¿𝐶𝑟𝑒𝑒𝑠 𝑒𝑛 𝑙𝑎𝑠 ℎ𝑎𝑑𝑎𝑠?
Cuando tenía ocho o nueve años venía con mi hermana Natalia al río y cazábamos renacuajos con un tarro. Había que ser rápida para atraparlos antes de que se escondieran en las rocas. Y más rápida todavía para ponerle el tapón al bote y que no se escaparan por donde habían entrado.
Seguro que había formas más sencillas de cazar renacuajos, pero lo pasábamos bien así. Luego, cuando nos hartábamos de verlos dando vueltas en el tarro, los soltábamos.
Ahora intento revivir esos momentos con Esther, pero ni yo tengo nueve años ni ella parece divertirse persiguiendo renacuajos en el agua helada.
—Qué aburrida eres —gruñe, soltando el bote vacío sobre la hierba.
—Aburrida tú, que no coges ni uno.
Un diminuto renacuajo con la cabeza enorme me mira con sus ojitos dorados desde el interior de mi tarro.
—¿Y para qué los quiero? No nos van a dejar quedárnoslos.
—¿Para qué quieres renacuajos en casa? Ya tenemos tres sapos.
Eso no es del todo cierto. Sería más correcto decir que ellos nos tienen a nosotros. Conquistaron hace años la alberca seca —excepto por el lodo que reposa en el fondo, vestigios de una época lejana en la que mi abuela la usaba para regar el huerto— y la convirtieron en su hogar.
—Esos ni se mueven del barro.
—Pesada.
—Pedorra.
Me dejo caer a su lado en la hierba y apoyo la cabeza en el frisbee que habíamos traído para jugar.
—¿Y ahora qué hacemos?
—No sé, vamos a casa a...
Los gritos de un niño interrumpen sus palabras. Nos levantamos. Por el camino vienen dos personas: una de baja estatura que no deja de revolotear alrededor de la más alta. Son Luca y David.
Esther y yo nos miramos. Las dos sabemos lo que eso significa: ¿y si nos levantamos y nos vamos antes de que se acerquen más? Ambas somos un poco asociales y nos gusta más la tranquilidad que estar con gente que no conocemos. Sin embargo, está claro que ya nos han visto. El niño salta y nos saluda con un grito mientras David agita la mano. Tarde para huir.
—Hola, Leyre —dice David, cuando llegan hasta nosotras—. ¿Y tú eres Natalia o Esther?
—Esther.
—Te presento a Luca; Luca, Esther.
—¡Hala! —Luca se agacha a mi lado y coge el frisbee.
¡Mierda! Debería haberlo escondido antes.
—¿Jugamos? Por fa.
No podemos negarnos cuando nos mira con sus suplicantes ojos verdes. Los de David son de un castaño oscuro común, como los míos, así que quizá no sean padre e hijo.
Al final acabamos jugando los cuatro.
El plato amarillo surca el cielo de un lado a otro y nosotros corremos detrás de él. David sabe lanzarlo con efecto y deja a Luca y a Esther fascinados con sus habilidades. Aprovecho que están distraídos para ir a beber agua.
David le pasa el frisbee a Esther, que salta para intentar atraparlo, pero luego parece arrepentirse, lo deja pasar y acaba corriendo detrás de él. Ha caído bastante lejos y mi hermana tardará un rato en recuperarlo.
David se escabulle y nos sentamos a la orilla del río mientras Esther y Luca continúan jugando.
—Cuando era pequeño, también cazaba renacuajos —dice, señalando el bote de cristal.
—Oh, no, ¿se vienen más batallitas?
—Vale, pues no te cuento nada y nos quedamos aquí en silencio.
—Paso —respondo con una sonrisa y me tumbo en la hierba fresca y cosquilleante—. Va, cuéntame anda.
—No, ya no quiero —refunfuña con una sonrisa.
No necesito mirarle para saber que se ha tumbado a mi lado.
Nos quedamos un rato en silencio. De fondo, se escuchan las risas de Luca y Esther.
Miramos el cielo. Comienza a atardecer y las ranas vuelven a croar en la orilla, cerca de nosotros. Me imagino a la madre de mi renacuajo pasando revista a sus más de cincuenta hijos sin encontrar al pequeñín que tengo en el tarro. Me levanto, destapo el bote y me acerco al río para soltarlo. De cuclillas entre las rocas, miro como el renacuajo se reúne con sus hermanos.
—¿Crees en las hadas, Leyre? —susurra David, de pronto a mi lado.
Tengo una respuesta sarcástica en la punta de la lengua pero, antes de que pueda decir nada, un brillo azulado me deja sin palabras: un destello celeste sobre su hombro izquierdo que desaparece en un parpadeo. ¿Qué ha sido eso? David me mira esperando una respuesta.
—¿David?
—¿Qué pasa?
Ahí está de nuevo el minúsculo resplandor.
—Mira —señalo por encima de su hombro.
Una preciosa libélula azul aletea a sus espaldas, entre los juncos. Es difícil seguirla con la vista de lo rápido que vuela. Bajo los rayos del sol, sus alas irisadas brillan con tonos azulados. Su cuerpo es como un zafiro bruñido.
—Es preciosa.
—Sí.
David se mueve muy despacio para no asustarla. Saca el móvil del bolsillo y, justo entonces, la libélula se posa en una rama.
Un segundo después, como si solo se hubiera detenido allí para que la retratara, alza el vuelo y se pierde veloz en la otra orilla del río.
—Has fotografiado un hada.
—Bueno, ¿crees en ellas o no?
Me muestra la foto. Celeste, aerodinámica, hermosa. David ha capturado a la libélula en el tiempo.
Me encojo de hombros.
Nos miramos. Ese fulgor azulado, casi mágico, centellea otra vez sobre su hombro izquierdo. Un hada disfrazada de insecto.
—Y tú, ¿crees en las hadas?
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