🌘. Cuarto mes .🌘
🌘. Las verdaderas promesas se dicen con el corazón .🌘
Hay cicatrices que se demoran, y no se curan por mucho que le eches horas.
Eso Atsushi lo sabía a la perfección. No, le enseñaron a saberlo. Por las malas.
Golpeteaba constantemente la suela de sus converses contra el mármol pulido del hospital. Los ojos clavados en la puerta que se cernía frente a él; como un titán, una muralla inquebrantable.
Quirófano.
¿Cuántas horas habían pasado?
¿Una? ¿Dos? ¿Un día entero?
Era incapaz de comprender el tiempo que llevaba sentado en aquella silla, inmóvil; esperando la noticia. Incapaz de pensar en nada más que en esa persona.
Rememorando todo lo que habían vivido juntos.
Recordando las últimas palabras que pusieron fin a su cordura.
«Necesito un trasplante de pulmon.»
Esperando a que le dieran la buena noticia.
«—Está fuera de peligro.»
Eso era solo lo que necesitaba. Nada más.
Sus ojos ardían por la falta de sueño, su sangre ebullía como un río furioso después de una tormenta, siendo bombeada por un atolondrado corazón que pedía a gritos detenerse. La ansiedad jugándole una mala pasada, riéndose en su oído, murmurando oraciones de desesperación.
Si eso seguía así se volvería loco.
Pero pensar en algo más no era una opción. Él estaba batallando por su vida allá adentro; mientras que él rezaba por la suya desde fuera.
Porque morir no era una opción.
Porque una muerte, significa dos.
Ya no sabía lo que sentía. ¿Amor? No. Eso era algo más, algo más profundo, más sincero. Más de ellos.
Se pasó las manos por la cara, limpiando el sudor que escurría por sus sienes. Aún llevaba el uniforme del colegio. Era martes, debería estar allí, pero tanto los profesores como él mismo, entendieron su posición frente a la ausencia de ese día.
Nadie dijo nada.
Todos comprendían. Y si no lo hacían, poco lo importaban.
Ahora solo una cosa ocupaba su mente. Y tenía nombre. Y seguiría vivo después de aquello. Después de todo, le había enseñado él mismo (Atsushi) que nada era imposible.
Sus ojos bajaron en un parpadeo que duró más de lo necesario, el sueño se empezaba a cobrar las facturas atrasadas. Pesaban. Pesaban como lo hacía su corazón, latiendo desbocado en el pecho, bombeando sangre pero no sintiendo.
Los apretó, tratando de despertarse un poco y miró el reloj digital de números rojos que se encontraba sobre la puerta del ascensor a su izquierda.
2 de marzo.
19:35 pm.
Recordó.
Resopló con ironía.
El cambio de ambiente entre ese día y el anterior era inmenso. Barroco. Un típico contraste de colores cálidos y fríos.
Blanco y negro.
Ayer fue el cumpleaños de Akutagawa.
.
.
La luz lo sorprendió, colándose traviesa por las ranuras de la cortina celeste que cubría el cristal de los incómodos rayos solares. Se levantó de la cama, estirando sus articulaciones, desentumeciendo los músculos agarrotados.
«Otra vez.»
Otra vez no lograba pegar ojo.
Cuando, antes de dormir, a su mente regresaban en un flashback las imágenes de la noria, le era imposible conciliar el sueño.
Los recuerdos se quedaban así mismo, justo como la noria gigante en la que se desarrollaron: dando vueltas y vueltas sin parar; lento, para que apreciaras bien el paisaje.
Se preparó y salió. No desayunaría. No tenía hambre.
Las calles estaban inusualmente llenas, vibrantes. Las personas pasaban animadas junto a él. Parecían recordarle su desgracia, riéndose en su propia cara.
Entró en la tienda que hacía esquina en la calle. La misma donde Akutagawa realizaba las compras. Quedaba cerca de su casa. Así que no perdería mucho tiempo.
—No hay papel higiénico. —dijo, desilusionado y en parte extrañado. Todo el estante del producto estaba vacío. Seguro que el algún distrito cercano había un brote de estómago feliz.
Volvió a su camino, caminando lo más lento que podía y que difería de quedarse de pie. No quería llegar.
Se quedó estático mirando el exterior de la casa. Sí, era esa; había memorizado bien la dirección la primera vez que fue. Sin embargo, a diferencia de aquella, esta vez se encontraba completamente llena de papel higiénico. Desde el tejado, las ventanas, el patio, las escaleras de entrada. Todo.
Por lo menos ya se sabía a dónde había ido a parar todo el papel.
Tocó el timbre.
La puerta se abrió. Unos bonitos ojos grises lo recibieron.
—¡Oh! Atsushi-san —Gin estaba radiante, como siempre. Se giró hacia dentro de la casa—. ¡Hermano, tu novio llegó!
Aquellas palabras le hubiesen causado algún tipo de nerviosismo en otro momento, pero solo consiguió ponerlo más triste, si es que eso era posible.
Entró tras ella. La casa estaba adornada de forma sencilla. Luces adornando las paredes, algunas cadenetas de colores formando cruz en el techo y un cartel que ponía "Feliz Cumpleaños".
Frente a él, parado con su ropa negra, estaba Akutagawa; mirándolo.
Una oleada de sentimientos se desbordó en su pecho, sintiendo la necesidad de estrujarlo con una mano.
Ninguno de los dos dijo nada.
Solo se miraban.
Sin embargo, hablaban.
«Hola, ¿me perdonas?», decían los iris grises. Como la luna llena de invierno. Fría y bella.
‹Hola... no lo sé. Mi cerebro dice que no; pero mi corazón dice que sí›, le contestaron los dorados. Como el Sol del mediodía. Cálido y lleno de vida.
—Oh~ Atsushi-kun~ —canturreó Dazai saliendo de la cocina con un delantal de flores, sonriente—. Llegas justo a tiempo. Justo acabamos de poner en el horno una deliciosa tarta de higos.
¿Tarta de higos? ¿Eso siquiera existía?
Se escuchó un golpe. Chuuya había usado el cucharón lleno de restos de curry para aporrear en la cabeza al castaño. Se colocó a su lado, con su usual gesto fruncido y miró a Atsushi.
—Él quiso decir que «yo» acababa de poner la tarta a hornear. Esta cosa —señaló a su novio con asco— no sabía diferenciar la harina de veneno para ratas.
—Chuuuuya~ —protestó Dazai, en vano; el pelirrojo lo ignoró.
Atsushi no pudo evitar reír. Aquellos dos siempre lograban sacarle una sonrisa en sus peores días. Y vaya que lo necesitaba.
—Jajaja, típico de Dazai-san. —se palmeó el estómago, recordando la vez que lo mandó al médico por la obstrucción intestinal.
Buscó con la vista un lugar donde dejar el regalo que había envuelto con antelación, con papel negro y lazo rojo. Akutagawa no se movía de donde estaba, así que le hizo señas a su hermana preguntándole dónde podía ponerlo.
—¡Un regalo! —exclamó Gin abriendo sin pudor el papel; sabía que si ella no lo hacía, su hermano no lo haría—. ¡Mira, hermano! —se giró hacia él mostrando en sus manos el objeto—, es una gabardina. Como las que te gustan a ti. ¡Y de color negro! —sonrió y miró al albino alzando las cejas—. Esta noche ya no eres virgen.
Los colores subieron a la cara de Atsushi. Akutagawa no le prestó atención a lo dicho, pues él le había arrebatado de las manos el abrigo y estaba observándolo con ojos felices.
Atsushi sintió alivio.
Le gustaba el regalo. Estaba feliz.
Un ruido precedente de las escaleras los alertó. Akutagawa corrió hasta allí, dejando el abrigo sobre el sofá. Gin se sostenía de la barandilla de madera y se apretaba el pecho con una mueca de dolor. Estaba tirada en el suelo, incapaz de ponerse de pie, hiperventilaba. Estaba aterrada, sus ojos lo demostraban.
Su hermano la sostuvo de los hombros, Atsushi vio el temblor de sus manos; estaba más asustado que ella, podía jurar. Nadie sabía qué hacer.
Gin estaba teniendo un ataque al corazón.
—Las... pas... illa... s —dijo entre jadeos y bocanadas de aire que no le daban oxígeno. Tenía los ojos cerrados, concentrándose en el dolor que se extendía por su pecho, matándola.
Atsushi fue el primero en reaccionar, corrió hasta el aparador antiguo que señaló Gin antes de abrazar a su hermano, dispuesta a perder la conciencia allí. Abrió el gavetero y sacó un pomo que, supuso, contenía el medicamento. Se lo lanzó a Akutagawa y este lo pilló al vuelo, lo destapó entre temblores y le colocó una píldora entre los labios.
Tragó.
Pasaron unos segundos.
Su respiración se tranquilizó y su rostro recobró el color perdido. Ya no había peligro.
Todos suspiraron aliviados.
Si superaron eso, actuando juntos. ¿Qué representaba lo demás?
Podía darse el permiso de disfrutar mientras pudiera. Después enfrentarían lo malo. Juntos.
Se sentó en el sofá, en espera. Vio una bolita de papel en una esquina, junto a la chimenea. Con curiosidad, la tomó y la abrió. Leyó y la estrujó como acto reflejo. Rojo de vergüenza.
—¿¡E-e-esto qué es!? —preguntó a la nada, confuso por lo que acababa de leer.
—Son las partes de tu cuerpo que me pertenecen. —la voz del pelinegro se escuchó en su oreja. Cuando giró a ver, sus rostros quedaron peligrosamente cerca. ¿En qué momento había llegado hasta allí?
—Pero... —señaló una parte de la lista, asustado—, aquí pone "pene".
Akutagawa alzó los hombros con indiferencia.
—Sin excepciones.
Se alegró. Las cosas estaban volviendo a la normalidad; o al menos, eso intentaban.
—Ah~, Atsushi. Serás el pasivo. —mierda, olvidó que el dúo dinámico estaba ahí. Chuuya estaba en la mesa, con un pie sobre el otro. A su lado, Dazai. Ambos mirándolo con una sonrisa pícara. Nada bueno saldría de ahí.
—Claro que no —negó con las cejas arqueadas y los brazos sobre el pecho, inconforme—. A mí me mide 20 —bufó Atsushi con la barbilla en alto.
—Sí, 20 milímetros. —rebatió Akutagawa.
Rieron.
Dazai tomó entre sus dedos una copa de vidrio y la alzó.
—Brindemos. —dijo.
—Dazai-san, ¿acaba de echar cloro en su copa? —preguntó Atsushi asustado.
—...no. Es vino blanco.
Chuuya le pateó la espinilla. Tomó él su propia copa —llena de vino, para los menores juguito de naranja >:v— y la levantó en el centro de la mesa.
—¿Por qué brindamos? —miró el pelirrojo a los demás, interrogante.
—Por lo que sea estará bien. —sonrió Atsushi, Akutagawa asintió.
Dazai sonrió de manera nostálgica. Atsushi reconoció ese gesto; solo lo hacía cuando recordaba a Oda. Puso su mano sobre la de Chuuya, en la copa, y dijo, solemne:
—Por los Stray Dogs.
—Por los Stray Dogs. —repitieron los demás, alzando sus copas. Todos juntos. Contando con los demás. Era una familia sin lazos de sangre.
Humo.
Abundante humo negro salía de la cocina.
—¡BASTARDO, SE QUEMA LA COCINA! —gritó Chuuya, corriendo con un extintor en la mano.
Sí, olvidaron la tarta en el horno.
Atsushi carcajeó. Una sombra hizo que mirase a la derecha. Detrás de Akutagawa había una persona.
Sus ojos se aguaron.
Oda estaba parado detrás del pelinegro. Era él. Con su porte maduro y tranquilizador. Le sonrió, una sonrisa orgullosa hacia él. Alzó una copa que tenía en su mano, y dijo, moviendo los labios en su susurro; uno que solo Atsushi escuchó en su corazón:
«Por los Stray Dogs.»
.
.
Pero la realidad te golpea en la cara tan fuerte que te aturde.
Los momentos felices se escapan como un soplo de viento entre las hojas de los árboles, mientras que los pesares echan raíces en lo más profundo del alma.
¿En qué más podía ocupar sus pensamientos para distraerse?
Ah, sí.
Su admirador/acosador.
En un momento llegó a creer que se trataba del mismo Akutagawa, ya que coincidían en algunos aspectos que su instinto le decía. Mas, durante los días que el pelinegro estaba internado en el hospital realizando pruebas para la operación, él siguió recibiendo aquellas notas y un ramo de flores.
Todos los días.
Sin falta.
Aunque las dos últimas notas tenían un matiz... triste, desamparado. O eso le parecían.
Ese día eran margaritas.
Puede que no sepas mucho de mí. Pero por verte otra vez, me arriesgaré. Y puede que no pero si sale bien ya no querré soltarte.
Sé que no te fías de mí; ¿y cómo puedes fiarte de estar bien? Yo también lo tengo partido pero contigo me late.
Porque cuando te vi... se recupera el sistema, contigo acabó la condena. Para ti sí tengo tiempo de espera. Yo te daré todo el que tenga. Pensaba que esa luz nunca se encendería y contigo veo azul el cielo todos los días. No rezo ni a Jesús, ni hago el Ave María; pero tenerte ha sido un milagro, vida mía.
Si tu me dejas, yo te prometeré cuidarte; y si no quieres, juro que me será imposible olvidarte. Porque si digo «te quiero» no es para que tú lo digas. Y sé que no te atreves porque pueden doler las heridas.
Y me termino de enamorar... de una historia sin final. Claro que puede fallar, pero es que el fallo sería no intentar.
Si te atreves, me atrevo; te acompaño en la victoria y el dolor. Te acompaño en el amor.
Esa última estrofa le quedaba como anillo al dedo. Ahí estaba él, acompañando al dolor en una posible historia sin final.
Los médicos no habían dado muchas posibilidades. A pesar de que el órgano era un 98% compatible, quedaban muchas grietas. Quedaban muchos "quizás...". Quedaban muchos "errores médicos". Quedaban muchos "Dios así lo decidió".
Ja.
Dios no existe.
Y si lo hace, debe disfrutar mucho viendo cómo los demás sufren.
Lo sentía por aquellos que depositan su fe en él. A él no le había demostrado nada bueno. Nunca lo perdonaría si lo estaba mirando todo desde quién sabe dónde, quitándole todo aquello que era importante para su vida.
Primero Oda.
Ahora Akutagawa.
¿Estaba empecinado en arruinar su vida? Porque lo estaba logrando.
Se mordió el labio inferior hasta que el sabor ferroso tocó su lengua. Quería llorar, gritar y golpear el suelo por lo injusta que era la vida; pero se contuvo, dejaría las lágrimas para cuando se besaran bajo la lluvia después de la operación exitosa.
Valiente.
Sí, eso sería. Por él mismo y por Akutagawa.
¿A quién engañaba? Estaba muerto de miedo.
Miedo.
Como la última nota que recibió, en la mañana de la operación. En la mañana de ese día.
Qué relativo es el tiempo, cuando hay que olvidar aquello que quieres. Es un error bastante común no echarnos la culpa de lo que sucede.
Qué roto queda el espacio. Donde besabas ahora me duele. Como las estrellas en el cielo azul, perdí en trocitos mi corazón.
¿Cómo quieres que quiera si quise como nunca quise y por eso se me rompió?¿De qué manera de puede confiar en algo que nunca te funcionó? ¿Y cómo te abrazo si he puesto una falla de seguridad entre tú y yo?
Puedo convencer a mi cuerpo pero no puedo convencer a mi corazón.
Si quieres lo intento, pero de qué sirve si con este miedo no iré con todo. A todos nos han hecho daño y casi nadie sabe cómo pedirse perdón. Nos han enseñado tanto de querer y pero no de olvidar a quien nos amó. Y acabas pensando que el único error del que nunca aprendimos es el amor.
Cuando tus «te quiero» significan miedo, de partirme en trozos otra vez; de tener que unirme y no saber. Cuando tú me abrazas yo digo «no puedo». Cuando te piden que ames de verdad, pero perdiste la capacidad.
Cuando tus «te quiero» significan miedo, de partirme en trozos otra vez; de tener que unirme y no saber. Cuando tú me abrazas yo digo «no puedo». Y es que no logro entender.
¿Si el amor no es un juego por qué se puede perder?
Interesante pregunta. ¿Por qué?
No fue hasta que las estrofas se repitieron como una canción tocada en un tocadiscos antiguo, de lo irónico que sonaba eso con las últimas palabras que había tenido con Akutagawa antes de que lo llevaran al quirófano.
Rió, amargo.
.
.
Llenó sus pulmones de aire con una profunda bocanada y entró a la sala del hospital; él había hecho lo mismo en su momento, cuando fue obligado por Dazai a quedarse junto a su cama.
Ahora era su turno.
No podía evitar sentir un poco de temor a verlo de aquella forma, cuando esa podía ser la última vez que...
No.
Sacó esas ideas de su cabeza, agitandola un poco y entró.
Akutagawa estaba recostado sobre la camilla. Llevaba puesto una bata de hospital de color celeste y tenía en el brazo una intravenosa puesta. Disímiles mangueras y cables entraban y salían de su cuerpo por diferentes sitios, preparándolo para la complicada operación. Miraba por la ventana, pero al escuchar la puerta ser abierta, giró a ver; encontrándose con los ojos de Atsushi. Este sintió un escalofrío.
Akutagawa lo miraba como si le dijese
«—¿Qué miras, eh? ¿Crees que me veo deprimente? ¿Doy lástima? Pues de una forma muy deprimente y lastimera te voy a meter este palo metálico que sostiene los sueros, y del cual desconozco el nombre, por el culo. No me importa estar a punto de un trasplante de pulmón.»
¿Chuuya? ¿Estás escuchando? Tu hijo aprendió de ti.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó el albino, caminando hasta una silla que estaba frente a la camilla; se sentó.
—Bien —ahí, estaba: el sarcasmo del pelinegro—, estar instalado a cientos de maquinas me pone cachondo; me siento un ciborg.
Dazai, ¿qué fetiches raros le enseñas?
Atsushi rió, suponía que esa era su manera de enfrentar los nervios.
—Muy gracioso —opinó con gracia—; pero, en serio, ¿cómo te sientes?
—Mis neuronas aferentes del sistema nervioso periférico están activas.
—¿Qué?
Akutagawa rodó los ojos y agregó:
—Que tengo picor de culo.
El ambiente se había relajado. Y así se quedó durante todo el tiempo que estuvieron solos. Simplemente mirándose, muchas veces a punto de hablar pero acallados al instante.
Una enfermera entró para avisar que era hora.
Akutagawa tragó saliva, nervioso. Aún habiéndose preparado psicológicamente para ello, la idea de no despertar lo asustaba.
...de hacer llorar a Atsushi, le aterraba.
Le miró, atento.
—Cuida a mi hermana —dijo, frunciendo el ceño; tratando de sonar como una amenaza, pero se escuchó como una súplica—, es lo único que tengo. Por ella daría hasta mi vida.
—Nada va a pasar. —habló Atsushi, ese pedido no quedaba a calmar sus ansias.
—Solo dime que lo harás.
El albino suspiró.
—Lo haré.
Le inyectaron algún extraño medicamento y la enfermera les dijo que tenían unos dos minutos hasta que la anestesia general hiciese efecto.
Podían ser sus últimos dos minutos.
¿Qué dirían?
Akutagawa decidió poner fin a aquello pronto con un:
—Vete.
«No te vayas», gritaba aterrado en su mente.
Atsushi, llorando y moqueando como un niño, se le lanzó a los brazos con un abrazo.
Su primer abrazo.
Y posiblemente el último.
—¡No me abraces! —protestó el pelinegro.
«¡Abrázame!», clamaba para sus adentros.
Su vista se desenfocó en el momento en que una voz que le sonó muy lejana, le pedía a Atsushi que abandonase la sala, pero este se mantenía en su posición reacio; mirándolo con tristeza.
Sus ojos dieron el primer pestañazo.
Pronto caería rendido.
Pronto, puede que fuera demasiado tarde.
Y no podía permitirse dejar nada pendiente.
Separó los labios y dijo, con la última voluntad de su conciencia:
—Jinko... yo te... yo te... —otro pestañazo, esta vez, más largo y pesado—... a-
Su mundo se desconectó.
.
.
El cartel luminoso del quirófano se apagó, a la par que su corazón hacía boom.
La operación había terminado.
Se puso de pie, con la respiración tan irregular que ya no sabía si respiraba o no.
Varios médicos salieron estirándose después de una larga y ardua tarea. Nadie lo miró. Se alejaron caminando por el pasillo.
Minutos después —que parecieron años— salió Dazai, pasándose la mano por la cabeza. Sus ojos estaban apagados y tenía la mirada gacha. Solo una persona tenía permitido mirar por el cristal hacia la mesa de operaciones y habían decidido que fuese el castaño; Gin no lo soportaría. Y Atsushi se rompería.
Los iris dorados se conectaron con los castaños en un llamado de súplica.
Negó.
Dazai movió la cabeza hacia los lados con los ojos cerrados.
Ya está.
Todo había acabado.
Una vida resumida en unas horas, unos recuerdos desembocados en un grito de dolor y agonía.
Se dejó caer hacia tras sobre la silla, incapaz de soportar su propio cuerpo.
¿Qué haría ahora?
No sabía, nada sería igual.
Por lo menos quería verlo una última vez.
Cuando iba a abrir la boca para pedir aquello, Dazai se puso las manos en la cara en gesto dramático y gritó:
—¡NO QUEDAN PAPITAS EN LA MÁQUINA EXPENDEDORA!
«¿Eh?»
—¿Eh? —salió de su boca.
—Fui a comprar papitas de cangrejo en la máquina expendedora, pero ese trasto está más vacío que tu cerebro. —explicó el castaño con lágrimas de dolor falso.
Eso significaba...
—Entonces... —le tomó de la camisa con fervor—, Akutagawa... Akutagawa está...
—Sí, sí —agitó la mano vendada con indiferencia—; el emo está sano y más huraño que nunca —miró a Atsushi fraternalmente, él mejor que nadie sabía lo que significaba para ti la persona que amabas—. Ve a ver a tu Bestia Negra, tigre.
Y eso hizo.
Corrió hasta la habitación en la zona de cuidados intensivos en donde lo habían instalado para velada postoperatoria y sin cuidado alguno, abrió la puerta.
No habían ventanas. Una sola puerta, tras de sí.
Ahí estaba.
Conectado a varias máquinas de sostén artificial de vida, con una manguera instalada en la garganta y otras más en sus brazos. El pitido constante marcando los latidos de su corazón. Estaba pálido, mucho más pálido; como un fantasma. Las ojeras oscuras marcadas debajo de los ojos. Su rostro demacrado y sin color, cubierto con una mascarilla; por la que pasaba la manguera que mantenía su nuevo pulmón en funcionamiento.
Estaba ahí.
Destruido.
Pero, a fin de cuentas.
Vivo.
Caminó hasta el cristal transparente que mantenía la sala sin bacterias, fuera del peligro para los pacientes, y se dejó caer hasta el suelo, con la felicidad ebullendo en sus venas.
Había pasado la peor parte, ahora lo que quedaba era lo de menos.
Había pasado la tormenta, invicto.
Ahora nada podría con ellos.
Sonrió, feliz, aliviado, deseando no tener ese cristal separador y lanzarse sobre él y llenarlo de besos.
Demostrarle cuánto lo amaba.
No callaría más. La vida le había demostrado de una forma muy cruel que podía quitarle en tan solo un parpadeo.
—Sabía que lo lograrías —dijo, mirando esa bella cabellera negra resaltar entre el blanco impoluto de la sala—; mala hierba nunca muere, ¿verdad? —pausa—. Hay un viejo proverbio que dice «Nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde», aunque yo creo que es algo así como «Todos sabíamos qué teníamos, pero nunca pensamos que lo fuéramos a perder». A mí me pasó. Nunca pensé estar a punto de perder lo más importante para mí. Nunca pensé estar a punto de perderte a ti —rió por la nariz, sonando como un suspiro nostálgico—. Bueno, resumiendo, ya que sé que odias demasiadas palabras: como pago por el susto que me diste tendrás que llevarme a una nueva cafetería en el centro que abrirán el primero de mayo. Sí, cuatro días antes de que se venza nuestra promesa de seis meses —qué rápido pasaba el tiempo—. Así que me tomaré la potestad de hacer la promesa por ti: iremos, juntos; cuando te recuperes. Así que pon tu empeño en ello, pues tienes dos promesas, ahora, que cumplir. Yo —una lágrima dejó un camino en su mejilla— te estaré esperando.
Esperó.
Como era obvio, no tuvo respuesta.
Estaba por girarse cuando vio algo:
Akutagawa había movido el dedo índice. Un pequeño, pero perceptible movimiento.
Se arrastró hasta el suelo para soltar todo lo que había estado conteniendo, en forma de lágrimas.
De alguna forma, sin decir ni una sola palabra, Akutagawa había respondido.
De alguna forma había dicho:
«—Lo haré, es una promesa».
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