
Capítulo 22.
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Algo agotada, Emilia se encontraba hundida en el asiento de copiloto de la camioneta de Joss. Sus manos abrazaban sus piernas contra su pecho, mientras esperaba impaciente a que su amigo regresara con la confirmación de que podría ver a Paul. Se sentía nerviosa. Temía que su ex entrenador no quisiera verla o que, peor aún, sintiera hacia ella odio y resentimiento profundo, por haberlo orillado a falsificar los documentos que hoy lo tenían detrás de las rejas. Porque, si no hubiera insistido tanto en que quería participar en su última pelea antes de anunciar que se retiraría debido a su enfermedad, las cosas serían muy diferentes en ese momento.
En esos días que habían transcurrido, era inevitable que su nombre y el de su entrenador siguieran pronunciándose en las radios deportivas, sus rostros aparecían en los noticieros deportivos de la noche y algunos reporteros aún merodeaban a su alrededor, intentando descubrir la verdad de los hechos. Incluso su ex contrincante, Yamileth Peerson, se había encontrado con Emilia para hablar sobre lo que había ocurrido.
Ambas mantenían una buena relación de amistad debajo del ring, pues ambas habían compartido entrenamientos, sueños y propósitos en más de una ocasión. La Loba Peerson, había quedado bastante impactada por la verdad detrás de todo lo que había ocurrido y, a pesar de que deseaba decírselo al mundo para que dejaran de juzgar a Emilia y a Paul por lo ocurrido, Emilia le prohibió hacerlo hasta que llegara el momento oportuno.
A lo lejos visualizó el cabello rojo fuego de Joss zarandearse con la brisa. Los rayos del sol que caían sobre algunos mechones, los hacía más claros, y parecían como flameantes llamas. Una pequeña sonrisa decoraba su rostro, mientras se acercaba a pasos firmes hacia el lado del copiloto. Abrió la puerta y apoyó uno de sus brazos sobre el techo de la camioneta mientras la miraba, dándole una pizca de esperanza a Emilia.
—¿Lista? —preguntó.
Ella lo miró por un momento antes de soltar sus piernas y enderezarse en su lugar con un leve brillo de emoción en sus ojos. La verdad era que no había llegado allí imaginando que fuera fácil conseguir una cita con Paul, sin embargo, Joss le había dicho que conocía a una persona que le debía un favor y había acelerado todo el proceso.
—¿De verdad puedo verlo?
Joss asintió. Le tomó la mano y la ayudó a bajar con cuidado, para después poner la alarma y caminar junto a ella. Pero Emilia era tan lenta, que los oficiales que custodiaban la entrada comenzaban a mirarlos extrañados, como si aquel par estuviera planeando orquestar algún movimiento inoportuno.
La felicidad y entusiasmo que había sentido por ir de camino a ver a su amigo y ex entrenador se habían evaporado, y ahora, su semblante estaba ensombrecido y parecía como si tratara de evitar llegar a la puerta del inframundo.
—A este paso, cuando llegue a la puerta, voy a cumplir ochenta años.
Comentó Joss, mientras viraba los ojos. Emilia no pudo evitar soltar una pequeña risa nerviosa.
—Es que... ahora no estoy segura de esto —confesó.
Él la miró entre sorprendido y extrañado por su actitud. Ella jamás se comportaría de esa manera, no la Emilia que él conocía. La mujer con la que Joss estaba acostumbrado a lidiar, era una valiente que no temía equivocarse, una mujer que buscaba una victoria, por muy pequeña que fuera, día a día. Algo dentro de su pecho se estrujó. Fingía hacerse el tonto, ignorando las claras señales que poco a poco demostraban que la enfermedad de Emilia avanzaba. Los tratamientos que había comenzado se sumaban a los factores que le restaban sus energías, su seguridad, los buenos ánimos, y la esperanza. Sin importar el tiempo que transcurría, mientras todos ya habían asimilado lo que sucedía, Joss se encontraba aferrado a la fase de negación.
Rodeó sus hombros en un breve abrazo reconfortante antes de comenzar a caminar junto a ella otra vez, un poco más rápido, porque él era un hombre con tan solo una pizca de paciencia.
—Paul quiere verte también. Te prometo que todo saldrá bien —le dijo.
Ella soltó un suspiró y volvió su mirada al gran letrero que identificaba el lugar.
Después de completar el papeleo mínimo junto al conocido de Joss y ser revisados por unos oficiales, ambos fueron guiados a través de pasillos hasta que llegaron a la sala de visitas. El lugar se sentía frío y húmedo, el único sonido que sobresalía era el del zumbido de las luces fluorescentes en medio de los murmullos de otras personas ubicadas en diferentes mesas.
Emilia, con su rostro marcado por el agotamiento físico debido a su estado delicado de salud, tomó asiento frente a Paul. Él, con su mirada apagada y su cuerpo encorvado, parecía una sombra del hombre que alguna vez había llevado a la cima del boxeo a Emilia. Consagrado como el mejor entrenador de todos los tiempos, ahora no era más que un repudiado falsificador de papeles.
Un silencio incómodo se instaló entre ellos, interrumpido solo por el raspar de algunas sillas al moverse. Ella sacudió su pie de arriba hacia abajo mientras que, con la uña de su dedo índice, levantaba la piel de los bordes de su dedo pulgar, una clara señal del nerviosismo que sentía. Quería llorar allí mismo, sin importarle que el resto de visitantes la observara.
—Paul, yo...
Su voz era apenas un susurro herido por sus propias acciones. No fue capaz de mirarlo a los ojos, se sentía como una completa basura por haberle arruinado la vida, porque eso era lo que había hecho. Él estaba tras las rejas, cumpliendo una mínima sentencia que lo alejaba de su familia y amigos, y que había manchado un historial profesional que muchos envidiaban.
—No tienes que disculparte... —la interrumpió—, si volviera a tener la oportunidad, lo haría otra vez.
El silencio volvió a caer sobre ellos. Emilia observó a Paul, tratando de encontrar en sus ojos la chispa de luz que alguna vez la había inspirado en cada enfrentamiento. Pero él parecía ajeno a su presencia, perdido en sus propios pensamientos. No pudo evitar sollozar. Miró sus manos. De los bordes de sus dedos salía sangre, debido a la piel que se había arrancado con las uñas, intentando concentrar su dolor en una herida física y no en una emocional que parecía apuñalar su corazón sin piedad.
—Pero yo... arruiné tu vida —dijo ella, murmurando.
Paul soltó un pequeño suspiro mientras se inclinaba sobre la mesa metálica, sus manos estaban libres de esposas, pero eso no quitaba el hecho de que tenía puesto el uniforme de prisionero con unos números que lo identificaban. Un recuerdo de las consecuencias de sus mentiras.
—No fue tu culpa, Emilia —le dijo él—. No me apuntaste con un arma en la cabeza y me obligaste a hacerlo, lo hice por voluntad propia. Porque... te quiero lo suficiente como para haberme negado a darte tu última petición.
Emilia cubrió sus ojos con su brazo mientras sollozaba, y Paul miró hacia un costado, sintiendo cómo las lágrimas picaban en sus ojos. No le gustaba verla así de mal. Quizás, los primeros días, estando allí, había intentado guardarle un poco de rencor y había comenzado a alimentar una pequeña llama de odio hacia ella. Sin embargo, la vívida imagen de la niña a la que un día entrenó, lo golpeaba y le echaba agua a ese fuego que quería consumirlo, recordándole que, realmente, no le importaba lo que sucedía con él, cuando ella era la de las bajas probabilidades de tener un buen final después de todo aquello, que, dentro de algunos años, solo quedaría como un amargo recuerdo del pasado.
—No era necesario... —respondió—. No planeé que esto resultara así. No quería arruinar tu vida.
—Quizás... —asintió—, pero era necesario para que tú pudieras tener esa pelea que habías anhelado tanto.
—Pero a qué costo...
Las palabras de Emilia resonaron en aquella sala junto con el zumbido de las luces, llenando el espacio con el peso de su culpa y arrepentimiento. Al igual que ella, Paul bajó la mirada, incapaz de sostenerla. A sabiendas de que posiblemente la enfermedad había avanzado demasiado, su preocupación y mayor miedo, no era su futuro como profesional, sino el hecho de no poder estar junto a Emilia. Él quería estar allí, junto a ella, sus amigos y la familia.
Estiró su brazo hacia ella y tomó su mano entre las suyas. Con sus callosos dedos, acarició el dorso de su fría y algo dañada piel, y no hizo más que dedicarle una sonrisa.
—No te preocupes por mí. Estoy bien aquí, Thomas se ha encargado de todo. Me dan buena comida, ropa limpia... hasta me dejan tener libros y mirar la televisión.
Emilia observó cómo su labio temblaba, y no pudo evitar sollozar otra vez. Paul mentía.
Se inclinó hacia adelante apoyando su frente sobre las manos de Paul y lloró amargamente, lamentando sus decisiones.
—Siempre... siempre serás mi entrenador, el hombre que me enseñó a luchar.
Paul sonrió, con una sombra de su antigua sonrisa.
—Y tú siempre serás mi campeona, Emilia. Nunca lo olvides.
El tiempo se agotó, la voz de un guardia interrumpió las conversaciones de todos los reclusos que habían recibido visitas. Emilia, con el corazón roto, siguió llorando desconsolada. En ese instante, en cuanto Paul le hizo una leve seña, Joss, quien estaba a unos pasos detrás de ellos observando todo y dándoles su espacio para que pudieran hablar, se movió rápidamente hacia Emilia. Sus manos se posaron sobre los hombros de ella y sus labios rozaron cálidamente su oído mientras le susurraba palabras tranquilizadoras y, lentamente, la alejaba de Paul.
El ex entrenador vio como Joss se llevaba a Emilia entre sus brazos, intentando consolarla. Mordió su labio y aguardó hasta que un oficial llegó para devolverlo a su celda. Una vez que estuvo allí, no se contuvo. Comenzó a llorar mientras se dejaba caer sobre la fría cama de su celda. Deseaba odiarla, vaya que sí... pero no podía hacerlo, ni lo haría nunca.
Joss conducía en silencio, escuchando los gimoteos de Emilia. El hombre apretaba sus manos alrededor del volante hasta que sus nudillos se tornaron blancos y sus uñas cortas se clavaron en el cuero. Soltó un suspiro mientras dejaba que se desahogara tanto como quisiera, sabía que, de todas formas, estaba a punto de quedarse dormida. Últimamente, sus fuerzas eran limitadas, y cuando tenía emociones muy fuertes, agotaba más rápido sus reservas.
Cuando se detuvo en un semáforo, giró apenas su cabeza para observarla. Sus labios pulposos estaban entreabiertos, soltando suspiros debido al profundo sueño que la había abrazado de repente, sus cejas definidas estaban levemente fruncidas en señal de que, aún en sueños, se preocupaba por los que amaba, y su piel acaramelada brillaba bajo la intensa luz roja del semáforo. Él mismo se encontró suspirando de amor por ella y luego maldiciendo entre murmullos cuando los demás conductores le tocaban la bocina por impedir el paso ante la luz verde. Amar a su mejor amiga era la cosa más difícil del mundo, lo confirmaba. Era como atarse la soga al cuello y lanzarse de un puente. Era un suicidio. Bueno, excepto para quienes eran correspondidos, y a todos ellos los envidiaba furtivamente.
Al llegar a la mansión de los Forks, tomó en brazos a Emilia para llevarla a su habitación en la planta baja, bajo la atenta mirada de familiares y amigos que se encontraban allí reunidos. La arropó y se aseguró de que estuviese cómoda antes de salir en dirección a la sala, para sentarse entre los mullidos sillones, rodeado por el abrumador silencio ensordecedor que se había creado desde que había puesto un pie dentro de aquella habitación.
—¿Cómo les fue? —preguntó Malcolm.
Joss resopló mientras separaba levemente las piernas, apoyaba sus codos sobre sus rodillas y se sujetaba la cara, pensando en lo ajetreado que había sido el día para Emilia, y eso que tan solo había hecho una cosa.
—De la mierda.
Fue su respuesta inmediata, casi automática.
—Vamos, no pudo ser tan horrible... —mencionó Nathaniel.
Joss le dirigió una mirada mortífera antes de mirar de reojo a cada uno de los que estaban allí presentes. Suspiro y se enderezó en su lugar mientras frotaba su nuca con un poco de exasperación.
—Vio a Paul, pero no sé de qué hablaron. El asunto es que no dejaba de llorar y Paul me pidió que me la llevara de allí. Durante todo el camino lloró, y no paraba de culparse por lo que sucedía —comentó—. Me sentí como un imbécil, nada de lo que decía podía calmarla. Me quedé callado como un idiota, mientras la escuchaba, hasta que agotó sus fuerzas y se quedó dormida.
Josie lo miró con compasión mientras se sentaba a su lado y lo abrazaba, frotando su brazo y acariciando su cabeza. Ella amaba a todos los amigos de Emilia como si fueran sus propios hijos. Pero Joss era especial, porque, desde el primer instante, demostró ser digno de su hija. Solo que ella no estaba dispuesta a abrir su corazón para él. Consoló a Joss, sabiendo que también era el más afectado de todos, porque siempre había velado por el bienestar de Emilia, de una manera tan ferviente que incluso solía ir a alguna capilla a soltar plegarias por ella cuando tenía una pelea. Le habló con la suavidad y la sabiduría de una madre.
—No te tortures por ello, Joss... aunque te parezca que no has hecho nada, la verdad es que hiciste mucho por ella. El no silenciarla y dejarla desahogarse es importante. Todos sabemos que Emilia no es capaz de expresarse abiertamente y que, la mayor parte del tiempo, prefiere soportar sus emociones internamente sin importar cuanto daño le ocasione...
—Aun así, yo...
—Josie tiene razón, hermano —interrumpió Balthazar, que permanecía de brazos cruzados a pocos metros de él—. Estoy seguro de que, a pesar de que no pudiste decir nada que la consolara, ella supo que estabas ahí por si te necesitaba. Somos conscientes de la conexión que existe entre ustedes, y de la confianza mutua.
Joss hizo una mueca mientras miraba a algunos de los que estaban allí presentes, que no apartaban la mirada de él y asentían, acordando con las palabras de Balthazar.
—No todo el tiempo tienes que hacer algo... a veces, solo con permanecer a su lado en silencio, es suficiente... —mencionó Josie, mientras apoyaba su cabeza en su hombro.
Joss sintió como aquellas palabras lo tranquilizaban un poco, sin embargo, no pudo evitar sentirse ligeramente incómodo al creer que estaba acaparando la atención, cuando el objetivo principal era Emilia y su angustia por la visita que le había hecho a Paul. Nadie parecía darle la importancia que él creía que merecía, y quizás solo estaba comportándose como un auténtico paranoico, pero no podía evitar sentirse preocupado por ella.
Miró cómo todos rápidamente se enfrascaban en una nueva conversación, dejando el tema atrás, aun cuando Joss no podía evitar sentir un sabor más amargo que la hiel.
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