🌒. Las matemáticas nunca fallan .🌒
🌒. Las matemáticas nunca fallan .🌒
Blanco.
Era todo lo que veía.
Cosa que le resultaba un poco irónica, pues su último recuerdo era el de un profundo y denso negro extenderse desde su córnea hasta lo más recóndito de su conciencia.
Después de eso, nada más.
Blanco, solo eso.
Divagó aún entre el limbo que lo separaba de la total conciencia, sintiendo apenas un hormigueo que se extendía a lo largo de sus dedos, sin pasar más allá.
Qué incómodo le resultaba sentirse como flotando sobre la nada. Una sensación que lo consumía y lo desconcertaba un poco: su cerebro sabía que estaba despierto, pero su cuerpo no. Esa sensación de estar y no estar.
Algo extraño en verdad.
Como una ráfaga de viento imprevista, imágenes del día —hora, semana; no podía decirlo con exactitud— llegaron a su mente; haciéndole un pequeño resumen de lo que había pasado antes de no recordar nada más.
Su camino a la enfermería.
El chico que lloraba en la camilla.
Su actitud tan borde.
Sus bonitos ojos, que se veían sumamente tristes si le preguntaban a él.
Su metida de pata. Más tarde se disculparía.
Y un punzante e insoportable dolor en el costado derecho de su abdomen.
Es todo lo que lograba recordar amarrando pedazos de imágenes y conformando con ellas sus difusos recuerdos. De ellos, solo había uno buen definido: el cabello del chico.
Le pareció muy peculiar, extrañamente peculiar. Mas, extraordinariamente hermoso.
Negro como la noche más oscura; con las puntas en blanca, resaltando con su brillo cual luna llena en invierno.
«Una noche de luna llena.»
A eso habían venido aquellas palabras dichas por él y para él mismo.
Sintió algo pesarle en demasía, como cuando intentas caminar con un pie adormecido, pero que no solo se limitaba a una extremidad. No fue hasta que movió sus ojos, sintiendo el camino de estos bajo la piel de sus párpados cerrados,que se dio cuenta que se trataba de su propio cuerpo. Un olor un tanto característico invadió sus fosas nasales: antiséptico y medicina. Un pitido, agudo y constante a su izquierda era la banda sonora que hacía eco en sus tímpanos.
Como si le costase mucho, abrió un poco los ojos, que se movieron temblorosos hasta quedar entrecerrados. La vista la tenía un poco borrosa. Segundos después enfocó un techo blanco frente a sí, una lámpara luminiscente irradiaba una luz potente peor no molesta. Se miró la mano izquierda, levantándola solo un poco. Tenía un marcador de signos vitales colocado en el dedo índice, que suponía debía estar conectado a la máquina delos pitidos, y una intravenosa en el antebrazo.
Comprendió todo.
Estaba en un hospital.
La cosa era el porqué.
—Tenía la esperanza de que no despertases.
Una voz ronca y grave lo despertó del todo. Reconocía esa voz, la misma lo había amenazado con arrancarle la pierna segundos antes de perder la conciencia. Esa parte la recordaba bien.
Giró la cara a su izquierda, llevándose una no tan inesperada sorpresa: el chico de la enfermería estaba allí, sentado en una silla de aspecto incómodo frente a él, con ambos brazos cruzados y su mirada gris penetrante sobre su cuerpo. Llevaba el uniforme escolar.
—¿Qué haces aquí? —la voz le salió entrecortada y débil, un poco enrevesada. Se raspó la garganta para tratar de aclararla.
—Créeme, si Dazai-san no me lo hubiese pedido, no estaría aquí. —respondió, tajante.
—¿Dazai-san? —aún no entendía del todo aquello.
¿Qué tenía que ver su amigo con todo eso?
Era normal que si estaba en el hospital recibiese visitas pero, ¿obligar a que un completo desconocido al que posiblemente no le caes bien te vigile mientras una máquina marca tus signos?
No, gracias. Mejor no correr el riesgo.
Dejó eso de lado y se dirigió otra vez a él:
—¿Cuánto tiempo llevo aquí...? —cierto, ni siquiera sabía su nombre.
El chico suspiró, cansado o frustrado; no sabría decir.
—Akutagawa —aclaró para el alivio del otro—. Y llevas aquí desde ayer al mediodía.
La luz ámbar que entraba por la ventana de su derecha le indicó que la tarde llegaba a su fin.
Ah.
Llevaba un día entero inconsciente.
¿¡Qué mierda había pasado!?
Una persona normal no se desmaya así como así y casi entra en coma, ¿verdad? ¿¡Verdad?!
Akutagawa pareció ver el pánico y la confusión reflejados en los iris heterocromáticos del otro, pues, tras otro suspiro, habló, un poco más calmo que antes:
—Te desmayaste después de retorcerte de dolor. Te trajeron al hospital en el auto de Gogol-sensei —cruzó un pie sobre otro—. Los doctores te diagnosticaron apendicitis perforada. Te operaron de urgencia. Fin.
Eso lo explicaba todo. Desde los intensos dolores abdominales a despertar en la cama de un hospital.
Hubo una parte del relato que le causó cierta risa, y es cuando mencionó que lo llevaron al hospital en el auto de su profesor de química, Nikolai Gogol; un hombre ucraniano que vino Japón junto a su pareja, el profesor de filosofía, Fyodor Dostoyevski. Y es que su auto, después de probar una nueva fórmula de gasolina inventada por él mismo, nunca había funcionado igual. En los momentos más importantes lo dejaba tirado, literalmente. Le sorprendió que en aquel momento no le hubiese traicionado. Aunque también temía que el profesor lo obligase a arrancar mediante golpes; no era ajeno para ningún estudiante que Gogol tenía pequeños —gigantes— cambios emocionales. Todos sabían de la motosierra que escondía en el almacén de química. Pobre del amante de Fyodor.
Otra cosa le llamó la atención.
—¿Tú me llevaste hasta el auto? —no es que no confiara en el pelinegro, es que su constitución física parecía del tipo que se los lleva el primer viento del sur.
—Agradece que Yosano-sensei llegó en ese mismo instante. Yo te hubiese dejado tirado. —confesó, sin mirarlo directamente. La vista tras la ventana parecía ser más interesante.
Esto molestó un poco a Atsushi, quien hizo un mohín de molestia y volteó la cara en gesto de rabieta infantil.
—¿Dónde está Dazai-san? —la luz blanca parpadeó un segundo.
—¿Lo vez aquí?
—Eh... no. —respondió extrañado, volviendo a mirar al pelinegro.
—Es porque no está aquí. —obvió con sarcasmo.
Genial.
Cuando su amigo castaño apareciese, le diría un par de cosas bien dichas. Sin saber que el suicida ya estaba recibiendo su cuota de golpes. Él estaba inconsciente cuando pasó:
.
.
—Entonces, ¿me decías que te quedarías con Atsushi-kun, Akutagawa-kun?~
Dazai Osamu sonreía inocentemente como aquel que nunca ha roto un plato en su vida. Una sonrisa falsa y barata como su portador, claro está.
—Yo no he dicho nada, Dazai-san. —respondió Akutagawa sin captar sus intenciones. La admiración casi obsesiva que sentía por el mayor lo volvía ciego en muchas ocasiones.
—Ah~ ¿Debería decirle a Mori-sensei que trabajas como repartidor de pizzas aún sabiendo de los impedimentos de tu enfermedad?~ Creo que la de atún es su favorita~ —canturreó, moviéndose de un lado a otro en la butaca de tela roja de la recepción del hospital.
Akutagawa miró a los lados, nervioso, de manera inconsciente. El subdirector Mori Ōgai era su tutor legal, el suyo y el de su hermana, por todos los medios no debía enterarse de su trabajo. Lo arruinaría todo.
—¿Qué número dijo usted que era la habitación?
—La 314. Vamos~
Se levantaron, dieron nombres y firmas a una enfermera en la recepción y subieron hasta el tercer piso. Buscaron el número de la habitación y entraron. Sus ojos chocaron en primera instancia con la camilla de impolutas sábanas blancas; sobre ellas, el chico albino parecía simplemente dormir, ajeno de la operación por la que acababa de pasar.
Un movimiento en la esquina había pasado desapercibido en la primera ojeada.
Nakahara Chuuya estaba recostado cómodamente sobre la silla, con una mano en el espaldar y ambos pies extendidos sobre el borde de la cama.
Al parecer estaba de mal humor.
Y eso significaba peligro.
Se puso de pie de un salto al verlos entrar en el cuarto. Con pasos fuertes llegó hasta ellos, sin mirarlos.
Akutagawa tragó en seco.
Respetaba a su superior. Quería sus huesos.
—Dazai... —dijo el pelirrojo entre dientes, apretando las manos a los costados de su bien trabajado cuerpo.
—Oh~ Chuuuuuuya~ ya estabas aquí. —o el castaño no leía el ambiente o era masoquista declarado. La segunda era la opción más acertada.
Y Chuuya explotó.
—¿¡Qué mierda le echaste a ese razón de arroz con té para que al chico se le tupiesen de tal forma las tuberías de desagüe, caballa estúpida?! —gritó rojo en cólera, agarrando del cuello del uniforme al castaño, quien parecía disfrutar aquello.
—¿Tuberías... de desagüe? —le fue imposible al pelinegro no preguntar.
—Oh, Akutagawa, estabas ahí —Chuuya giró su rostro hacia él, aún sosteniendo a infeliz Dazai del cuello. En otro momento quizás se hubiese sentido herido por ser ignorado, pero en aquel entonces, lo agradeció—. Sí, como escuchaste. Según los doctores, el chico —señalo con la barbilla al albino inconsciente— sufrió una obstrucción intestinal causada por una parálisis estomacal de un tazón de arroz con té, que irónicamente, este bastardo —zarandeó a Dazai hasta el punto de que todas sus células se marearon— le preparó en la mañana. Eso desencadenó la apendicitis.
Akutagawa se quedó pasmado.
¿Un tazón de comida preparado por su superior...?
¿¡ Y el ingrato del chico peliblanco lo desperdició en una apendicitis?!
Patético.
Ahora sí que lo odiaba.
Nakahara sonrió de lado, en una mueca terrorífica.
—¿Y bien? —apuñaló con las córneas a Dazai—, estoy esperando tu respuesta.
—Mmm... —Osamu fingió pensarlo—. ¿Te soy sincero?
—¡Más te vale serlo!
El castaño sonrió de forma idiota.
—No tengo idea.
Un silencio incómodo y de suspenso se quedó en el aire. Akutagawa no sería el primero en romper aquello, mejor dejaba a la pareja resolver sus problemáticas entre ellos.
Vio a Chuuya arrastrar de la camisa a Dazai, en dirección a la puerta.
—¿Eh? ¿Chuuya? ¿A dónde vamos? —preguntó el castaño con un toque de pánico en su voz.
Fue ignorado olímpicamente.
—... Akutagawa —le llamó, con el pomo de la puerta en la mano—, cuida de Atsushi —ordenó estoico—. Voy a llevar a este bastardo a la sala de Rayos X para una placa.
—Pero yo no tengo huesos rotos. —dijo Dazai mirando su cuerpo en busca de fracturas.
—¿Ah, no? :)
—... mierda, el emoji psicópata —un escalofrío recorrió su cuerpo de espárrago desnutrido—... la cara no, por favor.
—Oh, sí; la cara sí.
.
.
Después de eso, no se supo nada más del Doble de Negro —como eran llamados en el colegio—. Mas, a Akutagawa no le importunó o extrañó su ausencia; de seguro los habían sacado a patadas del hospital o estaban teniendo sepso zalvaje en algún quirófano. Esos dos no tenían remedio alguno. Poseían formas un tanto... peculiares de reconciliación.
El sonido de la puerta al ser abierta hizo que ambos chicos dejasen la atmósfera incómoda de silencio infinito que se había extendido entre ellos. Una enfermera entró. Se acercó a la camilla y tomó en sus manos la tablilla de información, leyendo y pasando sus ojos esporádicamente por el paciente.
—¿Eres su acompañante? ¿Un amigo, quizás? —formuló un tanto juguetona, con tono afable.
—No, no soy su amigo. —se apresuró a aclarar.
Atsushi se sintió un poco herido con esas palabras.
—Ah, ya entiendo. Eres su novio. —agregó tras una risilla cómplice.
—¿¡Qué?! ¡¡¡No!!! —gritaron al unísono, dirigiéndole miradas cargadas de negación.
—Negativo por negativo es igual a positivo —canturreó apuntando algo en las hojas. Si su evidente anatomía no revelase que era una mujer hecha y derecha, ambos pensarían que se trataba de Dazai disfrazado, pues pruebas y aptitudes tenían—. Bien, cielo —se dirigió a Atsushi —; estás en perfecto estado. Te daré el alta —puso delante de Akutagawa unos papeles y agregó, señalando el lugar—: Firme aquí. No se avergüencen —continuó con el antiguo tema sin tapujos algunos—, eso es completamente normal hoy en día. Lo que importa es el amor que se tengan y ustedes dos se complementan perfectamente.
Les guiñó un ojo y caminó hacia el pasillo.
—Te voy a matar... —murmuró el pelinegro fulminando al albino con sus ojos grises.
—Enfermera, no se vaya por favor. —lloriqueó al ver la muerte cerca.
—Usen condón~
La puerta se cerró, dejando a los dos chicos, avergonzados y en la escena de un futuro crimen.
Pero eso solo era el principio.
Ahora tenían que compartir el camino a casa.
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