Capítulo 8.
Belle
Mi primer día de trabajo no fue lo que esperaba. Ni tampoco algo que me hubiera imaginado. Conocí a mi jefe y no de la mejor manera, le derramé el café en la ropa. Creo que eso cuenta cómo mal día, ¿no?
Al menos llegué a tiempo a la universidad y no me perdí ninguna clase. En ese aspecto todo estuvo bien y no me dejaron mucha tarea, lo que agradecí, ya que con mi nuevo trabajo estaría ajetreada.
—Necesito que me digas como te fue en tu primer día de trabajo —Emily acababa de llegar del trabajo y lo primero que hizo al cerrar la puerta fue dejar sus cosas sobre el sofá y caminar hacia la sala para saber el chisme. Veía una serie mientras cenaba ligero.
—Bien y no me puedo quejar, no hay mucho que hacer, ahorita —aclaré. Metí la cuchara dentro de la avena y la llevé a la boca.
—¿Es tan impresionante como dicen? —asentí —. ¿Y el jefe? —señaló el lado izquierdo de mi boca, indicando que tenía un poco de avena. La aparté con el dedo y la limpié en una servilleta.
—Bueno, el lugar está bien. El comedor es enorme y tiene una gran variedad de comida, desde carne hasta comida vegana —Emily ladeó la cabeza, su gesto era de aburrimiento porque lo que ella quería saber no era precisamente como era el comedor y qué comida servían.
—No quiero saber eso, Belle, sabes bien a lo que me refiero —cogió un pedazo de fruta que había dentro de un plato y dejó caer la espalda contra el respaldo —. Dime todo de Mason "papacito" Turner —masticaba sin dejar de mirarme.
—Lo arruiné —le dije y su expresión cambió. Se irguió y me miró sorprendida.
—¿Qué sucedió?
—Tuve la gran idea de pasar a la cafetería y me encontré ahí con mi jefe —Ems asentía a cada palabra —. Me entregaron el café, giré y le derramé el café encima —dejé el plato en la mesa. Quería cubrirme el rostro por la vergüenza.
—¡No! ¿Júralo? —asentí con pena.
—Lo juro —musité —. Me sentí tan tonta e inútil...—la expresión de Ems se suavizó.
—No te digas así, no te lo permito. No eres tonta a cualquiera nos pudo pasar —encogió un hombro. Negué porque sabía que no era cierto y que solo lo decía para no hacerme sentir mal —. ¿Él te dijo algo?
—No, nada grosero.
—Menos mal —asentí —. ¿Cómo es él? —de nuevo se acomodó en el sofá —. ¿Sí es así cómo sale en las revistas de chismes y en las redes sociales?
—Es alto, muy alto —me acomodé las gafas sobre el puente de la nariz —. Parece un roble —me reí bajito —. Tiene los hombros anchos y la espalda cuadrada, el cabello es oscuro, pero no negro y lo peina hacia atrás. Sus ojos son verdes, pero es verde...—buscaba las palabras correctas para describir el color de sus ojos. Emily me miraba embobada —. Entre esmeralda y oscuro. Su barbilla es cuadrada, bien definida y su nariz, es delgada de arriba, termina en una punta y de perfil es respingona. Frente amplia con entradas para un hombre de su edad. Cejas rectas con una pequeña esquina casi al final y sus labios...—me quedé pensando mucho más en sus labios.
—Ajá, dime —miré a Emily y se encontraba mucho más cerca, con la boca abierta, prestando demasiada atención.
—Sus labios tienen forma de corazón en la parte de arriba, pequeños, gruesos, rellenos —Emily suspiró, volteé a verla.
—Dios mío, lo describiste como si fuera un maldito dios griego.
—Casi lo es —seguí comiendo de mi avena que me había quedado rica.
—¿Casi? —alzó una ceja —. ¿No lo es? —indagó. Jugué con la avena, con la cuchara.
—Es un ogro, un dragón —musité —. Tiene un carácter horrible, grita y ordena, quiere que todo se haga en un chasquear de dedos. No sé como Teresa puede soportarlo, pero parece que lo quiere mucho —las masticadas de Emily me obligaron a verla y no es que me molestara, parecía que lo hacía a propósito también —. Aunque se portó bien cuando le derramé el café y no me gritó frente a todos —encogí un hombro.
—Lo debe querer mucho para soportarlo si dices que es un ogro. Tú con un día ya lo odias —negué con la cabeza.
—No lo odio, pero no creo que lleguemos a congeniar. Apenas me miró y cuando se atrevió lo hizo con desdén, como si yo fuera un objeto más en su costosa y lujosa oficina —exhalé y miré a Emily.
—No creo que sea tan malo, debe tener lo suyo.
—Solo dinero y poder —murmuré.
—Y recuerda que es dueño de media ciudad —dijo, lo que me hizo recordar a Mason. ¿Por qué sentía que ya lo conocía cuando apenas unos días atrás no sabía quién era él en esta ciudad? Seguía teniendo este mal presentimiento en la boca del estómago —. ¡Hablando de eso! —me exalté cuando pegó un brinco y se puso de pie como si tuviera un resorte en el trasero.
—¿Qué pasa? —bajé los pies del sofá y me puse las pantuflas.
—Tenemos que celebrar esto —fue hacia la cocina y abrió la nevera, buscando quién sabe qué para cenar.
—¿Cómo? —me puse de pie y fui hacia la cocina para dejar el plato vacío dentro del fregadero —. ¿Qué tienes pensado? —me crucé de brazos. Emily metió la cabeza dentro y cuando encontró eso que tanto buscaba (un pedazo de pizza fría que quién sabe cuánto tiempo tenía ahí), cerró la nevera y le dio una mordida al pan que parecía más duro que una piedra.
—Podemos ir a un club y mover el bote —me reí por lo último que dijo —. Sé de un lugar muy bueno, es un poco caro entrar, pero dicen que vale la pena cada libra. Está en el centro, hay buena música, bebidas y tocan música en vivo —eso último llamó mi atención.
—No soy de beber mucho, pero me atrapaste con lo de la música en vivo —una gran sonrisa se desplegó en sus labios.
—Preparan el mejor pescado con patatas que hayas probado en toda tu vida, acompañado con una cerveza de barril. ¿Qué dices? —subía y bajaba las cejas.
—Me gusta y se escucha bien.
—Yo he ido ahí con Dash —fruncí el ceño ligeramente.
—¿Dash? —pregunté con curiosidad —. ¿Quién es Dash?
—Mi novio —al final cedió y optó por dejar la pizza cuando ya no pudo arrancar un pedazo más arriba. Estaba dura y vieja.
—¿Tienes novio? —se sacudió la harina de los dedos y asintió.
—Ajá, ¿no te lo dije? —le dije que no con la cabeza —. Ah, pues debí olvidarlo.
—Recordaría si me hubieras dicho que tienes novio —de nuevo abrió la nevera, pero esta vez sacó leche y cogió la caja de cereal para servirse en un plato, primero la leche y después el cereal.
¿Qué no va primero el cereal y después la leche?
—No es nada importante, nos vemos una vez a la semana, casi no hablamos, él está metido en su mundo y yo en el mío —guardó el cereal y la leche, cogió una cuchara que metió dentro del plato.
—¿No es nada importante? ¿Puedo saber cuánto tiempo llevas con él? —metió la cuchara a la boca.
—Creo que un año —decía mientras masticaba el cereal.
—¿Crees? —indagué, sorprendida por como me estaba diciendo todo esto.
—Oye, ya te dije que él está en su mundo y yo en el mío. No me cela, no me exige que esté con él todo el día, no está ahí molestando y solo me manda mensaje ¿cada qué? —pensó —. Tal vez una vez a la semana y eso es mucho para él.
—¿Le quieres? —no dudó en responder.
—Sí, me quiere, me respeta y me da mi espacio. Lo quiero y él a mí.
—Eso está bien.
—¡Verdad que sí! Todos ven mal lo que tenemos, a mí me parece que estamos bien. Después te lo presento —puso su mano en mi brazo dejando una suave caricia.
—Me parece bien —murmuré.
—Ahora me voy a dormir, como te dije, estos días han sido una locura. Todavía no terminamos con los libros y hay que hacer un inventario —bufó. Se terminó el cereal y lavó el plato —. El día que quieras puedes visitarme, antes de entrar a clases o cuando tengas un tiempecito libre —asentí.
—Nada me gustaría más —me sonrió y le devolví la sonrisa.
—¿Te vas a quedar? —preguntó estirando la mano hacia el apagador.
—Ya me voy a dormir, mañana hay mucho que hacer —apagó la luz de la cocina, pasamos frente a la sala donde también apagó la luz y después a nuestra habitación, no sin antes asegurarme de que la puerta estaba bien cerrada y tenía el seguro puesto.
—Mucha suerte mañana, Belle —me regaló una sonrisa que le devolví con el mismo ímpetu.
—Hasta mañana, Ems —su sonrisa se ensanchó un poco más al llamarle así. No sé si alguien más ya lo hacía, pero hacerlo me generaba un poco más de confianza de la que ya empezaba a tenerle y eso era decir mucho, ya que había perdido la confianza en todas las personas después de lo que sucedió con los supuestos amigos que tenía y que me dieron la espalda cuando más los necesitaba.
—Hasta mañana, Belle.
Esta vez fui yo quien cerró la puerta del pasillo y le di la espalda a Ems quien cerró la puerta antes de que yo lo hiciera. Apoyé la espalda contra la madera y exhalé. Mi celular estaba timbrando en medio de la cama, me acerqué para cogerlo, pero al mirar la pantalla y ver que era de un número que no tenía registrado decidí no responder. Sabía quién era: Ivet. La mujer que junto con el imbécil ese me arruinaron la vida. Había cambiado mi número una infinidad de veces, pero siempre lograban saber cuál era y eso para mí ya era acoso. Ella no quería que yo hablara y dijera nada de lo ocurrido, cuando yo quedé en algo con sus abogados, que mientras ellos bajaran todas las fotos que subieron yo no diría nada, pero ellos eran los que no me dejaban en paz y traían el tema a colación cuando yo estaba intentando olvidarlo.
—¿Por qué no me dejas en paz? —arrojé el celular contra el colchón y me llevé las manos al rostro, soltando un sollozo que me apretó el pecho.
Caí de rodillas contra el suelo, cubriendo mi rostro con ambas manos, intentando ocultar el dolor que permeaba mi ser y se incrustaba de nuevo en mis huesos. El corazón me empezó a doler y aquellas imágenes que había estado bloqueando salieron a flote una vez más, provocándome más daño del que ya de por sí llevaba conmigo cada día. Cerré los ojos con fuerza ahogando un quejido lacerante, procurando no gritar lo suficiente para alertar a Ems.
Me sentía mareada, todo daba vueltas a mi alrededor, al igual que las personas que yacían de pie frente a mí, Connor me miraba con asco, como si fuera la peor mujer de todo el mundo, mientras que Ivet se burlaba de mí. No entendía por qué lo hacía. Los flashes de los celulares me hacían cerrar los ojos y cubrirlos con una mano, fue ahí que me di cuenta de que tenía la falda levantada, las bragas abajo y los senos de fuera.
—Eres una zorra, Isobelle —Connor se acercó para coger mi barbilla con fuerza, enterrando sus dedos a cada lado de mis mejillas, haciéndome daño —. ¿Sabes qué hacemos con las zorras? —preguntó, mirando a sus amigos.
—¡Las follamos! —respondieron todos al unísono.
—Las follamos sin piedad —los miré a cada uno mientras chocaban las manos y en sus labios se dibujaba esa sonrisa perversa que me decía que si no me alejaba de este lugar no iba a salir bien librada y me podía ir muy mal. No tenía fuerzas, me sentía mareada y estaba muy confundida, ni siquiera sabía donde me encontraba, a donde me habían traído y que me dieron para que me sintiera así.
Ivet continuaba grabando mientras los amigos de Connor tomaban fotos y se reían de mí, de mi cuerpo.
—Te hace falta una podada, Isobelle —se rieron de nuevo. Mi cara ardía de la vergüenza. Con las manos torpes intenté subirme las bragas, pero no podía coger la tela, no podía bajarme la falda y me puse a llorar. Las manos no respondían al igual que mis piernas.
Quería salir de aquí y alejarme de las burlas y el acoso. Quería correr y perderme, desaparecer para que nadie supiera nada de mí.
—No llores, Isobelle, cuando terminemos contigo te vas a sentir mejor —Connor se apartó unos centímetros. Se desabotonó el pantalón y se bajó la cremallera, sentí pánico cuando lo vi hacerlo, mi respiración se volvió agitada, negaba con la cabeza y pensé lo peor.
—¡No! ¡No me toques! —no sé de donde saqué fuerzas, pero lo empujé con ambas manos, retrocedió y me subí las bragas. No lo pensé dos veces antes de echarme a correr lejos de ellos, lo más lejos que pudiera estar de esos bastardos.
Aún me sentía mareada, quería vomitar y detenerme para tomar aire, pero no lo hice. Me di cuenta de que estábamos en una granja, corrí entre los maizales. Detrás venían ellos gritando que no me fuera, que lo íbamos a pasar bien y que sería lo mejor que me pudiera pasar en esta vida.
—¡Detente, maldita zorra! —dijo uno de los amigos de Connor.
—¡No huyas, Isobelle! ¡No te vamos a lastimar! —las risas acompañadas de las groserías me hicieron tropezar y caer al suelo llenándome la ropa de tierra, comí un poco y me lastimé el labio. Como pude me incorporé, la rodilla me ardía y es que me había raspado y me salía sangre, pero nada de eso me iba a detener. Me metí entre uno de los tantos pasillos que había entre los maizales y me escondí detrás de un tractor.
—¡Te voy a encontrar maldita perra y lo vas a pagar caro! —estaban más cerca porque casi podía sentir sus voces suspirarme en la nuca —. ¡Más te vale que no digas nada o te juro que te mato, te mato! —amenazó Connor. Las lámparas iluminaban detrás de mí mientras me cubría la boca, llorando en silencio.
—Connor, vamos —le dijo Ivet.
—¡La tenemos que encontrar! —bramó, parecía una bestia enfurecida.
—No va a decir nada, sabe que no le conviene hablar —decía ella con voz serena.
—Espero que le digas que no hable —la cruda voz de Connor me hizo temblar y me sorprendió que Ivet no estuviera asustada por este cambio en su personalidad, si no la conociera como yo juraba que lo hacía, podía decir que no le temía, que ella ya conocía esta faceta suya que yo desconocía hasta ahora. Y estaba asustada, tenía tanto miedo que solo podía llorar en silencio, las lágrimas saladas escurrían por mis mejillas lacerando mi mejilla lastimada. Escuché cuando se fueron, sus pasos se alejaron junto con las voces que me maldecían una y otra y otra vez. Me dijeron zorra, frígida, simplona y no sé qué insultos más que despotricaron en mi contra. Me cubrí las orejas con las manos en un vago intento por acallar sus voces que retumbaban dentro de mi cabeza. Solo quería olvidar este horrible momento, borrar aquellas imágenes tan horribles.
Pasados algunos minutos (no sé cuántos), me levanté. El cuerpo me dolía horrores, caminé sin rumbo fijo hasta que salí a la carretera. Anduve por toda la orilla de la carretera. La rodilla me dolía, pero ya no sangraba, me llevé la mano a la mejilla donde tenía un gran golpe que se empezaba a hinchar, me pasé la lengua por la herida del labio y gemí cuando me empezó a arder. Al final una chica se detuvo en la orilla, creo que me vio tan mal que sintió lástima y me llevó hasta mi casa. No preguntó nada, solo me escuchó llorar y me ofreció un pañuelo que sacó de la guantera, cuando llegamos a mi casa me dijo que tenía que hablar, decir lo que me pasó, que no me quedara callada, lo que ella no sabía es quien era Connor y su familia, me iban a hacer quedar mal a mí para ellos salir limpios de todo esto. Yo fui la zorra que abrió las piernas y se dejó tocar por ellos, yo fui la facilota, yo fui todo lo malo y ellos solo estaban dejándose llevar por el momento, porque son hombres, por eso se justificó todo lo que hicieron esa noche.
Cuando llegué a casa mi padre esperaba en la sala. No le dije nada de lo sucedido, pero no creyó que no hubiera pasado nada, estaba sucia, lastimada y no quise salir de mi habitación al día siguiente, tampoco quería comer, me sentía devastada y rota, me sentía sucia... Estaba sucia. Ellos me habían condenado a una vida de miseria y estaban tan campantes como si nada hubiese pasado cuando yo era una piltrafa humana y ellos, ellos no sentían nada, no temían a las represalias.
Me cubrí la boca y lloré desconsolada de rodillas en el suelo. Golpeé mi rostro con las manos abiertas, quería dejar de sentir este dolor que me quemaba el pecho, quería olvidar y continuar. Por más que intentaba olvidar y avanzar siempre retrocedía, no podía olvidar, no podía seguir cuando las heridas todavía no cerraban y sangraban como el primer día.
Mason
Llegué al departamento y Murray ya esperaba en el lobby, inerte como una estatua. De pie a un lado de la puerta. No me sorprendió verlo en esa posición, con las manos frente a él y esa postura como un soldado, cubierto por la oscuridad que rodeaba el espacio donde se encontraba.
—Señor —dijo en cuanto cerré la puerta y dio un paso cerca.
—Murray, eres como un fantasma —comenté con voz baja y somnolienta. Murray se dio cuenta de mi estado, ya que sus facciones se relajaron y pasaron de estar rígidas a tener más que nada un gesto de tristeza y pena hacia mí. Tampoco es que me gustara que los demás sintieran lástima por mí, pero en este momento eso era lo que proyectaba con tan deplorable imagen.
—No se ve bien, señor —comentó cuando giré en redondo y avancé hacia la sala, dejando mis cosas encima de uno de los sofás que tenía más cercano.
—No estoy bien, Murray —dije silenciosamente, con una nota de amargura o tal vez enojo contra mí mismo.
—¿No le hizo bien la inyección que le puso el doctor? —le escuché venir detrás de mí. Sus pasos eran tan silenciosos que en verdad parecía que flotara en lugar de caminar cómo realmente lo hacía.
—Sabes que nada sirve contra los fantasmas que llevo aquí —con un dedo señalé mi sien derecha. Me aflojé la corbata antes de llegar al sofá y me deshice del saco que lo sentía asfixiarme con cada segundo que transcurría.
Cuando me senté Murray ya tenía el frasco en la mano derecha y me lo estaba entregando.
—¿Son estas? —solamente asintió con la cabeza.
—Dijo que es una cada tres días, la dosis es más fuerte, por eso ya no recomienda que las tome a diario —antes de dar un paso más apartó el frasco de mis manos —. Señor, no se exceda en la dosis o puede resultar... Contraproducente —alcé una ceja en su dirección.
—¿A qué te refieres con eso?
—Algunos de los pacientes que se trataron con esta dosis empezaron a tener alucinaciones, leves, pero a fin de cuentas lo eran. Lapsos cortos de ataques de pánico e ira descontrolada. Todo por no tomar el medicamento como se les indicaba —explicó.
—No soy tan estúpido para no hacer caso —mascullé, pero la mirada que me echó Murray me dijo que tal vez sí lo era y sí, lo era un poco. Pero solo quería descansar, que mi cerebro se durmiera de igual manera y que dejara de traerme esos recuerdos que me dolían tanto porque a nadie le iba a gustar recordar ese doloroso pasado que tanto le atormenta y le duele, aquel que todavía no sana y que sigue abierto sangrando cada día.
Porque no quería recordar cuando era un niño y creí en las sucias palabras de una mujer que lo único que hizo fue robarme la inocencia, la libertad, la paz, y me condenó a una vida llena de miseria, dolor y vergüenza. Porque cada vez que recordaba como es que me tocaba y metía sus asquerosas manos dentro de mi pantalón y yo, sin saberlo, me excitaba de una manera enferma, sentía que iba a vomitar los pulmones. Porque el hedor que quedaba después del sexo era tan fétido que sentía, me estaba pudriendo por dentro y no era solo literal, lo sentía con cada vez que entraba a esa habitación, cada vez que me llamaba y tomaba de mí un poco de inocencia y la convertía en este ser despreciable y atormentado.
Ese día era como cualquier otro, me dedicaba a pintar como todas las tardes después de salir del colegio y comer algo antes de sentarme a hacer lo que más amaba en esta vida. Y cómo todas las tardes las amigas de Susan jugaban cartas en el jardín, reían y bebían esas extrañas bebidas con nombres raros que solo ellas podían pronunciar y adornaban con curiosas mini sombrillas de colores. Beethoven resonaba en las cuatro paredes de aquella habitación, los vidrios timbraban cuando llegaba a un tono más alto y mis pies cruzados se movían debajo de la silla tocando el suelo. Escuché el particular rechinido de la puerta siendo abierta y a los pocos segundos siendo cerrada y es que desde que llegué a vivir a esta casa se le había echado aceite, pero eso parecía no funcionar. Levanté la mirada, encontrándome con aquella mujer que me tocó ese día en la fiesta que organizó Susan. Agaché la mirada, pero de reojo alcancé a ver como caminaba hacia mí y aquello me puso alerta, mandando mil señales a todo mi cuerpo que se tensó al instante. El pincel se movía entre mis dedos y mi corazón latía a un ritmo frenético nada normal. El aroma de su perfume me caló la punta de la nariz cuando llegó a mi lado y se quedó un pelín detrás. Tenía los hombros tan rígidos como si fuera una cuerda tensa de la que tiran de un extremo y del otro.
—Me dijo Susan que pintas como los mismos ángeles —una de sus elegantes y largas manos con uñas recortadas y bien cuidadas se tornó alrededor de mi hombro, dejando un suave apretón. Giré la cabeza a un lado, sintiéndome ligeramente avergonzado por lo que había sucedido aquel día y sabía que no era mi culpa, pero la pena no era menos aún sabiéndolo —. Y tiene razón, eres un niño prodigio —le dio un sorbo a su bebida y soltó mi hombro —. ¿Por qué no me quieres ver a los ojos, Mason? —me mordí los labios y apreté los ojos con fuerza —. Mírame, no seas desobediente.
Sus dedos tomaron con fuerza mi barbilla, enterrando sus uñas a cada lado de mis mejillas, provocando que estas me rasguñen.
—Abre los ojos, niño desobediente —su tono de voz ya no era suave como al principio ahora era más fuerte y demandante. Obedecí porque si algo sabía de los adultos es que ellos tenían toda la autoridad y que si te ordenaban algo lo tenías que hacer o te podía ir muy mal. Aunque mi padre no era así, se veía que la señora Allen sí lo era y no quería tener problemas con ella, que le dijera alguna mentira a mi padre o la misma Susan —. ¿Te he dicho hoy lo hermoso que te miras? —negué con la cabeza —. Deja eso —se refería al pincel y la paleta para pintura. Al no obedecer a la primera me las quitó de la mano arrojándolas al suelo, eso no fue lo que me molestó, sino que aquella paleta me la había regalado mi madre y era un preciado tesoro para mí.
—¡Déjeme en paz! —le grité como respuesta, pero lo único que obtuve de su parte fue una bofetada que casi me manda al suelo de no ser porque ella misma me agarró de la muñeca y llevó mi mano a sus senos. Mi mano era grande, pero no lo suficiente como para abarcar sus dos pechos, así que ella misma pasaba mi mano de uno al otro mientras cerraba los ojos y gemía despacio —. Mi padre-mi padre va a llegar en cualquier mo-momento —dije con la voz tan rota que apenas era un hilo.
—¿Crees que no sé qué tu padre llega hasta la noche y que nadie entra a este lugar para no interrumpirte? —De pronto la música se escuchaba en la lejanía y era tan horrible que detesté que precisamente fuera Beethoven quien estuviera sonando de fondo.
—Se lo diré a mi padre, a Susan...—los ojos me escocían. Estaba a nada de echarme a llorar, sentía asco y vergüenza. La señora Allen dejó la copa sobre la mesita donde tenía mis pinturas y mi trapo para limpiarme las manos.
—¿Y crees que te van a creer? Yo puedo negar todo —la esperanza que mantenía se resquebrajó con sus palabras —. Solo eres un adolescente en plena pubertad y te aseguro que no piensas solo en pinceles y pinturas —la miré y tenía las mejillas rojas, abría la boca en busca de oxígeno y soltaba pequeños gemiditos mordiéndose los labios.
—¿Qué quiere de mí? —retenía las lágrimas en las esquinas de mis ojos, el labio inferior me temblaba al igual que la barbilla.
—Quiero esto de ti, Mason —sus facciones se relajaron y ya no parecía tensa, más que nada parecía que había tomado algo que la relajó el cien por ciento —. Llora todo lo que tengas que llorar —me hizo tocarle los pezones cuando se bajó el vestido y dejó ver sus pechos operados. Aquella fue la primera vez que tenía mi primer contacto con el sexo y lo odié más que a nada en esta vida. Me obligó a tocarla, a meter mi mano bajo su vestido y apartar sus bragas para tocarla y que se masturbara con mis dedos. Me obligó a llorar porque le parecía tan tierno que mientras ella se tocaba yo estuviera rompiéndome un poco más, disfrutó verme frágil e indefenso. Disfrutó aquel orgasmo como si su esposo no la complaciera en la cama y yo la odie tanto desde ese momento que me juré un día iba a pagar todo lo que me hizo. Pero antes de tomar venganza hizo de mí lo que quiso, me doblegó, me sometió a su antojo y me usó como un juguete que cuando te aburres de él solo lo echas a la basura y te consigues uno nuevo.
Cuando terminó de hacer lo que quiso solo se acomodó el vestido, dejó un beso sobre mis labios y cogió la copa.
—Esto apenas empieza, Mason, ten presente que desde este momento eres de mi propiedad y tengo las armas para destruirte si yo lo quiero —giró en redondo y me dio la espalda. Cuando me vi solo me sentía asqueado y avergonzado.
Era tanta la rabia que tenía en el pecho que rompí el cuadro que llevaba semanas pintando, en ese momento no me importó romperlo, destrozarlo y pisarlo. En ese momento solo quería ducharme y quitarme esta sensación de encima, pero por más que restregué mi piel, el olor de su perfume no se iba. Las imágenes se metían mucho más en mi cabeza y me odié por lo sucedido y por más que me repetía que yo no tenía la culpa esta se incrustaba mucho más en mi piel y nunca me iba a dejar en paz.
—¿Señor? —Murray agitó el frasco con las pastillas, parpadeé y le miré confundido —. Otra vez se fue, señor —comentó.
—Entiendo —murmuré.
Lo pensó antes de entregarme el frasco, alejándolo de mis manos.
—No haré ninguna estupidez —por fin me entregó el frasco, quería abrirlo y tomar una de esas pastillas, pero antes me quería duchar y cenar algo, ya que eran muy fuertes y en cuanto tocaba la almohada caía rendido como si fuera de piedra.
Observé el frasco y era cómo cualquier otro medicamento de algún famoso laboratorio. Nadie podía sospechar que en realidad no lo era y que pronto estas pastillas como algunas otras serían vendidas para su distribución ilegal.
—¿Quiere algo de cenar? —dejé el frasco sobre la mesita y levanté la mirada hacia Murray —. Mientras usted se ducha yo puedo...
—Claro que sí, Murray —le regalé una sonrisa de labios apretados y giró en redondo dirigiéndose hacia la cocina. Uno de los grandes talentos de Murray aparte de saber matar, esconder un cuerpo y que nadie lo encontrara y ser como un fantasma, era la cocina. Quien iba a decir que ese hombre que se veía más rudo que un ogro, con ese carácter y tan serio como si fuera una piedra, podía preparar el más rico bangers and mash.
Cuando salí de la ducha me llegó el rico aroma a salchichas y puré de papas. Abandoné la habitación y el aroma a especias se hacía más fuerte. Frente a la estufa se encontraba Murray, llevaba puesto un delantal con dibujos de tacitas y teteras, sostenía una pala de plástico de color rosa y se movía como si aquel fuera su lugar seguro, donde se podía desenvolver. Muchas veces llegué a pensar que en otra vida fue un reconocido chef y no un sanguinario asesino.
—Señor —levantó la mirada hacia mí —. La cena está lista —me regaló una pequeñísima sonrisa de labios apretados y me senté en la mesa de la isla frente a la estufa donde se encontraba cocinando —. ¿Cómo se siente? —dejó el plato con salchichas y puré de papas frente a mí, tenía chícharos y unas rodajas de cebolla morada.
—Mucho mejor, gracias por preguntar —cogí la cubertería, pero antes de cortar una de las salchichas levanté la mirada hacia Murray —. Sé que no te lo digo muy a menudo, pero gracias, por todo lo que haces por mí. No sé qué sería de mi vida si tú no te hicieras cargo.
Sus manos se asieron al filo de la isla.
—Usted fue quien salvó mi vida, señor. ¿Ya no lo recuerda?
Cómo podía olvidar cuando lo encontré, casi muriendo, sangrando, todo golpeado y temblando de frío. Se encontraba en la calle como si fuera un cachorrito recién nacido.
—Soy yo quien le debe la vida a usted, señor Turner.
—Eso me lo has pagado a lo largo de los años —le dije —. No me debes nada. Tú me has salvado la vida muchas veces más.
—No lo olvido señor, pero lo que usted hizo por mí no se paga con nada. Si hubiera sido diferente me hubiese dejado tirado a mi suerte, sin embargo, no lo hizo. Me dio una mano cuando los demás me dieron la espalda —dijo con un poco de nostalgia en la voz.
—¿Qué fue lo que hiciste para que te dejaran así? ¿A quién intentaste matar?
Murray casi no habla de su vida pasada, de antes que empezara a trabajar para mí. Y pensé que esta vez sería igual, que no me diría nada de lo acontecido y que guardaría silencio cómo siempre lo hacía, pero cuando abrió la boca y empezó a relatar, me sorprendí por todo lo que me decía.
—Me traicionaron. Confié en las personas equivocadas y me dieron la espalda —corté una salchicha y mastiqué un poco —. Cuando te llevan a ese lugar, sin importar quién seas o cuando dinero tengas, eres la misma basura para ellos. Nunca sales realmente de ahí, al menos yo no lo hice —me miró —. Me usaban para matar a sus enemigos y personas que afectaban sus intereses. Cuando dejé de servirles se quisieron deshacer de mí. Ya no les servía, tenían a más cómo yo que podían hacer el trabajo sin rechistar.
—¿Las mismas personas que te usaron por años te querían matar? —asintió.
—Así es ese mundo. Quien lo rige dice las reglas y todos deben obedecer.
—Para ellos estás muerto, ¿no? —pregunté. Murray sirvió un poco de agua mineral en un vaso para mí.
—Supongo que sí. De no ser así no me dejarían de buscar y si me encuentran me va a ir peor de cómo usted me encontró aquella noche lluviosa —me miró a los ojos. Decía la verdad. No mentía y se le veía el miedo en la mirada.
—Eso no va a suceder —le aseguré —. No te van a encontrar. Estás seguro aquí —una diminuta sonrisa se desplegó en sus labios, pero se borró al instante.
—¿Y si lo hacen? —negué a la vez que comía puré.
—No lo harán —dije muy seguro de mis palabras. Murray se limitó a asentir.
Me acompañó en la cena, lavó los platos sucios aunque le dije que ahí los dejara y después se fue dejándome solo de nuevo.
Al cerrar los ojos recordé el preciso momento en el que la señorita Stone derramó su café en mi ropa. Su mirada asustada, cada gesto de miedo como si le fuera a hacer algo. Había algo en ese par de ojos cristalinos que me decían estaba ocultando algo. Algo muy oscuro que la perseguía y que no podía dejar atrás.
¿Cómo lo sabía?
Una persona rota puede reconocer a otra. Y la señorita Stone no era la excepción.
🐦🐦
¡Hola! ¿Qué tal el capítulo? Espero les haya gustado.
Mi idea es subir capítulos cada viernes. ¿Les parece que los viernes sean de Belle y Mason? Si es así díganmelo aquí.
Nos leemos en el siguiente capítulo.
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