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Capítulo 9

El terror que sentía en esos momentos era tal que no reparé en que afuera volvía a ser noche cerrada. Dentro de casa, la luz que se filtraba a través de las ventanas era la propia de una tarde de verano, pero las estrellas se anclaban al oscuro firmamento en cuanto distabas un paso de la parcela. De todos modos, continué mi carrera al ver mis dedos rozar el tan ansiado despertar. Corrí y corrí hasta llegar a la linde del bosque, donde sopesé por un momento si entre la frondosidad se escondería un peligro aún mayor del que se cernía a mis espaldas.      Como aquella cuestión se me hacía tan desconocida como las demás, me armé con el poco valor que me quedaba y crucé el límite entre el territorio edificado y el de la Madre Naturaleza. Curioso, pensé, que huyera de una madre resguardándome en las faldas de otra.
   Mi torpeza no tardó en alcanzar la superficie y tropecé con una raíz que había aflorado para hallar regocijo bajo el haz de luz de la luna. Mi ropa se llenó de barro y comencé a sentir un ligero escozor en la rodilla izquierda y ambos codos. Lloré. Más de rabia que de dolor; sin embargo, el miedo a que mi madre hubiera finalizado su tarea y anduviera dispuesta a darme caza me proporcionó la fuerza necesaria para levantarme casi al instante y seguir buscando una salida. Abandonar el pueblo, la provincia, la comunidad autónoma e incluso el país si fuera necesario con tal de que aquello se detuviera. Mi mente no dejaba de repetirme que mi vida dependía en si podía o no dejar atrás este escenario de títeres diabólicos.
   Otro hecho que se repetía aquella noche era mi sorpresa ante la frialdad de mis pensamientos al no haber reparado en el principal inconveniente para todo aquello: supondría abandonar también a mi familia. Aunque, dado lo que acababa de hacerme "mi familia", tampoco era extraño que mi afecto hacia ellos hubiera menguado tanto.
   Aminoré la marcha, más tranquila al no haber escuchado ningún ruido sospechoso, solo mis pasos, el viento azotando las ramas y el ulular de los búhos. Pero mi otra madre conocía el secreto para no emitir ningún tipo de sonido al caminar. << Incluso podría saber cómo transformarse en un búho.>>
   Volví a correr, la mano derecha presionando el lado izquierdo de mi costado para hacer menos insoportable la fatiga, hasta que avisté los primeros trazos de la carretera.
Una vez la hube alcanzado, un nuevo dilema tomó el control de mi mente. ¿Pasarán coches en esta carretera infernal? Y, si pasan, ¿debería fiarme de quienes van al volante?
Creo que no y ojalá que sí. Al final, resultó ser un sí y un "por lo que me dicen mis sentidos también", pues no tardaron en aparecer dos círculos de luz de entre los cochambrosos edificios del pueblo. Fui cautelosa y no me acerqué hasta que tuve la certeza de que no era mi madre. El vehículo se detuvo. En el interior había una mujer, un hombre y un chico. Ella, de rostro fino y afable, me regalaba una amplia sonrisa al tiempo que bajaba la ventanilla. El conductor y tal vez marido tenía el pelo revuelto y unas profundas ojeras, mientras que su hijo tenía la luz del asiento trasero encendida para alumbrar las páginas del libro que estaba leyendo.
   —¿Vas a algún sitio, preciosa? —me dijo ella cortésmente y sin perder la sonrisa.
   —Eso depende —respondí con un tono desconfiado en contrapunto a su buena fe— ¿Adónde van ustedes?
   —Nos marchamos hacia Castilla —intervino el hombre.
   —¿Cuál de las dos? —pregunté—. Bueno, da lo mismo, el caso es que se alejan de aquí.
   Permanecí en silencio unos momentos.
   —¿Sois... normales?
   —¿Disculpa? —preguntó ella. Su sonrisa se borró de inmediato. Ahora parecía molesta.
   —Cariño, creo que está preocupada por si somos malas personas.
   >> No te preocupes, bonita —dijo dirigiéndose a mí. Me tendió un periódico. Su foto aparecía en la portada de El País. Al parecer era el fundador de una importante ONG e iba de camino a un encuentro solidario-. Somos almas caritativas.
Una punzada en el corazón me apremió a tomar una decisión.
   —¿Tienen hueco para uno más?
   —Por supuesto, sube.
   Al cabo de veinte minutos, supe que ellos, tal como sospechaba, llevaban casados ya veinte años y mi compañero de asiento era su hijo, que resultaba ser de mi edad. Varias veces me preguntaron por qué miraba hacia atrás tan seguido y esas mismas veces desviaba su curiosidad hacia otro lado. Fue entonces cuando encontré un cuaderno en el suelo, con su interior completamente en blanco.  
   —Disculpen, ¿les importaría darme un bolígrafo o un lapicero? Pero eso solo si antes no les importa dejarme utilizar este cuaderno.
   —Claro que no. Cariño, toma, pásale este bolígrafo.
   Puse mi nombre en la primera hoja y comencé a escribir. Hice tan solo una parada cuando ella alzó la voz para preguntar:
   —No es asunto mío pero... ¿podemos saber qué hacías sola en la carretera sola y de noche?
   —Me he escapado de casa —atajé—. Ya no encajo en mi familia.
   Por suerte, no preguntaron nada más.

Transcurridas cuatro horas y con mi testimonio casi terminado, levanté la vista.
   Un cartel señalaba que en siete kilómetros estaríamos de vuelta en el pueblo del que había huido.

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