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━━━ 𝐈 ♱ La cena roja de Pascua ❪Vlad Drăculea❫

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Vlad Drăculea
Sangre por sangre

Principado de Valaquia
(provincia rumana), 1459

𝐋𝐀 𝐍𝐎𝐂𝐇𝐄 𝐃𝐄 𝐏𝐀𝐒𝐂𝐔𝐀 𝐃𝐄𝐒𝐂𝐄𝐍𝐃𝐈Ó 𝐒𝐎𝐁𝐑𝐄 𝐋𝐀𝐒 𝐓𝐈𝐄𝐑𝐑𝐀𝐒 𝐎𝐒𝐂𝐔𝐑𝐀𝐒 𝐃𝐄 𝐕𝐀𝐋𝐀𝐐𝐔𝐈𝐀, y el castillo del príncipe Vlad III, conocido como Vlad Dracul o Vlad Drácula (Vlad Drăculea en rumano), se alzaba imponente bajo la luna llena. En el gran salón, las mesas rebosaban de manjares, y el aire estaba impregnado del vino especiado y el murmullo de nobles que se reunían para celebrar la festividad. Las velas iluminaban con su luz temblorosa los tapices de colores ricos que adornaban las paredes y las sombras danzaban al ritmo de las llamas.

Vlad, con una sonrisa en los labios tan fría como la nieve de los Cárpatos, recibía a sus invitados uno a uno. Su mirada, profunda y calculadora, atravesaba a cada noble y cortesano con una precisión que desnudaba hasta sus más oscuros pensamientos. A su lado, su esposa Anastasia Holszanska, sobrina de la reina de Polonia, irradiaba una suavidad que contrastaba con la severidad de la corte. Con su serenidad, parecía ser la única luz cálida en un ambiente marcado por el rigor de la época.

Pero, ninguno de los presentes, en su inocente jolgorio, sabía que el destino ruin los acechaba en cada rincón de esa sala. El príncipe, con su porte regio y su aparente hospitalidad, ocultaba tras su sonrisa una decisión sombría que transformaría aquella celebración en algo que quedaría grabado en la memoria de Valaquia por siglos. La corte reía y disfrutaba, ajena a la maldad que se cernía, esperando a ser arrastrada en un abismo del que no habría regreso.

El carácter del príncipe fue forjado en las sombras del destino. Su educación, sin embargo, no fue la de un noble tradicional, sino que estuvo marcada por el influjo de una cultura distante y poderosa. Desde joven, Vlad fue enviado como rehén a la corte del sultán otomano Murat II, quien lo educó bajo la disciplina rigurosa de su imperio. En la corte de los turcos, Vlad aprendió los secretos del gobierno, la guerra y la intriga, imbuido por la misma crueldad y cálculo que definían al sultán y sus consejeros. Fue allí donde se templó su alma, y donde adquirió las habilidades que lo llevarían a reclamar su trono en Valaquia con un puño de hierro.

Pero mientras Vlad forjaba su carácter bajo la tutela de los otomanos, su destino en Valaquia daba un giro cruel. Al regresar a su tierra natal, se encontró con una tragedia que marcaría el inicio de su sed de venganza. Su padre, Vlad II Dracul, había sido brutalmente asesinado por aquellos a quienes había confiado su lealtad, y su hermano Mircea había sufrido un destino aún más atroz: sus ojos fueron quemados con hierro candente, y luego lo enterraron vivo en una tumba sin piedad. Los responsables de esta barbarie no fueron los turcos, sino sus propios compatriotas y los boyardos que veían en Vlad Dracul una amenaza a sus privilegios.

Pero mientras Vlad se sumía en la oscuridad de su venganza, su hermano pequeño Radu, conocido como «el Hermoso», tomaba un camino distinto. Radu, a diferencia de Vlad, encontró refugio en la corte de Mehmet II, el sultán otomano, quien lo acogió con los brazos abiertos como si fuera su propio hermano. En la corte turca, Radu vivió una vida de esplendor, donde su belleza juvenil y su encanto natural lo hicieron querido por el sultán y sus cortesanos. Bajo la protección de Mehmet, Radu se vio envuelto en una red de intriga política que lo alejó de su hermano Vlad, y mientras uno se sumía en su venganza sangrienta, el otro tejía alianzas que desestabilizarían aún más el equilibrio de poder en la región.

Radu y Vlad, aunque unidos por la sangre, tomaron caminos radicalmente opuestos. Mientras Vlad juraba venganza y adoptaba el nombre de Drácula, un título que irradiaba muerte y el terror, Radu se convertía en un príncipe respetado dentro del Imperio Otomano, fiel a los designios del sultán.

Cuando Vlad regresó a su tierra natal sin Radu, su corazón ardía con un único objetivo: la venganza. Lo primero que hizo fue hacerse con el poder, así que tras matar a su predecesor en un duelo y decapitar a otro rival después de obligarlo a cavar su propia tumba, sube al trono de Valaquia en 1456.

Pero le faltaba algo importante pues después de haber sido testigo de la brutal muerte de su padre y de su hermano mayor Mircea, el príncipe juró que sus enemigos pagarían por la traición que los boyardos habían cometido contra su familia. Así, se organizó la cena y por supuesto, solo cuando ya tenía todo el poder entre sus manos.

Los invitados de aquella noche eran algunos de los boyardos más poderosos y prominentes de Valaquia, nobles cuya influencia y riqueza dominaban la región. Entre ellos se encontraba la aristocracia que, durante años, había conspirado en las sombras, jugando sus cartas en favor de aquellos que les ofrecieran más poder. Pero lo que todos los presentes compartían no era solo su ambición y su codicia, sino algo mucho más profundo y oscuro: la sangre traidora de sus venas.

Cada uno de ellos había sido, de alguna manera, partícipe en la caída de su familia. Y convencidos de que era una noche tranquila de Pascua, no se habían dado cuenta de que era, en realidad, una trampa mortal tejida por el propio Vlad.

Las risas y las copas brindando seguían llenando el ambiente, creando una atmósfera de lo más festiva. Los nobles se entrelazaban en conversaciones animadas, ajenos a lo que se les avecinaba, mientras el vino fluía generosamente, derramando su color rojo oscuro sobre las copas como un presagio de lo que estaba por venir. Las antorchas parpadeaban, proyectando sombras que danzaban en las paredes de piedra, y las risas resonaban en cada rincón, enmascarando el siniestro silencio que Vlad guardaba en su interior.

Pero, en el fondo, Vlad sonreía, no por el júbilo que se desplegaba ante él, sino por la ironía de que su propia venganza sería más dulce que cualquier festín. Las copas seguían chocando, los cuerpos se alzaban en brindis, pero en la mente de Vlad, el destino de sus enemigos ya estaba sellado.

El príncipe se levantó lentamente de su asiento, su figura imponente proyectaba una sombra que parecía absorber la luz de las antorchas. Con una calma inquietante, alzó los brazos hacia adelante, como si quisiera abrazar a cada uno de los presentes, mientras una sonrisa de complicidad se dibujaba en su rostro. La sala comenzó a callarse lentamente y los nobles, sonrientes, se volvieron para mirar a Vlad con admiración, tanto jóvenes como mayores, mujeres y hombres.

Con un gesto sutil, Vlad señaló ambas mesas del banquete, donde se encontraban los manjares y el vino.

—Mis estimados compatriotas y queridísimos compañeros, me honra celebrar la Pascua con vosotros —anunció con afecto fingido—. Al igual que Cristo resucitó, también la fortuna de la Casa de Drăculeşti ha resucitado, trayendo consigo una Valaquia próspera e independiente. ¡Un nuevo día se acerca!

Los nobles sonrieron, creyendo en la falsa seguridad que sus propias palabras les ofrecían. La risa flotó en el aire como si todo siguiera en su curso, ignorantes del abismo al que estaban a punto de caer.

—Siempre estaremos con vos, mi príncipe —dijo uno de ellos, un hombre corpulento con una barba gris que se erguía cuan pilar de la vieja nobleza.

—¡Por supuesto, mi buen amigo! —exclamó Vlad con entusiasmo—. Además, me complace deciros que poseo nuevas buenas, ya que tenemos el respeto de los húngaros y no vamos a seguir pagando el impuesto del sultán.

Tras esta noticia, muchos alzaron sus copas y brindaron una vez más. Otros, aplaudieron la decisión del príncipe y con júbilo, golpearon las mesas con las palmas abiertas, en señal de la más sincera aprobación.

Vlad, al igual que los nobles de su tierra, ya no deseaba seguir pagando los impuestos del sultán Mehmet, aquel que, en otro tiempo, había sido como un hermano para él y le había tendido la mano en su lucha por conseguir el trono. La riqueza de Valaquia era drenada, y los nobles, algunos de ellos con el mismo resentimiento que el príncipe, veían cómo su poder se desvanecía bajo la yugo turco.

Pero esta decisión, la de rebelarse contra el sultán, no estaba exenta de consecuencias. Aquello que Vlad consideraba una lucha por la independencia de su pueblo, un acto de justicia y rebeldía, traería consigo un destino oscuro y marcado por la guerra. La sombra de la traición, tanto interna como externa, rondaba sus pasos, y el precio de la libertad sería mucho más alto de lo que imaginaba. La historia de su venganza, de su carácter impredecible y descontrolable y su lucha contra los impuestos del sultán Mehmet, como una especie de condena escrita por las estrellas, ya estaba trazada.

Pero ese era un destino que, por ahora, Vlad prefería ignorar; al fin y al cabo, esa era una historia para otro día, aún así, no olvidéis que Valaquia en ese tiempo era un estado vasallo del Imperio Otomano, una tierra subordinada a la voluntad del sultán Mehmet. Así pues, algunos de los presentes eran conscientes de esto último y no dudaron en comunicárselo al sonriente Vlad.

—Si me permitís, príncipe —se atrevió a decir uno de los nobles, con una mirada que oscilaba entre el respeto y la cautela—. Vos debéis de ser consciente de la importante comercialización que poseemos con los otomanos, gracias a ello, gozamos de la protección del ejército del sultán, que vela por nuestras tierras.

Algunos de los presentes intercambiaron gestos cargados de recelo y prudencia. Vlad, imperturbable, fijó su atención en el noble que había hablado. El silencio que llenó la sala fue denso, casi insoportable. Se podía oír el sonido de la saliva al ser tragada por el hombre, cuyo rostro se había palidecido levemente, como si la amenaza parca de Vlad pesara más que cualquier peso físico.

Pero el príncipe comenzó a sonreír como si la determinación del noble no le hubiera tocado en lo más mínimo. Con una mano elegante, levantó una copa de vino, observando el líquido rojo como si fuera un veneno envenenado. Su sonrisa se expandió lentamente, saboreando el silencio que había dejado atrás.

—¡Mis señores! —rugió, alzando la copa—. ¡Estamos de celebración! ¡Ya habrá tiempo para la política y esos asuntos aburridos! —pausó y le dirigió un resentimiento lleno de desdén al hombre que le había abierto los ojos delante de todos—. Más tarde, lo discutiremos.

—¡Larga vida al príncipe Vlad! —exclamó un joven, interrumpiendo el momento tenso. Luego le siguieron varios, al mismo unísono. Distintas voces de más de cincuenta personas allí reunidas pero todas, sin excepción, se alzaron en señal de respeto—. ¡Larga vida a nuestro príncipe!

—¡Por Dios! ¡Por el destino! —exclamó Vlad, alzando su copa y señalando a cada uno de los presentes—. ¡Y por los cerdos conspiradores y traidores!

Un murmullo recorrió la sala y las copas empezaron a bajar, las miradas desconcertadas se cruzaron entre los nobles, sus rostros ahora estaban surcados por el ceño fruncido y el desconcierto. Nadie comprendía el giro repentino de la conversación.

—¿Creíais que podría olvidar cómo traicionasteis a mi padre y a mi hermano? —continuó Vlad con un tono más grave y amenazador—. ¿Cómo conspirasteis con mis enemigos para engrosar vuestras propias arcas mientras mi familia caía en la oscuridad de la traición?

Finalmente, permitió que sus labios se posaran sobre la copa, degustando el vino con un placer casi perverso. El silencio que siguió a sus palabras era pesado, cargado de una tensión mortal. Cuando terminó, su mirada se hizo más dura, y con un gesto imperioso, ordenó a sus guardias:

—¡Que nuestros invitados aprendan la lección!

Los guardias, firmes y decididos, sabían perfectamente lo que se les ordenaba. Sin vacilar, comenzaron a arrastrar a los boyardos y sus esposas fuera de la sala, mientras la terrorífica realidad se hacía evidente. Uno a uno, fueron llevados fuera, sin distinción alguna de edad, ni sexo, ni rango.

Algunos forcejearon, tratando de escapar, sus cuerpos estaban sacudidos por la desesperación, pero fue en vano. Otros, completamente paralizados por el terror, no sabían qué hacer, atrapados en su propio miedo.

Mientras tanto, Vlad permaneció en la sala, observando con una calma ominosa el caos que se desataba frente a él. Su rostro, iluminado tenuemente por la luz de las velas, mostraba una sonrisa de satisfacción. Cada grito, cada suspiro de terror, parecía alimentar su satisfacción, y en su corazón se alzaba una certeza fría: la venganza estaba empezando a ser consumada.

—Sangre por sangre —susurró. Era un juramento pronunciado que se hacía noche tras noche, días tras días.

Algunos de los nobles, al darse cuenta de la inminente muerte que les acechaba, intentaron aprovechar su posición. Con manos temblorosas, ofrecieron anillos, joyas y otros objetos de valor, implorando por su vida. Más, sin embargo, el príncipe no deseaba riquezas ni promesas de lealtad. Su único objetivo era vengar a su padre y a su hermano mayor.

Las súplicas llenaron el aire, pero Vlad permaneció implacable, sin mostrar la más mínima señal de remordimiento. Mientras los guardias preparaban los utensilios para la ejecución, un caos horrible se apoderó de la sala. Los nobles, al borde del colapso, sabían que nada podría salvarlos. Para Vlad, no se trataba de un simple castigo, sino de un acto de justicia, un recordatorio brutal de lo que ocurría con aquellos que traicionaban su confianza.

La ejecución por empalamiento.

Un método que él mismo había perfeccionado, era un castigo tan horrible como efectivo. La estaca, no muy afilada, se insertaba en el ano de la víctima, y con un mazo, el verdugo golpeaba con precisión para que la estaca atravesara el cuerpo hasta salir por el hombro. Si el maestro verdugo era experimentado, podía evitar los órganos vitales, pero el dolor era indescriptible. La víctima permanecía viva durante horas, atrapada en un sufrimiento físico y psicológico sin igual. Una vez que la estaca era clavada en el suelo, la persona quedaba colgada en su sufrimiento, sin ninguna posibilidad de escape.

Vlad, conocido ya como Vlad el Empalador, observaba las ejecuciones con la misma calma que un maestro artesano estudia su trabajo y sus cuerpos empalados fueron expuestos a lo largo del territorio, sirviendo como señal a los descontentos.

Durante los siglos posteriores, su nombre perduraría no solo por sus actos de venganza, sino por la manera en que marcó el destino de Valaquia. Y aunque las leyendas de su figura se distorsionarían con el tiempo, su historia seguiría siendo la de un hombre que, en su momento de oscuridad, eligió un camino de justicia a través de la sangre y el sufrimiento.

No era un vampiro, ni el mismo Drácula de Transilvania de las leyendas que aún rondan en las tierras de Rumanía. Era un hombre, un príncipe marcado por el sufrimiento y el desamparo. No estaba loco, pero sí profundamente herido, pues el dolor puede deformar el alma, transformar incluso a los más justos en sombras de lo que una vez fueron. Su corazón, una vez lleno de humanidad, había sido fracturado por la traición, la muerte de su padre  y de su hermano y el tormento que había sufrido a manos de aquellos en quienes confiaba.

Y fue ese dolor, ese abismo insondable, lo que lo llevó a tomar decisiones que lo harían un ser temido. El sufrimiento de toda una vida, la traición de los suyos, el dolor al descubrir cómo murieron sus familiares, se había convertido en su motor, en la fuerza que lo empujaba a actuar con tal fiereza. Pero ¿acaso no es el dolor lo que moldea a cada hombre, lo que forja el acero de su carácter? Y, como una espada forjada en el fuego, su venganza se convirtió en el único camino que veía hacia la redención.

Se estima que durante su tiempo en el trono, miles de personas sucumbieron bajo el hierro implacable de su venganza, muchas de ellas empaladas en su ejecución más temida. Entre ellas, se encontraban musulmanes y otomanos, aquellos mismos que una vez habían sido aliados.

No obstante y como mencioné, la historia de su relación con Mehmet, el mismo hombre que conquistó Constantinopla y puso fin al Imperio Romano, estaba irrevocablemente entrelazada con la infancia de Vlad, y merece ser contada en otro capítulo pues la enemistad, los pactos rotos, y el choque entre dos gigantes del poder, uno occidental, otro oriental, forman una narrativa que trasciende el tiempo y que solo se puede entender en su complejidad en otra ocasión, porque, como toda gran historia, la verdadera naturaleza de su lucha se esconde en lo que no se cuenta, en los secretos y traiciones que marcaron su camino.

¿Sabías que la historia de la Cena Roja en Game of Thrones se inspiró en un evento real de la historia de Vlad Drácula? George R.R. Martin tomó como referencia la Cena Roja de 1459, cuando Vlad Tepes (Vlad el Empalador), organizó una cena con los boyardos más poderosos de Valaquia, solo para masacrar a aquellos que habían conspirado contra él. Al igual que en la Boda Roja, la cena comenzó como un evento solemne, pero rápidamente se transformó en una matanza brutal. La traición, la violencia repentina y el horror que se desató son elementos que Martin trasladó a su propia historia, creando una de las escenas más impactantes de Game of Thrones.

Vlad III, hijo de Vlad II Dracul, fue príncipe de Valaquia y uno de los personajes más temidos y complejos de la historia medieval. Su vida estuvo marcada por la venganza, la violencia y las traiciones. Después de que su padre y su hermano Mircea fueran asesinados por los boyardos, Vlad regresó a su tierra natal con un solo propósito: vengar la muerte de su familia.

Durante su reinado, fue conocido por su crueldad extrema, utilizando el empalamiento como método de ejecución, una práctica que dejó una huella indeleble en la historia. Aunque muchos lo ven como un monstruo, su figura también fue influenciada por su dolor y las constantes traiciones que sufrió, lo que lo convirtió en un gobernante despiadado, dispuesto a hacer cualquier cosa para consolidar su poder y vengar a los suyos.

El próximo personaje a conocer en el próximo capítulo será Baldwin IV de Jerusalén, también conocido como el Rey Leproso,  figura clave en las Cruzadas medievales. Aunque siempre estoy dispuesta a escuchar vuestras peticiones, además, etiquetaré a la persona correspondiente de cada petición en la historia que me diga.

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