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Capítulo 8. Una charla y un vendaval [1]

El agua ardía, otra vez me costaba respirar. No podía moverme; solo escuchar, ver y pensar.
   <<El aire me quema los pulmones, pero siento mi piel húmeda... Es una sensación que me recuerda a... la muerte.>>
   —María.
   <<¿Qué ocurre?>>
   —María, ¿me oyes?
   <<Laylah.>>
   —Necesito que permanezcas en silencio, estamos a punto de empezar el encuentro. Tú solo observa y conserva la calma. Veas lo que veas, no interfieras, ¿de acuerdo?
   <<De acuerdo.>>
   Iba caminando junto con Laylah, como si yo fuera su conciencia, a lo largo de una senda franqueada por árboles altos y frondosos. La luna estaba llena y rodeada por estrellas, pero era como si una cúpula de cristal hubiera separado a la una de las otras, porque en el radio que ocupaba la espesura se hallaba el satélite solitario, mientras que los astros formaban un círculo perfecto a varios kilómetros, a lo largo de los límites del boscaje, convirtiendo el interior de este y nuestro cielo más inmediato en un manto de negrura.
   Pasados unos minutos, nos vimos en las faldas de un pequeño montículo, en las que una cavidad era toda la entrada a sus entrañas. Laylah se sentó en el suelo, con ambas piernas ya dentro de aquel agujero, y antes de que pudiera incluso reaccionar ya nos habíamos precipitado al interior.
   Nos recibió un espacio circular adornado con cuatro antorchas que realzaban las tallas realizadas en la cúpula de tierra que coronaba la estancia. Dos puertas de madera igualmente trabajadas mostraban unos extraños trazos. Laylah me explico que eran la representación de los cuatro elementos, como los de mi armario, pero siguiendo otra simbología.
   Mis labios estaban a punto de formular una de las decenas de preguntas que tenía en la cabeza cuando se alzó ante nosotras una figura imponente: era una mujer alta, esbelta, muy delgada, con su pelo ya encanecido trenzado en un moño bajo. Sus uñas eran afiladas y negras. No, no estaban pintadas de negro. Eran negras.
   Mi instinto me apremió para salir corriendo de allí, pero había olvidado que ahora era solo un ente incorpóreo que descansaba en la mente de Laylah y que, además, no habría podido huir aunque quisiera; nos habíamos aventurado en una caída libre para llegar hasta aquí, y no parecía haber forma alguna de deshacer el camino.
   —Madre —dijo Laylah de pronto. Su voz resonaba a su vez dentro de mi cabeza —si es que podía decirse que tenía cabeza— con fuerza.
   <<Espera, ¿Madre?>>
   No llegaba a entender del todo si esa mujer era en realidad su madre o solo era una forma de dirigirse a ella, pero no me dio respuesta.
   La mujer se apartó e indicó con un movimiento de la palma de su mano que podíamos pasar.
   —Hijas mías, hoy voy a instruiros en el arte de dominar los vientos. Espero que hayáis conseguido traer lo que os pedí. Lo primero que necesitamos es un diente de león. Stella, ¿lo tienes?
   —Sí, Madre.
   —Deposítalo dentro del círculo de laurel, por favor. ¿Quién tiene la lágrima?
   —Yo, Madre. De un bebé recién nacido, tal y como pedisteis.
   —Perfecto, Sheila. Derrámala sobre el diente.
   De la mezcla comenzó a salir un humo blanquecino con aroma a hierba fresca.
   —Ahora, la mandíbula. ¿Quién había acompañado a Sheila? ¿Eras tú, Laylah?
   Sus ojos de carbón se posaron sobre nosotras. Mi acompañante se mantuvo firme, pero yo podía sentir la intensa quemazón que reinaba en su cabeza, y también en mí.
   —Sí, Madre. —Sacó lo requerido de su zurrón, depositándolo en el interior del dibujo de laurel—. La mandíbula inferior de aquel niño.
    —Bien hecho Laylah, aunque no entiendo por qué alguien querría arruinar su excelente trabajo trayendo compañía indeseada. —Y me miró. No a ambas. No a ella. A mí.—Veo que no solo traes dos ojos. Acércate, muchacha.
   <<Muchacha. Laylah, me habla a mí. ¿Qué debo hacer?>>
   Pero estábamos ya tan cerca que podía sentir cómo su gélido aliento se clavaba en mí.
   —¿Otra vez con una de tus amiguitas, Laylah? Cada vez traes a una distinta e intentas camuflarla de una manera distinta, esperando que yo no me dé cuenta. Admito que vas mejorando, pero nunca es suficiente. Siempre lo paso por alto y no le doy importancia, me limito a expulsarte de las reuniones, pero creo que deberías cesar en tus burdos intentos por engañarme con a saber qué propósito. Y tú, niña —añadió, refiriéndose a mí de nuevo—, no sé si has tomado una buena decisión relacionándote con una bruja como ella.
   <<¿Una bruja como tú? ¿A qué se refiere con eso?>>
   Alzó su dedo índice y lo acercó hacia la frente de Laylah.
   —Ahora, fuera. Ya decidiré a cuál de las dos castigaré. Y cómo.

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