
Capítulo 30.
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La noche finalmente los había alcanzado, y ellos ya habían recorrido toda la cabaña, descubriendo algunas cartas de póker y otros juegos de mesa —que habían hecho reír internamente a Emilia—. La familia de Joss se tomaba en serio lo de tomarse un descanso de todo lo que les rodeaba. No había televisor, ni ningún aparato de entretenimiento de alta tecnología, tampoco tenían buena señal, así que ella imaginó que, ante cualquier problema o dificultad, su amigo llamaría al teléfono satelital que estaba en la sala, junto a la chimenea.
La cabaña crujía con cada ráfaga de viento que se colaba entre las rendijas de la madera. El silencio nocturno, interrumpido apenas por el murmullo lejano de insectos y el ulular del viento entre los árboles, era impactante. Afuera, la noche era un abismo negro. Dentro, la luz tenue de una lámpara bañaba la sala con un resplandor ambarino, proyectando sombras alargadas en las paredes.
Dante estaba sentado en el sofá, con los codos apoyados en sus rodillas y la mirada perdida en la nada, soltando suspiros inconscientes de tanto en tanto. Desde la conversación con Emilia, había permanecido en silencio, procesando cada palabra, y mientras más lo hacía, mayores eran sus ansias de ponerle fin a todo de una buena vez. Su memoria seguía siendo un rompecabezas incompleto, pero ahora sabía y comprendía mejor que Kevin había decidido qué piezas podía conservar.
Emilia se movió por la cocina en un intento por distraerse. Encontró una sartén vieja y calentó un par de latas de sopa que estaban próximas a alcanzar su fecha de caducidad. No era una cena elegante con productos de la más alta calidad como estaban acostumbrados, pero, al menos, era algo caliente. Cuando la sopa comenzó a hervir, apagó el fuego, sirvió las porciones en dos tazones y los llevó a la pequeña mesa frente a la chimenea, donde las esperaba Dante, que aún no se había movido.
—Come algo —le dijo, dándole un pequeño empujón con la cuchara.
Dante parpadeó y levantó la vista, regresando a sí mismo. La observó por un momento antes de soltar un suspiro y tomar la cuchara con un poco de desgana.
—Gracias.
—Deberías alegrarte un poco, acabo de cocinar para ti —dijo en un intento de animarlo.
Dante elevó una de sus cejas mientras miraba la textura cremosa y el color para nada atractivo de la sopa, una mezcla marrón rojiza de lo que parecían ser... ¿Champiñones y tomates? Ocultó una mueca y la transformó en una sonrisa. Mientras miraba a Emilia de reojo, hundía la cuchara en el tazón, revolviendo y mirando la consistencia.
—Este debió ser el platillo que te ayudó a ganar una estrella Michelin.
Su tono de broma combinado con sarcasmo, solo provocó que Emilia blanqueara la mirada y le diera un suave golpe en el hombro, sintiéndose levemente ofendida.
—Está bien, admito que soy un desastre en la cocina —dijo, mirando la sopa—. Pero es todo lo que puedo ofrecerte ahora. Te puedo traer un poco de sal, por si te sabe insípida.
Dante sacudió la cabeza soltando una risa y se inclinó para depositar un suave beso en su mejilla, tomándola por sorpresa.
—Descuida, a mí, las tostadas me salen riquísimas. Seguramente nos arreglaremos bien en el futuro —mencionó riendo y luego descartó la idea de la sal.
Emilia sonrió ante la idea y no pudo evitar acompañarlo en la risa, dejándose llevar por la agradable atmósfera que se había creado a su alrededor en aquella cabaña, desechando inmediatamente el pensamiento que la atormentaba cuando pensaba en un futuro. Después de bromear y reír un poco más, finalmente comieron en silencio, cada uno atrapado en sus propios pensamientos.
La leña de la chimenea chisporroteaba suavemente, enviando destellos naranjas que iluminaban fugazmente el rostro de Emilia. Dante se obligó a concentrarse en ese momento, en los sonidos, en la calidez del fuego, en la simpleza de compartir una comida con alguien que, pese a todo, aún estaba ahí.
Cuando terminaron, Emilia intentó levantarse para recoger los tazones, pero fue detenida por el brazo de Dante. En silencio, él se acomodó en el sofá y la llevó consigo, envolviéndola entre sus brazos mientras sus ojos seguían fijos en el suave fuego que emanaba una reconfortante calidez.
—Mañana podemos dar un paseo por el bosque. No muy lejos, pero creo que un poco de aire fresco te haría bien —sugirió ella mientras acomodaba su mejilla contra el pecho de él.
Dante asintió distraídamente, mientras se decidía por cerrar sus ojos y disfrutar de los dedos de Emilia que acariciaban con cuidado su rostro. En ese instante, podía decir que no había conocido ninguna sensación tan agradable como la de recibir la atención de aquella mujer. Podían llamarlo loco, pero estaba seguro de que estaba tan enamorado de ella, que podría llegar al punto de arriesgarse a abandonarlo todo, así fuera solo para verla sonreír.
—Sí, suena bien —respondió murmurando. Pero no era el bosque lo que ocupaba su mente. Carraspeó su garganta mientras abría los ojos y su mano izquierda se deslizaba suavemente por la espalda de ella. Pudo sentir la suavidad de su piel y los leves temblores que se adueñaron de ella ante las sensaciones que era capaz de crearle, con tan solo una caricia.
Los recuerdos de aquella noche juntos, llegaron a su mente otra vez. Su mano se detuvo y apartó la mirada, un poco avergonzado por tener ese recuerdo tan pasional en medio de un momento tan adorable.
—Voy a dormir en el sofá —dijo, estirándose un poco—. No quiero quitarte la cama.
Intentó apartar sus pensamientos mientras retiraba su brazo y miraba al techo, pensando en que, quizás, era mejor contar cuántas tablas se necesitaron para formar aquella estructura. Emilia negó con la cabeza.
—Joss me dijo que hay dos habitaciones. No seas terco.
Dante arqueó una ceja.
—¿Y si hay fantasmas? —bromeó abrazándola nuevamente y escondiendo su cabeza en el cuello de ella. No podía resistirse a sentirla entre sus brazos ni a percibir aquel aroma que se le hacía tan familiar y lo hacía sentir seguro.
Emilia dejó escapar una risa suave mientras le devolvía el abrazo y le acariciaba el cabello. Le agradaba estar así con él, solos en compañía del otro sin ningún impedimento. Sin cámaras, sin terceros. Solo ellos y el amor, que volvía a florecer en medio de todo el caos, como un brote resiliente en medio del asfalto.
Estaba un tanto preocupada por el futuro. Por primera vez deseaba detener el tiempo en ese instante y quedarse entre los brazos del hombre que la hacía suspirar, por toda la eternidad.
—Pues te las arreglas con ellos. Yo ya tengo suficientes problemas como para sumarle eso.
—Tú eres la que sabe pelear, defiéndeme —protestó, como un niño pequeño, haciendo un puchero que los hizo reír a ambos.
Dante sonrió, aunque su expresión todavía cargaba un peso difícil de ignorar. Emilia lo notó, pero decidió no presionarlo más. Soltó un suspiro y se decidió por levantarse dispuesta a darse una relajante ducha y cambiar su ropa por algo de Joss, para, finalmente, esconderse debajo de las sábanas y ocultar su ansiedad por los acontecimientos que comenzaban a alcanzarla, e intentaban sujetarla del cuello con fuerza.
—Descansa —dijo, poniéndose de pie, lista para dejarlo dormir allí, si eso era lo que deseaba.
Antes de que pudiera desaparecer, Dante se sentó en el sofá abruptamente provocando un leve mareo en su cuerpo, y la detuvo.
—No, espera...
Emilia ladeó su cabeza, un poco confundida, mientras lo observaba con detenimiento. Frunció levemente sus cejas y sintió como el cantante tiraba levemente de ella para que se subiera a horcajadas de él. Emilia soltó un suspiro mientras se acomodaba y apoyaba sus manos sobre los hombros de Dante. Intercambiaron una serie de miradas silenciosas que hablaban por sí solas, logrando expresar lo que con palabras ya no podían.
Las dudas nunca podrían hacerse un espacio del todo entre ambos. Las brechas estaban bien cerradas. Parecía que solo ellos tenían la única llave maestra que podía forzar esas cerraduras forjadas de hierro, y no pensaban usarla...
Las manos de Dante viajaron por los muslos fuertes de Emilia, ejerciendo una leve presión, a medida que trazaban un camino firme hacia su cintura. Sus dedos se colaban debajo de su blusa, causándole leves cosquillas en la espalda baja con el roce de sus yemas sobre su piel acaramelada. Sus respiraciones se entrelazaron y sus pechos se agitaban a medida que comenzaban a sentirse sofocados, entre el calor del ambiente y el deseo que los envolvía.
Emilia, por su parte, deslizó sus manos por los hombros de Dante y trazó un camino por su pecho y abdomen, hasta tomar el borde de la camiseta para poder quitarla. Él hizo lo mismo con la de ella. El contacto de sus pieles desnudas los hacía temblar y, mientras jugaban un tortuoso baile de labios rozándose, sucumbieron ante los encantos del momento, y se besaron. Los labios de ambos se acoplaban perfectamente, siguiendo un ritmo fervoroso que, poco a poco, los consumía, tal como el fuego a los leños que ardían en la chimenea.
Las caricias iban y venían a medida que las prendas restantes iban desapareciendo del camino, conforme ambos se iban sumergiendo más y más en un torbellino de emociones nuevas, confusas, pero agradables. Sus cuerpos se acoplaron sobre el sillón, mientras se repartían besos que se impregnaban en ellos como tinta sobre la piel de un adicto a los tatuajes.
Dante entrelazó sus manos con las de Emilia, por sobre su cabeza, y mientras le demostraba una vez más que ambos se pertenecían uno al otro, no podía apartar la mirada de sus ojos. Aquellos orbes grafito lo miraban con un brillo lujurioso, pero había algo más profundo que lograba notar, que lo obligaba a contener su emoción. ¿Él la amaba? Sí, lo hacía. En ese momento, toda duda se despejó de él, al darse cuenta de la lealtad y la dedicación que ella le había demostrado, convirtiéndose en un faro que lo guiaba de vuelta a la calma tras la tormenta, sellando su unión con un amor nuevo, más fuerte y más profundo que antes. Podrían llamarlo loco, pero sí, la amaba.
—Te amo.
La respiración de Emilia se agolpó de sopetón en su garganta. Sus ojos brillaron como nunca antes, mientras parpadeaba, creyendo que había oído mal entre medio de los suspiros y jadeos que se le escapaban entre los labios.
Dante gruñó como si fuera un animal primitivo, había notado el sonrojo en sus mejillas, que era mucho más fuerte que el de hacía un momento. Le encantaba tenerla hecha un desastre debajo de él.
—Te amo, Emilia —repitió, seguro.
—E-es demasiado pronto para...
Él se inclinó besando sus labios para callarla mientras marcaba un nuevo ritmo que la hacía temblar de pies a cabeza. Mordió suavemente su labio y se alejó lentamente pero no del todo.
—No lo es —la interrumpió, susurrando sobre sus labios—. Sé muy bien que puedes ver este lazo invisible que nos une, esta fuerza que nos mueve a cuidarnos, protegernos. Esta intensidad y pasión, como un fuego ardiendo, o sereno y constante, como un río que nunca deja de fluir.
—Dante...
—Sé que puedes verlo, Ems... recuerda tus palabras de aquella noche.
Emilia mordió sus labios y cerró sus ojos arqueando su espalda. Una de sus piernas se elevó para enrollarse en la cadera de él y acercarlo más.
—Mierda... tienes razón —dijo finalmente, mientras clavaba sus uñas en la espalda de él—. Te amo, estrellita.
El pecho de Dante se hinchó al contener el aire por un momento. Decir que estaba feliz era poco. Ella, la mujer que no salía de sus pensamientos, le correspondía los sentimientos de la misma manera. No sabía cómo, pero haría hasta lo imposible para estar a su lado de ahora en más.
Perdido en su mirada, en sus labios entreabiertos, en su cabello despeinado sobre el sillón, en su piel brillosa por el sudor y por el reflejo de las llamas de la chimenea, en aquellas pecas apenas visibles que surcaban sus mejillas, solo podía pensar que todo en ella era precioso, y no podía evitar sentirse afortunado de que una mujer fuerte y de carácter se fijara en un tonto como él. Porque sí, se consideraba un tonto por no poder tomar control en su vida. Pero eso estaba por acabar, ya no sería así.
Las suaves caricias de las manos de Emilia sobre su mejilla, lo devolvieron a la realidad. No supo en qué momento se había librado de su agarre, pero no iba a permitirle tomar el control. No de nuevo.
Esa noche, Dante se llevó la sorpresa de lo dócil que Emilia podía llegar a ser. Y no es que ella fuera poco femenina, es solo que antes no se había sentido cómoda con ningún hombre como para poder dejarse amar sin ataduras. Él, quien parecía comprenderla mejor que nadie, era el hombre que le brindaba esa seguridad, para poder bajar la guardia.
Mientras sus respiraciones se calmaban después de aquel momento en el que ambos volvieron a sentirse como uno solo, se abrazaron. Los brazos del cantante sujetaban firmemente el cuerpo de una boxeadora que había sucumbido ante el cansancio acumulado de los últimos días. Sus largos dedos acariciaban suavemente la piel de la mujer que tenía durmiendo plácidamente sobre su pecho.
Dante miró la chimenea, donde las brasas aún brillaban con un resplandor tenue. Sus pensamientos eran una tormenta, pero, por primera vez en mucho tiempo, no se sentía completamente solo.
Miró hacia abajo, apartó algunos mechones de cabello que cubrían el rostro de Emilia y, con la punta de su dedo índice, acarició el contorno de su nariz, sus labios y su mandíbula, en un intento por grabar eternamente cada detalle de ella. Se acomodó soltando un suspiro, abrazándola aún más, y cerró sus ojos, disfrutando simplemente del calor que desprendían sus cuerpos al estar tan cerca uno del otro.
El silencio del bosque y la noche los envolvió.
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