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Capítulo 7.

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Al día siguiente, temprano por la mañana, Emilia se dirigió al gimnasio como era costumbre. Tenía día libre, no debía entrenar a los niños, por lo que podía enfocarse en ella, justo como deseaba. Era la oportunidad perfecta para poder entrenar de corrido, y no solo físicamente. Podría tomarse el tiempo suficiente para analizar varios vídeos de las peleas de su contrincante y descubrir cuáles eran sus ases bajo la manga. Si lograba descifrar la combinación de movimientos letales de Yamileth, sin dudas, podría vencerla.

Luego de indicarle al niño que la acompañaba que podía ir a ver otros entrenamientos mientras ella se preparaba, se dirigió a los vestuarios a paso firme, para cambiarse. Cuando salió terminando de atar su cabello en una pequeña coleta, se sentó en la banca que tenía más cerca. Antes de iniciar el entrenamiento pautado, comenzó a envolver sus manos con los rollos de vendas de algodón que traía.

—¿Emilia? —dijo Paul, detrás de ella—. Casi no logro reconocerte, desde atrás te ves completamente diferente —sonrió, admirando la nueva imagen de aquella mujer—. No te habría reconocido de no ser por tus tatuajes, te ves más ruda.

—Estaba aburrida y quería un cambio —respondió sin siquiera mirarlo, concentrada en lo suyo, restándole importancia al comentario con un leve movimiento de hombros, mientras los levantaba y dejaba caer suavemente.

—Pero qué carácter, mujer — dijo Paul elevando sus cejas, al notar su característica frialdad, a la que aún no lograba adaptarse—. Me pareció haber visto a Eddie por aquí, ¿vino contigo? —sonrió. Ella asintió con una leve sonrisa—. ¿Lograste que aprobaran el permiso para entrenarlo fuera del grupo? —inquirió ansioso.

«Si tan sólo supieras…», pensó, mientras se reía para sus adentros.

—Algo así —se limitó a responder, finalizando con su tarea, ocultando una corta sonrisa—. No tienes de qué preocuparte.

—Bien, eso es excelente —se alegró por ambos el entrenador, y luego aplaudió—. Sube, hay mucho por hacer hoy.

Rápidamente, Emilia se puso de pie, lista para comenzar con el calentamiento que duraba entre diez y quince minutos. Comenzó saltando la cuerda, para calentar el cuerpo y mejorar la resistencia cardiovascular, luego prosiguió con estiramientos dinámicos, para realizar movimientos de estiramiento activo y así preparar sus músculos y articulaciones.

Siguió con la lista de rutina habitual. Practicó sus movimientos de golpe en el aire, enfocándose en la técnica correcta y la fluidez. Pasó al saco de boxeo, donde proporcionó diferentes combinaciones de golpes para trabajar la precisión, potencia y velocidad. Casi sobre el final, Paul se colocó los pads de entrenamiento, para que ella pudiera practicar combinaciones de golpes y mejorar la coordinación y la velocidad de reacción.

Se había puesto como siempre, unos shorts y un top deportivo para sentirse ligera en ese momento en el que el sudor comenzaba a hacerse más evidente sobre su piel. Paul le estaba exigiendo demasiado. No le daba tiempo a ni de tomar una bocanada de aire porque, si tan solo se le ocurría mirar a un costado, las posibilidades de recibir un golpe eran mayores.

Y al cabo de media hora, su entrenador volvió a hablar, mirándola fijamente.

—Bien, es suficiente. Ve a la cinta, continúa con el entrenamiento de velocidad mientras reviso la dieta que deberás seguir de ahora en adelante para terminar de culminar con el peso que tienes que tener para la pelea. Tienes que ganar al menos, dos kilos más.

Ella asintió para luego poner los ojos en blanco por un breve momento. Detestaba que le repitieran lo que ya sabía que tenía que hacer, la serie de rutinas que Paul mencionaba era algo que se sabía de memoria.

—¿Algo más? —preguntó con fastidio, omitiendo el pequeño dato sobre su peso, ella consideraba que estaba más que bien pero no iba a cuestionar aquello a su entrenador.

—Solo hazlo, ve —la empujó hacía las máquinas, mientras la sostenía por los hombros y ella caminaba desganada—. Te espero en el cuadrilátero, hoy vas a practicar con Nathan. Quiero ver desde afuera tus posiciones.

Sin más que decir, apretó sus puños y se marchó dándole instrucciones a otros jóvenes que también se encontraban entrenando, mientras iba de paso de camino a la recepción para retirar el informe que ya habían preparado para él.

Emilia fue a por la toalla y la botella de agua que Edward sostenía para ella, estando atento en todo momento por si requería de su ayuda en lo más mínimo. Sabía muy bien que las necesitaría luego de correr como desquiciada por unos cuantos minutos y que el sudor le empapara por completo la ropa. Agradecía enormemente que en los vestuarios hubiera duchas, porque la idea de quedarse con el sudor en su cuerpo a lo largo del día hasta llegar a su casa, no le agradaba para nada.

No se molestó en buscar a Nathan, supuso que estaría en los vestuarios o, quizás, tratando de conquistar a alguna de las chicas que entrenaban en las máquinas de levantamiento de pesas. Le atraían muchísimo las mujeres de grandes músculos, incluso si lo superaban a él.

Se subió a la cinta, con un pie a cada lado y encendió el aparato. Primero comenzó caminando lento y luego fue aumentando la velocidad hasta que solo se concentró en el frente y su mirada se perdió por un minuto, recordando a su familia, aquella que era de sangre. No veía claramente el rostro de sus padres, pero podía ver el de su abuela. Aquellas arrugas al costado de sus ojos y aquellos hoyuelos que se formaban cada vez que le sonreía mientras le servía un vaso de leche y le daba galletas, eran las características que más resaltaban en sus recuerdos. De pronto sintió nostalgia. No le gustaba recordar aquellas cosas en lugares que estaban llenos de ojos que podían juzgar abiertamente sus sentimientos porque, aunque quisiera ocultarlo y a pesar de que fue lo que estuvo haciendo durante los últimos años, ella era una persona bastante sensible, endurecida a la fuerza por los golpes que había recibido en su niñez.

—Emilia... —escuchó que alguien murmuraba. No podía dejar de correr. Sus pulmones le ardían y, aunque sintiera las piernas entumecidas y palpitantes, no podía dejar de moverlas—... ¡Emilia! —esta vez fue un grito cerca de ella, que la hizo sobresaltarse.

Se desestabilizó cuando volvió a la realidad, encontrándose de repente con un par de ojos grises mirándola de frente. Sus pies trataron de clavarse en la cinta que giraba a gran velocidad provocando que cayera de golpe al suelo. Aún estaba aturdida por la caída, y cuando trató de abrir sus ojos entre quejidos, notó que su vista estaba oscurecida a tal punto, que no distinguía nada a su alrededor.

Era la primera vez que le ocurría algo como aquello. —¿Estás bien? —escuchó nuevamente y sintió que unos brazos la sujetaron, ayudándola a sentarse con las rodillas levemente flexionadas hacia arriba.

—Sí… —murmuró mientras sentía cómo le tocaban el rostro para examinar alguna posible lesión—... estoy bien, ya déjenme, ¡basta! —gritó abochornada. Se había caído de la cinta, y todos los que estaban entrenando a la misma hora habían visto su caída. Hacer el ridículo de aquella manera podía sucederle a cualquiera, pero para ella era un golpe bajo en su elevado ego perfeccionista.

—Sólo quiero asegurarme de que…

—Nathan, ya puedes soltarme —lo interrumpió soltando un gruñido, pues el mencionado la sostenía para evitar que se fuera de espaldas.

—Lo siento —la soltó—, es solo que te vi realmente mal y por más que trataba de llamarte no respondías —explicó—. Estabas como en un trance.

Emilia se colocó de pie con su ayuda, mientras Paul la miraba de arriba abajo tratando de asegurarse a la distancia de que ella realmente estaba bien.

La conocía perfectamente y sabía cuán lejos podía llevar su mentira, y soportar el dolor, solo para no perderse una pelea. Mucho menos esta, que venía esperando con tantas ansias.

—Estoy bien… —repitió cansada, mientras viraba los ojos—... fue un pequeño golpe, es todo —trató de sonreír para calmarlos, pero ocurrió todo lo contrario, una mueca se formó en su lugar.

Se encorvó hacia delante, apoyando la palma de sus manos sobre sus rodillas y supo que, en realidad, no estaba bien. La cabeza le daba vueltas. Sentía que el suelo se le movía y que un gran peso sobre sus hombros le causaba un extremo cansancio repentino, como si un juguete se quedara sin pilas.

«¿Qué mierda me sucede?», pensó atribulada, mientras miraba de reojo algunas pequeñas marcas rojizas casi inexistentes que comenzaban a hacerse visibles en sus brazos y piernas.

Nathan la miró preocupado y se acercó para ayudarla a enderezarse mientras ella trataba vagamente de alejarlo. De todos los que podían ayudarla, Nathaniel Collins era el peor. No era un mal chico, pero era excelente para cobrar favores y sabía de sobra que, si él le ayudaba y al final no resultaba ser nada grave, se burlaría de ella por lo que había ocurrido. Quizás por los siguientes tres meses, y se encargaría de hacérselos saber al resto de su grupo de amigos para que todos pudieran mofarse de ella y el bochornoso momento que estaba viviendo.

—¿Qué sucede? —preguntó Edward en cuanto llegó a su lado, con evidente preocupación en sus pequeños ojos.

—Nada, solo me caí —repitió con irritación, tratando de evitar que hicieran más preguntas—. Y estoy perfectamente bien —mintió, mientras repetía lo que trataba de hacerles aceptar a los demás.

—Tenemos que ir al hospital, Emilia —dijo severo Paul—. No fue un simple golpe, realmente golpeaste tu cabeza al caer y puedo ver por tus gestos que no te sientes bien como para continuar —la delató.

—¡Que no es necesario! —vociferó colocándose derecha de golpe, y fue un grave error.

Nathan reaccionó rápidamente, estirando sus brazos hacia ella para sostenerla antes de que pudiese caer nuevamente. Aquel brusco movimiento que había hecho, ocasionó que se tambaleara, sintiendo una fuerte opresión en su cabeza.

—¡Mamá! —exclamó abiertamente Edward, mientras se acercaba a ella, en cuanto vio cómo sus ojos se voltearon poniéndose blancos.

Por primera vez, Edward se había animado a llamarla de aquella manera, y lo habían escuchado todos, menos ella. Quizás no la conocía desde hace mucho tiempo y, claramente, se habían saltado todos los protocolos que seguían en la institución, pero se había encariñado con Emilia. Desde el primer momento en el que sus ojos se cruzaron, no lo apartó ni le demostró sonrisas falsas, como sí lo habían hecho todas las familias con las que había estado. Ella era completamente genuina en cada emoción que sentía y en todo lo que hacía. Si quería insultar y maldecir por estar enojada, lo hacía, si prefería reír, quejarse del disgusto, ser honesta, aunque pudiera dañar los sentimientos de alguien más, ella lo hacía. Era la persona más transparente que había conocido en su corta vida, y a pesar de que sabía que todo era temporal, en su interior deseaba ser parte de la vida de ella de manera permanente.

—¿Mamá? —dijeron al unísono Nathan y Paul.

Ambos hombres lo miraron aturdidos al oír aquella palabra que había salido fuerte y claro de sus labios. Y, rápidamente, se dirigieron una mirada cómplice para decidir llevarla al hospital, aunque ella se negara rotundamente. Luego habría tiempo para explicaciones de lo que acababan de escuchar.

El rubio de ojos grises la tomó en brazos y se dirigió apresurado a la puerta trasera del gimnasio, donde buscó la camioneta de Paul, por ser la que más cerca estaba de las puertas dobles de salida de emergencia.

Con cuidado, la subió a la parte de atrás, con la ayuda del niño que sostenía la puerta. Una vez que la acomodó, subió a su lado, tomando el rostro de Emilia para recostarlo sobre su hombro. Miró al frente notando que el niño también acababa de subir y abrochaba su cinturón, tratando de pasar desapercibido, mientras Paul encendía el motor para salir cuanto antes.

—¿A dónde crees que vas? —le preguntó Paul.

El niño no respondió y Nathan apoyó su mano sobre el asiento de enfrente. —Eddy, será mejor que te bajes. Puedes quedarte en el gimnasio, las chicas de la recepción preparan un delicioso café —animó.

—No —acotó el niño, y se cruzó de brazos—. Tampoco puedo tomar café, soy un niño. ¿Sabes el daño que le hace la cafeína a los niños? Mamá te matará cuando sepa que querías que bebiera café —se elevó de hombros y dio por finalizada la conversación.

Tanto Paul como Nathaniel se vieron sorprendidos y decidieron callar, y reanudar la marcha. Habían tratado de explicarle al niño que debía quedarse, pero negándose incontables veces y decidiendo callar, se mantuvo con los brazos cruzados y la mirada al frente ignorando cualquier pregunta que le hicieran.

Nathaniel juró nunca tener hijos porque no sabría cómo lidiar con ellos.

—Creo que se desmayó por completo, Paul —mencionó, al tomar su muñeca y apenas percibir unos latidos débiles.

Paul pisó el acelerador mientras sentía cómo los nervios y la preocupación comenzaban a florecer en su cuerpo. En un abrir y cerrar de ojos, luego de haber saltado unos cuantos semáforos rojos y de que varios conductores hicieran sonar sus bocinas con furia o pisaran el freno abruptamente logrando que las llantas rechinen, habían logrado llegar al inmenso hospital.

La estructura imponente de más de ocho pisos con forma curva y grandes ventanales en los que se reflejaban las nubes blancas como lindos pompones de algodón, estaba frente a sus ojos. Aquel, sin dudas, era uno de los mejores hospitales generalistas de la zona, contaba con un comité de doctores especialistas en distintas áreas, y una zona exclusiva para las personas adineradas como ellos.

Paul no podía dejar de pensar al respecto de la inoportuna situación. Desde que ella lo había elegido como su entrenador, había estado atento a su comportamiento en cada entrenamiento. A pesar de que había recibido muchos golpes graves sobre el cuadrilátero, ninguno le había afectado tanto como ahora. Y ni siquiera se trataba de varios golpes en simultáneo, solo había perdido el equilibrio y había caído. Iba a pedirle al médico que la examinara por completo porque, lo que acababa de pasar, no era normal. Y le preocupaba enormemente.

Al llegar, se estacionó rápidamente de tal manera que la camioneta quedó atravesada, ocupando dos lugares en el estacionamiento y corrió hacia el interior, mientras Edward le ayudaba a Nathan, abriendo y cerrando las puertas para él.

—¡Por favor, ayúdenos! —gritó Paul con desesperación, mientras apoyaba sus manos sobre el mostrador y miraba a la joven recepcionista que estaba detrás del ordenador, ignorando a las personas que se quejaban a sus espaldas.

Nathan llegó cargando a Emilia que, semi inconsciente, no dejaba de balbucear palabras inentendibles. El niño venía con ellos.

La recepcionista, al ver la magnitud de tal situación, actuó rápido llamando a un doctor y a un grupo de enfermeros que se acercaron de inmediato con una camilla.

Emilia intentó abrir sus ojos en cuanto sintió una superficie levemente acolchada bajo su cuerpo. De pronto sintió frío, mientras deseaba seguir sintiendo la calidez de antes. Unos instantes después, unos dedos abrieron sus párpados para, posteriormente, apuntar una luz blanca directo sobre sus ojos, lo que le provocó un leve estímulo y, por inercia, sus ojos se volvieron a cerrar. Se sentía incapaz de mantener sus ojos abiertos por mucho tiempo, se sentía agotada, como si hubiera corrido una maratón. A su alrededor, logró percibir gritos desgarradores, pasos apresurados que iban en diferentes direcciones y un fuerte olor a desinfectante que le causaba una sensación de ardor en la nariz. «¿Dónde estoy? ¿En un hospital?», se preguntó a sí misma. Comenzó a sentir una opresión en el pecho. «Vas a estar bien, Emi…», escuchó que murmuraba alguien a su lado. Sentía su cuerpo cada vez más pesado, a punto de sumirse en un profundo sueño. «¿Por qué lo hiciste?», preguntó angustiada, en un tono débil, casi inaudible.

Paul se detuvo de inmediato para observar cómo los enfermeros y el médico llevaban con prisas a Emilia directo a la sala de urgencias. Cuando miró por sobre su hombro, la imagen del rostro preocupado de Nathan, quien abrazaba al niño y trataba de impedirle que saliera corriendo detrás de ella, y escuchar el llanto del pequeño, lo hicieron sentir angustiado.

Emilia detestaba los hospitales porque no confiaba en los médicos de ningún tipo, no después del mal diagnóstico que le habían dado a su abuela. Era una herida punzante que no lograba sacar de su corazón, aunque lo había intentado. Quizás porque se aferraba a ese resentimiento para no olvidar los únicos recuerdos vagos de lo que fue su infancia junto a su verdadera familia.

Siempre había pensado que los hospitales eran el peor lugar. En ningún lugar se escuchaban tantos llantos ni tantas oraciones ni tanto silencio como en los pasillos de los hospitales. La esperanza y el temor vagaban entre las habitaciones y, tanto la vida como la muerte, caminaban a diario por allí, jugando a decidir quién vivía y quién moría.

En sus últimos instantes de conciencia, Emilia giró su rostro sobre la camilla y, mirando hacia un costado, visualizó a duras penas, a lo lejos, la silueta de Dante, acompañado de una mujer que se acariciaba la barriga levemente prominente, que se notaba solo por el entallado vestido que acentuaba su silueta espectacular.

El pecho se le contrajo y el corazón se le detuvo por unos segundos, sintiendo como se le escapaba el aire de los pulmones. «¿Entonces es verdad?», se preguntó a sí misma, mientras pensaba en las noticias imparables que surgían cada día al respecto del cantante y la modelo más codiciada de la industria.

Sonrió para sus adentros con malestar. Si se lo pensaba mejor, hacían una increíble pareja. Pero sin lograr entender por qué, se sentía molesta. Unas incontrolables ganas de tomar al flacuchento por la camiseta y pedirle explicaciones del porqué, siendo que estaba a punto de ser padre, se veía con un aspecto tan demacrado y como si hubiera sido forzado a estar allí, la habían golpeado duro. «¿Acaso tener un hijo no era una bendición?», se interrogaba a sí misma, mientras recordaba las veces en las que había escuchado a Josie dar las gracias por el nacimiento de Nala, y volvía a sentir que su hermana realmente había sido una bendición en su familia.

Él la vio de soslayo. En cuanto sus miradas se cruzaron sintió que aquella mirada oscura y perdida le atravesaba el alma. La preocupación lo atrapó cuando ella cerró sus ojos de pronto y su brazo, cubierto de tatuajes, se deslizó cayendo al costado de la camilla, casi al mismo tiempo que los enfermeros comenzaron a correr, llevándose de allí su agotado cuerpo sin conciencia.

Sin poder creer del todo lo que veía, trató ir a dónde ella estaba, pero fue detenido por un par de manos que lo sujetaban por el brazo e intentaban hacerlo reanudar su paso, entre quejidos. Miró con molestia a la mujer a su lado y, para cuando intentó visualizar nuevamente a Emilia, ya no estaba. Deseó correr detrás de ella, pero al mismo tiempo, se recriminó a sí mismo, porque él no era nadie en su vida, como para hacer algo así.

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