musitó Grover—. No tenemos dinero, señora.
Antes de que yo pudiera darle un codazo en las costillas, tía Eme contestó:
—No, niños. No hace falta dinero. Es un caso especial, ¿verdad? Es mi regalo para unos huérfanos tan agradables.
—Gracias, señora —contestó Annabeth.
Me pareció que la tía Eme se ponía tensa, como si Annabeth hubiera hecho algo mal, pero enseguida pareció relajada de nuevo y supuse que habría sido mi imaginación.
—De nada, Annabeth —respondió—. Tienes unos preciosos ojos grises, niña. —Sólo más tarde me pregunté cómo habría sabido el nombre de Annabeth, porque no nos habíamos presentado.
Nuestra anfitriona se puso a cocinar detrás del mostrador. Antes de que nos diéramos cuenta, había traído bandejas de plástico con hamburguesas, batidos de vainilla y patatas fritas.
Annabeth sorbió su batido. Allegra se comió dos hamburguesas, para cuando yo apenas llevaba la mitad de la mía y me acordé de respirar.
Grover pellizcaba patatas y miraba el papel encerado de la bandeja como si le apeteciera comérselo, pero seguía demasiado nervioso.
Entonces Allegra levantó la vista de su comida y miró a la tía Eme con desconfianza y preocupación.
—¿Qué es ese ruido silbante? —preguntó Grover.
Yo no oí nada. Annabeth tampoco.
—¿Silbante? —repitió la tía Eme—. Puede que sea el aceite de la freidora. Tienes buen oído, Grover.
—Tomo vitaminas… para el oído.
—Eso está muy bien —respondió ella.
—Yo también lo escuché —dijo Allegra. Su voz me sonó llena de una oscuridad nada propia de ella, como si fuera capaz de destruir todo si algo no le gustaba. Se negó a seguir comiendo.
—No es nada, chicos, por favor, relájense.
La tía Eme no comió nada. No se había descubierto la cabeza ni para cocinar, y ahora estaba sentada con los dedos entrelazados, observándonos comer. Es un poco inquietante tener a alguien mirándote cuando no puedes verle la cara, pero la hamburguesa me había saciado y empezaba a sentir cierta somnolencia, así que supuse que lo mínimo era intentar dar un poco de conversación cortés a nuestra anfitriona.
—Así que vende gnomos —dije, intentando sonar interesado.
—Pues sí —contestó la tía Eme—. Y animales. Y personas. Cualquier cosa para el jardín. Los hago por encargo. Las estatuas son muy populares, ya saben.
—¿Tiene mucho trabajo?
—No mucho, no. Desde que construyeron la autopista, casi ningún coche pasa por aquí. Valoro cada cliente que consigo.
Sentí una vibración en el cuello, como si alguien estuviera mirándome. Me volví, pero sólo era la estatua de una chica con una cesta de Pascua. Su detallismo era increíble, mucho más preciso que el que se ve en la mayoría de las estatuas. Pero algo raro le pasaba en la cara. Parecía sorprendida, incluso aterrorizada.
—Ya —dijo la tía Eme con tristeza—. Como ves, algunas de mis creaciones no salen muy bien. Están dañadas y no se venden. La cara es lo más difícil de conseguir. Siempre la cara.
—¿Hace usted las estatuas? —pregunté.
—Oh, desde luego. Antes tenía dos hermanas que me ayudaban en el negocio, pero me abandonaron, y ahora la tía Eme está sola. Sólo tengo mis estatuas. Por eso las hago. Me hacen compañía. —La tristeza de su voz parecía tan profunda y real que la compadecí.
Annabeth había dejado de comer. Se inclinó hacia delante e inquirió:
—¿Dos hermanas?
—Es una historia terrible. Desde luego, no es para niños. Verás, Annabeth, hace mucho tiempo, cuando yo era joven, una mala mujer tuvo celos de mí. Yo tenía un novio, ya sabéis, y esa mala mujer estaba decidida a separarnos. Provocó un terrible accidente. Mis hermanas se quedaron conmigo. Compartieron mi mala suerte tanto tiempo como pudieron, pero al final nos dejaron. Sólo yo he sobrevivido, pero a qué precio, niños. A qué precio.
No estaba seguro de a qué se refería, pero me apene por su desdicha. Los párpados me pesaban cada vez más, mi estómago saciado me provocaba somnolencia. Pobre mujer.
¿Quién querría hacer daño a alguien tan agradable?
—¿Percy? —Annabeth me estaba sacudiendo—. Tal vez deberíamos marcharnos. Ya sabes… el jefe de pista estará esperándonos.
Por algún motivo parecía tensa. En ese momento Grover se estaba comiendo el papel encerado de la bandeja de plástico, pero si a tía Eme le pareció raro, no dijo nada.
—Qué ojos grises más bonitos —volvió a decirle a Annabeth—. Vaya que sí, hace mucho que no veo unos ojos grises como los tuyos.
Se acercó como para acariciarle la mejilla, pero Allegra se puso en pie, parándose delante de Annabeth.
—Tenemos que marcharnos, de verdad.
—¡Sí! —Grover se tragó el papel encerado y también se puso en pie—. ¡El jefe de pista nos espera! ¡Vamos!
Yo no quería irme. Me sentía ahíto y amodorrado. La tía Eme era muy agradable y quería quedarme con ella un rato.
—Por favor, queridos niños —suplicó—. Tengo muy pocas ocasiones de estar en tan buena compañía. Antes de marcharos, ¿no posaríais para mí?
—¿Posar? —preguntó Annabeth, cautelosa.
—Para una fotografía. Después la utilizaré para un grupo escultórico. Los niños son muy populares. A todo el mundo le gustan los niños.
Allegra negó con la cabeza.
—No gracias, no me gustan las fotografías, no soy fotogénica. —¿De qué hablaba? Allegra me parecía de esas personas que sin importar el ángulo o la preparación, siempre salían hermosas en las fotos.
—Además, no creo que podamos, nos esperan —agregó Annabeth—. Vamos, Percy.
—¡Claro que podemos! —salté. Estaba irritado con Annabeth por mostrarse tan maleducada con una anciana que acababa de alimentarnos gratis—. Por favor, Allegra, es sólo una foto. ¿Qué daño va a hacernos?
—Claro, chicas —ronroneó la mujer—, ningún daño.
A ninguna de las dos les gustaba, así que tomé la mano de Allegra y la arrastré conmigo, aunque se resistió un poco. Annabeth y Grover vieron detrás. La tía Eme nos condujo de nuevo al jardín de las estatuas, por la puerta de delante. Una vez allí, nos llevó hasta un banco junto al sátiro de piedra.
—Ahora voy a colocarlos correctamente —dijo—. Las chicas en el medio, y los dos caballeros uno a cada lado.
—No hay demasiada luz para una foto —dijo Allegra con la mano dentro de su bolso.
—Descuida, hay de sobra —repuso la tía Eme—. De sobra para que nos veamos unos a otros, ¿verdad?
—¿Dónde tiene la cámara? —preguntó Grover.
La mujer dio un paso atrás, como para admirar la composición.
—La cara es lo más difícil. ¿Pueden sonreír todos, por favor? ¿Una ancha sonrisa?
Grover miró al sátiro de cemento junto a él y murmuró:
—Se parece mucho al tío Ferdinand.
—Grover —le riñó tía Eme—, mira a este lado, cariño.
Seguía sin cámara.
—Percy… —dijo Annabeth.
Algún instinto me indicó que escuchara a Annabeth, pero estaba luchando contra la somnolencia surgida de la comida y la voz de la anciana.
—Sólo será un momento —añadió tía Eme—. Es que no los veo muy bien con este maldito velo…
—Percy, algo no va bien —insistió Annabeth.
—¿Que no va bien? —repitió la tía Eme mientras levantaba los brazos para quitarse el velo—. Te equivocas, querida. Esta noche tengo una compañía exquisita. ¿Qué podría ir mal?
—¡Es el tío Ferdinand! —balbució Grover.
—¡No la mires! —gritó Annabeth, y al punto se encasquetó la gorra de los Yankees y desapareció. Allegra nos empujó a Grover y a mí fuera del banco, al tiempo que arrojaba un cuchillo hacia la tía Eme.
Grover se escabulló en una dirección y Annabeth en la otra, pero yo estaba demasiado aturdido para moverme. Y por suerte Allegra no me dejó.
Oí un extraño y áspero sonido encima de mí. Alcé la mirada hasta las manos de la tía Eme, que ahora eran nudosas y estaban llenas de verrugas, con afiladas garras de bronce en lugar de uñas.
Me dispuse a levantar la cabeza, pero Allegra me presionó para no levantar la cabeza.
—No la mires, Percy —susurró causándole escalofríos.
El sonido áspero de nuevo: pequeñas serpientes justo encima de mí, allí donde… donde debía estar la cabeza de la tía Eme.
—¡Huyan! —baló Grover, y lo oí correr por la grava, mientras gritaba “¡Maya!”, a fin de que sus zapatillas echaran a volar.
No podía moverme. Me quedé mirando las garras nudosas de la anciana e intenté luchar contra el trance en que me había sumido.
—Qué pena destrozar una cara tan atractiva y joven —me susurró—. Quédate conmigo, Percy. Sólo tienes que mirar arriba.
—No lo hagas, Percy —Allegra no me dejaba moverme, había enterrado la cara en mi cuello y con las manos, me mantenía quieto sin poder levantar la vista.
Me resistí al impulso de obedecer, si ella me decía que no mirara, mejor obedecía, así que miré a un lado. Entonces vi una de esas esferas de cristal que la gente pone en los jardines. Se veía el reflejo oscuro de la tía Eme en el cristal naranja; se había quitado el tocado, revelando un rostro como un círculo pálido y brillante. El pelo se le movía, retorciéndose como serpientes.
Tía Eme. Tía «M»…
¿Cómo podía haber estado tan ciego?
«Piensa» me ordené. «¿Cómo moría Medusa en el mito?»
Pero no podía pensar. Algo me dijo que en el mito Medusa estaba dormida cuando fue atacada por mi tocayo Perseo. Pero en aquel momento yo no la veía muy dormida. Si quería, habría podido arrancarme la cabeza con sus garras en un instante.
—Esto me lo hizo la de los ojos grises, Percy —dijo Medusa, y no sonaba en absoluto como un monstruo. Su voz me invitaba a mirar, a simpatizar con una pobre abuelita—. La madre de Annabeth, la maldita Atenea, transformó a una mujer hermosa en esto.
—¡No la escuches! —exclamó Annabeth desde algún sitio entre las estatuas—. ¡Corre, Percy!
—¡Silencio! —gruñó Medusa, y volvió a modular la voz hasta alcanzar un cálido ronroneo—. Ya ves por qué tengo que destruir a la chica, Percy. Es la hija de mi enemiga. Desmenuzaré su estatua. Pero tú, querido Percy, no tienes por qué sufrir.
—Dale, a ver intentalo, hija de puta y te corto esas greñas roñosas —amenazó Allegra con la misma voz de antes.
—Nunca había visto a una hija del sol tan…malhablada —murmuró Medusa.
—¿Por qué no te vas a la concha de la lora, víbora mal tuneada?
—Allegra.
Medusa se rió. Se arrodilló a nuestro lado, acariciando con una uña mi mejilla.
—¿De verdad quieres ayudar a los dioses? —me preguntó—. ¿Entiendes qué te espera en esta búsqueda insensata, Percy? ¿Qué te sucederá si llegas al inframundo? No seas un peón de los Olímpicos, querido. Estarás mejor como estatua. Sufrirás menos daño. Mucho menos.
—¿¡Qué lo tocas, pelotuda?! —Sentí el filo de una daga cortar por encima de mi cabeza, y Medusa se apartó siseando.
—¡Percy, Allegra! —Detrás de mí oí una especie de zumbido, como un colibrí de cien kilos lanzándose en picado. Grover gritó—: ¡Agachense!
Me di la vuelta y allí estaba Grover en el cielo nocturno, llegando en picado con sus zapatos alados, con una rama de árbol del tamaño de un bate de béisbol. Tenía los ojos apretados y movía la cabeza de lado a lado. Navegaba guiándose por el oído y el olfato.
—¡Agáchense! —volvió a gritar—. ¡Voy a atizarle!
Eso me puso por fin en acción. Conociendo a Grover, seguro que no le acertaría a Medusa y me daría a mí. Así pues, como pude, me quité a Allegra de encima, y nos arrojé a un lado.
¡Zaca! Supuse que sería el sonido de Grover al chocar contra un árbol, pero Medusa rugió de dolor.
—¡Sátiro miserable! —masculló—. ¡Te añadiré a mi colección!
—¡Ésa por el tío Ferdinand! —le respondió Grover.
Tomé la mano de Allegra, nos escabullimos en cuclillas y nos ocultamos entr3 más estatuas mientras Grover se volvía para hacer otra pasadita.
¡Tracazás!
—¡Aaargh! —aulló Medusa, y su melena de serpientes silbaba y escupía.
—¡Percy! —dijo la voz de Annabeth junto a mí.
Di un respingo tan grande que casi tiro un gnomo de jardín con un pie.
—¡No puedes fallar! —Annabeth se quitó la gorra de los Yankees y se volvió visible—. Tienes que cortarle la cabeza.
—¿Qué? ¿Te has vuelto loca? Larguémonos de aquí.
—Medusa es una amenaza. Es mala.
—¡Grandiosa idea, Annabeth! —exclamó Allegra con sarcasmo—. Si no nos lo dices no nos enterábamos, pero por casualidad, ¿tienes alguna idea para acercarnos y degollarla sin mirar?
—La mataría yo misma, pero… —tragó saliva, como si le costase admitirlo— pero tú vas mejor armado. Además, nunca conseguiría acercarme. Me rebanaría por culpa de mi madre. Tú… tú tienes una oportunidad.
—¿Qué? Yo no puedo…
—Mira, ¿quieres que siga convirtiendo a más gente inocente en estatuas? —Señaló una pareja de amantes abrazados, convertidos en piedra por el monstruo. Agarró una bola verde de un pedestal cercano—. Un escudo pulido iría mejor. —Estudió la esfera con aire crítico—. La convexidad causará cierta distorsión. El tamaño del reflejo disminuirá en una proporción…
—Annabeth, no entendemos chino, habla claro —espetó Allegra mirando por entre las matas—. ¡Oh por el amor a Messi! —soltó de golpe mirándonos con una sonrisa—. Tengo una idea.
—¿Qué idea? —preguntó Annabeth.
—Percy, intenta acercarte, pero no le cortes la cabeza hasta que te diga.
Se alejó a gatas por entre los setos, Annabeth me miró y yo a ella.
—¡No podemos esperar! —siseó molesta.
—Pero Allegra dijo…
—¡No me importa lo que dijo! Vamos a seguir mi plan. —Me entregó la bola—. Bueno, ten, mira al monstruo a través del cristal, nunca directamente.
—¡Eh! —gritó Grover desde algún lugar por encima de nosotros—. ¡Creo que está inconsciente!
—¡Groaaaaaaar!
—Puede que no —se corrigió Grover. Se abalanzó para hacer otro barrido con su improvisado bate.
—Date prisa —me dijo Annabeth—. Grover tiene buen olfato, pero al final acabará cayéndose.
Saqué mi bolígrafo y lo destapé. La hoja de bronce de Anaklusmos salió disparada. Seguí el ruido sibilante y los escupitajos del pelo de Medusa.
Mantuve la mirada fija en la bola de cristal para ver sólo el reflejo de Medusa, no el bicho real. Cuando la vi, Grover llegaba para atizarla otra vez con el bate, pero esta vez volaba demasiado bajo. Medusa agarró la rama y lo apartó de su trayectoria. Grover tropezó en el aire y se estrelló contra un oso de piedra con un doloroso quejido.
Medusa iba a abalanzarse sobre él cuando grité:
—¡Eh! ¡Aquí!
Avancé hacia ella, cosa que no era tan fácil, teniendo en cuenta que sostenía una espada en una mano y una bola de cristal en la otra. Si la bruja cargaba, no me sería fácil defenderme. Sin embargo, dejó que me acercara: seis metros, cinco, tres…
Entonces vi el reflejo de su cara. No podía ser tan fea. Aquel cristal verde debía de distorsionar la imagen, afeándola incluso más.
—No le harías daño a una viejecita, Percy —susurró—. Sé que no lo harías.
Vacilé, fascinado por el rostro que veía reflejado en el cristal: los ojos, que parecían arder a través del vidrio verde, me debilitaban los brazos.
Entonces Medusa gritó furiosa.
Estaba paralizado, observando incrédulo la escena que se desarrollaba frente a mis ojos. Bajé la bola y la espada, mirando directamente a Medusa, que se sacudía violentamente, mientras Allegra, que había saltado sobre ella desde un árbol, le colocó una una bolsa de arpillera en la cabeza.
—¡Te voy a hacer boleta, lagartija con patas!
Medusa intentaba quitársela de encima, difícil porque la llave de lucha libre que Allegra le estaba aplicando se veía muy fuerte.
—¡Ahora, Percy! —gritó con dificultad.
No necesité escuchar más. Con un movimiento rápido, me lancé hacia adelante, sosteniendo firmemente a Anaklusmos en mis manos, le rebané el cuello de un único mandoble. Oí un siseo asqueroso y un silbido como de viento en una caverna: el sonido del monstruo desintegrándose.
Allegra saltó de encima de Medusa al tiempo que el cuerpo caía en seco al piso. Por suerte la cabeza quedó dentro de la bolsa.
—Puaj, qué asco —dijo Grover. Aún seguía con los ojos bien cerrados, pero supongo que oía al bicho borbotear y despedir vapor—. ¡Megapuaj!
—Puedes abrir los ojos, Grover —dijo Allegra—. La cabeza está cubierta.
Annabeth se materializó a mi lado con la mirada vuelta hacia el cielo. Sostenía el velo negro de Medusa.
—Ah.
Miró la bolsa con molestia.
Allegra se agachó y la tomó. Chorreaba un líquido verdoso, y la estiró hacia Annabeth.
—Ten, llévala tú.
—¡¿Y yo por qué?!
—Contribución al trabajo en equipo. —Annabeth insultó en griego antiguo y la tomó de mala gana—. ¿Estás bien? —me preguntó Allegra.
—Sí —mentí, a punto de vomitar mi hamburguesa doble con queso—. ¿Por qué… por qué no se ha desintegrado la cabeza?
—En cuanto la cercenas se convierte en trofeo de guerra —explicó Annabeth—, como tu cuerno de minotauro. Pero no debemos desenvolverla. Aún puede petrificar.
Decidí centrarme en Allegra.
—Lo que hiciste… —murmuré—...fue…no tengo palabras. ¡Estuviste genial! Aunque fue muy peligroso.
Ella se rió nerviosa.
—Hay un dicho en mi país —dijo sonriendo—. Plata y miedo nunca tuvimos.
—¿Qué significa?
—Aprende español, pecesito —respondió guiñandome un ojo.
Sentí un leve cosquilleo en el estómago. Seguro eran nauseas.
Grover se quejó mientras bajaba de la estatua del oso. Tenía un buen moratón en la frente. La gorra rasta verde le colgaba de uno de sus cuernecitos de cabra y los pies falsos se le habían salido de las pezuñas. Las zapatillas mágicas volaban sin rumbo alrededor de su cabeza.
—Pareces el Barón Rojo —dije—. Buen trabajo.
Sonrió tímidamente.
—No me ha gustado nada. Bueno, darle con la rama en la cabeza sí ha estado genial, pero estrellarme contra ese oso no.
Cazó las zapatillas al vuelo y yo volví a tapar mi espada. Luego regresamos al almacén.
Colocamos la cabeza de Medusa encima de la mesa en que habíamos cenado y nos sentamos alrededor, demasiado cansados para hablar. Al final dije:
—¿Así que tenemos que darle las gracias a Atenea por este monstruo?
Annabeth me lanzó una mirada de irritación.
—A tu padre, de hecho. ¿No te acuerdas? Medusa era la novia de Poseidón. Decidieron verse en el templo de mi madre. Por eso Atenea la convirtió en monstruo. Ella y sus dos hermanas, que la habían ayudado a meterse en el templo, se convirtieron en las tres gorgonas. Por eso Medusa quería hacerme picadillo, pero también pretendía conservarte a ti como bonita estatua. Aún le gusta tu padre. Probablemente le recordabas a él.
Me ardía la cara.
—¿Culpa de Poseidón y la que lo pagó fue ella? —cuestionó Allegra—. No le quites la culpa a tu madre por castigar a una mortal que, estuviera o no enamorada de Poseidón, no podía negarse.
—¡Era su sacerdotisa! —replicó ella—. Mi madre hubiera entendido que hizo lo que pudo para negarse.
—Probablemente igual la hubiera castigado, Atenea solo la hubiera valorado si moría. Así que deja de culpar a Percy, acá los únicos culpables son los dioses.
Annabeth iba a seguir discutiendo, pero Allegra se giró hacia mí, frunciendo el ceño como si de repente se hubiera acordado de algo.
—“Por favor, Allegra, es sólo una foto. ¿Qué daño va a hacernos?”.
No esperaba que se volviera contra mí.
—Yo…
—¡Es increíble, hombre tenías que ser! Si nos hubieras escuchado cuando te dijimos que debíamos irnos, nada de esto habría pasado.
Su reproche me golpeó como un puñetazo en el estómago.
—Ya, está bien, lo siento —repliqué irritado—. Eres imposible.
—Y tú insufrible.
—Y tú…
—¡Eh! —nos interrumpió Grover—. Me están dando migraña, y los sátiros no tienen migraña. ¿Qué vamos a hacer con la cabeza?
Miré el bulto. De un agujero en el plástico salía una pequeña serpiente. En la bolsa estaba escrito: “cuidamos su negocio”.
Me enfadé, no sólo con Annabeth o su madre, o Allegra, sino con todos los dioses por aquella absurda misión, por sacarnos de la carretera con un rayo y por habernos enfrentado en dos grandes batallas el primer día que salíamos del campamento.
A ese ritmo, jamás llegaríamos a Los Ángeles vivos, mucho menos antes del solsticio de verano.
¿Qué había dicho Medusa?
“No seas un peón de los Olímpicos, querido. Estarás mejor como estatua. Sufrirás menos daño. Mucho menos.»
Me puse en pie.
—Ahora vuelvo.
—Percy —me llamó Annabeth—. ¿Qué estás…?
En el fondo del almacén encontré el despacho de Medusa. Sus libros de contabilidad mostraban sus últimos encargos, todos envíos al inframundo para decorar el jardín de Hades y Perséfone. Según una factura, la dirección del inframundo era Estudios de Grabación El Otro Barrio, West Hollywood, California. Doblé la factura y me la metí en el bolsillo.
En la caja registradora encontré veinte dólares, unos cuantos dracmas de oro y unos embalajes de envío rápido del Hermes Nocturno Express. Busqué por el resto del despacho hasta que encontré una caja adecuada.
Regresé a la mesa de picnic, metí dentro la cabeza de Medusa y rellené el formulario de envío.
Los Dioses
Monte Olimpo
Planta 600
Edificio Empire State
Nueva York, NY
“Con mis mejores deseos, Percy Jackson.”
—Eso no va a gustarles —me avisó Grover—. Te considerarán un impertinente.
Metí unos cuantos dracmas de oro en la bolsita. En cuanto la cerré, se oyó un sonido de caja registradora. El paquete flotó por encima de la mesa y desapareció con un suave «pop».
—Es que soy un impertinente —respondí. Miré a las chicas, a ver si se atrevían a criticarme.
No se atrevieron. Parecían resignadas al hecho de que yo tenía un notable talento para fastidiar a los dioses.
—Vamos —murmuró—. Necesitamos un nuevo plan.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro