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Capítulo 37.

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El tiempo implacable había seguido su curso. Una semana había pasado desde la última crisis de Emilia, y su cuerpo cedía inexorablemente ante la enfermedad.

Joss se encontraba en el gimnasio, junto a los mellizos. Los tres habían decidido hacer un homenaje a su amiga tomando sus guantes negros con los que tantos contrincantes había enviado a la lona, los colocaron dentro de una vitrina que tenía una pequeña placa de oro donde podía leerse una breve descripción sobre ella, su nombre y apodo, y la cantidad de victorias que había alcanzado.

Los tres recorrieron con la mirada aquella sala, que exhibía diferentes trofeos y cinturones obtenidos por cada boxeador y boxeadora que se hubiera formado en aquel lugar. Ellos sintieron que lo que hacían era una bonita manera de despedirla del deporte y conservar el recuerdo de ella en el lugar donde tantas horas solía pasar.

Para Joss, la última semana había transcurrido tan rápido como un simple parpadeo y sentía que no estaba listo para dejarla ir. No quería perderla. Pensaba que, si Emilia tan solo le hubiera contado sobre su condición desde el inicio, seguramente la hubiese convencido de realizarse los tratamientos adecuados. Lo único que podía hacer ahora, era sentarse a esperar y ver cómo, poco a poco, la luz que ella poseía se iba apagando.

No era el único afectado, pero sí le dolía mucho más, porque sentía que su otra mitad se desvanecía entre sus dedos como arena.

Se arrepintió de haberle roto el corazón cuando ella tenía sentimientos por él, quizás estarían juntos, quizás en ese preciso momento estarían en otro lugar, compartiendo risas. Pero era tarde para lamentaciones y para intentar cambiarlo todo. Emilia ya había hecho su elección, y él sabía que Dante tenía su corazón por completo. Y a él, verla débil le partía el alma. Recordó las noches en las que se había quedado a cuidarla. Ella se despertaba sudando y gritando, tenía pesadillas que le pintaban el rostro con miedo. Cada vez que tenía la oportunidad de observar aquellos orbes color grafito, notaba que la profundidad se hacía mayor, y que el brillo animado que una vez estuvo allí, dejaba de existir. Pálida, con su cabello opaco, manchas rojizas y moradas en su piel, circunferencias oscuras en sus ojos, que cerraba, dominada por el dolor y el cansancio, y se dormía profundamente.

Joss pasaba largas horas en vela. La dopamina se disparaba en su cerebro para mantenerlo alerta y la falta de sueño le impedía concentrarse, no dormía ni comía bien, y eso comenzaba a preocupar a sus amigos.

—¿Qué tal si pido algo para comer? —preguntó Nathan.

Joss sacudió la cabeza con desinterés.

—Pidan para ustedes.

—Joss, tienes que comer. Ya tenemos suficiente con preocuparnos por Emilia, no queremos hacerlo contigo también —lo reprendió Tom.

Se sintió un poco egoísta al pensar solamente en sus sentimientos, olvidando por completo que sus amigos también estaban pasándola muy mal. Aun así, volvió a quitar los guantes de la vitrina y caminó hacia uno de los asientos del desolado gimnasio. Abrazó los guantes contra su pecho, observando todo a su alrededor, viendo la silueta de ella en cada rincón donde la recordaba entrenando.

—Amigo… Sé que te duele, a todos nos duele lo que está sucediendo —dijo Balthazar —. Pero, debes comer algo. ¿Acaso quieres que el último recuerdo de ella sea el verte así?

Joss negó, sin poder evitar que sus ojos se llenaran de lágrimas tras escuchar cómo su amigo mencionaba «el último recuerdo».

—Vamos, Joss —mencionó Nathan apoyando su mano en el hombro y dándole un leve apretón—. La pulga nos necesita bien.

Una brecha de silencio de varios minutos, los inundó a los cuatro. El primero en romperlo, fue Tom, al soltar un largo suspiro.

—Siendo honesto, no quiero verla. Piensen que soy un maldito si quieren, pero la situación me mata por dentro y no puedo verla en ese estado.

De pronto, se escuchó un sollozo. Joss elevó su vista de los guantes que tenía entre sus manos y se topó con la imagen de Balthazar, quien lloraba como un niño, escondiendo su rostro entre sus manos, mientras permanecía apoyado contra la pared.

Joss llevó una de sus manos a su rostro y sintió sus dedos húmedos. Él también estaba llorando, pero lo hacía en silencio y con rencor hacia sí mismo, pues se había comportado como un idiota.

Ninguno dijo palabra alguna. Las manos de Joss temblaban sin control, su pulso perfecto se había ido al carajo en aquel momento. Suspiró, limpiándose el rostro a pesar de que las lágrimas seguían cayendo.

Un pequeño carraspeo se oyó por el pasillo y la silueta de Cheryl se hizo presente. Tenía una expresión preocupada en su rostro y barrió con la mirada a todos los que estaban allí, hasta que se enfocó en su pareja.

—Chicos… —murmuró, acercándose a Balthazar—. Acaba de llamar Malcolm, es hora.

Aquellas palabras fueron como un fuerte puñal directo en el corazón de Joss, quien se levantó de repente de su lugar, dejando caer los guantes a sus pies. Con algo de torpeza, se tambaleó, y luego corrió en dirección a la puerta. Sus amigos no tardaron en seguirlo y lo detuvieron cuando estaba a punto de comenzar a correr en dirección al hospital. Todos se subieron al auto y emprendieron camino.

El silencio sepulcral provocaba que el ambiente fuese tenso dentro del vehículo. Tom fue quien habló, con los brazos cruzados sobre su pecho, mientras miraba por la ventana.

—Es ahora cuando debemos ser más fuertes que nunca.

Joss hizo una mueca. Sentía ganas de vomitar.
—No me siento preparado… aún no —dijo, y miró a cada uno de sus amigos.

—Ninguno lo está Joss —acotó Nathan—. Ni lo estaremos, nadie está preparado para perder a un ser querido.

Y el silencio volvió a instalarse entre ellos, durante todo el trayecto del gimnasio hasta el hospital.

A pesar de que Emilia no estaba consciente al cien por ciento, podía oír que sus seres queridos le hablaban, y también podía sentir cada vez que tomaban su mano o acariciaban su cabello. Con la poca lucidez que le quedaba, se preguntó si de aquella manera se sentían las personas que permanecían en coma, aunque la diferencia era que ella no podía moverse a falta de fuerza y energía.

El doctor fue claro cuando pidió que no ingresaran más de dos personas a la vez. Y los chicos decidieron obedecer.

Todos miraron sorprendidos al hombre que se acercaba acompañado de un oficial de policía. Tom fue el primero que se acercó rápidamente para darle un fuerte abrazo y a llorar junto a él, y los demás, uno a uno, hicieron lo mismo.

—Paul —dijo Malcolm, con la mirada seria, pero con los ojos rojos, intentando retener las lágrimas. A su hija le quedaba tan poco tiempo… Y su amigo se acercó a él.

—Espero no te moleste verme aquí, pero Thomas hizo todo lo posible para poder sacarme de la prisión por un día.

Malcolm asintió, y Josie, quien estaba a un par de pasos, se aproximó rápidamente a él. Paul no pudo evitar encogerse, esperando recibir otro golpe de parte de ella, pero su sorpresa fue mayúscula cuando ella lo rodeó con sus brazos y lloró abrazada a él.

—Mi niña…

Paul sintió un nudo en su garganta y acarició el cabello de Josie, quien era como la hermana que nunca había tenido. La consoló mientras besaba su cabeza, esperando a que la enfermera les confirmara que ya estaba todo listo para que pudiesen ingresar en la habitación.

—Ve tú primero.

Paul negó, pero ante la insistencia de Josie, supo que ella aún no estaba lista, así que asumió que le daría tiempo a poder prepararse mentalmente para lo que tenía que afrontar.

El hospital estaba en silencio, salvo por el constante pitido del monitor cardíaco. La habitación se había llenado de flores, cartas y fotos de momentos felices, dejadas por amigos y familiares que se turnaban para visitarla.

Paul miró todo a su alrededor, evitando mirar en dirección a ella, pero, finalmente, cuando sus piernas chocaron el borde de la camilla, se detuvo, soltó un suspiro y bajó la mirada hacia la izquierda, encontrándose con la figura de Emilia.

Extendió su brazo y tomó su mano, mientras acariciaba sus nudillos con su pulgar.

—Hola, pequeña pulga… —dijo, con un frágil susurro de su voz entrecortada. No obtuvo respuesta, por lo que se limpió las lágrimas que habían comenzado a descender por sus mejillas y aclaró su garganta—. Aún recuerdo cuando nos vimos por primera vez —mencionó, y sonrió con nostalgia. —Recuerdo haberte dicho que eras demasiado pequeña y escuálida para ser una de las más grandes… Te felicito, Emilia. Eres la mujer más habilidosa que jamás conocí ni vi en mis años ejerciendo como entrenador. Dominabas el cuadrilátero de una manera impresionante…

El carraspeo del oficial parado a un lado de la puerta lo distrajo. Soltó otro suspiro, sintiéndose frustrado por no poder disfrutar de unos minutos más de verla, pero sabía que debía cumplir estrictamente con las reglas que le habían permitido ir a visitar a Emilia.

Con lágrimas corriendo por sus mejillas, en las que una barba de varios días se hacía presente, se inclinó lentamente hacia ella y besó su frente. Se despidió de ella con un susurro y se alejó, dándole paso a los hermanos Collins.

—Solo queremos decirte que ha sido un placer conocerte y forjar una amistad con alguien como tú —dijo Balthazar, mientras le tomaba una de sus manos y acariciaba sus nudillos. Ella tenía las manos un poco frías.

—Y agradecerte, porque, de una forma u otra, lograste unirnos como hermanos —mencionó Nathan—. Va a ser dura la vuelta, pero entendemos que así debe ser. Este lugar te ha quedado chico, e irás a donde perteneces.

Ambos intercambiaron una mirada con lágrimas en el borde de sus ojos. Asintieron, se inclinaron hacia ella, besando su cabeza y apoyaron sus frentes entre ellos. Sus pies se arrastraron mientras salían envueltos en un abrazo, dándose ánimos para no romper a llorar como niños, pues sabían que ella aún estaba consciente.

Al salir, Joss ya se encontraba de pie frente a la puerta. No se dijeron nada, no se miraron. Joss contuvo el aire por unos segundos y luego se impulsó hacia adelante, comenzando a adentrarse en la habitación. La noche estrellada se podía apreciar desde la ventana de la habitación, y el frío se colaba a través del cristal.

Sintió que sus piernas temblaban cuando llegó a su lado. Le tomó la mano y besó el dorso de la misma, comenzando a llorar como un niño desamparado, se movió levemente para llegar hasta su cabeza, donde apoyó sus cálidos y suaves labios sobre su piel, en la frente, empapando su rostro pálido con lágrimas.

—Jamás encontraré a alguien como tú. Con esa sonrisa radiante, con ese humor retorcido, una mujer que puede ser brava y amorosa al mismo tiempo —comenzó a decirle, sonriendo—. Nadie reemplazará todos nuestros momentos. Te llevaré siempre conmigo, en el corazón. Y tengo miedo —susurró, y se sentó a su lado. Sin soltarle la mano, se inclinó, buscando refugio entre sus propios brazos—, solo deseo estar dormido y que, al despertar, estés ahí, gritándome por dormir con zapatillas sobre tu cama. Te amaré siempre, lo sabes de sobra —finalizó, acariciando su rostro.

Él no se había dado cuenta, pero ella había logrado marcar apenas un semblante preocupado en su rostro, debido a que sabía que su partida dejaría devastados a todos sus seres queridos.

Un delicado golpe en la puerta, lo hizo sobresaltar un poco. Mirando a sus espaldas, visualizó a Malcolm y Josie, ingresando de la mano junto a Nala, que no podía levantar la vista del piso.

—Te puedes quedar, cariño —mencionó Josie, al notar que él se apartaba.

Ambos padres concentraron su mirada en los aparatos que estaban conectados a Emilia y escucharon los débiles latidos de su corazón que eran marcados con un sutil pitido.

—Cariño, soy papá… —murmuró Malcolm, mientras tomaba entre sus manos la fría mano de Emilia—. No me hizo falta mucho para comprender que necesitabas hacer esto a tu manera, como lo has hecho toda tu vida —expresó, y se limpió las lágrimas que comenzaban a caer libres por su rostro—. Recuerdo cuando me viste pelear por primera vez. Ese día estabas tan entusiasmada y por varios días me persuadiste para que te dejara entrenar conmigo. Te conseguí tus primeros guantes… y te encantaban tanto, que no querías sacártelos ni cuando te bañabas. Eres mi más grande orgullo, hija.

—Te amo hija, cuando tú creas que es el momento, simplemente, descansa en paz —dijo Josie, que era un mar de lágrimas.

Depositó un beso sobre el dorso de la mano de su hija y luego, Malcolm y ella le besaron la cabeza. Nala le susurró sus palabras al oído y lloró en silencio, mientras se movía y se paraba a un lado de Joss, sintiendo cómo él la envolvía con sus brazos.

Emilia, respirando con dificultad, reaccionó, y pudo estar lúcida para recorrer el rostro de todos los presentes. Dante se asomó por la puerta y se acercó, recibiendo una sonrisa de labios cerrados, y su mano, ya que, pese a su extrema debilidad, la boxeadora pudo sostener, apenas, la mano de su amor.

—Dante… —susurró.

Él se inclinó, acercándose para escucharla.

—Aquí estoy, Ems —le dijo, con la voz rota.

Emilia lo miró con ternura, aunque su mirada estaba nublada por el cansancio.

—Quiero… oírte cantar…

Dante tragó en seco. Sus manos temblaban, su corazón latía con un dolor insoportable. Pero asintió, mientras consideraba qué debía cantar para ella.

—Por supuesto, Ems.

Tomó aire, intentando controlar su propia angustia, y comenzó a cantar en un susurro. Era la canción que había compuesto para ella en los días previos a su pérdida de memoria.

Josie sollozó en silencio, abrazando a Malcolm, quien tenía el rostro enterrado en su hombro. Malcolm le tomó la otra mano a Emilia, besándola con ternura.

Joss estaba en la esquina de la habitación, con los ojos llenos de lágrimas, pero sin apartar la mirada de su mejor amiga, mientras abrazaba con más fuerza a Nala.

Emilia cerró los ojos, con una pequeña sonrisa en los labios.

El dolor parecía haberse desvanecido. Solo quedaba la voz de Dante, la calidez de las manos de su familia, el amor en el aire.

Y entonces, en medio de aquella melodía, Emilia dejó escapar un último suspiro.

El monitor dejó escapar un pitido largo y continuo.

Dante dejó de cantar.

Josie sollozó con más fuerza y se aferró al cuerpo sin vida de su hija, mientras Malcolm la abrazaba con los ojos cerrados, su rostro lleno de dolor.

Joss se cubrió la boca, sintiendo que su corazón se rompía en mil pedazos.

El amor de su vida, la hija, la hermana, la mejor amiga… había partido.

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