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Capítulo 35.

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La fatiga era evidente en su rostro, pero Emilia se sentía en paz. Al llegar, la cálida luz de la mansión la recibió, junto con el sonido de risas y murmullos familiares.

Cuando cruzó la puerta, sus amigos estaban allí. Dante, Joss, sus padres, algunos de los chicos del gimnasio... todos reunidos.

-Bienvenida a casa, Ems -dijo Joss con una sonrisa, detrás de ella mientras detenía la silla de ruedas en la sala.

Ambos rieron junto al resto de los presentes, debido a la sorpresa, aunque, cuando todos retomaron las acciones que estaban haciendo, preparando quién sabe qué, ella y su mejor amigo sintieron que sus semblantes se apagaban, poco a poco. Joss la abrazó y apoyó su cabeza en la de ella. Depositó un suave beso en la misma y la alentó a animarse, mientras empujaba una vez más su silla.

Emilia lo pensó mejor y miró a todos a su alrededor. Sintió que el peso en su pecho se aligeraba.

Aún tenía tiempo.

Aún tenía amor a su alrededor.

Y esa tarde, más que nunca, quiso aferrarse a la vida un poco más.


Josie comenzó a preparar el almuerzo junto a algunas empleadas. Si bien Malcolm se encargaría de la parrillada, ella haría todas las ensaladas y el postre.

Emilia paseó su mirada por la casa, mirando a todos los invitados. Los chicos reían alegres al borde de la piscina, con botellas de alguna bebida alcohólica en manos. Sonrió, mientras se apretaba la punta de la nariz con los dedos. Sin dudas, sintió que aquella sería la última vez que los vería reunidos y contentos, como si se hubieran olvidado de los problemas y simplemente disfrutaran de ese día como de cualquier otro.

Observó cómo Joss se movía de donde se encontraba. Él la había atrapado mirándolo desde hace unos minutos y desde entonces, no había apartado la mirada de ella. Con cuidado, su amigo la rodeó por los hombros con uno de sus brazos, al mismo tiempo que ella lo abrazaba por la cintura. El calor reconfortante del cuerpo de Joss, más el de las llamas ardientes de la fogata, la hacían sentirse cálida mientras reposaba en los asientos, bajo una pequeña sombrilla que habían instalado para que ella pudiese tomar un poco de aire fresco.

Emilia suspiró y cerró sus ojos, disfrutando de aquel abrazo. El pecho de Joss vibraba ante su risa por las ocurrencias Nathan y Balthazar. Ella apoyó su cabeza en el hombro de él y sintió el aroma. Joss estaba utilizando un perfume dulce, como los que a ella le gustaban, de esos que dejaban una suave estela impregnada en la ropa.

-Gracias por estar conmigo... -murmuró Emilia, mirando a los chicos, que comenzaron a prestarle atención.

-¡Hey! -exclamó Nathan, abrazándola junto a Joss-. Somos tus amigos. Más que eso, somos tus hermanos, una gran familia. ¿Cierto?

Miró a los demás, quienes, entre risas, se sumaron al abrazo grupal, Emilia carcajeó sintiéndose más feliz que nunca. Estaba segura de que los dejaría destrozados, pero no sabía cómo evitarlo. De pronto, se encontró preguntándose y repitiendo una y otra vez: «¿Por qué a mí?». Aunque enseguida se respondió a sí misma: «¿Por qué no a mí?», y supuso que, si le sucedía todo aquello, era porque así debía ser.

La tarde se le pasó volando, entre el almuerzo y las charlas largas que parecían no tener fin. Recordaron muchas cosas aquella tarde, mientras miraban los álbumes de fotografías que Josie había armado con esmero durante todos esos años.

Las risas, las anécdotas y el sonido de tazas chocando mientras todos compartían café y té caliente, creaban una experiencia auditiva amorosa en la amplia sala de la mansión. Emilia estaba cansada, pero su corazón se sentía cálido. Ver a sus amigos reunidos, sentir su apoyo y cariño, le recordaba que, pese a todo, no estaba sola.

Dante se sentó a su lado en el sofá, observándola con atención.

-¿Cómo te sientes? -preguntó en voz baja, para que solo ella lo escuchara.

Emilia inhaló con dificultad a través del oxígeno y esbozó una sonrisa.

-Más viva que nunca.

Él le sostuvo la mano con suavidad, como si temiera romperla.

-No me acostumbro a verte así -confesó-. A que te estés yendo poco a poco, y no poder hacer nada al respecto.

Emilia bajó la mirada hacia sus manos, observando las marcas en sus nudillos, los rastros de cada golpe que había dado en su vida.

Esperaba que Dante pudiera recordarla completa a tiempo. Deseaba que tuviera presente aquella imagen de una mujer fuerte, un poco malhumorada, pero vibrante. No esa frágil mujer refugiada debajo de una manta gruesa.

-No quiero que pienses en perderme, Dante. Quiero que pienses en aprovechar cada momento conmigo.

Dante asintió, aunque el dolor en sus ojos seguía ahí. Ella tenía razón, debía enfocarse en aprovechar el momento y crear nuevos buenos momentos a su lado. Aún estaba un poco molesto y dolido por el hecho de que ella no le hubiese mencionado nada al respecto de su enfermedad, pero también consideró que, durante el tiempo nuevo que estuvieron juntos, solo habían estado enfocados en poner tras las rejas a quienes debían. No pudo evitar sentirse un poco culpable, sobre todo porque recordaba las palabras que Joss le había dicho aquel día en el que ella fue hospitalizada.

Joss apareció de repente con una copa en la mano y una sonrisa en el rostro.

-¡Vamos! Esta noche no es para tristezas -dijo, le pasó una copa de jugo a Emilia y alzó la suya-. Propongo un brindis.

Todos se giraron hacia él, expectantes.

-Por Emilia, por la guerrera más terca que hemos conocido -dijo con una sonrisa, ignorando el nudo en su garganta y el picor de las lágrimas que comenzaban a molestar en el borde de sus ojos-. Porque sigue aquí con nosotros, porque sigue luchando y porque, pase lo que pase, siempre será nuestra campeona.

Mientras los demás alzaban sus copas y brindaban con alegría, Emilia rio entre dientes, sabiendo, en su interior, que no quedaba mucho tiempo. Todo en lo que podía pensar cuando intercambiaba miradas con cada uno de los presentes, era en cómo se verían afectados, en el dolor que dejaría detrás de su partida. ¿Llorarían mucho ese día? ¿Se lamentarían por no haberla convencido de seguir algún tratamiento? ¿Dejaría una dolorosa huella impregnada en ellos o lograría revertirlo?

Esa noche, cuando todos se fueron y solo quedaron con ella Dante y Joss, Emilia se recostó en el sofá con la cabeza apoyada en la pierna de su amigo.

-Oye, Joss... -murmuró, cerrando los ojos.

Sus dedos acariciaban suavemente las finas mangueras por las que el oxígeno circulaba, mientras divagaba por sus pensamientos.

-Dime, nena -respondió él, acariciándole el cabello como cuando eran jóvenes.

-Cuando ya no esté... quiero que todos recuerden que fui feliz.

Joss tragó saliva, sintiendo que el pecho se le oprimía.

-No hables de eso ahora...

Emilia sonrió débilmente, abriendo los ojos y girando su cabeza para observarlo. Estiró su brazo y con la punta de sus delgados y fríos dedos, acarició el contorno de su mandíbula.

-Solo promételo -insistió en otro susurro.

Dante, que estaba sentado en el suelo frente a ellos, tomó la mano de Emilia y la besó con ternura.

-Lo prometemos.

Esa fue la última conversación antes de que el sueño la venciera.

Y, por primera vez en mucho tiempo, durmió en paz.


A la mañana siguiente, Emilia despertó con la tenue luz del amanecer filtrándose por la ventana. Por un instante, sintió que todo estaba en calma, como si su cuerpo no estuviera tan frágil, como si el mundo le estuviera dando una tregua.

Pero el leve zumbido del oxígeno y la sensación de debilidad en sus extremidades le recordaron la realidad.

Giró la cabeza y vio a Dante dormido en un sillón cerca del sofá, su cuerpo encorvado en una posición incómoda. Joss, por su parte, estaba en el suelo, cubierto con una manta que claramente había tomado del respaldo del sofá en algún momento de la noche.

Emilia sonrió con ternura.

No importaba cuántas veces intentara convencerlos de que podían irse a descansar a alguna habitación; ellos siempre encontraban la manera de quedarse cerca. Le agradaba saber que ambos parecían llevarse mejor, o que, bueno, Joss fuera quien se mostrara mucho más amigable con el cantante. Y si se trataba de una especie de tregua para que ella pudiera disfrutar de la compañía de ambos mientras atravesaba aquella situación difícil, estaba sinceramente agradecida.

Con esfuerzo, se incorporó un poco y estiró la mano para tocar la de Dante. Él reaccionó al instante, como si hubiera estado alerta incluso en sueños.

-Ems... -su voz era ronca por el sueño.

Ella le sonrió.

-Buenos días, estrellita.

Dante se frotó los ojos y se incorporó, observándola con detenimiento, ignorando el leve tono de humor en aquel absurdo apodo.

-¿Cómo te sientes?

Emilia tomó aire antes de responder.

-Mejor que ayer, pero más cansada que antes.

Joss gruñó desde el suelo, aún con los ojos cerrados.

-Eso no tiene sentido...

-No tiene que tenerlo -respondió ella con una sonrisa, mirando a su amigo.

Dante se inclinó hacia adelante y le acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja.

-¿Quieres que preparemos algo de desayuno?

Emilia asintió.

-Solo si hay panqueques.

Joss se levantó con un suspiro dramático.

-Por supuesto que hay panqueques. Pero, si quiero que te los comas, tendré que hacerlos yo mismo.

Emilia rio suavemente.

-Lo siento, Dante, pero es verdad. Joss hace los mejores panqueques.

Dante puso una expresión fingida de indignación.

-Bien, aceptaré la derrota. Pero yo haré el café.

Mientras ellos discutían en tono ligero, Emilia cerró los ojos un momento, disfrutando del sonido de sus voces. Era un pequeño momento de felicidad en medio de todo. Y aunque sabía que su cuerpo estaba llegando al límite, decidió que, ese día, intentaría olvidarlo. Ese día solo quería ser Emilia. No la boxeadora enferma, no la mujer que estaba perdiendo la batalla contra la leucemia... Solo Emilia. Rodeada de la gente que amaba. Aunque pronto comprendió que las cosas no eran así de sencillas. Que todo podía tomar otro rumbo, sin importar lo que ella quisiera, se propusiera, o deseara.

La leve risa que Emilia había dejado escapar al observar desde su posición en los sillones cómo aquellos dos hombres discutían en la cocina, se detuvo de golpe.

Un dolor agudo en su abdomen la hizo doblarse ligeramente, mientras una sensación de calor se esparcía por su garganta. Intentó ignorarlo, respirar profundo y fingir que no pasaba nada. Pero entonces, un sabor metálico inundó su boca.

Miró su reflejo en un espejo reluciente al otro lado de la habitación y se asustó. Jamás se había visto de aquella manera, torpemente buscó algo para limpiarse, pero era en vano. Se sintió débil y cansada, muy cansada, como si tuviera a alguien pesado sentado sobre sus hombros.

Dante fue el primero en notar que algo iba mal.

-Emilia... -su voz estaba llena de alarma.

Ella intentó responder, pero en su primer intento de hablar, un hilo de sangre se deslizó por la comisura de sus labios.

Joss dejó caer la espátula con la que estaba cocinando y corrió hacia ella.

-No... No, no, no.

La sangre comenzó a brotar con más fuerza, su cuerpo se sacudió con una violenta tos y su respiración se volvió errática. El oxígeno apenas parecía hacer efecto.

Joss entró en pánico y sostuvo su rostro con ambas manos.

-¡Nena, mírame! ¡No te duermas!

Dante ya tenía su teléfono en la mano, marcando con dedos temblorosos.

-¡Necesitamos una ambulancia! Es una emergencia, ¡está perdiendo mucha sangre!

Emilia sentía que todo se desvanecía a su alrededor. Su visión se volvió borrosa y su cuerpo se volvió más pesado. Intentó aferrarse a la voz de Joss, al sonido de Dante gritando por ayuda, pero todo parecía alejarse como un eco distante.

Sus manos temblaban mientras intentaba sujetarse de la camiseta de Joss.

-No... quiero... -susurró débilmente, pero la sangre ahogó sus palabras.

Joss la sujetó con más fuerza mientras sus ojos se llenaban de lágrimas.

-¡No te atrevas a cerrar los ojos, Emilia! ¡No ahora!

Joss maldijo en voz alta. Intercambió un par de miradas con Dante, ambos desesperados, sin saber qué hacer con la agonía de Emilia.

El sonido de la ambulancia se escuchó a lo lejos, pero para Emilia, todo se volvía una mezcla de sombras y murmullos.

Lo último que sintió fue la calidez de las manos de Dante sobre su rostro y la presión de los brazos de Joss sujetándola, rogándole que no se fuera. A ellos, se le sumaron los gritos desesperados de sus padres que estaban llegando a la escena.


Aun en el borde de la inconsciencia, comenzó a recordar la visita que le había hecho al doctor a hurtadillas de sus conocidos, poco antes de ir en busca de Dylan.


El médico la había recibido en su consultorio con la misma amabilidad de siempre, le había preguntado sobre su estado y ella le había respondido lo mismo de siempre. «Estoy bien. Aún puedo mantenerme de pie y caminar, me siento tranquila». Sabía que no era del todo cierto. «Eso es realmente bueno», había respondido el doctor, sonriendo. Muchas veces había visto pacientes en su misma situación, pero ninguno había estado tan tranquilo como ella. «¿Qué pasará ahora?», había preguntado Emilia, moviéndose en la silla frente al escritorio. El doctor la había mirado sin saber muy bien a qué se refería. «Conmigo. ¿Qué ocurrirá?», había agregado, frotando las palmas de sus manos que comenzaban a sudar por los nervios sobre sus piernas. No estaba segura si quería recibir una respuesta.

-Bueno, pasarán un par de cosas... -dijo él. Entrelazó sus dedos sobre la mesa y deslizó su lengua por sus labios para humedecerlos-. Primero, no querrás comer mucho y tendrás sed, mucha sed, desde ahora en adelante. Tal vez tengas fiebre y unas inmensas ganas de dormir.

-He dejado el boxeo.

-Fue lo mejor, tendrás poca o casi nada de energía -contestó-. Tus defensas serán completamente bajas, Emilia.

-¿Me dolerá en algún momento? -se atrevió a preguntar.

-No te preocupes por eso, la morfina hará su trabajo y evitará que sientas cualquier dolor -sonrió débilmente-. Tendrás algunos momentos en los que no estarás consciente y no podrás responder, pero, de todas formas, sabrás que tus familiares o amigos están allí y podrás escucharlos.

-¿Y cuándo...? -se quedó en silencio sin poder terminar la pregunta.

-Cuando llegué el momento, te irás tranquila -respondió-. A tu propio tiempo.

Emilia había asentido sin tener nada más para decir. Luego deambuló por los pasillos mientras miraba a todas las personas que se encontraban allí. Niños, adultos, ancianos... algunos lloraban y otros reían cuando recibían buenas o malas noticias.


Algo había cambiado en ella, y no volvió a llorar, ya no le quedaban lágrimas...

Cuando intentó recobrar la conciencia y abandonar aquel recuerdo, todo se oyó muy lejano. Solo hubo oscuridad.

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