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La pequeña Brooke se asomó por la ventana del taxi, sus ojitos llenos de expectación. Sus padres habían conseguido un nuevo trabajo, pero eso también significaba una mudanza. Aunque dejaba atrás Irlanda, no dejaba atrás las burlas en el kinder por su cabello rubio y las coletitas. La idea de un nuevo comienzo la emocionaba, y mal podía esperar para conocer a sus vecinos y explorar su nuevo hogar en Inglaterra.
Tan absorta estaba en sus pensamientos que se sobresaltó cuando su mamá la avisó que habían llegado a la nueva casa. Rápido agarró su mochila de Catarina y su oso de peluche regalado, y saltó del coche con energía.
Al salir, divisó a un niño de rulos castaños observándola desde la casa vecina. Brooke le saludó con una sonrisa brillante, contagiando su entusiasmo, y el niño, con un rubor en sus redondas mejillas, le devolvió el saludo tímidamente.
Entrando a su nueva casa, Brooke dejó que la emoción la inundara. Corrió hacia la habitación que su padre le había señalado, observándolo todo con admiración. La habitación era espaciosa, pintada en tonos de azul claro, con un baño y un armario. Pero lo que realmente la hizo emocionarse fue una alfombra repleta de ositos, que la hizo sonreír como nunca.
Sentada en la alfombra, Brooke se sumió en su emoción y curiosidad. Sin embargo, su padre la llamó para que bajara a conocer a los nuevos vecinos.
Abrazando su osito de peluche, Brooke llegó abajo y vio a sus padres charlando con dos hombres castaños, uno de los cuales era el niño de la casa vecina. Sonriente, se presentó, y con el correr del tiempo, ella y Ollie, como se llamaba el niño, se dirigieron a su habitación, donde comenzaron a jugar con los juguetes que Brooke tenía en su mochila.
A lo largo de los meses, Brooke y Ollie compartieron innumerables momentos de diversión y aventuras. Desde jugar a las escondidas en el amplio jardín hasta construir castillos de arena en el parque cercano, su amistad floreció en medio de risas y complicidad. Pasaban horas juntos, creando mundos imaginarios y compartiendo secretos que solo los dos entendían.
En una cálida tarde de verano, los dos se aventuraron a explorar el bosquecillo detrás de sus casas. Sus risas resonaban mientras recolectaban hojas y ramitas para crear coronas improvisadas. Sentados bajo la sombra de un gran roble, compartieron historias inventadas sobre dragones y aventuras mágicas. Brooke dejó volar su imaginación, mientras Ollie la miraba con admiración, encantado por la chispa creativa que ella tenía.
En otra ocasión, cuando el cielo estaba nublado y las gotas de lluvia comenzaron a caer, ambos se refugiaron en el granero de Ollie. Se acurrucaron entre montones de heno y compartieron chocolates calientes que habían preparado juntos. Las risas resonaban mientras se contaban chistes y se inventaban historias disparatadas sobre animales que vivían en el granero.
Durante el invierno, construyeron un muñeco de nieve en el patio, riéndose mientras se abrigaban en capas de ropa. Cuando terminaron, Brooke le dio al muñeco su característico toque creativo: una corona de flores. Ollie se rió de su elección poco convencional y luego tomó su propia corona hecha de ramitas y la colocó en la cabeza de Brooke, nombrándola "Reina de la Nieve". Ambos rieron mientras posaban para una foto juntos.
A lo largo de los años, Brooke y Ollie forjaron una amistad sólida mientras enfrentaban juntos cada desafío que les presentaba la vida. Jugaron en días soleados y en días lluviosos, creando memorias que perdurarían por siempre.
Cuando Ollie cumplió diez años, un nuevo interés ocupó su tiempo y pasión: el karting. Fascinado por la velocidad y la emoción de las carreras, empezó a entrenar con determinación en un circuito cercano. Brooke, siempre apoyando a su amigo, asistía a cada carrera y animaba con entusiasmo.
Un día soleado, mientras observaban a Ollie en su kart, Brooke sintió el impulso de ser parte de su mundo. — ¿Puedo intentarlo?— le preguntó a Ollie después de la carrera. Él asintió emocionado, y pronto, Brooke se encontró sentada detrás del volante de un kart por primera vez. Las risas de ambos llenaron el aire mientras ella daba vueltas lentas al circuito.
Con el tiempo, Brooke se convirtió en una asidua acompañante en las carreras de Ollie. Observar sus logros y ver cómo superaba obstáculos la llenaba de orgullo. Y aunque no se unió oficialmente a las carreras, la emoción y la pasión que compartieron se convirtieron en una parte fundamental de su amistad.
En una tarde de verano, después de una carrera emocionante, Ollie se acercó a Brooke con una sonrisa tímida. —Tengo algo para ti—, dijo mientras le entregaba una pequeña medalla. —Es un recordatorio de todas las veces que has estado a mi lado, animándome en cada paso del camino.—
Brooke aceptó la medalla con cariño y la sostuvo en sus manos. —Nuestra amistad es mi mayor premio—, le aseguró con sinceridad.
A medida que crecían, sus sentimientos mutuos crecían también. Sin embargo, el miedo de arruinar su relación siempre estaba presente en sus mentes. A veces, miraban el cielo estrellado juntos, compartiendo sus esperanzas y temores en un mundo donde solo existían ellos.
Pero la vida no es solo momentos tiernos. A medida que los desafíos y las decisiones difíciles surgían, Brooke y Ollie se dieron cuenta de que su amistad resistiría cualquier obstáculo. Lo que comenzó como un saludo tímido a través de una ventana, se convirtió en una relación inquebrantable que enfrentaría las pruebas del tiempo y la distancia.
Su historia, marcada por risas en el granero y emociones en el karting, estaba lejos de terminar. Brooke y Ollie estaban destinados a escribir más capítulos en su historia de amistad y amor.
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