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Capítulo 1.

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Las agujas del reloj avanzaban con lentitud para Emilia. Para el resto de los presentes en el gran gimnasio, no. Porque, claro, ninguno de ellos estaba entrenando como para una pelea importante, que sería el boom de sus carreras. La mayoría de los que asistían a aquel lugar no eran más que personas desesperadas por obtener un cuerpo trabajado para lucir trajes de baño en los días en los que un calor infernal azotaba la ciudad y eran ideales para estar en la playa, tomando sol como lagartijas. Ella era distinta, ella se esforzaba cada día para superar sus propias metas.

Se oían gritos y chirridos metálicos de las máquinas de pesas, el trote de algunas personas sobre las cintas, la soga golpeando el suelo de manera persistente ante unas pocas chicas que saltaban, y muchos golpes, golpes que se proporcionaban algunos hombres y algunas mujeres con sus guantes de boxeo. Y por supuesto, gritos. Los que gritaban eran los entrenadores, meticulosamente seleccionados para trabajar en ese gimnasio. Algunos de ellos eran boxeadores retirados que en sus años dorados habían obtenido grandes victorias, dignas de aparecer entre las noticias destacadas en los canales deportivos de la TV.

Y por allí, en el centro de uno de los cuadriláteros, se encontraba Emilia, luciendo su figura atlética y entintada, top deportivo y shorts negros. El cabello, castaño como las hojas caídas en pleno otoño, enlazado en una trenza francesa que lo dividía a la mitad.  Sus ojos, del color de los granos de café secos, listos para ser molidos. Parecía demasiado pequeña para estar allí, pero era fuerte. Una mezcla de temperamento entre flemático y colérico. Fría, puntual, tranquila, cortante y sarcástica.  

«¡No!», gritó exasperado un hombre de tez morena. «No, basta...», gruñó, mientras se detenía bajando los brazos y dejándolos caer a sus costados, mientras endurecía su mirada. «Cálmate y no te apures. Escúchame Emilia, concéntrate», repitió de memoria, como un viejo CD rayado. «Si quieres obtener ese maldito cinturón, presta atención», repitió más tranquilo, calmando sus propias emociones, mientras se separaba y la observaba fijamente a la defensiva, como si en cualquier momento, ella fuera a atacar.

«Eso intento», pensó ella, mientras cerraba los ojos y contaba hasta diez muy lentamente para calmarse. No quería abrir la boca y soltar un vómito verbal de improperios. Su respiración era errática debido al gran esfuerzo físico que estaba haciendo para esquivar y devolver los golpes a su entrenador. A veces lograba un buen gancho izquierdo y otras veces le costaba reaccionar rápido y no lograba esquivar los golpes en su abdomen o brazos.

Paul, según Emilia, era un hombre molesto y gruñón de unos cincuenta y cinco años, con cabello negro y unos rulos pomposos que sostenía apretados en un rodete. Era un hombre que irritaba hasta a la persona más pacífica del mundo, e incluso sería capaz de provocar la pérdida de paciencia y la ruptura del voto de silencio de cualquier monje. Así de intenso se comportaba con ella la mayoría del tiempo. Aunque, muy en el fondo, Emilia estaba agradecida con él, pues, de no ser por aquella molesta característica de Paul, ella no habría alcanzado sus objetivos dentro del ring.

«Pobre de June, su esposa. Lo que debe ser aguantarlo en casa todo un fin de semana…», pensó, mientras se acercaba para intentar proporcionarle otro gancho izquierdo. «A lo mejor sea distinto en casa», siguió pensando Emilia al esquivar otro ataque. 

Intentó despejar su mente y volvió a concentrarse en los movimientos rápidos de su entrenador para no recibir un golpe en el rostro por despistada.

Miró nuevamente el reloj con algo de ansiedad, era casi mediodía y el hambre comenzaba a hacerse presente. Suspiró abatida, había entrenado duro desde las cinco y media de la mañana y ahora solo quería descansar un momento para recuperar el aliento. 

Se alejó dándose un empujón contra las cuerdas y se sentó en el centro del cuadrilátero sintiéndose derrotada, como una niña pequeña que no quería obedecer a sus padres, ya no quería seguir, se había encaprichado con que no quería entrenar ni una hora más. Aunque fuera necesario para lo que vendría la próxima semana, se negaba a mover un pelo en aquel preciso momento. 

Vivía en la ciudad de San Diego, California, en la costa del Pacífico. Le gustaban el sol y la arena caliente bajo sus pies en los días de verano. Por esa razón permanecía viviendo contenta allí, de lo contrario, se hubiera marchado hace tiempo a Las Vegas, donde solía tener todas (o casi todas) sus peleas. 

Emilia boxeaba a nivel nacional y había comenzado hace poco en la liga internacional. Le encantaba aquella nueva etapa en la que se estaba sumergiendo y aquel deporte era la única manera eficiente que había encontrado, con el paso de los años, para descargar su ira contra la vida misma que parecía estar encaprichada con dificultar las cosas para ella.

Malcolm Forks, su padre, era alto, fornido y moreno. Boxeador retirado desde no hacía mucho, con tantos trofeos y cinturones como para llenar una habitación de cuatro metros y medio de largo. Siguiendo la pasión por el deporte de contacto, cuando anunció su retiro debido no solo a la edad, sino que sumaba una lesión en su espalda, se decidió por abrir su propia cadena de gimnasios donde cualquiera era bienvenido, pero eran pocos los que perduraban o lograban convertirse en grandes estrellas. No se trataba simplemente de dar unos golpes, se trataba de sentir la pasión por el deporte.

Emilia era adoptada. No recordaba la última vez que había visto a sus padres biológicos. Sí tenía en su memoria una serie de imágenes de su infancia al lado de su abuela materna, la única que había estado a su lado hasta que, en solo una semana, una neumonía mal diagnosticada por los médicos se la arrebató. No recordaba otros rostros o voces, pero en ocasiones veía una imagen confusa de una pareja que jugaba junto a ella. Y sentía alegría cada vez que recordaba aquello. Incluso si solo quedaban retazos, estaba segura de que ese había sido uno de los momentos más felices de su infancia.

Cuando Emilia llegó a la vida de sus padres adoptivos, era una niña triste y gruñona. Había comenzado el desarrollo de su carácter en el orfanato. Allí, muchos niños la molestaban hasta hacerla llorar. Y entonces, decidió que no permitiría que una sola lágrima más cayera de sus ojos oscuros.

Su primer golpe fue a parar en el rostro de una niña, Carla. Aquella rubia pretenciosa siempre la molestaba y un día, Emilia simplemente decidió que ya no sería así. Con aquel golpe, Emilia ganó el sentimiento de satisfacción, una cierta sensación de poder para enfrentar las situaciones, en vez de esconderse como lo había hecho antes de ese momento. Porque, sí, en aquel entonces era una niña que se dejaba pisotear por los demás.

Aquel incidente sirvió para que las familias que pretendían adoptar la abandonaran allí, a la espera de un par de adultos que la quisieran con su mal temperamento. Y fue difícil, porque nadie quería a una niña problemática. Siempre preferirían a niñas como Carla. 

Luego de dos años y como por arte de magia, Malcolm apareció junto a su esposa, Josie. Ambos estaban encantados con aquella niña y no dudaron en adoptarla. Y desde ese entonces, Emilia sentía que jamás podría agradecerles lo suficiente por la vida que le habían dado. Los apreciaba, y mucho. Aunque no fuera su hija de sangre, sabía perfectamente que ellos la querían como a una. Siempre fueron amables y cariñosos con ella. Cuando finalmente Malcolm y Josie lo volvieron a intentar, Emilia recibió la noticia de que tendría una hermana. 

El recuerdo de aquel momento sí estaba presente en su memoria.

Era sábado por la noche, Josie preparaba la cena con un poco de música de fondo. Algo de jazz, su género favorito. Emilia jugaba en la sala con Malcolm, las risas rebotaban en las paredes del amplio lugar y Josie sonrió al escucharlos. Le bajó el volumen al reproductor Bluetooth, apagó el fuego y rápidamente comenzó a preparar todo para llevarlo a la mesa. 

—¡A comer! —gritó, llevando una fuente en manos. Emilia fue la primera en aparecer por la puerta, movía su nariz olfateando el olor de la comida—. A comer, se enfriará si no se apuran. 

—¿Qué comeremos? —preguntó la niña. 

—Comida —respondió la mujer con sarcasmo. La cara de fastidio de la niña le hizo mucha gracia. No pudo evitar reírse ante la rápida mirada rencorosa que había recibido—. Arroz con verduras y pollo a la plancha. Ese será el menú de hoy.

—Suena rico, pero no me gustan las verduras —mencionó la niña, mientras negaba con su cabeza y se llevaba una mano a la cabeza, rascándose.

—Pero debes comer todo —recordó Malcolm. La niña asintió, sin oponerse ante lo que él decía. 

Luego de cenar, Josie estaba ansiosa, Malcolm no pudo evitar notarlo por lo que tomó su mano y la besó con delicadeza.

—¿Qué sucede? —preguntó. 

Josie sonrió.

—Lleva el postre a la mesa, por favor. Iré a buscar algo, no me tardo —lo besó y se perdió por uno de los tantos pasillos. 

Cuando regresó, Malcolm y Emilia se estaban peleando entre risas por un trozo de brownie. 

—Tengo un anuncio que hacerles —dijo apretando un aparato entre sus manos, por detrás de su espalda—, ¡estoy embarazada! —exclamó dejando ver el test de embarazo. 

Mientras a Malcolm se le llenaban los ojos de lágrimas y se fundía en un abrazo con Josie, Emilia arrojó el pedazo de bizcocho al plato.

—Yo no quiero un hermanito —dijo. Cruzó sus brazos por sobre su pecho y frunció el ceño. Malcolm y Josie sonrieron, sabían perfectamente que ella amaría a ese bebé en cuanto lo tuviera entre sus brazos. Y así fue, Emilia amaba a aquella niña más que a nada. Nala, su pequeña hermana. 

Emilia daría todo por mantener siempre la sonrisa de pequeños dientes relucientes en su rostro, incluso cuando aparentaba no tener interés en ella. Esas actitudes eran algunas de las que estaba intentando cambiar.

—Vamos, viejo... he estado aquí desde las cinco de la mañana. Prácticamente, he abierto el gimnasio —le recordó a Paul, y le proporcionó un puñetazo en el estómago. Por suerte el entrenador tenía el equipo de protección o hubiera quedado tirado en el suelo—. Quiero irme, merezco un descanso antes de continuar por la tarde. 

Le dio otro puñetazo, esta vez más fuerte, dado que no se estaba conteniendo. Si quería que ella usara su fuerza, lo haría, pero no por los motivos que él esperaba, sino porque quería sacárselo de encima de una buena vez.

Paul hizo una mueca rara, sin quejarse en voz alta, como si estuviese llorando en su interior y ella se rio, pues supo que ese golpe había dolido. 

—Vete, nos veremos luego—, aceptó él, despojándose de los accesorios que lo cubrían mientras soltaba quejidos bajos—. Antes, haz flexiones. Sesenta o no te dejaré ir.

Ella gruñó con irritación. Odiaba cuando él era mandón, pero lo entendía, o mejor dicho lo aceptaba, puesto a que él era su entrenador y era muy sabio en todo lo que tuviera que ver con la carrera de ella. «A veces la experiencia habla por sí sola», pensaba Emilia al respecto.

—De acuerdo, pero luego me largo —aceptó, poniéndose en posición para comenzar. 

Paul la miró sorprendido en cuanto ella terminó. Por un momento, había creído que no podría hacer nada más debido al cansancio. Pero, como siempre, ella lo sorprendía.

—Solo quiero irme —dijo palmeando sus manos para quitarles el polvo. 

—Puedes irte, pero sé puntual. Y no lo digo por esta tarde. Mañana, a las seis, sin falta —sentenció. 

Emilia viró los ojos luego de hacerle burla repitiendo aquellas palabras con muecas. 

Sabía que Paul hablaba en serio, muy en serio. El resultado de cada pelea era muy importante para él, incluso más que para ella, porque aquello era como alimentar su ego y callar a los haters deportivos que hacían conjeturas sobre su profesionalismo, poniéndolo en duda y cuestionando sus métodos de enseñanza.

—¡Ay, ya lo sé! —exclamó bajando del cuadrilátero con rapidez, antes de que su entrenador se arrepintiera de sus propias palabras—. Mis saludos a tu esposa y a tus hijos —él asintió y se marchó a recoger sus cosas. 

«Ni en broma me levantaré temprano para entrenar, mañana no», pensó Emilia mientras tomaba su bolso y comenzaba a reír en su interior. No iba a sacrificar el único día libre en la semana que tenía para descansar. Cualquiera que pudiese escuchar sus pensamientos diría que ella era, quizás, una descuidada con su carrera profesional, pero, la verdad era que le importaba y mucho, solo que a veces se encontraba saturada de todo lo que conllevaba ser la mejor.

Le dolían los músculos, más de lo que alguna vez le dolieron. Estaba entrenando demasiado, tenía una enorme presión por aquella pelea que se estaba aproximando. No era cualquier pelea, se enfrentaría a “La Loba”, Yamileth Persoon. La única piedra en su zapato en la categoría Peso Pluma, que le había impedido tener diecinueve victorias consecutivas. No había perdido ninguna de sus peleas. Pero, cuando se enfrentó a ella, obtuvo el único empate de toda su carrera. Y ahora, finalmente, tenía la oportunidad de probarse a sí misma que tenía todas las capacidades para derrotar a su contrincante. Y lo haría, costara lo que costase.

Al salir del gimnasio, con su bolso en mano, buscó su auto. A pocos pasos se encontraba su Camaro blanco. Las luces parpadearon cuando apretó el botón para quitar el seguro. Entró y puso en marcha el motor. Pensó un momento en que lo mejor sería salir por detrás del edificio, una salida camuflada para cuando la entrada estaba abarrotada por periodistas, fotógrafos y camarógrafos de canales televisivos o programas radiales de deportes que buscaban novedades.

—Sí, menos periodistas —se dijo a sí misma. 

La fama era el lado malo de ser tan buena en lo que hacía. 

A Emilia no le agradaba la fama. Le gustaba lo que hacía y peleaba con pasión, pero luego debía aguantar los flashes de las cámaras, el amontonamiento de los periodistas, las cámaras cerca de su rostro junto con el bombardeo de preguntas... ¡Uy! De solo pensarlo se sentía irritada y, a veces, ni siquiera era por ella, sino por llevar el apellido Forks que, por sí solo, ya tenía su propio peso.

Viajó por unos cuantos minutos que le parecieron eternos hasta que, por fin, se encontró entrando al barrio privado donde se ubicaba la morada a la que desesperadamente deseaba llegar. Una vez que lo hizo, ingresó anunciando su presencia dando su típico golpe rítmico a la puerta, como si tuviera unas baquetas en mano y la puerta fuera una batería.

—¿Cómo te fue? ¿Estás muy cansada? —preguntó Josie al verla entrar y dar el portazo luego de ingresar. Se apiadó de las bisagras que aún sostenían la puerta en su lugar. Su hija no solía controlar su fuerza. La puerta en la cocina, con salida al patio trasero, había sido testigo de ello durante mucho tiempo.

—Bien, supongo —respondió con desgana, tirándose en el sillón y dejando su celular sobre la mesa ratona que estaba frente a ella.

—¿Supongo?, ¿qué respuesta es esa? —preguntó extrañada, entrando a la cocina mientras dejaba escapar una leve carcajada—. ¿Tienes hambre?

Josie se movía con destreza de una punta a otra, junto con las empleadas que le ayudaban a cocinar.

Ellas no eran muchas, pero sí las suficientes como para ayudar a mantener el orden y la limpieza en aquella mansión. Incluso tenían chofer, seguridad y personal encargado de cuidar el jardín para evitar que la maleza se adueñara del lugar.

—Ni yo lo sé… sí, un poco —contestó en orden, siguiendo sus pasos con algo de pesadez. Se sentó de un salto sobre la encimera y sintió que allí se le habían ido las pocas fuerzas que le quedaban—. ¿Dónde están Nala y Malcolm?

Josie secó sus manos con un paño como los que eran comunes en las cocinas de grandes restaurantes y frunció el entrecejo. —Se marcharon a comprar un par de cosas. Hace rato… —miró el reloj de muro— ...no deben de tardar en venir —dijo, mientras agitaba una mano en el aire, restándole importancia.

—Bien… —murmuró, olfateando el aroma que desprendían las cacerolas— ...por favor, dime que estás haciendo algo con mucha carne, me muero de hambre — finalizó, y llevó su mano al vientre, que ya había comenzado a gruñir como si tuviera pequeños cachorros de león allí dentro.

—Estamos preparando unas pechugas de pollo rellenas con algunas verduras y ensaladas. Ve a ducharte y a relajarte un rato —ordenó—. Si te quedas dormida, iré a despertarte cuando esté listo el almuerzo —mencionó mirándola y la señaló con la cuchara esperando a que acatara su orden sin rechistar. 

Emilia asintió con la cabeza y elevó sus manos en señal de paz, no quería problemas. Josie era peligrosa con la cuchara de madera. Lo había comprobado tiempo atrás, cuando por molestarla mientras cocinaba y meter el dedo en la salsa, su madre le golpeó los glúteos con aquella cuchara. Sintió el ardor en la zona cada vez que se sentaba por los siguientes cuatro días.

Ni siquiera los golpes que recibía en el cuadrilátero dolían tanto como le había dolido aquella vez. A veces pensaba que el dolor era más sentimental que físico; es decir, su madre, la mujer a la que más veneraba, le había dado una advertencia por ser osada y atreverse a meter un dedo en la salsa. Ni siquiera había logrado hacerlo, no fue tan rápida. Pero su madre de todas formas había decidido hacerlo, para que, en un futuro, se lo pensara dos veces antes de intentarlo.

Subió las escaleras con pereza y no pudo hacer otra cosa más que pensar en la larga tarde que le esperaba. Al menos para ella y sus dolores musculares. Nunca antes le habían dolido como ahora, esta vez sí sintió que se había esforzado al máximo y, de cierta forma, la llenaba de satisfacción, porque sabía que, tarde o temprano, su esfuerzo sería recompensado.

«Tengo piernas de gelatina», pensó caminando por el pasillo.

Entró en la habitación que sus padres habían conservado con sus pertenencias. porque conocían a Emilia. Sabían que, aun teniendo su propio departamento, ella los iría a visitar con frecuencia o se quedaría allí a pasar las noches cuando tuviera que entrenar mucho, dado que era el lugar más cercano que tenía para descansar.

Comenzó a quitarse la ropa de camino a la ducha y, una vez adentro, giró la perilla del agua fría. La misma cayó en picada como una lluvia fina, masajeando su acalorado y cansado cuerpo. Sintió como, poco a poco, a pesar del frío que comenzaba a sentir, sus músculos le dolían menos. Y no fue hasta que estos dejaron de tensarse y la piel se le erizó, que cambió la temperatura del agua pasando de estar helada a cálida y agradable. 

Al finalizar, envolvió su cuerpo en una toalla amplia y secó su piel acaramelada para ir hasta los cajones de la cómoda y tomar algunas prendas que creía tener extraviadas, pero que había dejado allí hace tiempo.

Se colocó la ropa interior y se dispuso a secarse el cabello lo suficiente como para que dejara de gotear, pero no tanto como para secarlo por completo.

Mirando su cama, se arrojó sobre ella y ocultó su cuerpo debajo de las sábanas, tomando una almohada entre sus brazos para abrazarla y esconder su rostro en ella, aspirando el suave aroma a flores del suavizante de ropa que utilizaban las encargadas de limpieza.

Pensando en su entrenamiento, navegó y naufragó en viejos recuerdos, en los que se enfrentaba a Yamileth obteniendo un empate, y el recorrido de su carrera antes de llegar a ella, y sin darse cuenta, sus ojos comenzaron a pesar, mientras iba cayendo en la inconsciencia, trasladando sus pensamientos a sus sueños, donde comenzaba a fantasear con aquella pelea que tan ansiosa la traía.


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