
Hoja #2
15 de mayo, 2019.
Era una tarde gloriosa de otoño, al menos para mí lo era. Yo amaba la ventisca otoñal y disfrutaba de los colores naranjas del entorno, era mi estación favorita. Claro, en ese momento.
Esa misma tarde, había optado por seguir nuevamente a Rogers, el chico nunca volvía a casa por las tardes hasta que la noche caía. Yo, sin saber muy bien por qué, lo acompañé en silencio sin preguntar si Ángel estaba de acuerdo o no.
El rubio había subido hasta la azotea de un altísimo edificio, al cual, yo subí igualmente. Rogers se acercó al barandal y respiró profundamente el aire, suspiró alegremente y se apoyó en las barras de metal.
—¿Por qué disfrutas de las alturas? —cuestioné al rubio, mirando al chico que se recostaba suavemente en el barandal de la azotea.
—Porque anulan la existencia de todo el mundo, no como el mundo que anula la mía. Y me muestran ¡la magnífica omnipotencia del gigantesco mundo! —expresó, moviéndose erráticamente en el barandal, el cual se agitó peligrosamente.
—Tranquilo, Rogers, podrías caerte —advertí y mis ojos se agrandaron, los cuales se vieron expuestos cuando los orbes sin brillo de Rogers se asentaron en ellos.
—¿Ahora te intereso? —replicó Rogers, sonriendo extrañamente para luego girarse nuevamente—. Bueno, las alturas también me enseñan que no soy capaz de volar y me hacen saber la terrible muerte que nadie lamentará. Trágicamente hermoso —susurró.
Rogers era un poeta desgarrado por la vida, abandonado por ella y odiado por la sociedad que no logra entender su mente. Lo tachan de loco, desquiciado y raro cuando lo único que hay detrás de esos bellos ojos sin brillo, es un joven soñador incomprendido.
Nota: Aquella tarde, descubrí que Ángel Rogers, el no tan rarito de mi clase, tenía un gusto sobrio y peculiar que lo distinguía firmemente de cualquier otro adolescente.
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