
Capítulo 33.
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Las luces del hospital parpadeaban sobre Emilia mientras la trasladaban a toda prisa por los pasillos. Los médicos hablaban en términos que apenas lograba comprender entre ráfagas de conciencia y oscuridad. Su cuerpo no respondía, su respiración era errática, y en su pecho sentía un peso insoportable.
—¡Necesitamos estabilizarla ya! —gritó una enfermera mientras las puertas de la sala de urgencias se cerraban detrás de ellos.
Joss se detuvo en cuanto un enfermero le posicionó la mano en el centro del pecho y le negó el paso al área restringida. Él estaba allí, con las manos crispadas en los bolsillos de su chaqueta. Había sido el único que sabía lo que Emilia planeaba hacer y, aun así, no pudo detenerla. Ahora, la culpa por las consecuencias lo carcomía.
Sus manos temblorosas tomaron en puñados su cabello y tiró de sus hebras mientras cerraba sus ojos con fuerza y trataba de aclarar sus pensamientos y calmarse mientras buscaba entre sus bolsillos su celular para comenzar a hacer llamadas.
Mientras tanto, en otro punto de la ciudad, Dylan estaba sentado en una fría celda de la comisaría, con las muñecas marcadas por las esposas. Su rostro estaba cubierto de moretones y sangre seca, pero su expresión era impasible. Sabía que no había escapatoria esta vez.
Ni siquiera se inmutó cuando un oficial se acercó a las rejas para hablarle.
—Tienes suerte de seguir con vida, Shaplen. Si la chica no sobrevive, las cosas van a ponerse peor para ti.
Dylan cerró los ojos, el eco de sus propios puños contra Emilia retumbando en su mente. Nunca quiso que esto llegara tan lejos. Pero lo había hecho. No se molestó en responder. Cerró los ojos y dejó que el peso de sus decisiones lo aplastara.
Permanecía sentado en su celda, observando la pared vacía frente a él. Sabía que su destino estaba sellado. No había escapatoria, no esta vez.
Pero no era su sentencia, ni los años que pasaría tras las rejas, lo único que rondaba su mente... Era ella.
Emilia.
Y el hecho de que, tal vez, nunca podría pedirle perdón. Porque, sí, estar envuelto en aquella situación lo había orillado a analizar sus acciones.
Horas después, en el hospital, la familia y los amigos de Emilia se encontraban en la sala de espera, aguardando por alguna novedad. De repente, Dante irrumpió allí con el corazón latiéndole en la garganta. Había recibido un mensaje de parte de Nala sobre lo que había ocurrido, comprendiendo mejor el hecho de que su abogado lo había llamado para informarle sobre la captura de Dylan.
Al primero que sus ojos observaron, fue a Joss, y algo en su expresión lo hizo detenerse en seco.
—¿Dónde está Emilia? —preguntó, con la voz rasposa.
Joss tardó en responder. Su mirada estaba clavada en el suelo, como si mirar a Dante a los ojos y decirle en voz alta lo que ocurría, hiciera todo más real.
—Está en cirugía —murmuró—. Su estado es crítico.
Dante sintió que el aire le faltaba. Un zumbido llenó sus oídos, mientras su mente intentaba procesar esas palabras.
—¿Cómo pasó esto? —exigió, con la angustia transformándose en ira—. ¿¡Cómo diablos terminó en una pelea clandestina!?
Joss apretó los puños.
—Por tu maldita culpa. Porque así es Emilia —dijo con un hilo de voz y apretó los dientes—. Nunca se rinde, sin importar el costo.
—¿Mi culpa? —preguntó, indignado.
A Joss se le cayó la mandíbula mientras empujaba el interior de su mejilla con la punta de su lengua y luego enfrentaba al cantante. Sus manos lo empujaron por los hombros haciéndolo retroceder.
—¿A quién crees que se enfrentó? —le preguntó—. Fue detrás del infeliz de Dylan y así es como la dejó el bastardo. Pero, ¡hey!, al menos tendrás paz, porque está tras las rejas ahora.
Dante se dejó caer en una silla, con la mirada fija en la puerta de la unidad de cuidados intensivos, como si un balde de agua fría le hubiese caído sobre la cabeza. Las palabras de Joss fueron un puñal. Ella había arriesgado todo, una vez más. Y ahora, solo quedaba esperar que su cuerpo resistiera un nuevo asalto. Ahora, todo dependía de Emilia y su voluntad de seguir luchando. El cantante sintió cómo el mundo se le venía abajo. No podía perderla. No después de todo lo que habían logrado pasar juntos.
Observó de reojo como los padres de ella se abrazaban, dándose consuelo, entre un mar de lágrimas y palabras que no eran capaces de soltar. Su hermana simplemente permanecía detrás de ellos, mirando un punto fijo en el suelo. Sus amigos... cada uno de ellos se veía desorientado, con los nervios a flor de piel ante la situación en la que ahora se encontraban. Sabían del delicado estado de salud de Emilia, y muchas veces habían discutido por el hecho de que ella no quisiera hacer ningún tratamiento; la habían tratado de egoísta un sin fin de veces, pero no comprendían que nadie sería capaz de retrasar lo inevitable, fuera ese día, el siguiente, o dentro de quién sabe cuánto tiempo.
El tiempo en la sala de espera se sentía eterno. Dante se mantenía con la cabeza baja, los codos apoyados en sus rodillas, luchando contra la desesperación. Joss permanecía en silencio a su lado, la culpa reflejada en sus ojos. Sabía que, sin importar lo que dijera, buscar un culpable ahora no solucionaría nada. Sin embargo, no podía evitar comerse la cabeza, pensando en que hubiera podido haber hecho aún más para detenerla, y no lo hizo.
Cada vez que un médico o una enfermera pasaban por la puerta de la unidad de cuidados intensivos, Dante contenía la respiración, esperando -o temiendo- escuchar noticias sobre Emilia.
Finalmente, después de lo que parecieron horas, un doctor salió, con una expresión seria, pero calmada.
—¿Familiares de Emilia Forks?
Todos los familiares se pusieron de pie de inmediato, provocando que el doctor retrocediera unos pasos al verse envuelto por tantas personas, que, rápidamente, lo acorralaron en un círculo.
—¿Cómo está? —preguntó Malcolm, con voz tensa.
El médico suspiró, centrando su mirada en él.
—Sigue en estado crítico. La cirugía ayudó a detener el sangrado interno, pero su cuerpo está muy debilitado. Su condición es delicada. Las próximas horas serán decisivas.
Dante sintió un nudo en la garganta al escuchar aquello, y las lágrimas se acumularon en el borde de sus ojos.
—¿Podemos verla? —insistió el padre de la boxeadora, mientras que con uno de sus brazos rodeaba a su esposa, en un intento de consolar su llanto desesperado, sintiendo cómo ella temblaba y se aferraba a él.
—De momento, solo uno a la vez y solo por unos minutos.
Dante miró a Joss. Ambos intercambiaron una mirada sintiéndose envueltos en una lucha, pero, antes de que pudieran comenzar a pelear por ver quién sería el primero en pasar a verla, el padre de Emilia fue quien dio el primer paso e ingresó y así, después de él, uno a uno, fueron entrando.
—Ve tú primero —dijo Joss, dándole una palmada en el hombro—. La necesitas más que yo ahora.
Aunque le costó decir aquellas palabras, sabía que su amiga se lo agradecería en cuanto supiera que le había permitido ingresar.
Dante no esperó más.
El cuarto estaba en penumbra, iluminado apenas por las máquinas que monitoreaban los signos vitales de Emilia, quien yacía en la cama, con un tubo conectado a su nariz para ayudarla a respirar, porque ya no podía hacerlo por sí sola. Su rostro, normalmente lleno de vida, ahora parecía frágil y de un tono más pálido, con moretones oscuros marcando su piel.
Dante se acercó despacio, y se dejó caer en la silla junto a ella.
—Oye, Em —susurró, tomando con suavidad su mano fría—. No puedes hacerme esto. No ahora.
Su pulgar acarició la piel de sus nudillos, buscando alguna señal de respuesta, pero no había nada. Se inclinó un poco, lo suficiente como para besar el dorso de la misma en un delicado gesto de afecto.
—Tienes que despertarte —continuó, con la voz quebrándose—. No me importa si me gritas, si me golpeas o si te burlas de mí como escuché por ahí que solías hacer. Hasta te daré el número de mi bajista, si quieres. Solo... despierta.
El único sonido en la habitación era el pitido constante del monitor cardíaco.
Dante cerró los ojos y apoyó la frente sobre su mano entrelazada con la de ella.
No podía perderla. No ahora que comenzaba a recordar.
Las horas siguieron pasando lentamente en el hospital. Dante se negaba a dejar la habitación, permaneciendo junto a Emilia la mayor parte del tiempo que le era posible, hablándole en voz baja, incluso cuando sabía que ella no podía responder.
Sus hermanos y su madre habían ido a visitarlo al hospital, algo preocupados al darse cuenta de que Dante no quería marcharse de allí ni por un solo momento. Querían, de alguna manera, hacerlo entrar en razón, y apoyarlo, pero sin permitir que se descuidara a sí mismo, pues ahora que había recuperado una parte de su vida, debía seguir adelante.
Sin embargo, para Dante, la otra parte de su vida seguía postrada en la cama, jugando en la delgada línea entre la vida y la muerte. Deseaba poder tener la capacidad de sumergirse en sueños y navegar por los de ella, para encontrarse allí, tomar su mano y traerla de regreso. Pero no era tan fácil.
Unas pocas semanas más tarde, en algún momento de la madrugada, Joss entró, llevando un café que dejó intacto sobre la mesa. Suspiró y se apoyó contra la pared, observando a su amiga inconsciente.
—Los médicos dicen que sigue peleando —susurró Joss, con un atisbo de esperanza en su voz—. Si alguien puede salir de esto, es Emilia. Estoy seguro, la veremos abrir sus ojos una vez más.
Dante asintió, pero su mandíbula estaba tensa.
—Sí, pero... ¿a qué costo? —susurró—. Su cuerpo no puede seguir así, Joss. Y, aun así, sigue poniendo su vida en riesgo como si... como si no le importara.
Joss suspiró y se pasó una mano por el rostro.
—No es que no le importe... Es que siempre ha sido así. tampoco lo había entendido hasta ahora, pero ella siempre ha creído que puede con todo, que no necesita ayuda de nadie.
Dante miró a Emilia, con el ceño fruncido.
—Pues es hora de que lo entienda.
El pitido del monitor cardíaco seguía siendo estable, pero Emilia no mostraba señales de despertar aún. Su cuerpo estaba agotado, luchando contra demasiadas batallas a la vez.
Dante se inclinó hacia ella, su voz apenas un susurro.
—No tienes que pelear sola, Emilia. Ya no.
Siguieron pasando las horas, los días, las semanas, y, aunque Emilia seguía sin despertar, su cuerpo resistía. Los médicos lo confirmaban: su estado era crítico, pero estable. Sin embargo, la sombra de su enfermedad seguía acechándola, debilitando cada rincón de su ser.
Dante no se apartó de su lado. Ni una sola noche. Joss lo obligaba a salir, a veces, para comer algo, pero siempre volvía, a sostener la mano de Emilia, hablándole, recordándole que tenía razones para seguir luchando.
Hasta que, una madrugada, cuando todo estaba en completo silencio, Emilia movió ligeramente los dedos.
Dante, que había estado recostado con la cabeza apoyada en el borde de la cama, sintió el leve roce en su mano. Se incorporó de inmediato, su corazón acelerándose.
—¿Emilia? —susurró, con la voz llena de esperanza.
Sus párpados temblaron antes de abrirse apenas, sus ojos desenfocados, confundidos por la luz tenue de la habitación. Se obligó a sí misma a parpadear algunas veces más, para poder acostumbrarse a la claridad que se adueñaba de la habitación debido a los primeros rayos del sol que se filtraban a través de las cortinas blancas.
—¿Dante...? —su voz salió ronca, débil.
Él soltó una risa nerviosa, sin poder contener las lágrimas que se acumulaban en sus ojos.
—Sí, soy yo —respondió, apretando con suavidad su mano—. Estás en el hospital. Estás a salvo.
Emilia intentó hablar, pero su garganta estaba seca. Dante rápidamente tomó un vaso con agua y humedeció sus labios con un poco de líquido.
—No hables mucho, Ems —le dijo con ternura—. Solo... solo descansa.
Ella lo miró con confusión. Fragmentos de recuerdos nublaban su mente. La pelea. Dylan. El dolor punzante antes de que todo se volviera oscuridad.
—Dylan... —murmuró con esfuerzo.
Dante frunció el ceño.
—No te preocupes por él. Está donde tiene que estar.
Emilia sintió un gran alivio y quiso preguntar más, pero su cuerpo no le permitía seguir. Su respiración era lenta, pesada, como si cada aliento requiriera demasiado esfuerzo.
Dante vio el agotamiento en su mirada y, sin soltar su mano, le sonrió con suavidad.
—Cierra los ojos. Estoy aquí.
Ella obedeció. Y por primera vez en mucho tiempo, durmió sin la sensación de estar cayendo en un vacío interminable.
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