Capítulo 6.
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Al día siguiente, temprano por la mañana, antes de la apertura del gimnasio, el equipo de limpieza se encontraba quitando toda la decoración excesiva que había quedado de la celebración que finalizó al anochecer.
Como era costumbre en ella, Emilia estaba llegando al estacionamiento del gimnasio para ser de las primeras en hacer acto de presencia. Ese día iba a comenzar su tortura, tenía cero dudas de ello.
Se detuvo cuando ingresó, sosteniendo la puerta de vidrio esmerilado y miró algo sorprendida al grupo de niños que estaba esperándola de pie frente al mostrador. Jamás hubiese imaginado que se los encontraría mucho antes de su llegada, eso fue algo que le sentó bien porque sentía que, a pesar de sus rostros adormilados y de aparente fastidio, eran chicos comprometidos.
Inhaló con fuerzas y poco disimulo, no se sentía para nada capacitada pero tampoco es que le habían dejado muchas opciones. Ni siquiera sus propios amigos la ayudaron, porque todos consideraban que realmente necesitaba hacer aquello.
Sintió una mezcla de sentimientos similares a la desilusión y tristeza, pero más profundos. La mezcla resultó tan dura como un buen gancho izquierdo sobre su estómago. Era algo que se instalaba en su pecho, perforando, cada vez que sus ojos se encontraban con los de ellos, que tenían esas miradas cansadas y sin esperanzas que indicaban que aún no habían encontrado un lugar donde poder decir "yo pertenezco aquí".
Por primera vez, sintió empatía por alguien más. Y, tensando la mandíbula marcada que poseía, dejó escapar el aire que estaba conteniendo y les sonrió a los niños. Una sonrisa honesta que les daba la bienvenida.
—Emilia, esta es una lista de los que se presentaron hoy... —habló una de las chicas detrás del mostrador y le tendió un portapapeles con algunas hojas donde estaban los datos de cada niño.
—Gracias —se limitó a responder, mientras ojeaba velozmente lo que había.
La mayoría de ellos no tenían el porte necesario para poder entrenar de verdad, no creía que sus condiciones físicas los acompañaran, pero se aseguraría de transformar eso también. Imaginó cientos de situaciones en su cabeza. La falta de alimentos, de una educación digna, de un lugar al que pudieran llamar hogar de verdad. Esos niños, sin dudas, eran verdaderos gladiadores.
Miró nuevamente los ojos de cada uno y notó la tristeza y la vergüenza que había en ellos. Incluso logró reconocer al pequeño grupo que el día anterior estaba alardeando sobre lo buenos que eran. Deseaba, desde lo profundo de su corazón, que alguien le diera una mejor vida a cada uno de ellos. Quizás no podía aportar financieramente, pero estaba segura de que, a través de lo que a ella le apasionaba, los haría vivir unas agradables experiencias que no podrían olvidar.
—¡Muy bien, chicos, síganme! —exclamó, comenzando a caminar hacia uno de los cuadriláteros.
Ellos la siguieron sin rechistar, mientras arrastraban sus pies como si los hubieran obligado a ir. Esa acción ensuciaba un poco la primera impresión que había tenido sobre la puntualidad, a Emilia le desagradó por completo, pero inhaló y exhaló para calmarse.
—Bueno, quizás no me conozcan, pero mi nombre es Emilia Forks y soy boxeadora profesional en la categoría Peso Pluma... —se presentó, mientras los chicos se posicionaban frente a ella formando un semicírculo—... en este mes y medio en el que nos encontraremos tres veces por semana, aprenderán los conceptos básicos del deporte y cómo practicarlo de una manera segura.
Uno de los niños elevó su mano interrumpiendo y ella lo miró fijamente esperando a que hablara. —¿Es necesario estudiar para dar unos simples golpes? —preguntó.
Los chicos comenzaron a reír y hablar entre dientes al respecto, burlándose de aquello, aunque todos pensaban lo mismo. Habían creído que simplemente los dejarían deambular por allí, golpeando algunos sacos o incluso entre ellos. Algo sencillo y con desinterés por parte del entrenador. Pensaban que quizás no los tomarían en serio, como otras veces habían hecho. Pero había algo en aquella mujer de ojos rasgados que les decía que ella marcaría la diferencia y que ellos no habían sido olvidados.
Emilia rechinó los dientes tratando de no dejar que su paciencia y tranquilidad se le escaparan. —Bueno, no son simples golpes —respondió y elevó sus cejas—. Si quieres ser el mejor, debes estudiar incluso hasta los movimientos de tus contrincantes para saber cómo contraatacar. Una mala posición de tu cuerpo o un mal golpe, puede ocasionar una grave lesión e incluso la muerte, lo mismo ocurre con el contrincante —dijo con seguridad al hablar, los niños guardaron silencio y la observaron atentos.
—¿Pero no es agotador hacerlo? —continuó preguntando el mismo niño.
—Quizás al principio es engorroso alcanzar el peso y complexión física ideal para encajar en alguna categoría, estudiar y aprender a realizar efectivamente los diferentes tipos de golpes, y muchas otras cosas... —respondió nuevamente, sus ojos comenzaban a brillar atrapando a sus pequeños discípulos que estaban sumidos en el relato de ella—... pero cuando logras tu primera victoria y obtienes el premio, sientes que estás en la cima y que nadie podrá detenerte. Te sientes poderoso y dichoso al saber que fuiste lo suficiente capaz como para acabar con tu contrincante, y cuando logras tu primer knockout —suspiró—, simplemente es increíble.
Los chicos se miraron entre sí algo entusiasmados y comenzaron a codearse entre ellos para animarse a intentar lo que Emilia les estaba comenzando a proponer, la oportunidad de probarse a sí mismos que eran capaces de hacer esta y muchas otras cosas más.
Emilia comenzó a explicarles cómo debían entrar en calor, utilizando la ayuda de algunos de sus amigos que estaban allí entrenando junto con todos los clientes habituales del gimnasio. Todos los que estaban allí presentes les dieron ánimos vitoreando y aplaudiendo a cada uno de los niños, haciéndolos sentir un poco avergonzados pero agradecidos. Su entrenadora suplente les dio algunos ejercicios simples para realizar en parejas, aprovechando que eran exactamente ocho niños y se dio la oportunidad de ojear la información que tenía sobre ellos en el portapapeles que en ningún momento había soltado.
Muchos eran chicos que estaban dentro del programa para luchar contra sus adicciones, pero uno de ellos llamó su atención particularmente, al ver que estaba en las mismas condiciones, o incluso peor, de lo que ella había estado en su niñez.
Aquel niño, que en la pequeña fotografía mostraba mirada cansina y unas grandes circunferencias moradas debajo de sus ojos, estaba dentro del programa por su adicción a las drogas que su madre también solía consumir. Por aquel mismo motivo, debido a una denuncia anónima, Servicio Social lo había alejado de ella y desde entonces no dejaba de deambular de una familia sustituta a otra, careciendo de lazos y conexiones importantes con alguien.
Trató de buscarlo entre los rostros joviales que estaban rojos y sudorosos por el esfuerzo que empleaban en sus prácticas, pero no lo visualizó. Y cuando estuvo a punto de ir a buscar a la recepcionista para pedirle que notificara a Sunshine la ausencia de uno de los niños, el entusiasmo que expresaban los chicos captó su atención y la detuvo a medio camino, sin lograr entender lo que sucedía.
—¿Ese no es Edward? —preguntó uno de los adolescentes, el mayor de todos, que tenía alrededor de diecisiete años.
Su compañero se detuvo y sonrió al mirar en aquella dirección. Un niño se acercaba apresurado, con la cabeza gacha y las manos enfundadas en puños dentro de los bolsillos de su sudadera gris con pequeños agujeros e hilos sueltos.
Emilia lo miró de arriba abajo, desde sus pies cubiertos por unas zapatillas gastadas, sus jeans anchos y rasgados en las rodillas, hasta sus pequeños ojos pardos decorados con unas largas pestañas rizadas. «¿Por qué parece haber salido de un basurero?», se preguntó a sí misma.
—¡Eddy, viniste! —exclamó otro de ellos, uno que tenía quince.
El niño asintió cabizbajo y se detuvo a cinco pasos de distancia de Emilia. La entrenadora lo miraba intrigada, esperando a que él justificara su llegada tarde, dijera alguna disculpa o, al menos se presentara, pero nada de eso sucedió.
Cuando estuvo a punto de abrir su boca, los niños se aproximaron a ella con preocupación, gritando todos al mismo tiempo cosas que no logró entender. Los detuvo con un simple movimiento de manos, mientras escuchaba de fondo la risa de uno de sus amigos e ignorándolo, pidió que uno explicara lo que ocurría.
—Creo que nadie le dijo, pero Eddy no habla —informó el primero que había logrado calmar sus ansias.
—¿Por qué? —inquirió, mientras acortaba las distancias con el niño y se inclinaba levemente para observar sus ojos. Él solo evitaba su mirada.
—No lo sabemos, nunca lo escuchamos hablar mucho —respondió otro.
—Por favor, déjelo entrenar con nosotros —suplicó uno—. Cada vez que estamos por participar en alguna actividad grupal, quitan a Eddy del grupo, no es justo.
Ella asintió, procesando aquello que le pedían y les indicó que continuaran su entrenamiento en tanto ella hablaba con Edward. Les prometió que nada cambiaría. Si a ella le habían dado nueve niños para entrenar, nueve niños entrenaría.
Todos los chicos continuaron con su entrenamiento, cuando se sintieron seguros.
Emilia suspiró mientras movía su cabeza de lado a lado tratando que el niño la mirara, pero este la evitaba constantemente. Cansada e irritada por su actitud, estiró su mano y antes de que sus dedos lograran apretar la suave tela de algodón de la capucha, él niño había tomado su mano para apartarla, tomándola por sorpresa.
—¡Demonios, niño! —exclamó entre dientes, mientras lo miraba con una sonrisa de medio lado—, esos reflejos son muy buenos.
Nuevamente intentó tocar su capucha, pero éste se movió ágilmente hacia un costado, mostrando una vaga sonrisa tímida y de diversión, realmente le estaba tomando el pelo y ella no era precisamente de las que tenían paciencia.
Tomándolo desprevenido, finalmente apartó su capucha, revelando un sedoso cabello ondulado color avellana que estaba un poco despeinado debido al brusco movimiento que había hecho. Sonrió satisfecha y le sacó la lengua, olvidando por un momento que ella era la adulta.
Con un carraspeo, enderezó su postura y cruzando sus brazos por sobre su pecho, lo miró desde lo alto, apreciando aquellos ojos pardos que estaban clavados en ella con algo de enojo. Mientras más lo observaba, más lo identificaba con un gatito abandonado en la calle, destilando recelo ante cualquiera que deseara ayudarlo. Suspiró mientras tomaba asiento en una de las bancas a un costado de ambos.
—Por ser el primer día, dejaré pasar tu llegada tarde —dijo firmemente—. Pero considera que la próxima vez no seré tan benevolente. No me interesa que no hables, solo tú sabes por qué no lo haces —ladeó su cabeza—. Aquí vienes a aprender y a entrenar duro, como si fueras un boxeador de la liga profesional, ¿me oíste? —preguntó.
El niño asintió. Emilia prefirió no perder tiempo, y comenzó a explicarle a Edward lo que el resto ya sabía. Y al ser un número impar de chicos, ella lo ayudó, personalizando las clases.
En ese momento, y confirmado por lo que sucedió la siguiente semana, que transcurrió con completa calma, Emilia supo que, sin dudas, Edward Higgins lograría convertirse en un gran boxeador si se lo proponía.
Sí, quizás era el niño más delgado y pequeño del grupo, ya que tan solo tenía once años, también tenía un carácter de porquería como el de ella, pero era tan ágil y preciso con sus movimientos que solo le faltaba entrenar un poco más su físico para poder aumentar su fuerza.
Edward no se daba por vencido tan fácilmente como los otros niños, la sacaba de sus casillas constantemente, pero ella había aprendido a ser comprensiva, porque recordaba que en su niñez ella era igual.
Cuando los días pasaban y las clases terminaban, esperaba con ansias la siguiente para poder verlo. En la soledad de su departamento se comía la cabeza modificando rutinas de calentamiento y técnicas de peleas para enseñárselas a Edward. Tal era su obsesión, que Emilia decidió trabajar más a fondo con él, citándolo para hablarle de su talento nato para aquel deporte. El niño se había entusiasmado y había logrado formular unas cuantas palabras, pero se había enojado al escuchar las últimas palabras que salían de la boca de la entrenadora, cuando le dijo que debían hablar con sus padres.
—No hay nadie más con quien hablar. Estoy solo —gritó.
—¿De qué hablas? —preguntó enojada también—. No puedes abrirte paso en este mundo sin la autorización de algún responsable que esté a tu cargo. Edward, eres menor de edad, alguien debe responder por ti.
—No tengo padres —mencionó a duras penas, sin mirarla y ella supo casi de inmediato que estaba mintiendo. Estiró su brazo, y con sus finos dedos tiró de su pequeña oreja—. ¡Auch! —gritó adolorido.
—Mocoso, no me mientas —dijo y lo señaló, enojada—. Esta tarde iremos a resolver este inconveniente, te guste o no, Ed —le informó—. No dejaré que un talento como el tuyo se esfume en la nada misma.
Lo que ella no sabía era que a Edward le avergonzaba lo que podría llegar a descubrir de él, porque estaba más que seguro de que nadie le había dicho del todo cómo eran las cosas.
Cuando estuvieron dentro del imponente edificio que el Servicio Juvenil Sunshine había construido con el pasar de los años, gracias a muchas contribuciones generosas de la sociedad, Edward se quedó sentado en una banca afuera de la oficina de la directora de la institución, mientras Emilia tomaba asiento y aclaraba su garganta para comenzar la conversación.
Entonces Emilia descubrió que el niño, efectivamente, no contaba con padres que velaran por él. Solía ser problemático y se escapaba con frecuencia de los hogares a los que lo asignaban de tanto en tanto, siendo la mayor frustración de la directora al no saber cómo ayudarlo, porque el niño agotaba todos sus recursos.
También supo que su padre biológico los había abandonado a él y a su madre, que ella era una mujer tan delgada que sus huesos se marcaban a la perfección debido a la cantidad elevada de sustancias que consumía. La madre de Edward se había hundido en una depresión fatal que cada vez absorbía más de su vitalidad, y aparentaba muchos más años de los que realmente tenía. Por lo que podía apreciar en las fotografías, su cabello estaba opaco, encrespado, grasiento. Su piel, escamosa debido a la resequedad, y sus pupilas permanecían dilatadas la mayoría del tiempo. Durante algunos años había intentado recomponerse con la ayuda de profesionales, pero siempre recaía, lanzando por la borda, una y otra vez, todo el esfuerzo que había logrado hacer para mantenerse libre de sustancias al menos tres meses.
A Emilia le comentaron que Edward, a corta edad, también había comenzado a desarrollar una especie de adicción con la ketamina, una especie de alucinógeno disociativo que en dosis bajas ocasiona una sensación de borrachera y desequilibrio. El consumo de la misma había dejado algunos efectos secundarios en el niño, como leves temblores cada cierto tiempo, ansiedad e insensibilidad al dolor. Este era el principal motivo por el cual la mayoría de los padres temporales que le habían asignado, terminaban por rendirse con el niño, pues nadie quería desperdiciar tiempo y dinero en tratamientos para poder ayudarlo a superar aquello.
Ella sintió como su corazón se encogía. Y en cuanto terminó su pequeña reunión, después de haber intercambiado algunas cuantas palabras más con la directora, salió de allí.
Lo primero que visualizó fue la silueta del niño cabizbajo, que balanceaba sus pies en el aire y apretaba sus manos por sobre sus piernas, jugando nerviosamente con sus dedos, lamentándose en susurros que se escapaban de sus pequeños labios. Emilia se acercó a él y acarició su cabello tratando de darle confort, sintiendo compasión por él.
—Ella te dijo todo, ¿verdad? —balbuceó.
Emilia suspiró. —¿Por qué pones esa cara, mocoso? —le preguntó con una leve sonrisa—. Vámonos a casa.
—¿Qué? —la miró entre confundido y sorprendido.
—Ya me oíste, Edward, ya vámonos —. Comenzó a caminar alejándose por el ancho pasillo, mientras agitaba un sobre con papeles en el aire—. Son órdenes de tu madre temporal.
El niño comenzó a lloriquear sin poder evitarlo y rápidamente corrió hacia ella. La abrazó por la cintura, colocando la cabeza en su vientre mientras la estrechaba tan fuerte como sus delgados brazos se lo permitían.
Ella acarició su cabeza suspirando, pensando en que quizás había actuado por puro impulso, justificando su acción al decir que lo hacía por el talento del niño cuando, en realidad, le había tomado cariño de una pronta manera al convivir con él en el gimnasio. Innegablemente, ambos habían creado un lazo, y eso no lo iba a poder romper nadie.
Ambos se subieron nuevamente al coche de ella, para dirigirse al centro comercial para comprar todo lo que Edward podría necesitar. Pasaron horas y horas de una tienda a otra, cargando bolsas de todo tipo de tamaños y colores de varias marcas reconocidas con prendas y otras cosas para el niño. Si sus padres o sus amigos supieran lo que acababa de hacer, se volverían locos.
Después, trazó el rumbo en dirección a su hogar frente a la costa, al que se había mudado hace no mucho tiempo y recordó la tortura con forma de cajas sin desempacar que aún seguía esperándola en medio de la sala y en su habitación. Pensó que era más fácil contratar a alguien para que se hiciera cargo de ello, porque entre tanto entrenamiento, lo único que quería hacer al llegar a casa, era dormir.
Una vez dentro, Edward miró intrigado la variedad de cajas que había por todas partes y luego miró a la joven mujer a su lado, que rascaba su cabeza y bufaba reprimiendo un berrinche de fastidio.
—¡Agh, siempre olvido esta mierda! —exclamó mientras dejaba algunas bolsas a un costado y luego se detuvo en seco para voltear en dirección al niño—. No se te ocurra repetir lo que dije. No digas malas palabras, mucho menos insultos, ignórame cuando lo haga, ¿de acuerdo? —pidió.
El niño rio levemente y asintió.
Ella le indicó que podía recorrer la casa a su antojo y elegir cualquiera de las habitaciones, y que en cuanto tuvieran tiempo, pediría que la decoración fuera hecha al antojo del niño. Más que encantado, Edward se alejó rápidamente con entusiasmo y ella aprovechó para hacer una llamada.
—Hola, Marianne... —saludó con calma, a sabiendas que la mujer del otro lado no tardaría en reconocer su voz.
—¡Emi, cariño, que sorpresa! —chilló como una niña—. Brandon me dijo que llamarías pronto pero no quise creerle.
Emilia caminó hasta la cocina y tomó una botella de agua mineral mientras la escuchaba parlotear como un loro. —¿Qué come que adivina? —se burló del hermano de Marianne—. Quería saber si estaban libres para venir a casa, ya sabes. Quiero algunos cambios.
—Ya era hora, comenzaba a creer que habías conseguido otra estilista y que te habías olvidado de la loca idea de llenarte la piel de tinta —comentó—. Le diré a Brandon que pase por mí e iremos cuanto antes.
Dicho aquello, ambas se despidieron y finalizaron la llamada, prometiendo verse en unos momentos.
Edward, quien ya se había apoderado de una de las habitaciones, regresó junto a la mujer que ahora era su nueva familia.
Mientras más la miraba, más detalles preciosos le encontraba, y más miedo sentía de que aquello solo fuera producto de las estúpidas alucinaciones que sufría, y que, en realidad, nada de eso había ocurrido, sino que, en verdad, él se encontraba tirado en alguna calle, tratando de huir del propio infierno que era vivir con su madre.
No hablaba mucho, no porque no supiera, sino porque era tímido y reservado, quizás demasiado, y de cierta forma, temía expresarse y ser rechazado. Pero con Emilia era diferente, él sentía que ella podía ser la primera persona adulta con la que pudiera abrir su corazón. Nunca lo había juzgado ni apartado. Incluso luego de saber cómo era su vida antes de que el Servicio Juvenil Sunshine se hiciera cargo de él, ella había decidido darle una oportunidad de probar que él era diferente y lo había acogido en su casa sin pensarlo dos veces.
Ella era genial ante sus ojos.
Mientras estaban comiendo pizza y manteniendo una conversación para conocerse más el uno al otro, el timbre sonó e inmediatamente unas voces se oyeron hasta que dos siluetas se hicieron visibles en la cocina.
«Maldición, otra vez dejé la puerta abierta», dijo para sí misma la dueña del lugar.
Marianne sonrió ampliamente mientras se acercaba al niño y estrujaba sus mejillas besando su rostro ante la ternura natural de los ojos de borreguito que el niño poseía.
—Pero, ¿quién es esta preciosura? —preguntó ella, ocasionando cosquillas en el niño.
—Es mi hijo —respondió Emilia, sin titubear—. Su nombre es Edward —mordisqueó un trozo de pizza y miró la expresión petrificada de los hermanos, y cómo estos intercambiaban una serie de miradas como esperando a que alguien les explicara lo que estaba sucediendo.
Edward la miró con mayor admiración, sintiendo como su pecho se hinchaba de alegría al escucharla decir aquello.
El resto de la tarde, después de que Emilia arreglara su cabello y aprovechando que ahora era el turno del niño, ya que Marianne y él parecían llevarse muy bien desde el inicio, Brandon había comenzado a trazar líneas finas de color negro sobre la piel de ella.
—¿No crees que es una locura lo que hiciste? —le preguntó él. Ella suspiró, apartando la mirada de la pantalla de su celular—. Quiero decir, no te estoy juzgando, pero, ¿realmente lo pensaste bien? Un niño no es lo mismo que tener un perro. Requiere de tiempo y quién sabe cuántas mierdas más. Digo, no soy padre como para saberlo con exactitud, pero creo que me entiendes —habló apresuradamente.
Emilia rio. —¿Por qué siento que el que está nervioso eres tú? —lo molestó, y luego miró atentamente cómo el tatuador de su preferencia hacía su trabajo con paciencia y profesionalismo—. Quizás metí la pata, sabes que soy impulsiva —dijo. Escuchó las risas de Marianne y Edward al otro lado de la habitación y sonrió—. Pero vi la oportunidad de ayudarlo y no me lo pensé dos veces. Iré un paso a la vez, antes ni siquiera pensaba en que podría darles clases porque no tolero a los niños, pero con él fue diferente. Casi de inmediato entablamos una conexión y no podía simplemente ignorarlo, si vieras lo bueno que es sobre el cuadrilátero, estoy segura de que hubieras hecho lo mismo que yo.
Brandon se encogió de hombros y decidió dejar de hablar para concentrarse en su trabajo, después de todo, él no era nadie para decirle lo que ella debía o no hacer con su vida.
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