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Las Máscaras De Un Hombre Invisible

El reloj marca las dos de la madrugada. No puedo recordar cuánto tiempo llevo aquí, sentado frente al lienzo vacío, pero el cigarrillo entre mis dedos ya se ha consumido hasta la mitad. El humo sube en espirales, deshaciéndose en el aire como mis pensamientos. Afuera, Tokio duerme, o al menos finge hacerlo.

Aquí dentro, en este apartamento que apenas puede llamarse hogar, el silencio pesa tanto como la oscuridad. No es un hogar; es una caja, una celda de concreto que la ciudad me ha prestado a un precio exorbitante. Tokio, con sus luces brillantes y su constante movimiento, parece tener una regla no escrita: aquí no hay espacio para nadie, a menos que puedas pagarlo.

El apartamento es una cápsula más que un lugar donde vivir. Cuatro paredes de menos de diez metros cuadrados que apenas contienen una cama estrecha, un escritorio que compré de segunda mano y una estantería tambaleante llena de libros que ya no leo. No hay cocina, solo un rincón con un microondas y una tetera eléctrica. Ni siquiera hay baño; ese lujo está reservado para quienes pueden permitírselo.

Cada noche o cada que tengo ánimos de sentirme limpio, tengo que caminar hasta el sauna más cercano para ducharme. Es un ritual que detesto y, al mismo tiempo, agradezco. Allí, en los baños compartidos, me encuentro con rostros cansados como el mío, todos atrapados en esta ciudad que no perdona. Es irónico: Tokio es inmensa, pero sus habitantes vivimos apretados en espacios que apenas nos dejan respirar.

La ventana del apartamento da a un callejón estrecho. No hay vistas de la ciudad, solo un muro de concreto que refleja lo mismo que siento: encierro, opresión. Cuando intento dormir, puedo escuchar a mis vecinos: una pareja discutiendo, una televisión encendida, el llanto de un bebé. Aquí, la privacidad es un lujo aún más grande que el espacio.

El costo del metro cuadrado en Tokio es una broma cruel para alguien como yo. Incluso este lugar, pequeño y precario, consume gran parte de lo que gano con mis pinturas, que apenas se venden. A veces me pregunto si vale la pena vivir en esta ciudad, pero la alternativa es aún más aterradora: desaparecer en algún lugar donde mi insignificancia sea total.

El apartamento es una jaula, pero es la única que tengo. Y mientras me siento en el suelo, observando las sombras que se arrastran por las paredes desnudas, me doy cuenta de que, en cierto modo, esta pequeña celda refleja perfectamente mi existencia: limitada, comprimida, siempre al borde de ser aplastada por algo más grande.

¿Alguna vez has mirado un lienzo en blanco y sentido que te devuelve la mirada? Es extraño, pero cada vez que me siento frente a uno, siento que me juzga. Como si el maldito lienzo supiera que no tengo nada que ofrecerle, que soy incapaz de crear algo real. Y sin embargo, aquí estoy. Lo miro, y él me mira. Un duelo silencioso que siempre termino perdiendo.

Pienso en mi última exposición, en esas caras que intentaban ocultar su indiferencia detrás de sonrisas educadas. “Interesante”, decían algunos, como si esa palabra bastara para llenar el vacío que dejaban. Pero no los culpo. Ni siquiera yo entiendo lo que pinto. ¿Cómo podrían hacerlo ellos?

Desde niño, he sido un impostor. Lo sé, aunque nunca lo he dicho en voz alta. No creo que haya existido un momento en mi vida en el que me sintiera auténtico. Incluso de pequeño, cuando me sentaba en las esquinas de las reuniones familiares, sabía que estaba estudiando a los demás, copiando sus gestos, sus risas, sus expresiones. Me convertí en un espejo para ellos, y ellos, al verme reflejar lo que querían ver, creyeron que era uno de ellos.

Recuerdo a mi padre. Su voz resonaba en mi cabeza incluso cuando no estaba cerca. “Los hombres no lloran, Ryo”, decía mientras apagaba su cigarrillo en el borde de la mesa. Lo decía como si fuera una verdad universal, una ley grabada en piedra. Nunca supe si lo decía para enseñarme algo o para justificar su propia incapacidad de sentir. Mi madre, por otro lado, no decía nada. Ni cuando me caía de la bicicleta, ni cuando me escondía en mi cuarto después de un grito de mi padre. Siempre callada, siempre distante.

Encendí otro cigarrillo y me recliné en la silla. No es que fumar me calme, pero al menos llena el aire con algo. Es curioso cómo algo tan efímero puede ser tan constante. El humo siempre está ahí, recordándome que el tiempo sigue pasando, incluso si yo no hago nada con él.

El teléfono sonó, rompiendo el silencio. Era Hiroshi. Siempre es Hiroshi. No sé por qué sigue llamándome, pero tampoco le pregunto. Él es la única persona que se atreve a irrumpir en este limbo que llamo vida. Me dejo caer en el futón mientras su nombre parpadea en la pantalla.

Conocí a Hiroshi hace tres años, en la Universidad de Tokio. Por aquel entonces, todavía creía que la vida tenía un guion que debía seguirse al pie de la letra, aunque no lo entendiera. Mis padres me querían arquitecto, y yo, demasiado cobarde para decirles que no, me dejé arrastrar por su voluntad. No puedo decir que odiara la arquitectura; al principio, incluso me fascinaba el juego de líneas, los planos que transformaban ideas en estructuras. Pero cuanto más avanzaban los años, más sentía que aquello no era mío, que estaba viviendo un sueño prestado.

Hiroshi era diferente. Estudiaba literatura y hablaba con una pasión que me resultaba ajena. Para él, cada libro era una puerta a otro mundo, y cada conversación con él me hacía sentir que el mío era insoportablemente pequeño. Tal vez por eso me quedé cerca de él. Porque, aunque nunca lo admitiera, su entusiasmo era un recordatorio de que todavía podía haber algo más allá del gris que me rodeaba.

A pesar de todo, aprendí a tolerar la arquitectura. Encontré en sus formas y proporciones algo que podía usar. Ahora, esos conocimientos son mi herramienta. Las líneas que aprendí a dibujar en los planos se convirtieron en las bases de mis pinturas. Mis cuadros son un caos organizado: estructuras imposibles, edificios que se desploman o crecen hacia el cielo, llenos de colores que nunca verías en una ciudad real. Mis padres jamás entenderían que su insistencia en que estudiara algo “útil” terminó alimentando algo que ellos despreciarían: mi arte.

El teléfono seguía sonando, insistente. Suspiré y contesté.

—¿Qué pasa, Hiroshi?
—¿Qué pasa? ¡Que no has contestado mis mensajes! —Su voz, como siempre, mezcla de reproche y preocupación.

—Estaba ocupado.

—¿Ocupado? Seguro estabas encerrado en tu caja, fumando y mirando tus cuadros. No puedes seguir así, Ryo. Te vas a consumir.

No le respondí. Hiroshi siempre tiene algo que decir sobre cómo llevo mi vida. No entiende que para mí, esta rutina es lo único que tiene sentido. O quizás lo entiende demasiado bien, y por eso sigue llamándome.

—Escucha, ¿puedes salir mañana? —insistió.

—No lo sé.

—No me importa si no lo sabes. Te pasaré a buscar.
Colgó antes de que pudiera negarme. Así es Hiroshi: una fuerza que no puedes detener, solo tolerar. Me quedé mirando el teléfono en mi mano, sintiendo una ligera punzada de irritación mezclada con algo que no lograba identificar. Tal vez era alivio. O tal vez era resignación.

Este es mi último año en la universidad. Mi último año estudiando algo que nunca quise, pero que aprendí a soportar como quien aprende a caminar bajo la lluvia sin paraguas. Arquitectura. Una palabra que suena elegante, ambiciosa, llena de posibilidades para alguien más, no para mí. Pero ahora estoy tan cerca del final que a veces pienso que graduarme podría, quizás, inyectar algo de emoción en mi vida.

No estoy seguro de por qué pienso eso. Tal vez sea porque siempre he vivido esperando que el próximo paso sea el que me saque de este vacío. Primero fue la secundaria, luego la universidad, ahora la graduación. Pero la verdad es que, en el fondo, sé que nada cambiará. Un diploma no me hará más humano.

Mis compañeros hablan de proyectos ambiciosos, de sueños por cumplir. Edificios que revolucionarán el paisaje urbano, estructuras que cambiarán vidas. Yo solo quiero terminar. No tengo planes, ni ambiciones. Cuando me preguntan qué haré después, suelo murmurar algo vago, como “buscaré oportunidades”, pero en realidad no lo sé.

Por las noches, cuando estoy solo en este pequeño apartamento, me pregunto si alguna vez podré sentir lo que otros sienten. Esa emoción que veo en los ojos de Hiroshi cuando habla de literatura, ese fervor que otros encuentran en sus metas. Yo no tengo eso. Lo más cerca que estoy de sentir algo real es cuando pinto, y aun así, es una sensación amarga, como si lo que plasmara en el lienzo no fuera mío, sino un reflejo de algo que no entiendo.

A veces, mientras estoy en clase, me sorprendo mirando a los demás. Me pregunto cómo lo hacen, cómo pueden ser tan seguros, tan vivos. Yo me siento como un impostor, fingiendo encajar, fingiendo que soy como ellos. Pero la verdad es que no soy como ellos. Nunca lo he sido.

Este último año debería emocionarme, debería llenarme de orgullo o, al menos, de esperanza. Pero todo lo que siento es una ligera presión en el pecho, como si el tiempo se estuviera agotando y no supiera para qué. Me aferro a la idea de que, tal vez, algo cambiará cuando cruce ese escenario y reciba mi diploma. Tal vez, en ese momento, todo cobrará sentido.

Aunque, si soy honesto, ya ni siquiera estoy seguro de si quiero que lo haga.

Volví al lienzo. Allí estaba, inmóvil, esperando. Tomé un pincel, casi sin darme cuenta, y tracé una línea negra. Solo una. No significaba nada, pero al menos era algo. Quizás esa línea sea el comienzo de algo más. O quizás no.

Antes de apagar la luz, me miré en el espejo roto junto a la ventana. Mi reflejo me devolvió la mirada, fragmentado, incompleto. Tal vez eso es todo lo que soy: un conjunto de piezas que no encajan.

Y aun así, sigo aquí. No sé por qué. Pero sigo aquí.

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