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𝟏𝟒. 𝐕𝐀𝐑𝐆 & 𝐁𝐄𝐋

Capítulo 14


VARG


Metí la mano en el bolsillo de mi pantalón, tratando de detener el temblor que me había estado recorriendo los dedos desde ese día, mientras caminaba por los fríos pasillos del castillo rumbo a mis aposentos para ir en busca de unos pergaminos que aunque en realidad no necesitara, tenía que buscarlos porque ¡dioses!, juro por mi vida que como fuera, necesitaba mantener mi mente ocupada, como si de ello dependiera mi cordura.

La imagen de un Cangrino desangrándose frente a mí, mientras jadeaba y se retorcía, rogando por misericordia, al tiempo que yo continuaba hundiendo mi daga en su carne sin intenciones de detenerme, seguía aún clavada en mi mente.

En ese instante no pensaba ni razonaba, y no quería hacerlo; solo quería sacar la rabia que me mantenía a la defensiva sin dejarme respirar, comer o incluso dormir. Mi mandíbula se tensó al recordar cómo esa furia en mi interior se escapaba con cada puñalada hacia ese hombre, como si pudiera castigar a la muerte misma por condenarme a seguir respirando tras haberme arrebatado la vida.

Y entonces, mis pasos se detuvieron en medio del pasillo.

Giré el rostro hacia un lado al darme cuenta de que me había pasado de largo y que la puerta de mis aposentos había quedado atrás, así que bajé la mirada y me di la vuelta para regresar con la vista fija en la entrada, pero cuando estaba por apoyar la mano en el tirador, una voz me interrumpió a mis espaldas.

—Majestad.

Me giré con el ceño aún fruncido, encontrándome con la señorita Alira, quien parecía querer salir corriendo como si temiera que le dijera o le hiciera algo por interrumpirme.

—Dígame, Alira.

—Disculpe si lo molesto, majestad, pero la princesa Rous le envía decir que lo espera en su sala privada para hablar de la niñera o nodriza que se buscará para que críe y cuide del pequeño Alek.

No, no, no ¡No! No quería escuchar eso de nuevo. No quería lidiar con ese maldito tema de nuevo, porque ya había dejado en claro que no iba a permitir que ninguna mujer ocupara el lugar de Bel. Nadie más podía ni debía ser llamada madre de mi hijo, y Rousia Vikernes lo sabía.

—Ahora no tengo tiempo —murmuré, retirando mi mirada de la mujer.

—Disculpe, majestad. —El temblor de la mano dentro de mi bolsillo se intensificó aún más—. ¿Qué le digo a la princesa?

—Que no.

Empujé el tirador y entré, cerrando la puerta tras de mí sin esperar más preguntas que agitaran mi paciencia, pero el silencio dentro de la habitación, lejos de ser tranquilizador, se sintió denso y sofocante, y entonces supe que no debía estar mucho tiempo ahí, así que me dirigí con la mirada baja hacia un librero junto a una cómoda, mientras intentaba resistirme a observar cada rincón de aquella habitación que aún gritaba su presencia.

Respirar ahí dentro dolía y me costaba, pero de alguna extraña manera, al mismo tiempo me consolaba, porque en aquel lugar aún se sentía el aroma de ella.

Al llegar al pequeño librero, comencé a mover cualquier libro que se me cruzara, mientras trataba de ignorar la cómoda a un lado, donde todavía descansaban las muñecas que a ella tanto le gustaba coleccionar y guardar porque eran un recuerdo vivo de sus padres, y yo simplemente no podía mirarlas. No en ese momento.

Comencé a revisar, uno por uno, los libros de ese librero, retirándolos con torpeza, empujado más por la necesidad de ocuparme que por encontrar algo de verdad, al tiempo que mi mente luchaba por concentrarse en encontrar esos malditos pergaminos que sabía que había escondido. Y entonces tomé un libro que hacía mucho no miraba y lo abrí, pensando que quizás ahí podía encontrar alguno de esos pergaminos, ya que siempre había tenido la costumbre de esconder papeles importantes entre sus páginas, y así solo yo sabía dónde hallarlos.

Hasta que al pasar las páginas amarillentas, apareció ante mí una flor de belladona marchita, que intensificó el aroma a ella en la habitación y como si se pudiera incluso saborear, también sentí esa sensación agridulce acechándome, como si la oscuridad intentara perfumarse, y entonces extendí mi mano hacia esa flor marchita frente a mí y la toqué.

Mis dedos se deslizaron por sus hojas secas, palpando sus pétalos quebradizos, que me empujaron a revivir un recuerdo al cual no quería volver, pero mi mente se rindió y recordó que esa flor había pertenecido a su ramo de bodas, y en ese momento la puerta se abrió y mis ojos la vieron entrar en la habitación.

Ahí estaba ella, frente a mis ojos, tan viva, tan alegre, tan perdida en su mundo, junto a su nana Alira, mientras rompía el silencio denso de la habitación, y yo no pude hacer más que quedarme congelado, queriendo acercarme sin poder hacerlo. No podía correr hacia ella, no podía moverme, y por un momento sentí que incluso ni podía respirar.

—¿Bel?

Mi voz se quebró en un leve susurro y mis ojos se empañaron, mientras era arrastrado al día en el que ella se convirtió en mi esposa.

—Mi niña, ven ya. Deja de dar vueltas, que debemos alistarte —insistió la señorita Alira, siguiéndola por toda la habitación, mientras Bel reía, moviéndose de un lado a otro, ignorando por completo los intentos de su nana por detenerla.

—¿Viste la cara que puso la tía Dita cuando le dije que siempre no terminé solterona como ella?

Bel soltó una contagiosa y traviesa carcajada, mientras colocaba con cuidado su muñeca favorita entre las otras muñecas que coleccionaba, al tiempo que ignoraba a Alira, quien parecía intentar no resignarse ante la pequeña batalla que se liberaba cada vez que había que preparar a la joven para algo importante.

—Sí, mi niña; sí la vi —habló Alira, luchando por no dejar salir su risa—. Así que ven, que ya las sirvientes vienen en camino para prepararte.

—¡Me divertí mucho cuando se puso roja del coraje! —dijo, cruzando la habitación como si no hubiera oído las palabras de su nana, y mientras se reía de sus ocurrencias, se sentó sobre un baúl de madera junto a la cama—. Vamos, nana, ríete tú también. Sé que te da risa.

Alira la miró unos segundos, rogando por no perder la paciencia, pero tras un suspiro, la mujer se rindió, dejando escapar su risa mientras contemplaba a su niña allí sentada sobre aquel baúl, tan llena de vida, tan radiante como solo ella podía ser.

La puerta de la sala de costura se abrió y Maeve entró muy despacio, mientras sus ojos recorrían la sala en busca de una costurera, pero al no encontrar a nadie, ella cerró la puerta y se dirigió hacia la alacena de bordado, donde las costureras solían guardar los carretes de hilo, agujas, retales de encaje y cintas.

Con cuidado, Maeve comenzó a hurgar entre los estantes, removiendo hilos y cintas sin encontrar lo que parecía buscar, y colocando todo en su lugar, ella se retiró de la alacena de bordado para ir hacia la puerta, pero al alzar la vista hacia el fondo de la sala, su mirada se detuvo en el vestido de novia de Bel colocado sobre un busto de costura de cuerpo completo.

Maeve miró a todos lados y después comenzó a caminar hacia el vestido que parecía brillar bajo la luz que se filtraba por las ventanas, y al estar frente a el, su mirada se frunció con cierta frialdad que poco a poco se fue transformando en desprecio, al saber que aquel vestido era otro de los caprichos de su hermana, que fue aprobado por la voz del regente como si la corona estuviera rendida a sus pies.

Ella estiró la mano y sus dedos rozaron la tela suave de un blanco aperlado, mientras su mirada recorría los detalles del bordado en hilo rosa pálido, tal como Bel lo había pedido.

Maeve hizo una mueca de desdén en su rostro al parecerle infantil y estúpido aquellos tonos para un vestido de novia, y una vez más comenzó a preguntarse cómo es que su hermana había logrado capturar la atención de un hombre como Varg. Un hombre tan serio y de guerra que en ocasiones parecía ser de acero, lo que la llevaba a no poder entender que podía ver él, en una mujer tan imprudente como Bel.

Para Maeve, su hermana era una tontería con piernas. Una estúpida mimada, ridícula, enferma, sobreprotegida por todos desde que su padecimiento se agravó; que aún conservaba aquellas viejas y vergonzosas muñecas de infancia como si el tiempo no hubiese pasado para ella. Maeve no podía comprender cómo un hombre como él deseaba desposar a una mujer que no podría ser ni esposa, ni madre, ni amante ni nada que pudiera servir, y dejando salir la amargura que sentía por dentro, la maldijo.

La maldijo una y otra vez mientras sus pasos la llevaban al mueble de trabajo, donde comenzó a abrir los cajones en busca de unas tijeras, dejándose llevar por el impulso de su rabia sin medir las consecuencias que ya se le habían sido advertidas, pero justo en ese instante, la puerta se abrió.

—¿Maeve?

La joven alzó la vista, encontrándose con la princesa Rous y la princesa Arlette frente a ella, observándola.

—Princesa Rous —saludó Maeve, apartándose con rapidez del mueble, mientras la mirada de Arlette la seguía con extrañeza.

—¿Qué haces aquí? —indagó Rous, al tiempo que su mirada se deslizaba de Maeve y el mueble de trabajo hacia el fondo del cuarto, deteniéndose unos segundos en el vestido—. ¿No deberías estar alistándote? —Volvió su mirada hacia la joven.

—Sí, es que vine a buscar a una costurera porque necesito ayuda con mi vestido. —Ella se alejó del mueble—. Es que tuvo un pequeño zafe.

—¡Princesa Rous! —interrumpió Zoralis, entrando en la sala en compañía de lady Kara—. Una de las sirvientes acaba de entregarme las belladonas para el ramo de Bel.

—¿Belladonas? —preguntó Arlette, extrañada por la flor que se usaría para el ramo.

—Sí —Rous sonrió—. Es que a Bel le encantan mucho porque dice que ella es como las belladonas, y como saben, Varg ordenó que le dieran lo que ella pidiera.

Arlette dejó escapar una ligera sonrisa al ver el pequeño cesto con las belladonas color rosa recién cortadas, y endureciendo un tanto el rostro, Rous volvió su mirada hacia Maeve, quien tenía los ojos fijos en el cesto de belladonas.

—Maeve. —La joven la miró—. En un momento pediré que una de las costureras vaya a tus aposentos a arreglar tu vestido, así que puedes esperar allá.

—Como ordene, princesa. —Ella se reverenció—. Permiso.

Maeve se retiró de la sala sin decir más y al instante, Rous se acercó al vestido para revisarlo, hasta que la entrada de Hypnox a la sala captó su atención y la de todas las mujeres en la sala.

—Lamento interrumpir —dijo, retirando su guante de montar—. Acabo de llegar del puerto y necesito saber dónde está el regente. Lo he estado buscando para informarle sobre la situación con la supuesta revuelta de la madrugada con los piratas y no logró dar con él.

—¿Supuesta? —Rous se dirigió a él—. ¿Sucedió algo grave?

—No, pero es necesario que Neith y yo le presentemos el informe a Varg, porque, aunque no fue como tal una revuelta, hubo movimientos que no parecen usuales.

—Hypnox —Rous se acercó a su sobrino—, si no hay urgencia inmediata con este asunto, por favor, no lo distraigas ahora. Varg se está preparando para la ceremonia y no creo que sea el momento adecuado para decirle que hay movimientos poco usuales en el puerto.

—Claro, pero entonces, ¿qué sugiere que hagamos, princesa Vikernes?

—Envía a Neith de vuelta al puerto junto a Ludger, y lleven los refuerzos necesarios para mantener el orden en ese lugar. Que Neith y Ludger se encarguen junto a ti de dar las instrucciones de vigilancia, y si puedes, lleva a Tanatos contigo; él sabe mucho de estrategias que se usan en estos casos.

—Está bien, tía.

Hypnox hizo una leve reverencia ante la princesa para retirarse, pero al alzar su mirada hacia el fondo de la sala, ladeó la cabeza con los ojos entrecerrados, observando el vestido aperlado sobre el busto.

—Oh, qué curioso vestido. ¿Es para Varg?

—Hypnox, hijo —intervino Kara, mirando a su hijo, mientras que Zoralis y Arlette se miraron entre sí, dejando escapar una ligera risa.

—Ve a darle las instrucciones a tus primos —habló Rous, curvando con ligereza la comisura de sus labios.

—Bien, me retiro.

Una vez Hypnox salió de la sala, Rous, Arlette, Kara y Zoralis se acercaron al busto y con mucho tacto, tomaron el vestido de Bel, lo descolgaron del soporte y lo sacaron de la sala para llevarlo a la habitación de la novia.

El ocaso estaba a pocas horas de caer sobre Dunkelheit y el salón del trono del castillo Worwick ya estaba dispuesto para la ceremonia que uniría en matrimonio al regente junto a la mujer que se convertiría en su esposa y en su princesa regente.

Durante la tarde, la princesa Rous había solicitado la presencia de sus sobrinos en su sala privada para indagar sobre el asunto del puerto, y los Worwick informaron a la princesa que ellos coordinaron un despliegue de refuerzo militar con órdenes estrictas de vigilancia para evitar cualquier incidente no previsto. Bajo la orden de la Vikernes, Ludger y Tanatos presentaron una breve declaración ante Varg, informando que la situación se mantenía bajo control y que la contención marítima estaba reforzada en el puerto.

Tras la declaración de sus primos, Varg se retiró a su sala privada y junto a su consejero, impartió nuevas órdenes a la guardia para ajustar los detalles de seguridad tanto dentro del castillo como en sus alrededores, asegurándose de que la llegada y la estancia de las cortes aliadas para la boda transcurrieran sin contratiempos. Una vez todo estuvo en orden, él se dirigió a sus aposentos para alistarse.

En la privacidad de sus aposentos, Varg comenzó a prepararse colocándose su alto uniforme militar en cuero oscuro, con finos detalles en plata que delineaban cada línea del uniforme. Él cerró con cuidado las correas cruzadas sobre su torso y ciñó el cinturón sobre el camisón, ajustándolo a la altura de la cintura.

Varg se colocó unas botas oscuras en cuero duro que casi rozaban con sus rodillas, y sobre su hombro derecho ajustó una capa de brocado dorado con bordes blancos, que era sostenida por un prendedor de la Casa Worwick.

Antes de ajustar en sus manos unos guantes blancos en tela de lino, él peinó su cabello blanco hacia atrás, sujetándolo con una delgada diadema en cuero duro y oscuro sobre su cabello, a unos centímetros de su frente. Cuando estuvo listo, él salió de la habitación y se dirigió hacia el salón del trono, donde todos los invitados, nobles y aliados de su corte en Dunkelheit, junto a su propia familia, aguardaban en sus lugares.

En los aposentos de la novia, las sirvientes ayudaban a vestir a la joven Bel, mientras lady Dita y la señorita Alira estaban al pendiente de cada detalle. Cuando el vestido quedó ajustado con perfección sobre el cuerpo de Bel, realzando su figura; la señorita Alira se acercó con el velo y lo situó con delicadeza sobre la cabeza de su niña, sujetándolo a su cabello con una peineta de plata floral.

Tras asegurarse de que todo estuviera listo, las sirvientes y la señorita Alira abandonaron la habitación, dejando sola a Bel con su tía Dita, quien se acercó a su sobrina sosteniendo en sus manos el ramo de belladonas que ella había pedido, y al verlo, Bel lo tomó con una amplia sonrisa, al tiempo que su tía le dejaba un amoroso y cálido beso en su frente.

—¡Sí, me dieron mi ramo de belladona!

Dita sonrió. —Eres muy afortunada de estar comprometida con el hombre que será tu esposo.

Bel apretó el ramo entre sus manos, con una sonrisa alegre en su rostro. —Gracias por decirme lo que tengo que hacer, tía.

—No me agradezcas, mi niña. Esta instrucción la reciben todas las novias, para que en la primera noche que compartirás con tu esposo todo salga bien.

Bel asintió con emoción.

—Bien, es hora de irnos.

Lady Dita abrió la puerta, salió junto a su sobrina de la habitación y se dirigieron al salón del trono sin prisa, tomándose el tiempo necesario. Al llegar ahí, ambas mujeres se encontraron con el príncipe Ludger, quien aguardaba afuera del salón esperando por Bel, portando su uniforme militar oscuro con una espada colgando a su costado.

—Ya está lista —dijo lady Dita dirigiéndose al Worwick—. Nos vemos adentro, mi niña.

Bel asintió y lady Dita entró al salón para anunciar la llegada de la novia, dejándolos a solas.

—¿Estás lista para entrar? —preguntó él en voz baja.

—Sí —susurró ella, siguiéndolo con la mirada.

Una vez Ludger dio un paso al lado para colocarse tras ella y custodiar su entrada, Bel lo detuvo.

—Ludger, espera…

Bel tosió, llevándose la mano a la boca, y él frunció el ceño, acercándose a ella con prisa.

—¿Estás bien?

—Sí, es que… pica —ella le mostró la palma de su mano, enrojecida por el tallo del ramo.

—Tranquila —dijo, observando la mano de Bel—. Déjame ver. —Ludger metió la mano en el bolsillo de su camisón y sacó un fino paño blanco de lino.

—Creo que las cintas no fueron suficientes.

—Suele suceder —Ludger envolvió el tallo en el paño de lino y lo colocó en las manos de Bel—. Toma, agárralo con esto.

—Gracias.

Él le sonrió de medio labio. —Bien. Ahora sí, vamos.

Dentro del salón, el Velkalo encargado de celebrar la ceremonia se encontraba junto al trono y frente al hombre, Varg aguardaba de pie, acompañado por Tanatos, Hypnox y Neith, quienes se encontraban a la derecha del regente.

En un momento, la mirada de Varg se desvió hacia las puertas del salón y vio a Bel, asomarse a través de ellas, sin poder quitar la mirada de su prometida, igual que todos los demás.

Bel caminaba con cuidado, seguida por Ludger, mientras los ojos de Varg permanecían fijos en ella, incapaz de apartarse, observando ese vestido blanco aperlado, de falda amplia que se deslizaba por el suelo con elegancia. Las mangas de aquel vestido caían con delicadeza sobre sus brazos, con un pliegue rosa pálido en los puños, igual que la parte superior del corsé, ajustándose con delicadeza a su cintura, y sobre su cabeza, Bel llevaba un velo de lino fino que caía con ligereza sobre su espalda.

Desde un lado del salón, Rous observaba la mirada de su hijo sobre su futura esposa, viendo en ella algo más que el cumplimiento de un deber político reflejado en sus ojos, mientras que Kara, Zoralis y Arlette observaban admiradas la ternura y nobleza que desprendía la joven a su paso.

Cerca de la princesa Rous, lady Dita parecía contener las lágrimas observando a su sobrina, a la que nunca pensó ver de camino al altar, mientras Maeve miraba la escena, conteniendo su desdén escondido tras una engañosa fachada de cortesía.

Cuando Bel estuvo finalmente frente a Varg, él extendió su mano y ella la tomó, dejándose guiar hasta el lado de él, al tiempo que Ludger se unía a sus primos. Ante la corte, los aliados y la familia Worwick reunida, la ceremonia tradicional bajo la fe de los dioses de la casa Worwick comenzó.

Varg guió a Bel hasta su lado y la ayudó a sentarse sobre uno de los escalones de piedra, con la falda de su vestido extendida a su alrededor, mientras que él flexionó una de sus rodillas con ligereza, inclinándose ante ella, y el Velkalo alzó su voz, dando inicio a la unión ceremonial.

Los votos usados para la unión ante los dioses se pronunciaron, donde Varg tomó a Bel como su esposa, comprometiéndose a ser su leal protector y esposo entregado a ella mientras los dioses le permitieran permanecer con vida. Bel tomó a Varg como esposo, entregándose en lealtad, fe y dedicación, recibiendo como suyo no solo su nombre, sino también sus dioses, sus costumbres y su legado, dispuesta a estar a su lado mientras la vida se lo permitiera.

Una vez el Velkalo selló la unión en nombre de los dioses, Varg tomó la mano de Bel ayudándola a incorporarse para sostenerla a su lado, y una copa de vino se les fue entregada a la pareja, de la que Varg tomó primero y luego se la ofreció a Bel, quien bebió sin apartar la mirada de él. Después, una capa color plata fue puesta sobre ellos para terminar de sellar la unión con un frágil y delicado beso, declarando bajo la bendición de los dioses de la casa Worwick que Varg y Bel ya eran esposo y esposa.

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