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Capítulo 5.

Belle

Después de la llamada de Ivet no pude dormir cómo me hubiera gustado. Sus llamadas y mensajes me quitaban el sueño y detestaba que tuviera ese poder sobre mí. Aún, después de meses no me dejaban en paz. Ni siquiera me di cuenta de a qué hora me dormí, pero supe que ya era tarde porque afuera no se escuchaba nada, ni los autos ni las personas andando en la calle.

Al día siguiente resentí el no poder dormir cómo era debido. Me miré al espejo del baño y tenía marcadas ojeras bajo los ojos, los párpados me pesaban y solo quería dormir. Me puse dos parches bajo los ojos y salí del baño arrastrando los pies. Al entrar a la cocina me serví un poco de café y miré la notita que dejó Emily encima de la mesa del comedor. Ella ya no se encontraba en el departamento, había ido a la universidad.

Te dejo esta tostada para cuando desayunes ;)

Dentro del plato, cubierta por una servilleta de papel, había una tostada, la cogí y le di una mordida. Miré a través de la ventana de la sala sentándome en el alféizar. Estaba un poco nerviosa de lo que pudiera suceder ese día en particular. Siempre llenaba mi cabeza de escenarios catastróficos y empezaba a sentir angustia. Pero lo que siempre me ayudaba a no tener ese tipo de pensamientos era pensar en mi madre y en Ted, en los buenos momentos que pasé a su lado.

Cogí el celular y marqué el número de la empresa rogando al cielo que alguien respondiera y me dieran el empleo. Sería bueno empezar mi primera semana entrando a la universidad y con trabajo nuevo. Y si era cierto lo que dijo Emily y la paga era muy buena podía vivir cómodamente sin preocupaciones los próximos años. Pagar la universidad, la renta del departamento y lo que necesitara para estudiar. Ya no tendría que pedirle dinero a mi padre y él podría dejar de preocuparse por mí. Aunque conociéndolo nunca lo dejaría de hacer.

Marqué el número y el teléfono sonó una, dos veces antes de que alguien respondiera del otro lado. Pensé que me iba a responder un hombre, sin embargo, fue una mujer.

Empresas Turner. Buenos días —la voz de aquella mujer se escuchaba amable.

—Buenos días...—no sabía si decirle señora o señorita o simplemente ir al punto del porqué estaba llamando. Solo dije lo primero que me salió de la boca —. Llamo por el puesto de asistente, ayer vi el anuncio en internet...—antes de decir una palabra más, la mujer me detuvo en seco.

¿Tienes experiencia? —apreté los labios y pensé, no tanto porque no había tiempo, pero tenía que buscar las palabras correctas.

—Trabajé siendo la secretaria de un abogado, ¿eso cuenta? —escuché una risita del otro lado de la línea. ¿Qué le hizo reír? ¿Sería mi respuesta?

Debí decir otra cosa y no eso.

Miré la pantalla, asegurándome de que no me había colgado, pero los segundos seguían corriendo, así que no lo había hecho. Me puse el celular en la oreja.

¿Puedes traer tus documentos hoy mismo? —una sonrisita se desplegó en mis labios.

—¡Claro! ¿A qué hora puedo ir? —me contuve un poco para no parecer desesperada, aunque lo estaba. Un poco.

Al medio día, ¿te parece bien?

¡Claro que sí!

—Por supuesto que sí. A esa hora voy a estar ahí.

Le dices al guardia que vas a subir, que Teresa te está esperando.

—Teresa —repetí bajito —. Claro, ahí voy a estar puntual.

No sabía si agregar otra cosa, porque por lo que escuché la mujer estaba ocupada, detrás se escuchaban voces, el sonido de teléfonos sonando y una impresora funcionando.

El corazón me iba a mil por hora y las manos me temblaban por los nervios.

—Muchas gracias —fue todo lo que dije por qué la llamada se terminó. Dejé el celular y me apresuré en buscar los documentos que de seguro me iban a pedir en la entrevista. Los revisé tres veces hasta estar segura de que llevaba todo y que no me faltaba nada. Era una paranoica.

Limpié el departamento, no cómo me hubiera gustado, pero al menos ya no se veía el polvo cubriendo los muebles. Después haría una limpieza profunda. Me sentía más despejada de la mente al dejar de pensar en personas que solo me hicieron daño. Cogí el celular y busqué el nombre de Mason Turner. En cuestión de segundos se desplegó una larga lista de resultados del susodicho. Le di clic al primer enlace y me quedé con la boca abierta al ver el monumento de hombre que era. Delgado, pero con el cuerpo bien formado, cabello oscuro y ojos azules. Más que un empresario parecía un modelo de una famosa marca de ropa interior. Parecía uno de esos protagonistas de moral gris que acostumbraba leer, donde él era frío y calculador, pero un dios en la cama.

—Así que tú eres Mason Turner —sentí una especie de agujero en la boca de mi estómago. Como si... Como si ya lo hubiera visto antes, pero no, apenas veía el rostro del sexy CEO de las empresas Turner, dueño de la mitad de Londres y quien sabe que más.

Busqué más información, pero tampoco encontré mucho, solo lo básico: soltero, treinta años, no se había casado y no se sabía que tuviera novia o algo así. Sin hijos. Pero eso sí, una larga lista de "novias" que nunca fueron oficiales, desde modelos, actrices, mujeres importantes de la farándula. Era dueño de algunos negocios, desde restaurantes y cafeterías hasta una marca reconocida de ropa y joyería.

—Todo un Don Juan, señor Turner —golpeé la pantalla justo en una imagen de él —. ¿Por qué siento que te conozco desde antes? —apoyé mi mejilla en mi puño y mi codo en la mesa. Ladeé la cabeza y lo observé por interminables segundos donde parecía que lo tenía frente a mí, pero estaba segura de que si fuera así no iba a poder sostenerle la mirada ni un segundo. Parecía que Mason era de esos hombres con un gran poder en la mirada, que es imposible que una mujer u hombre sea capaz de mirarlo a la cara o a los ojos porque solo destellan perversión.

No entendía bien que significaba esta sensación que crecía dentro de mi pecho, pero tampoco le iba a dar tanta importancia. Ni siquiera estaba segura de que me iba a quedar con el trabajo, estaba segura de que habría muchos más curriculums arriba del mío, no sería la única que quería entrar a trabajar en ese lugar y no sería tampoco la más capacitada en el área. Pero tampoco mentí cuando dije que había sido la secretaria de un abogado, aunque fuera el amigo de mi padre y el único en toda la zona. El señor Mitchells era el mejor abogado de todos y ayudó a muchas personas que no podían pagar por su servicio. Trabajé para él desde que tenía dieciocho años y eso como un favor hacia mi padre, pero aprendí muchas cosas trabajando para él, por eso cuando pasó aquello decidí que lo mejor para mí era no hacer nada en contra de esas personas si ellos quitaban todas las fotos que habían subido a la red. Nos beneficiaba a las dos partes, pero más que nada a ellos porque no iban a terminar en prisión, porque yo quedé marcada y señalada por todos, ellos solo se fueron como "los que subieron esas fotos de Isobelle", pero a mí me crucificaron, señalaron y criticaron hasta que se cansaron, hasta que el imbécil ese y sus amigos se "disculparon" por lo sucedido, pero de nada me servían sus disculpas cuando el daño estaba hecho. Las marcas en mi piel me iban a perseguir cada día de mi vida hasta que muriera.

Me puse unos jeans y una blusa de manga larga, me arreglé un poco el cabello para no parecer una floja (aunque lo era un poco) y regresé a aquella empresa donde solo quise tomar unas fotografías, pero el guardia no me dejó. Ahora entendía por qué tantas restricciones, si el dueño era ni más ni menos que Mason Turner.

Bajé del bus, que para mi buena suerte me dejaba justo frente a la puerta de la empresa. Volví a mirar el lugar de hito en hito. Todos los edificios en esa calle se veían imponentes, pero aquel lo era más, en altura y diseño.

Di un paso para entrar al edificio, sin embargo, un guardia de seguridad se adelantó a mis pasos mientras seguía mirando el complejo y las grandes letras resaltando entre todas. Menos mal, este era otro sujeto y no el mismo del otro día.

—Buenos días. ¿A qué piso va, señorita? —apreté la carpeta con los documentos contra mi pecho. Me mojé los labios y solté una exhalación.

—Vengo a dejar estos documentos. Teresa...—antes de poder decir una palabra más el hombre, quien se veía una persona amable, dio un paso y dibujó una amigable sonrisa en sus labios.

—¿Teresa te está esperando? —asentí. Me quedé quieta en mi lugar con la carpeta pegada a mi pecho —. Sube. Ella se encuentra en el último piso.

—Gracias —murmuré. Me regaló otra sonrisa sincera y pasé a su lado cuando, de manera muy amable, me abrió la puerta de cristal e hizo un asentimiento.

Di un paso adentro, me detuve al ver el hermoso lugar donde me encontraba. Había plantas grandes y verdes y por un momento pensé que eran artificiales hasta que me atreví a tocar una y pasar mis dedos por sus hojas. Todo se veía pulcro, lujoso, moderno, se escuchaban los murmullos lejanos de las personas. Levanté la mirada hacia una de las dos mujeres que no dejaba de mirarme, por alguna extraña razón. Me aparté y caminé hacia el ascensor, la castaña le dijo algo a su compañera y esta encogió un hombro con un gesto de indiferencia y continuó haciendo lo suyo, mientras que la primera, la castaña, no me quitó la mirada de encima hasta que entré en el ascensor del lado derecho y las puertas se cerraron. El aparato estaba vacío, pero en el trayecto al último piso subieron unas cuatro personas que hablaban en términos empresariales de los que entendía un poco. Lo único que sí entendí es que el dueño, es decir, Mason Turner, tenía que dar una buena impresión ante las otras empresas. Se me hizo raro que dijeran eso, ya que la vida de ese hombre era tan hermética y poco se sabía de él y su vida.

El hombre y la mujer bajaron en el penúltimo piso, siendo yo la única que llegó al final. Cuando el tablero sonó y el elevador se detuvo sentí una sacudida y no estaba segura si fue el aparato o era mi cuerpo el que temblaba por el miedo. Las puertas se abrieron lentamente. Di un paso afuera y otro más hasta que de nuevo se cerraron detrás de mí provocando que pegara un brinquito en mi lugar mirando detrás de mi hombro. Inspiré y me armé de valor para caminar hacia donde se veía una sala y una puerta negra. Iba a dar otro paso, pero me detuve cuando a mi lado izquierdo escuché la voz de una mujer, la misma mujer con la que hablé por la mañana. Casi me pongo a brincar de no ser porque en la sala había un hombre leyendo una revista. Giré y me dirigí a la mujer que se peleaba con la impresora que tenía al lado izquierdo.

—Hola —me miró severamente, pero en un segundo sus facciones se relajaron cuando me vio de pie a su lado.

—Hola. Eres la chica que llamó en la mañana, ¿verdad? —asentí.

—Isobelle —le di la mano y dejó un apretón fugaz.

—Teresa —se fijó en la carpeta que sostenía con una mano y alzó una ceja detrás de sus gafas.

—Es un gusto —extendí la mano y cogió la carpeta, le dio una revisión rápida y la puso encima de unos documentos.

Se me hizo raro ver pocas carpetas debajo de las mías, ya que como dijo Emily, esta era una de las mejores empresas de toda Europa y me imaginaba que todos querían entrar a trabajar aquí.

—No te prometo que te voy a llamar —señaló —. Pero tampoco es no rotundo. Si llegas a ser aceptada me comunico contigo, ¿de acuerdo? —no me quedó más que asentir con la cabeza.

—Claro. Espero tener suerte —le dije sincera y de nuevo me regaló una sonrisa. Iba a decir algo, pero las palabras murieron en su boca cuando, de repente, detrás de la puerta se escucharon gritos y no era cualquier grito, estos eran fuertes y se notaba que el hombre detrás estaba enojado, furioso...

Giré la cabeza en dirección a los ventanales y apenas se podía ver algo, ya que las persianas cubrían todo, sin embargo, lo que logré ver, era la figura de un hombre que se movía de un lado al otro. Era alto, cabello oscuro y...

—Yo te llamo —dijo Teresa sacándome de mi ensimismamiento. La miré de nuevo.

—¿Qué?... S-sí —tartamudeé. Le sonreí una última vez antes de abandonar el lugar y regresar por el mismo camino por donde llegué.

Al salir del edificio sentí tanta paz que no importaba si no me quedaba con el empleo, ya encontraría algo. Tampoco me iba a desgastar mentalmente pensando en eso. Seguiría buscando tanto en internet cómo en la universidad. Había visto letreros en algunos locales cerca de las instalaciones.

Pero aquella sensación que se apoderó de mí no me quiso abandonar. Me siguió todo el día y parte de la noche hasta que me fui a dormir y aun así, se quedó conmigo, ya que no sé por qué soñé con Mason Turner.

Soñé con Mason Turner y no me lo podía sacar de la cabeza.

Mason

Hell era el bar más cotizado en todo Londres. Era el club más exclusivo del centro de la ciudad. Fue nombrado cómo el más visitado y caro de todos. Y no era para menos, solo entraban los que podían pagar una entrada que valía miles de libras.

Tenía veinte años cuando decidí crear este mundo donde las personas eran más felices al ser libres y sin que los demás los juzgaran por cómo vestían y con quién hablaban. Yo también era feliz aquí al saber que nadie me señalaba y que solo me veían por quién era, no lo que aparentaba ser.

Hell se ubicaba en el centro de la ciudad, era llamativo, ya que esa era la idea central de su creación. Solo podían entrar quienes tuvieran el suficiente dinero como para pagar un boleto que costaba el triple que el salario promedio de una persona cualquiera. Y aún, así no todos podían entrar, para hacerlo tenías que firmar un contrato en el que asegurabas no divulgar nada de lo que sucediera adentro, si veías a alguien "famoso", un político o alguien del medio, tus labios estaban sellados y si alguien decía algo lo pagaba caro. Las personas aquí pagaban para que nadie los señalara y así se iba a mantener.

Hell no era para todos. No todos eran para Hell.

Entré al bar y detrás venía Murray, cuidando mi espalda, ya que para eso le pagaba. No podía pensar más allá de lo que se le permitiera. No podía hablar a menos que se le ordenara y no era dueño de su vida, mientras estaba conmigo. Si yo le pedía a Murray que se arrojara del edificio más alto de la ciudad, lo haría sin preguntar el porqué. Si yo le decía que se disparara lo haría sin rechistar.

Mi guardaespaldas se llevó algunas miradas despectivas a su paso por su apariencia. Pero a él poco le importó que estas no fueran disimuladas y que lo mirasen como si fuera un fenómeno, un monstruo, aunque no estaba lejos de serlo. Murray no era del todo humano. Tampoco era un animal. No entendía que era en realidad porque actuaba cómo una persona "normal", pero no lo era.

Miraba a mi alrededor, a las personas que se juntaban en este lugar. Vi a algunas féminas alabar los cuerpos de los y las meseras que se paseaban por el lugar. La música retumbaba con fuerza entre las paredes y el suelo vibraba a mi paso. Obtuve algunos asentimientos de cabeza y miradas curiosas, sorprendidas. Subí las escaleras y el ambiente arriba no era menos efusivo que abajo, solo que aquí había drogas y sexo sin control ni vergüenza. Era una ironía, ¿no?

—Señor —se acercó uno de los guardias del bar, que estaban repartidos en cada esquina de este, asegurándose que las cosas se dieran bien y que no hubiera algún problema, tanto dentro como fuera del lugar. Por eso había cámaras instaladas por todos lados. Ellos estaban siendo vigilados y ni siquiera lo sabían —. Lo están esperando en su oficina —le eché una mirada al sujeto que no dejó de caminar a mi lado mientras me dirigía a la oficina del bar.

—¿Es Rivera? —dije y el hombre asintió.

—Así es —tampoco me sorprendió saber que era él quien irrumpía en este lugar —. Llegó hace media hora —chasqueé la lengua. Negué con la cabeza.

Debía estar desesperado para esperar más de media hora, si yo hubiese sido él al primer minuto me hubiera largado, pero no, él esperó sin saber siquiera si iba a venir esta noche o tal vez mañana o hasta el día siguiente, si es que se me pegaba la gana poner un pie en este lugar en una semana o un mes.

Avancé con Murray detrás de mí y el otro hombre se quedó al lado de la puerta, recibiendo órdenes de no dejar pasar a nadie hasta que Rivera se largara de mi bar. Ni a él ni a mí nos convenía que lo vieran aquí, él podía perder su trabajo y yo, bueno, manchar mi reputación.

¿Qué demonios quiere ahora?

Murray cerró la puerta detrás cuando estaba adentro. Me detuve a su lado y le dije en voz baja:

—Quédate aquí —asintió sin decir nada y llevó las manos frente a él, levantando la barbilla en un gesto de superioridad al ver a Rivera ir de un extremo de la oficina al otro. Parecía un animal encerrado. Sostenía un vaso con alguna bebida que tomó del bar —. ¡Rivera! —llamé su atención. Rápidamente, giró la cabeza en mi dirección y sus pequeños ojos rasgados se abrieron más de lo que hubiera podido imaginar. Eran tan pequeños que se veían solo como una línea en donde debía tener los ojos. Con pestañas escasas y diminutas.

—Pensé que no ibas a venir esta noche —dejó el vaso encima del escritorio, en el filo de este y casi se caía si hacía un movimiento brusco.

—¿Qué se te ofrece? —le pregunté acercándome. Avancé hacia el escritorio y pasé a su lado empujando el vaso para que no cayera sobre la alfombra. Me quité el abrigo y los guantes, el primero lo colgué en el perchero, al lado del escritorio, frente a la ventana y los segundos los puse encima del escritorio.

Me giré hacia él y lo miraba mucho más desesperado de lo que algún día lo había visto así. Sus manos temblaban, la mirada perdida y los ojos hundidos como si no hubiera dormido en días. Tenía dos bolsas negras debajo de estos y su ropa estaba desprolija.

—No te ves nada bien, Rivera —me quedé de pie detrás del escritorio.

—¡Y eso es tu culpa, Turner! —me señaló con un dedo en alto, de manera despectiva. Entrecerré los ojos en su dirección, con unas inmensas ganas de matarlo en ese momento.

—¿Disculpa? —golpeó la madera con un puño, el vaso junto con la lámpara y los pocos objetos que había encima se tambalearon de un lado al otro, pero nada cayó al suelo. Menos mal.

—¡Es tu culpa que yo esté así! Tus malditos negocios me están costando mi trabajo, Turner —se señaló con furia, escupiendo unas gotas de saliva al aire.

Miré en dirección a Murray quien dio un paso, pero lo detuve con la mirada. Sabía que me encantaba mancharme las manos con escorias como Castañeda, y que no iba a temer en golpearlo si era necesario hacerlo, tampoco es que le tuviera miedo a ese patético comandante de la policía.

—¿Yo qué tengo que ver con tu deplorable estado anímico? —cogí un vaso de la cantina, una de las botellas de whisky y me serví menos de la mitad. Levanté la mirada hacia Rivera, quien dio un paso cerca apoyando las manos en el filo del escritorio.

—Mis jefes...—tragó saliva —. Se han dado cuenta de que las cosas no van bien en la ciudad. Saben de las drogas y las armas que le compras a los rusos en Norteamérica.

Ah, sí, Víctor Záitsev.

Me llevé el vaso a los labios para darle un largo sorbo alargando más el momento y disfrutando cada segundo de la poca paciencia que aún le quedaba.

—¿Y yo qué tengo que ver en eso? —lo señalé —. Eres tú quien no sabe hacer bien su trabajo —alcé una ceja con esa sonrisa despectiva sombreando mis labios.

—¡Maldita sea, Turner! Eres más que obvio, al menos... Intenta esconder un poco la mierda que haces —solté una exhalación pesada, elevando el pecho. Dejé el vaso sobre la madera y di un paso cerca de Rivera que se encontraba del otro lado. Podía notar el miedo sondear en ese par de luceros color café y no sabía si aplaudirle o sentir pena por él por venir aquí a hablarme a mí de esta manera, no sé si era demasiado estúpido o tenía los cojones bien puestos en su lugar.

—Acércate —tampoco es que fuera muy inteligente que digamos. Se acercó lo suficiente para que pudiera agarrar su camisa junto con la gabardina, lo tomé con las dos manos y lo acerqué lo más que pude —. En tu maldita vida vuelves a venir y gritarme como lo has hecho —mi agarre se afianzó en sus ropas. Lo miré con la rabia destellando en mis ojos y sin pensarlo ni un segundo estrellé su feo rostro en el escritorio.

Un grito desesperado desgarró su garganta, pero aquello me motivó más para lastimarlo. Lo empujé dándome cuenta de que le había roto la nariz en el proceso, pero eso no me detuvo. Rodeé el escritorio aun con mis manos en su ropa, di unos pasos hasta que estuvimos frente a una de las paredes, lo empujé de nuevo girando su cuerpo, estrellándose contra esta, estampando su rostro con una mano.

—Si no haces bien tu trabajo no es mi puto problema. Aprende que no todo en la vida es fácil y piensa mejor la próxima vez que decidas poner un pie en este lugar —murmuré cerca de su oreja, apretando los dientes y la mandíbula. Murray nos miraba desde su lugar sin la mínima intención de ayudar. Rivera solo gemía y se quejaba por la nariz rota, pero si volvía a gritarme como lo hizo minutos atrás, su nariz no sería lo único que le iba a romper esta noche. Tenía muchos huesos y yo todo el tiempo del mundo —. ¿Entendiste? —asintió —. No te escuché —mascullé.

—S-sí —su voz temblaba —. Entendido —se escuchó un poco más convencido, pero no lo suficiente. Me separé y le di la vuelta a su debilucho cuerpo para cogerle la camisa con los puños.

—Aprende de tu jefe anterior. Si quieres puedes ir a pedirle un consejo para que te diga cómo hacer las cosas —su mirada perturbada me dijo que él no sabía de los tratos que hacía con su antiguo jefe. Lo empujé con los puños en su camisa —. Ah, ¿no sabías de eso? —agitó la cabeza en negación —. Pues ahora lo sabes —farfullé.

—En-entiendo —un hilillo de sangre salía de su nariz mientras que observaba cómo la tenía desviada con un corte a la mitad del tabique.

—Ahora lárgate —lo solté de golpe, casi empujándolo hacia la puerta —. No quiero ver tu feo rostro por aquí hasta que sepas hacer bien tu trabajo —casi le daba una patada en el culo, pero con la nariz rota y su dignidad por el suelo ya tenía más que suficiente.

Sin decir nada ni atreverse a mirarme a los ojos, salió agarrándose la nariz, cubriéndola con la gabardina que estaba salpicada de sangre. Murray se hizo a un lado para dejarlo pasar y le abrió la puerta en un gesto de cortesía y respeto, pero Rivera no se merecía esto último, era un patético policía que no sabía hacer su trabajo y me culpaba a mí por sus errores.

—Imbécil —mascullé.

Me arreglé la camisa y cogí el vaso que había usado Rivera. Lo observé por largos segundos y al final lo arrojé contra la misma pared donde lo acorralé y le dije sus verdades.

—Maldito imbécil. ¿Quién cree que es para venir a hablarme de esa manera? ¡Este es mi maldito negocio y ese idiota entró aquí como si nada! —me giré de golpe hacia Murray que no se amedrentaba con mis palabras —. La próxima vez lo dejan esperando en la calle como el perro que es —lo señalé y asintió —. Diles a todos que no puede poner un pie dentro si yo no estoy aquí —de nuevo asintió.

Me mojé los labios con la lengua. Llevé mis manos a la cabeza y solté una fuerte exhalación.

Mi celular timbró y lo saqué del abrigo mirando la pantalla. Era mi Yaya. Dejé salir una larga exhalación y relajé los hombros. Me encontraba tenso y mi Yaya se iba a dar cuenta.

—Yaya.

—Hola, mi niño hermoso —sentí un abrazo a mi triste y adolorido corazón cuando recitó aquellas palabras —. Hoy pensé en ti y por eso te llamo —giré sobre mis pies y miré a través de la ventana.

—Gracias por llamar —musité.

—Siempre pienso en ti Meme, pero no siempre te puedo llamar. Eres un hombre muy ocupado —su risita me contagió y terminé riendo con ella.

—Tú me puedes llamar las veces que quieras.

—Gracias mi niño lindo. Solo quiero saber cómo estás.

—Bien —dije rápidamente.

—Me alegro mucho —hizo una pausa —. Te dejo para que hagas tus cosas. Descansa mi amor.

—Tú también descansa, Yaya. Me saludas a mi Yayo.

—Te quiero mucho, Meme.

—Y yo a ti, Yaya —colgó segundos después.

Guardé el celular y giré mirando a Murray.

—Llévame abajo.

—Sí, señor —abrió la puerta y salimos de la oficina.

Recorrimos el pasillo que nos llevaba al ascensor, tres pisos abajo, donde se encontraban los laboratorios de los que nadie sabía nada. De los que nadie sospechaba nada. Hell era el lugar idóneo para mantener los laboratorios ocultos y nadie podía sospechar que debajo de dos pisos de concreto y fierros retorcidos se encontraba el mal que nadie quería en las calles de Londres. Nadie se imaginaba que en este mismo lugar se llevaban a cabo experimentos de los que yo mismo fui el conejillo de indias, pero que ahora era mucho más sofisticado que hace años, cuando todo empezó.

Una musiquita molesta y baja se escuchaba a través de los altavoces que había dentro del ascensor. Murray venía a mi lado, un paso atrás, siempre manteniendo las distancias con su jefe. Las puertas se abrieron cuando descendimos al tercer piso debajo del club, Murray me dejó pasar primero. Recorrimos un largo pasillo antes de empujar la puerta doble que llevaba al laboratorio donde trabajaban los mejores científicos de la ciudad, de todo el mundo.

Nos pusimos los trajes para poder entrar, ya que era una de las tantas reglas que tenían bajo este lugar, además de no tocar nada que hubiera sobre las mesas por más llamativo que este fuera. Todo lo que había en este lugar era tóxico, provocaba heridas o quemaduras que eran difíciles de curar. Había venenos que con tan solo tocarlos te quemaban la piel y te dejaba en los huesos.

Uno de los tantos científicos que trabajaban se detuvo en seco al vernos llegar. Se acercó e hizo el amago de saludar, pero no lo hizo cuando notó la ira punzando en cada centímetro de mi rostro.

—Señor —tragó saliva —. El suero...

—Quiero ver a los pacientes —apretó los labios en una línea fina y asintió, nervioso. Con movimientos torpes nos llevó a la sección donde tenía a los pacientes que eran usados para probar el suero. Ellos mismos vinieron a este lugar, nadie los obligaba, más que la necesidad por un poco de dinero y un lugar donde dormir. Muchos de ellos eran vagabundos, personas con problemas mentales, pero lo más sorprendente es que había soldados retirados que habían quedado con alguna secuela por la guerra. Se les podía notar en la mirada vacía y las inmensas ganas de querer morir y desaparecer. Esas eran las consecuencias que dejaba ir a la guerra: solo quedaba un cascarón vacío de lo que antes fue un hombre.

El ala era grande, tenía varias secciones donde se separaba a los pacientes, desde el más tranquilo hasta el más agresivo y enfermo, en quienes el suero no surtió efecto y, por lo contrario, solo desató la ira que yacía dentro de ellos. Buscábamos soldados perfectos, obedientes, capaces de matar sin sentir remordimientos, seres que estuvieran dispuestos a dar su vida sin pensarlo ni un poco. Buscábamos más cómo Murray.

En cada sección había pequeñas habitaciones donde tenían lo básico, un retrete, un lavabo, ropa y una cama. No necesitaban más. Cada habitación contaba con una puerta metálica que solo podía ser abierta por fuera con una tarjeta y una clave que solo los que tenían un nivel más alto sabían. Me asomé en cada puerta, algunas habitaciones estaban vacías, lo que significaba que el sujeto había muerto.

—¿Qué sucede con ella? —le pregunté al hombre detrás de mí. Se asomó a la ventana circular de la puerta. Había roto el lavabo, la cama estaba patas arriba y la pared tenía un gran agujero además de sangre salpicada por todos lados.

—Es una de nuestras pacientes más agresivas, señor —empezó a explicar. Le eché una mirada de reojo con el ceño fruncido mientras llevaba mis manos detrás de la espalda —. No sabemos qué es lo que causa ese grado de agresividad en los pacientes, si es algo que ya viene en ellos y el suero lo intensifica.

La mujer se encontraba sentada en una esquina, con la cabeza escondida entre sus piernas y estas abrazadas por sus manos que se enlazaban al frente. Sus nudillos estaban rotos, sangraban, habían cicatrizado, pero los rompió de nuevo. Parecía que no sentía ningún tipo de dolor, ni el más mínimo resquicio de sufrimiento.

—Necesito que le hagan pruebas, saber qué es lo que provoca estos ataques de ira —el hombre asintió —. Y si hay alguna posibilidad de controlarla.

Sería un buen elemento, mientras tanto no perdiera el control por completo y matara a todos sus compañeros mientras dormían. Llegué a ver algo así una vez y no es agradable despertar al lado de un cadáver que empieza a oler a podrido.

—¿Ha matado a alguien? —preguntó Murray sin tapujos. El hombre giró la cabeza para verlo —. Vi algunas habitaciones vacías, con sangre...

—Mató a dos sujetos. Uno de los guardias cuando la escoltaban a su habitación y un compañero mientras se le hacían pruebas —fruncí los labios y la miré atento. Por un segundo, por una fracción de segundo, nuestras miradas se cruzaron y pude ver en su totalidad la maldad emanando de una persona. Fría, calculadora, letal, asesina —. Es salvaje, feroz, no le importa matar.

Me recordó un poco a mí, pero sin el "salvaje, feroz", yo todavía podía controlar estos instintos que me pedían cometer crímenes que estaban penados por la ley. Todavía había humanidad en mí, en ella ya no la había. No había nada. Estaba vacía.

—Quiero esas pruebas cuanto antes —le dije al hombre —. Será un buen elemento si la podemos controlar.

—Sí señor.

No tardamos en quitarnos las ropas que teníamos que usar allí abajo y subimos de nuevo para ver las finanzas del bar y como este iba creciendo poco a poco. Me informaron que un político andaba por ahí manoseando a las meseras y es que tampoco se me hacía raro que alguien como ellos viniera a mi bar: dije que aquí desataban sus más bajas perversiones y no me equivocaba en nada.

—Quiero que vigiles a Rivera —le pedí a Murray. Nada más al pronunciar la primera palabra ya estaba a mi lado sin hacer ni un ruido al caminar. Parecía un animal sigiloso y veloz —. Manda a alguien que lo vigile sin que lo descubra, no es tan tonto como creemos y se puede dar cuenta —levanté la mirada hacia Murray y asintió.

Me encontraba sentado en mi silla giratoria de piel, de frente al ventanal desde donde se miraba la ciudad y las luces de los edificios que a esa hora de la noche seguía despierta.

—¿Qué quiere saber exactamente? —preguntó.

—Si está haciendo tratos con alguien más —giré sobre la silla giratoria para observar la ciudad, mi ciudad.

—Y si ese es el caso, ¿qué va a hacer?

—¿Qué se hace con un traidor, Murray? —chisté. Sostenía un cigarrillo entre los dedos, el codo apoyado en el reposabrazos de la silla.

—Se le mata, señor.

—Pero se le hace pagar la traición, Murray —por el rabillo del ojo vi que asintió despacio y lento.

—Sí señor. Mandaré a alguien para que lo vigile. Será sigiloso y no se va a dar cuenta de que alguien lo está siguiendo —solté una exhalación —. ¿Cree que esté haciendo tratos con Pierce Thompson?

—No lo dudaría ni un segundo —llevé el cigarrillo a mis labios y le di una calada —. Rivera no es tonto. Sabe lo que le conviene.

—Pierce no le va a dar lo que usted le paga en este momento —dejé salir el humo lentamente a través de mis labios.

—Tal vez no, pero le va a ofrecer algo que le interese y así ponerlo en mi contra.

—¿Hará algo en contra de Pierce? —negué.

—Ese bastardo no tiene nada.

—Tiene a su prometida —reí echando la cabeza hacia atrás.

—Es más probable que su prometida le saque el corazón antes de que yo lo ataque de alguna manera.

—¿Cree que ella lo puede traicionar?

—Estoy seguro —hablé serio —. Lo hará y de mí te acuerdas.

—Usted sabe muchas cosas, señor y no las usa a su conveniencia.

—Es mejor esperar, Murray. Pierce espera que yo lo destruya, lo que no sabes es que su destrucción viene de la mano de una mujer a quien él ha humillado y minimizado a más no poder.

—Entonces vamos a esperar.

—Así es.

—De acuerdo señor. Esperaremos y haremos lo que usted diga.

—Gracias, Murray, te puedes retirar.

—Sí, señor.

Giró sobre sus talones, se encaminó hacia la puerta, abrió y salió para cerrar de nuevo y dejarme solo. Le di una calada al cigarrillo. No acostumbraba fumar, mucho menos en la empresa, era una mala costumbre que tenía al venir a Hell, algo que hice mío desde que abrí este lugar. Algo que era solo mío y nadie me lo podía quitar como se me arrebataron muchas cosas de las manos. 


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