Ecos En El Vacío
A la mañana siguiente, el sol apenas logra filtrarse por las cortinas descoloridas. No me gusta abrirlas. La luz siempre me ha parecido demasiado agresiva, como si expusiera algo que prefiero mantener oculto. Me quedo en la cama un rato más, con la resaca del sake golpeándome la cabeza y el sonido del tráfico lejano llenando el silencio.
No sé por qué Hiroshi insiste en venir. Su tenacidad me molesta, pero al mismo tiempo, es lo único que me mantiene mínimamente conectado al mundo exterior. A veces pienso que él ve algo en mí que ni yo mismo puedo ver, y esa idea me resulta irritante.
Me levanto cuando escucho los golpes en la puerta. No me da tiempo de arreglarme; apenas me paso una mano por el cabello antes de abrir.
Allí está Hiroshi, con esa expresión de preocupación que tanto odio. Siempre me observa como si estuviera esperando que me desmorone frente a él. Esa mirada suya, una mezcla de lástima y terquedad, me irrita más de lo que debería, pero no se lo digo. No se lo digo porque, aunque me moleste, Hiroshi es la única persona que todavía se molesta en mirar.
Hiroshi siempre viste igual, como si su apariencia fuera una declaración de lo que es. Su chaqueta de cuero negro, desgastada en los codos y con un par de rasgaduras en los bolsillos, parece parte de su cuerpo. Sus jeans oscuros, ajustados pero no lo suficiente para parecer incómodos, tienen manchas de pintura que seguramente nunca saldrán. Lleva siempre la misma camiseta blanca, lisa, pero con una arruga persistente que revela su desprecio por los detalles triviales.
Su cabello es un desastre organizado, como si se hubiese pasado la mano un par de veces antes de salir de casa, pero el efecto es deliberado. Negro azabache, cae en mechones desiguales sobre su frente, casi rozando sus ojos. Y sus ojos… hay algo en ellos que me molesta tanto como me intriga. Oscuros, pequeños destellos de algo que parece juicio y, al mismo tiempo, compasión.
Siempre lleva un cigarrillo en la mano, aunque rara vez lo enciende. “Me ayuda a pensar”, dice, aunque creo que lo hace porque le gusta cómo se ve: un intelectual maldito, un poeta perdido en una ciudad que no entiende.
Hiroshi tiene esa habilidad infuriante de ignorar cualquier barrera que intento poner entre nosotros. Se sienta en mi silla vieja como si fuera suya, como si el caos de mi jaula fuera algo natural para él. Y tal vez lo sea. Él nunca juzga el desorden, las paredes vacías, los pinceles olvidados en el suelo. Me juzga a mí, pero no a las cosas que me rodean.
A veces pienso que Hiroshi sabe algo sobre mí que ni yo mismo entiendo. Que ve algo detrás de mi fachada, algo que yo he pasado años ignorando. Pero no quiero que lo diga. No quiero que lo nombre. Si lo hace, tendré que enfrentarlo, y eso es algo que no sé si puedo soportar.
—Ryo —dice sin preámbulos mientras jugaba con su cigarrillo.
—¿Cuánto tiempo llevas encerrado?
—No estoy encerrado. Puedo salir cuando quiera —respondo mientras busco algo que se parezca a una taza limpia para ofrecerle té.
—Entonces, ¿por qué no lo haces? —replica, mirando los lienzos apilados en las esquinas, algunos con manchas de pintura que parecen accidentes más que intenciones.
No respondo. En lugar de eso, enciendo otro cigarrillo, le ofrezco fuego, pero se niega. Hiroshi no dice nada más, sin embargo puedo sentir su desaprobación.
—¿Estás pintando algo nuevo? —pregunta finalmente, señalando el lienzo con la línea negra que dejé anoche.
—Algo así.
—¿Algo así? Ryo, esto no es pintar. Esto es… —Se detiene, como si no quisiera herir mis sentimientos. Me río por lo bajo.
—Esto es nada, Hiroshi. Lo sé. Pero es más de lo que tengo.
Hiroshi suspira y se recuesta más sobre la silla, como si quisiera llevarla al límite junto a la ventana. Se queda en silencio por un momento, y luego cambia el tema.
—Conocí a alguien el otro día. Una poeta. Creo que te gustaría.
—No soy fan de la poesía.
—No es por la poesía, es por ella. Tiene algo… algo que creo que te falta.
No puedo evitar reírme de nuevo, esta vez más fuerte.
—¿Qué crees que me falta? Ilumíname.
—Vida, Ryo. Vida.
Su respuesta me deja callado. Porque sé que tiene razón, aunque nunca lo admitiría en voz alta.
—Es realmente algo especial, Ryo —dice Hiroshi, encendiendo finalmente el cigarrillo que lleva en la mano desde que llegó.
— Hanae tiene esta forma de mirarte... como si viera algo que ni tú mismo sabes que tienes. Es inquietante, pero fascinante al mismo tiempo.
Yo asiento, pero apenas lo estoy escuchando. Sus palabras se mezclan con los ruidos de la calle que entran por la ventana entreabierta. Algo en la manera en que Hiroshi habla de Hanae me hace pensar que tal vez él es quien debería salir con ella, no yo.
—¿Y por qué no sales tú con ella? —digo finalmente, dejando caer la pregunta como si no importara.
Hiroshi me mira, alzando una ceja, y exhala el humo lentamente antes de responder.
—¿Yo? No. Hanae no es para mí. Ella necesita a alguien como tú.
—¿Alguien como yo? —repito, incrédulo, soltando una risa seca.
Él se inclina hacia adelante, apoyando los codos en sus rodillas, y me observa con esa mirada que tanto odio, como si intentara desentrañar algo en mi interior.
—Seguro tú no lo ves, pero hay algo en ti que ella encontraría interesante. Algo real.
Me quedo en silencio, mirando el suelo. Hiroshi tiene esa manera de hablar que hace que sus palabras se sientan más pesadas de lo que deberían. “Algo real.” Esa frase me da vueltas en la cabeza, pero no sé si creerle.
—Si es tan especial como dices, deberías intentarlo tú. A mí me quedan las máscaras, tú tienes... bueno, todo lo demás.
Hiroshi suelta una carcajada breve y sacude la cabeza.
—¿Te estás subestimando o tratando de convencerme? Porque ninguna de las dos cosas me convence.
—¿Y qué quieres que haga? —le digo, levantando la voz apenas un poco.
—¿Que me acerque a ella con un cuadro en la mano y le diga: ‘Hola, soy un artista fracasado con un apartamento más pequeño que un baño público’?
Hiroshi sonríe de lado, como si le divirtiera mi resistencia.
—Tal vez no sea tan complicado como crees. Solo escucha. Pregúntale algo, aunque sea algo tonto. Déjala hablar. No tienes que impresionar a nadie, Ryo.
Pero impresionar a alguien, pienso, es precisamente lo que nunca he sabido hacer. Mientras Hiroshi sigue hablando, describiendo con entusiasmo las palabras que Hanae escribe, yo solo pienso en cómo ella suena más como alguien hecho para él que para mí. Hiroshi tiene esa energía que atrae a las personas; yo, en cambio, las mantengo a distancia.
—Te lo digo en serio —insiste.
—Solo conócela. Si no funciona, me puedes echar toda la culpa.
Lo miro un momento, con una mezcla de duda y resignación.
—Está bien, Hiroshi. Lo haré. Pero cuando esto sea un desastre, quiero que recuerdes que fue tu idea.
Lo miro un momento, con una mezcla de duda y resignación.
Acepto, no porque crea que algo bueno saldrá de esto, sino porque quiero ver si puedo sentir algo en verdad. Algo que no sea este vacío constante, esta niebla que lo envuelve todo. No sé si será emoción, nerviosismo o siquiera incomodidad, pero cualquier cosa sería mejor que este estado de perpetua indiferencia. Para mí, todo se siente como un juego, uno en el que nunca hay ganadores, pero que sigo jugando porque no tengo nada mejor que hacer.
Toda mi vida he escuchado lo que "debería" hacer. Crecí rodeado de voces que repetían el mismo mantra, como una letanía inquebrantable: "Deberías casarte, Ryo. Tener hijos, formar una familia. Comprar una casa bonita, con flores en el jardín." Esa visión idílica de la vida me fue entregada como si fuera la única opción válida, como si solo existiera una forma correcta de existir.
Pero nunca entendí ese sueño. No sé cómo amar de esa manera ni cómo querer algo tan simple. Las flores, la casa bonita, los hijos… Todo eso siempre me pareció una obra de teatro en la que no quería actuar. Y, sin embargo, aquí estoy, siguiendo la idea de Hiroshi como si fuera un eco distante de aquellas voces que me decían lo que debía hacer.
Tal vez esto es solo otro intento de adaptarme, de probar algo que todos parecen querer excepto yo. O tal vez es una forma de sabotearme, de comprobar que el mundo no tiene nada que ofrecerme y que yo no tengo nada que ofrecerle a él.
Él sonríe, triunfante, y me da una palmada en el hombro.
—Eso es todo lo que necesitaba oír.
Hiroshi dijo que iríamos a un café con música instrumental en vivo esa noche. Habría más personas, me explicó con su típico tono despreocupado, entre ellas Hanae, la poeta. No me dejó opción para negarme. “Es solo una salida”, había dicho, como si esa simple frase pudiera disolver todas mis dudas.
Cuando llegó el momento de prepararme, me miré al espejo por más tiempo del necesario. ¿Quién debería ser esta noche? Esa era la pregunta que siempre me hacía antes de salir al mundo. Tal vez esta vez podía ser alguien que entendiera de poesía. Había leído a Kafka, Akutagawa pero ninguno era un poeta y, sin más más recordé que recientemente había leído, a Nakahara Chūya.
Los poemas de Nakahara me atraparon como pocas cosas lo habían hecho. Quizá, si Hanae era poeta, podríamos hablar de eso.
Elegí un atuendo neutral, algo que no llamara demasiado la atención pero que tampoco me hiciera invisible: una camisa oscura, los puños arremangados, y un par de pantalones que parecían demasiado formales para una taberna, pero no me importó. Mi reflejo me devolvió la mirada, esa misma cara vacía de siempre. Así que me puse la máscara. No literalmente, claro, pero sí esa otra versión de mí que sabía cómo moverse entre las personas, cómo aparentar que pertenecía. Era un disfraz que había perfeccionado con los años.
Al llegar, el lugar era tranquilo, rústico y podría decirse que relajante por el olor de granos de café inundando mis fosas nasales, aunque todo me resultaba ajeno, como si todo el mundo estuviera en una frecuencia que no podía alcanzar mi cuerpo parecía sucumbir al ambiente.
Caminé a la par de Hiroshi quien rápidamente vio al grupo de amigos que los esperaba, muchos, riendo con un grupo en una esquina iluminada por lámparas amarillentas. Cuando uno de ellos lo vio, se levantó y le hizo una seña exagerada para acercarnos.
Él saludo a todos y luego me miró.
—Ryo, ven, quiero presentarte a todos.
Entre el grupo estaba ella. Hanae.
Era completamente diferente a como la había imaginado. Su cabello era corto, apenas rozando su mandíbula, con un mechón rebelde cayendo sobre su frente. Era negro, pero no liso; tenía una textura desordenada que parecía deliberada, como si no le importara demasiado lo que el resto pensara. Llevaba un vestido sencillo, negro, y un chal de color carmín que colgaba de sus hombros. No parecía una poeta en el sentido convencional, o al menos no como los había imaginado yo: no había ningún aire etéreo o melancólico a su alrededor. En cambio, parecía sólida, terrenal, con una presencia que llenaba el espacio sin esfuerzo.
Cuando Hiroshi nos presentó, ella extendió la mano, y su forma de estrecharla fue firme, sin vacilación.
—Hanae —dijo, mirándome directamente a los ojos con una intensidad que me incomodó al instante.
—Ryo —respondí, esforzándome por sostener su mirada. Pero había algo en ella, algo en la manera en que sus ojos parecían atravesarme, que me hizo apartar la vista un instante después.
Nos sentamos, y pronto las conversaciones se dividieron en pequeños grupos. Hiroshi estaba contando una historia absurda que tenía a todos riendo, mientras yo me limitaba a escuchar en silencio. Hanae estaba a mi lado, pero no parecía interesada en lo que los demás decían. En su lugar, miraba alrededor de la taberna, como si estudiara cada rincón, cada persona.
Decidí que era ahora o nunca.
—¿Eres poeta? —pregunté, aunque la respuesta era obvia.
Ella giró la cabeza hacia mí, y por un momento no supe si iba a responder. Luego, una pequeña sonrisa se formó en sus labios.
—Eso dicen. ¿Tú también escribes?
Negué con la cabeza rápidamente, casi avergonzado.
—No, pero he leído algo. Nakahara Chūya, principalmente.
—Nakahara… —repitió, como si probara el nombre en su boca—. ¿Y qué es lo que más te gusta de él?
Era una pregunta sencilla, pero cargada. Me sentí atrapado, como si mi máscara estuviera a punto de resquebrajarse. ¿Qué debía decir? ¿La verdad? Que me gustaba porque en sus poemas había un eco de mi propio vacío, de mi incapacidad para conectarme con algo real. Pero no podía decir eso.
—Supongo que… su forma de escribir sobre la soledad —respondí finalmente, con una voz que intenté que sonara segura.
Ella me estudió por un momento, como si evaluara la autenticidad de mis palabras. Luego asintió.
—Es un buen motivo.
La conversación podría haber muerto ahí, pero no lo hizo. Seguimos hablando, ella haciendo preguntas y yo respondiendo, siempre cuidando de no decir demasiado. Era como un juego, aunque uno en el que no estaba seguro de estar ganando. Pero, por primera vez en mucho tiempo, no me sentí completamente desconectado. Hanae tenía esa habilidad extraña de mantenerme alerta, como si siempre estuviera a punto de descubrir algo que prefería mantener oculto.
Y mientras hablábamos, sentí cómo mi máscara comenzaba a agrietarse, aunque me aferré a ella con todas mis fuerzas. No sabía si estaba preparado para mostrarle quién era realmente. O, peor aún, para descubrirlo yo mismo.
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