[one] first day as an intern.
chapter one.
" first day as an intern "
La música sonaba a todo volumen, llenando la fiesta y envolviéndome en su ritmo como si no existiera nada más.
Con un par de tragos de más encima, el alcohol me tenía flotando y dejándome llevar, dejando que mi cuerpo se moviera de manera sensual en la pista de baile.
Entonces lo vi: un hombre guapísimo, de esos que parecen sacados de un maldito comercial.
Me sonrió de lado. Maldita sea. Ese gesto suyo tenía algo que me dejó clavada en el sitio, como si todo el ruido alrededor desapareciera por un segundo.
Le aguanté la mirada, y antes de darme cuenta, estaba sonriendo como una tonta. Sentí esa mezcla rara de nervios y adrenalina que te sube como una ola.
Me giré un poco, tratando de hacerme la interesante, pero no lo suficiente para romper el contacto visual. Fue un instante breve, pero, joder, se sintió como si el tiempo se hubiera detenido en medio de todo el caos de la disco.
Aunque traté de apartar la mirada, seguía sintiendo la intensidad de la suya, como si me quemara desde lejos. Por más que intentara ignorarlo, su mirada persistía, y ese magnetismo suyo tiraba de mí, tentándome a volver a buscarlo.
Al final, lo hice. Le sostuve la mirada. Yo moviéndome en la pista, él apoyado casualmente en la pared, con una cerveza en la mano que llevó a los labios sin prisa, como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Mi corazón iba a mil, y antes de darme cuenta, me mordí el labio, un gesto que traicionaba mis nervios. Sin pensar demasiado, empecé a caminar hacia él. Cada paso hacía que el aire se sintiera más denso, como si el espacio entre nosotros se llenara de pura electricidad.
Cuando llegué a su lado, la tensión entre nosotros era tan densa que casi podía tocarse.
Sus ojos atraparon los míos, y juro que me sentí como si el mundo entero se hubiera quedado en pausa.
No podía apartar la mirada, ni siquiera quería hacerlo.
Me armé de valor y esbocé una sonrisa más atrevida de lo que realmente me sentía.
— Hola —dije, mi voz apenas un susurro que se mezclaba con el estruendo de la música y las risas de fondo.
Él sonrió de lado, esa sonrisa maldita que ya sabía que era su sello.
Se inclinó un poco hacia mí.
— Hola, rubita —soltó, con un tono entre bromista y desafiante que hizo que mi estómago diera un vuelco.
— ¿Bailas? —solté, medio retándolo, mientras mi corazón latía como loco.
Él levantó las cejas con una sonrisa juguetona que me desarmó por completo.
— ¿Contigo? —preguntó, alargando las palabras como si necesitara pensarlo, aunque su mirada ya me había dicho que sí.
Asentí, tratando de mantenerme segura, aunque mi sonrisa me delataba.
—Claro —respondió al fin, dejando su cerveza a un lado y acercándose, su energía tan arrolladora que casi me dejó sin aliento.
Sin decir nada más, nos deslizamos juntos hacia la pista de baile.
Me acerqué con pasos ligeros, aunque por dentro sentía un torbellino de nervios y emoción que casi me hacían perder el ritmo.
La música nos envolvía mientras nos movíamos cada vez más cerca.
Sus manos, cálidas y seguras, se posaron en mi cintura, y el espacio entre nosotros prácticamente desapareció.
No me quedé atrás. Pasé mis brazos por detrás de su cuello, acercándome tanto que podía sentir su respiración. Había cientos de personas alrededor, pero en ese momento, juraría que solo estábamos él y yo.
El alcohol me empujó a soltarme más de lo que hubiera imaginado. Sin pensarlo demasiado, me incliné hacia él y lo besé, dejando que el atrevimiento tomara el control.
Por un segundo, sentí que lo había tomado por sorpresa, pero luego respondió con ganas, intensificando el beso y deslizando su lengua con una pasión que me dejó sin aliento.
Al despertarme al día siguiente, la realidad me dio un bofetón: estaba desnuda, en su cama, y en su casa. Mi cabeza latía como si tuviera un tambor dentro, cortesía de los tragos de más, mientras destellos borrosos de la noche anterior empezaban a regresar, como un rompecabezas incompleto.
Con cuidado, me deslicé fuera de la cama, rezando para no hacer ruido. Ni siquiera lo miré; no quería enfrentar esa mezcla de vergüenza y confusión que me apretaba el pecho. Me vestí rápido, con las manos temblando, y sin mirar atrás, salí de su habitación como una sombra.
La casa estaba en silencio, casi cómplice, mientras me escabullía. La resaca física era nada comparada con la emocional. Y aunque quería dejarlo todo atrás, sabía que esa noche, por más loca y fugaz que hubiera sido, se quedaría grabada en mí como una huella imposible de borrar.
(...)
dos semanas después.
—¡Adiós! ¡Os quiero! —grité mientras salía corriendo de mi casa.
Mi meta estaba clara: conseguir un taxi que me llevara lo más rápido posible al hospital para mi primer día como residente.
—¡Te irá bien! —me gritó mi hermano pequeño mientras me alejaba.
—¡Taxi! ¡Taxi! —grité con desesperación al ver uno pasar, pero me ignoró por completo—. ¿En serio?
Me pasé las manos por el pelo, completamente frustrada. En estos momentos me arrepentía de no haberme sacado el carnet de conducir.
Tras un rato buscando como una loca, finalmente vi una parada de autobús cerca y corrí hacia ella. Mientras esperaba, saqué el móvil y me puse a revisar mensajes, intentando calmarme un poco, aunque la ansiedad seguía haciendo estragos.
Una cálida sonrisa se dibujó en mi rostro al leer el mensaje de buena suerte de mi hermana mayor.
El texto, tan reconfortante, me dio un pequeño respiro, pero justo en ese momento mi teléfono se llenó de nuevas notificaciones de mis otros hermanos, cada uno con su propio mensaje de apoyo.
Subí al autobús con un poco más de calma, aunque la ansiedad seguía presente.
Cuando finalmente llegué al hospital, me lancé a toda prisa por los pasillos, siguiendo las indicaciones que me habían dado.
Mi corazón latía como un loco, y cada paso me recordaba la urgencia de no llegar tarde para mi primer día como residente. Los pasillos del hospital se sintieron como un laberinto, y todo lo que podía hacer era concentrarme en encontrar el camino correcto.
— Es aquí —me dijo una mujer bastante guapa, con el pelo castaño claro y ojos azules—. ¿También eres interna?
— Sí, soy Giselle.
— Meredith —respondió con una sonrisa que me hizo sentir un poco más tranquila.
Al abrir la puerta, un montón de miradas se giraron hacia nosotras. Mi nerviosismo creció al instante, y no pude evitar desviar la mirada hacia el suelo, sintiéndome como si todos pudieran ver lo aterrada que estaba.
— Todos llegáis aquí llenos de esperanza, con ansias de participar. Hace un mes estabais en la facultad aprendiendo de los médicos, ahora —dijo el director del hospital, mientras abría otra puerta y encendía la luz, revelando un quirófano impresionante— vosotros sois los médicos.
Miré el quirófano, admirando cada detalle, cada rincón, sintiéndome completamente fascinada.
— Los siete años como residente serán los mejores y los peores de vuestra vida —continuó, con una expresión seria—. Sobrepasaréis vuestros límites. Mirad alrededor —empecé a observar a los demás internos, algunos parecían bastante simpáticos, pero otros... no tanto—. Saludad a la competencia. Ocho de vosotros os pasaréis a una especialidad más fácil, cinco sucumbiréis a la presión, a dos os despedirán. Aquí vais a empezar a ser cirujanos. Este será vuestro escenario. La función depende... de vosotros.
Un silencio expectante se apoderó de la sala. Las miradas entre todos nosotros se cruzaron, y pude sentir la mezcla de emociones flotando en el aire, desde la anticipación hasta la inseguridad.
Y de repente, ahí estaba él, el chico de la discoteca, parado frente a mí en el quirófano. Su presencia resaltaba en medio de la atmósfera solemne.
La sorpresa fue mutua, y nuestros rostros lo dijeron todo, como si no pudiéramos creer que nuestro encuentro casual nos hubiera llevado a este momento, en un escenario tan diferente.
Nos quedamos unos segundos en silencio, como si el destino hubiera jugado sus cartas y nos hubiera entrelazado de una manera extraña, inesperada.
Y fue en ese instante que me di cuenta de que este primer día como residente sería mucho más interesante y complicado de lo que había imaginado.
(...)
Vestida con mi nuevo uniforme, me aseguraba de que todo estuviera en su lugar, sonriendo mientras ajustaba los detalles. De repente, noté una presencia a mi lado. Una mano apoyada en la taquilla junto a la mía atrajo mi atención.
— Hola, rubita.
La voz familiar del chico de la discoteca llenó el espacio, y al girarme, me encontré con su mirada. Verlo allí, en ese contexto tan diferente al de esa noche, me sorprendió un poco, pero su sonrisa amigable hizo que cualquier incomodidad desapareciera.
— Hola —respondí, cerrando mi taquilla con un ligero gesto de nerviosismo.
— ¿Tenéis a la nazi? Como yo. Nos torturarán juntos —escuché la voz de otro chico, lo que me hizo soltar una risa nerviosa.
— Yo también tengo a Bailey —respondí, uniéndome a la conversación mientras me alejaba del chico de la discoteca, y Meredith, que estaba cerca, me dedicaba una sonrisa.
— Soy George... O'Malley —se presentó el chico, mirando a Meredith—. Nos conocimos en... la reunión —comenzó a explicarle a Meredith—. Llevabas un vestido negro con... un tirante... sandalias de esparto... Crees que soy gay. No, no soy...
Yo solo lo miré un segundo, un poco confundida, pero me quedé callada, hasta que sentí la presencia del chico misterioso más cerca de mí.
— ¿"Hola"? ¿Solo vas a decirme "Hola"? —me dijo, sonando algo desafiante.
— O'Malley, Yang, Grey, Moore, Stevens... —nos apresuró otro chico, señalando que era hora de irnos.
Le lancé una última mirada al chico a mi lado.
— Va a ser que sí —dije, comenzando a caminar al lado de una chica de pelo oscuro rizado, quien no dejaba de examinarme de arriba a abajo—. ¿Esa es la nazi? —pregunté, señalando a una mujer bajita y morena.
— Quizás sea envidia profesional —opinó una chica rubia que avanzaba rápidamente a mi lado—. Quizá es brillante y le llaman "nazi" por celos. Suele pasar.
— A que eres la modelo —murmuró Yang, mirando a la chica rubia, quien le lanzó una mirada fulminante—. Pensaba que eras tú —me susurró a mí, como si fuera un secreto.
La modelo se volteó hacia Bailey con una sonrisa y extendió la mano.
— Hola, soy Isobel Stevens, pero me llaman Izzie.
Bailey le dedicó una mala mirada, luego nos observó a todos con una expresión de desdén.
— Tengo cinco reglas, memorizadlas. Primera: no me hagáis la pelota, os odio y eso no va a cambiar. Protocolos de trauma, guías y búsquedas —indicó mientras comenzaba a caminar, y todos la seguimos al instante—. Las enfermeras os pasarán las notas, contestaréis al busca inmediatamente. ¡Esa es la segunda regla! Vuestro turno comienza ahora y durará 48 horas, sois internos, unos don nadie. Los últimos monos. Os ocuparéis de los informes. Tendréis que trabajar una de cada dos noches, ¡y no os quejéis!
Abrió la puerta de una sala y siguió.
— Salas de descanso para los jefes de planta. Dormiréis cuando y donde podáis. Tercera regla: si estoy durmiendo, no me despertéis, salvo que el paciente esté muriéndose. Cuarta regla: más vale que no esté muerto cuando llegue, habríais matado a alguien y me habríais despertado sin motivo, ¿entendido?
Meredith levantó la mano, como si estuviera en clase.
—¿Sí?
— Dijo cinco reglas, solo ha mencionado cuatro.
En ese momento, su busca sonó, y Bailey se detuvo de golpe.
—¡Quinta regla: poneos todos en marcha! —gritó, empezando a correr, y nosotros la seguimos a toda velocidad—. ¡Apartaos!
(...)
— ¡Katie Brice es insoportable! —exclamó Meredith, tirándose en la mesa junto a los demás internos y señalándome el lugar a su lado. Nos había tocado la chica que hacía gimnasia rítmica, y la experiencia estaba siendo de todo menos agradable—. Si no hubiera hecho el juramento de Hipócrates la estrangularía con mis propias manos. ¿Qué? Giselle me apoya.
— La odio —murmuré, sintiéndome completamente de acuerdo—. Os juro que cada vez que abría la boca, solamente se me ocurrían maneras creativas de... digamos, mandarla de vacaciones permanentes.
Todos nos miraron extrañados.
—¿Qué?
De repente, un hombre negro entró en la sala, cortando nuestra conversación.
— ¡Buenos días, internos! —exclamó, con una sonrisa—. Está en el tablón, pero... prefiero decíroslo personalmente. Como sabéis... el honor de realizar una intervención quirúrgica por primera vez es para el interno que más prometa.
Miré a Meredith, quien parecía igual de expectante que yo.
— Hoy soy el encargado, así que voy a escoger —dijo él, mirando a todos. Un segundo de silencio, hasta que lo rompió—. ¡George O'Malley!
Miré sorprendida al chico.
— ¿Yo? —preguntó, confundido, con los ojos abiertos de par en par.
El resto de los internos también mostró su sorpresa, algunos intercambiando miradas de incredulidad.
— Esta tarde tienes una apendicectomía —anunció el doctor antes de retirarse—. Que aproveche.
La noticia resonó en la sala, dejando un silencio momentáneo.
— Me ha elegido —dijo George, sin creerlo, con los ojos aún reflejando la sorpresa.
Mis ojos se desplazaron hacia mis compañeros, cuyas expresiones no reflejaban precisamente alegría por la elección de Burke.
— ¡Felicidades! —exclamé con entusiasmo, dirigiéndome a George y acompañando mis palabras con una sonrisa—. Te lo mereces.
Recibí una mirada de desaprobación por parte de Cristina.
— Gracias, Giselle —respondió George, con una sonrisa tímida pero genuina.
Sin embargo, pude ver que su alegría estaba acompañada de una ligera incomodidad, probablemente por el hecho de que todos los demás no parecían tan felices por él.
• ¡Hola! Está es mi nueva historia, y mi primera de Grey's Anatomy. Espero que os esté gustando mucho <33 Por favor, votad y comentad para que llegue a más gente, y seguidme en tiktok (sarasswtp) para ver mis edits de la historia. ¡Adiós!
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