
Capítulo 38.
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La muerte de Emilia ocurrió exactamente cuando el sol se anunciaba en el horizonte, y los primeros rayos, que se filtraban a través del cristal, la alcanzaron como si fueran los responsables de llevarse su alma.
A partir de ese momento, el día fue un caos.
Josie empujaba y golpeaba a los doctores y enfermeros cuando estos intentaban alejarla del cuerpo sin vida de Emilia. No había nada que se pudiera hacer, ellos lo sabían, pero para su madre era difícil entenderlo, pues, al ser padre, uno se prepara mentalmente para ser quien deba abandonar primero a sus hijos, y no que la situación sea al revés. Malcolm la sostenía con firmeza, mientras un enfermero le aplicaba un sedante a su esposa.
Nala era consolada por Joss, quien, extrañamente, no hacía más que llorar en silencio sin emitir sonido alguno. Sus ojos apagados, su mirada vacía, su semblante devastado, le helaban la sangre a cualquiera.
Los hermanos Collins lloraban en la sala de espera, junto a los demás familiares y amigos, consolándose entre sí. El oficial que acompañaba a Paul, se retiró, tomando distancia para darles más privacidad.
Fue un momento duro para todos, tanto que, en aquel frío y blanco pasillo de hospital, solo se escuchaban sollozos angustiantes, y, quienes pasaban cerca, se llevaban la mano al pecho al notar la desdicha de aquella familia.
Unos días más tarde, cuando llegó el momento de despedirla en el funeral, el cielo estaba nublado, como si el universo mismo estuviera de luto. Una brisa fría recorría el cementerio, las hojas secas crujían bajo los pies de los asistentes. La familia y amigos de Emilia se reunieron alrededor de su ataúd, que estaba cubierto con rosas blancas y una foto de ella en su mejor momento: sonriendo, con los guantes de boxeo colgados sobre sus hombros, irradiando la fuerza que la caracterizaba.
Josie y Malcolm estaban al frente, con Nala aferrada a su madre, sollozando en silencio. Joss se mantenía erguido junto a ellos, pero sus ojos rojos delataban su dolor.
Cuando el sacerdote comenzó a hablar, sus palabras, para muchos, se perdían entre el sonido del viento y el peso del dolor. Todos sabían que Emilia era más que simples palabras de despedida; ella era fuego, era lucha, era amor.
Llegó el momento de los discursos, y Josie fue la primera en acercarse. Su voz temblaba, pero su mirada se mantenía firme.
—Mi hija… —hizo una pausa, tragando el nudo en su garganta. —Mi hija fue la persona más fuerte que he conocido. Desde niña desafió al mundo con su carácter, con su valentía… y con su inmenso corazón. No hay palabras para describir el vacío que deja, pero sé que, en cada uno de nosotros, dejó algo de su luz.
Nala sollozó más fuerte y Josie la abrazó, conteniendo sus propias lágrimas.
Joss fue el siguiente. Caminó lentamente hacia el ataúd y apoyó una mano sobre la madera, mirando la foto de Emilia, imaginando que aún podía recibir aquella sonrisa en cualquier momento.
—Siempre supe que Emilia era especial. No solo porque era mi mejor amiga, sino porque tenía una manera única de cambiarte la vida. Si te amaba, te lo hacía sentir en cada palabra, en cada gesto… y si te desafiaba, lo hacía porque sabía que podías ser mejor —dijo, y sonrió con tristeza—. Hermana del alma… te voy a extrañar cada día.
Los sollozos se intensificaron entre los asistentes. Algunos boxeadores del gimnasio donde Emilia entrenaba, bajaron la cabeza en señal de respeto, recordando a la luchadora que los inspiró a seguir adelante.
Finalmente, fue mi momento de hablar.
Durante todos esos días había conservado mis palabras. No tenía ánimos para hablar, ni para ver a nadie, y mi familia lo entendió, acompañándome en el proceso, ayudándome a esquivar a los paparazzi que intentaban hacer de mi vida un show televisivo para subir puestos en el ranking.
Iba vestido de negro, llevaba puestos unos lentes de sol para camuflar, inútilmente, cómo se veía mi rostro por no haber dormido en días. Por poco mi madre debía vestirme, como cuando era niño, ya que mi mente estaba en blanco y no lograba coordinar mis movimientos. La muerte de Ems, además de causarme un dolor insoportable, me había ocasionado un revuelo de emociones, porque, aquel día en el que ella nos dejó, me devolvió todos y cada uno de mis recuerdos que creía perdidos, a tal punto que tuve que sostenerme de la pared para procesar las imágenes, sonidos, aromas, palabras, miradas, risas, sentimientos, momentos… que se reproducían en mi mente, uno tras otro, sin parar.
Me moví hacía un lado del ataúd, avanzando con pasos inseguros, mientras mantenía mi mirada clavada de la madera, incapaz de aceptar esta realidad. Respiré hondo y desdoblé la hoja que traía entre las manos. La hoja estaba arrugada, pero era la original donde un día escribí la canción que compuse para ella, la misma que pude cantarle en sus últimas horas. La misma que sería suya eternamente.
—No sé cómo hacer esto… —susurré, con la voz quebrada. —No sé cómo despedirme de ti, Emilia. No quiero hacerlo. Pero sé que no me lo perdonarías si no te doy el honor que mereces.
Me aclaré la garganta, tratando de controlar la emoción, y comencé a cantar. Mi voz temblaba al inicio, pero, poco a poco, me llené de la misma pasión con la que otras veces le había cantado.
Las lágrimas corrieron libres en los rostros de todos los presentes, y no me detuve ni por un momento. Mi madre, mis hermanos y hasta Grayson estaban allí, para acompañarme en aquel momento y porque también la apreciaban. Ellos también lloraban a mares. Mi voz sonaba desgarradoramente triste, mis propias lágrimas me impedían ver más allá de la punta de mi nariz y, mientras una de mis manos se apoyaba en la madera junto con el papel, la otra tomaba en puñados mi camisa a la altura de mi corazón, que latía dolorosamente fuerte. Cada latido era equivalente a una puñalada. Cada vez que respiraba hondo para llenar mis pulmones de aire, me ardían como si hubiera feroces llamas dentro de ellos. Y, mientras la canción llegaba a su fin, me incliné y dejé la hoja sobre el ataúd.
—Te amo, Emilia. Y te prometo que nunca más te olvidaré —murmuré al viento, esperando que ella, donde quiera que estuviera, me escuchara. El silencio que siguió fue roto solo por los sollozos ahogados de todos los presentes.
Uno a uno, los asistentes se acercaron para dejar flores sobre el ataúd, hasta que finalmente comenzó el descenso.
Josie abrazó a Nala con más fuerza, Malcolm cerró los ojos conteniendo las lágrimas, Joss cargó a Edward en brazos y miró al cielo con el corazón roto, mientras los labios le temblaban… y yo, con los puños cerrados, me quedé en mi lugar, sintiendo que, con Emilia, una parte de mí también se iba, para ya nunca regresar.
El mundo nunca volvería a ser el mismo sin ella.
Estaba molesto con la muerte por arrebatármela, dejándome esta sensación angustiante donde sentía que el único culpable era yo. ¿Por qué no pude recordarla a tiempo? ¿Qué clase de mal había cometido como para recibir este golpe tan duro? Hasta ese momento no creía en vidas pasadas, sin embargo, comencé a pensar que quizás había vivido antes, y había sido el hijo de perra más grande de todo el mundo, como para sufrir de esta manera, en esta vida. ¿Qué pecado mortal estaría pagando?
Los que habían asistido comenzaban a marcharse lentamente. Quedamos solo los más íntimos.
Joss fue uno de los que se me acercó, después de dejar a Nala en la parte trasera del coche. Su semblante no mostraba emoción alguna, y un profundo vacío se había instalado en sus ojos. Me miraba fijamente y sentía que podía atravesar los cristales oscuros de mis gafas de sol.
—No te tortures, ella ya no sufre —me dijo. Su voz sonaba ronca, estaba seguro de que él, en la soledad de su habitación había llorado y gritado tanto como yo—. Anímate, te quedaste con lo más importante.
—Según tú, ¿con qué? —pregunté con desgana. ¿Cómo podía decirme algo así?
Joss soltó un suspiro y palmeó mi hombro.
—Ella te amó, su corazón fue tuyo hasta su último latido —respondió seriamente y sin titubear. Su seguridad era arrolladora para mí—. Pensaba en ti en todo momento e hizo todo lo posible para ayudarte y estar presente para ti cuando lo necesitaste. Su corazón estaba y está en tus manos, Dante.
Se alejó de mí y, cuando estuvo a la distancia, se detuvo.
—Las mujeres no te entregan su corazón solo porque sí —me dijo, dándome la espalda. Y con esas palabras, se alejó, de la mano de Edward, dejándome pensativo y admitiendo que había razón en lo que me decía.
Mi mirada se concentró en el niño por un momento, él ni siquiera volteaba a verme, o, mejor dicho, no miraba a nadie. Permanecía con su cabeza agachada, simplemente aferrándose a la mano de Joss como si este fuera su salvavidas en medio del océano. Había sido realmente desgarrador cuando todos presenciamos ese momento en el hospital en el que Edward se deslizó entre el personal médico y llegó hasta el cuerpo de Emilia, llorando y pataleando, negándose a soltar a su madre… Parpadeé, regresando al presente.
Mis hermanos se ofrecieron a acompañarme a mi nuevo departamento, mi madre me propuso quedarme unos días más junto a ella en su casa… Pero, todo lo que deseaba, era estar solo y poder meditar sobre lo que estaba ocurriendo en mi vida y cómo lo afrontaría. Les agradecí, y me despedí de ellos.
Salí del cementerio, sin ánimos de regresar. Y sin mirar atrás.
Ignoré a algunos fotógrafos que se habían enterado de la noticia y me subí al auto con el que había asistido a la ceremonia. Manejar se había convertido en una actividad de nuevo aprendizaje para mí. El accidente me había dejado secuelas de desconfianza, en las que aún estaba trabajando.
En el camino sin rumbo que había trazado, me ponía a pensar en todo lo que había ocurrido desde el inicio, desde aquella primera vez que vi a Emilia, hasta la última. El tiempo nos había jugado sucio a ambos. A mí, por enamorarme tan pronto de aquella mujer, sufrir el accidente y olvidarla por completo. Y a ella… por restarle vida, dejando su contador en cero.
Al llegar al departamento, introduje la llave y abrí la puerta, pero me tomé un momento para inhalar y exhalar antes de dar un paso adentro. Otra vez, la soledad de mi nuevo hogar, si es que le podía llamar así al limitado espacio que había decidido adquirir, me recibía con un silencio ensordecedor que me revolvía las entrañas. Mientras ladeaba la cabeza, quitándome las gafas, dejándolas a un lado y encendiendo la televisión para que llenase el vacío, me pregunté cómo se vería o sentiría el lugar con la presencia de Emilia.
Mientras el canal de noticias se reproducía en pantalla, comencé a desvestirme para ponerme algo más cómodo. Seguía reflexionando, porque… ¿Qué se supone que se hace después de una pérdida? Todos dicen que debemos seguir adelante, pero nadie nos explica los pasos a seguir.
Me detuve de inmediato, al escuchar que mencionaban a Emilia.
Regresé a la sala y dejé mi saco y mi corbata sobre el respaldo del sofá. Lo que mostraba la pantalla me absorbió. Todo indicaba que era una especie de conferencia de prensa deportiva, donde Yamileth Peerson, la única contrincante que pudo ganarle a Emilia, se encontraba hablando. Tomé el control y elevé el volumen, para poder escuchar mejor, mientras me concentraba mirando las fotografías que aparecían a un costado de la pantalla en una de las esquinas superiores.
Yamileth escuchó atentamente la pregunta que le hicieron y comenzó a responder, luego de un pequeño suspiro.
—Emilia fue una gran contrincante. Se podría decir que fue la mejor que tuve —sonrió con nostalgia. —Arriba parecíamos enemigas, pero, debajo del ring, manteníamos una buena amistad.
—¿Sabías sobre el fraude que cometió junto a su entrenador? —preguntó un entrevistador, Yamileth sacudió su cabeza.
—De haberlo sabido, me habría negado a dar esa pelea —respondió—. Pero también comprendo por qué lo hizo. Su entrenador estaba al tanto de su condición médica y, a pesar de que rechazó la idea de dejarla combatir, Emilia lo convenció para poder pelear.
—¿Por qué dices que la comprendes? ¿Acaso no es algo poco profesional tomar esa decisión tan imprudente? Puso en riesgo su propia vida.
Me removí en mi lugar, pensando en que el entrevistador estaba en lo cierto. Luego, miré nuevamente la esquina superior de la pantalla, observando cómo se reproducía el video de la pelea y cómo Emilia caía inconsciente sobre la lona.
—Emilia era una mujer increíble, con un talento excepcional que desarrolló a medida que crecía. Nuestra pelea fue la más esperada por todos los fanáticos del deporte, la presión estaba sobre nosotras —respondió—. Te haré una pregunta. Si boxear fuera el centro de tu vida, y eres consciente de que no te queda mucha de ella, ¿no harías todo lo posible para pelear una vez más, con tu último aliento? Quiero recordarles que hemos decidido conservar el cinturón en honor y memoria de Emilia.
La rueda de prensa continuó, anunciando algunas próximas fechas en el futuro boxístico de Yamileth. Al observarla, consideré que Emilia, quién se había convertido en una leyenda para todo aquel mundo deportivo, seguramente hubiera estado contenta, de haber podido escucharla. Sonreí con tristeza y apagué la televisión.
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