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❦ Capítulo ocho

❦ The man ❦

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—¿Puedo tener el honor de acompañarla, princesa Naerys? —preguntó Vaemond Velaryon con una voz cargada de aparente amabilidad.

Naerys alzó la mirada de su labor, los dedos aún aferrando las agujas con firmeza. El fastidio ante la interrupción era evidente. No le agradaba Vaemond, y era de conocimiento común. El hombre, aunque miembro de una de las familias más importantes de Poniente, cargaba con una reputación de cobardía que lo precedía. Sin molestarse en ocultar su desdén, ella se tomó un momento antes de contestar, como si su respuesta no fuera más que una mera formalidad.

—Lord Vaemond, no sé qué interés puede tener en mi compañía, pero dudo que se trate solo de cortesía —respondió ella, mientras volvía a concentrarse en la costura del vestido que preparaba para la pequeña Jaehaera, tarea que le parecía infinitamente más importante que cualquier conversación con el hombre frente a ella.

Vaemond mantuvo una sonrisa, que a duras penas enmascaraba su frustración. Su incomodidad era evidente, pero Naerys no estaba dispuesta a suavizar su trato por esa razón. Cualquier gesto de compasión hacia el hombre sería un desperdicio.

—Sabe bien, princesa, que su compromiso con Jacaerys Velaryon no es lo más conveniente para los intereses de su casa —dijo Vaemond al fin, con un tono que pretendía ser razonable, pero que solo logró irritarla más.

Los ojos de Naerys se entrecerraron, evaluando las intenciones detrás de aquellas palabras. No iba a permitir que nadie más interfiriera en su vida; ya demasiadas personas decidían por ella como para permitir que alguien más se sumara a esa lista. —Mi compromiso fue dispuesto por el rey, y es un asunto que no está sujeto a discusión—respondió con una firmeza inquebrantable, su tono marcando con claridad que no toleraría ninguna objeción.

Vaemond pareció retroceder momentáneamente, sorprendido por su resistencia, pero no lo suficiente como para rendirse. En su rostro se reflejaba una mezcla de nerviosismo y determinación.

—La política, princesa, rara vez coincide con los deseos del corazón. Sin embargo, hay alternativas que podrían beneficiar tanto a su casa como a la mía —continuó Vaemond, intentando disfrazar su ambición tras un velo de diplomacia.

Naerys sintió que la rabia le subía por la garganta. ¿Acaso creía este hombre que sabía más que ella sobre lo que convenía a su casa? Apretó los labios, luchando por contener las ganas de reírse ante la absurda audacia del lord.

—Lord Vaemond, sus insinuaciones no tienen lugar aquí —respondió, levantándose de su asiento y dejando a un lado la tela que estaba trabajando. El brillo en sus ojos no dejaba lugar a dudas de que no toleraría ni una palabra más sobre el asunto—. Mi compromiso es asunto de la corona. No hay nada más que discutir.

Vaemond reaccionó de manera inesperada, agarrando su brazo con fuerza. Naerys lo miró, indignada, sus ojos llenos de furia. ¿Cómo se atrevía a tocarla de esa manera?

—¡Suélteme! —ordenó con voz firme, su tono no dejando lugar a dudas de que no toleraría esa ofensa.

Vaemond no cedió. Sus ojos reflejaban una desesperación que nunca habia visto antes. —Escuche, Naerys —siseó con un tono bajo y amenazante—. Tiene que entender que yo soy un verdadero Velaryon. No como ese bastardo sin experiencia que le han impuesto.

La risa de Naerys interrumpió su discurso. Era una risa sarcástica, mordaz, cargada de desprecio. —Jacerys parece ser mucho más Velaryon que lo que usted demuestra. El sí es honorable, algo que no puedo decir de usted. 

Las palabras de Naerys cayeron como un látigo sobre Vaemond, quien frunció el ceño, sus labios temblando de rabia contenida. Pero no soltó su agarre. Estaba claro que no podia soportar que alguien lo desafiara, y mucho menos una mujer.

—No tiene idea de lo que está rechazando, Naerys —insistió Vaemond, su voz cargada de veneno—. Podríamos ser una pareja formidable, y juntos podríamos... 

—¿Cree que alguna vez consideraría unir mi destino al suyo? —Naerys lo interrumpió con una frialdad que helaría a cualquiera—. Es Velaryon solo de nombre, pero su comportamiento no es digno de tal linaje. ¿Cree que su nombre lo hace merecedor de algo más que el mero título? No es más que un segundo hijo con delirios de grandeza.

Naerys vio la furia destellar en los ojos de Vaemond y supo en ese instante que había dado en el blanco. Él no podía soportar ser desafiado, y mucho menos por alguien a quien consideraba inferior, una mujer.

—No eres digno de mi tiempo ni de mi paciencia. No hay absolutamente nada en ti que me haga reconsiderar mi decisión —afirmó ella, cada palabra cargada de convicción. No retrocedió ni un paso, manteniendo su postura firme. Si Vaemond realmente creía que podía persuadirla para que considerara un enlace con otro hombre, necesitaría ofrecer algo mucho más valioso que simples palabras. Pero ¿qué hombre podía ofrecerle más que una corona? Nadie, excepto Jacaerys Velaryon. Solo él sería digno de llamarla su esposa. Nadie más.

 Vaemond apretó el puño, sus esfuerzos por controlar la ira eran evidentes.

—Si me disculpa, Lord Vaemond, tengo asuntos más importantes que atender que perder mi tiempo con un hombre como usted —concluyó ella, esperando que sus palabras fueran la estocada final que necesitaba para terminar con el enfrentamiento.

Un súbito carraspeo interrumpió la tensión entre ellos. Vaemond soltó su brazo de inmediato, fingiendo que había sido por su propia voluntad, pero Naerys vio el brillo de vergüenza en sus ojos. Su mirada se desvió hacia la figura de Lucerys Velaryon, que observaba la escena con una mezcla de incomodidad y sorpresa, evidentemente intentando ocultar cuánto había presenciado, aunque sin éxito.

—La corte está por comenzar —indicó Lucerys con la voz baja tras un momento de incómodo silencio.

Naerys asintió con solemnidad, agradeciendo internamente la oportunidad de abandonar aquella tensa conversación. La corte, al menos, significaba que podía enfocarse en asuntos verdaderamente importantes. Ajustó su vestido con un gesto automático antes de dirigirse hacia la sala de audiencias, con Lucerys siguiéndola en silencio.

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—Aunque todos esperamos que Lord Corlys Velaryon logre recuperarse de sus heridas —comenzó Otto Hightower, Mano del Rey, en su discurso—, estamos aquí para abordar el delicado asunto de la sucesión en Marcaderiva. Como Mano del Rey, hablo en nombre de su majestad en este y en todos los asuntos.

Otto tomó asiento en el trono, un lugar que parecía cada vez más familiar para él.

—La Corona está dispuesta a escuchar las peticiones. Que se presente Ser Vaemond de la Casa Velaryon.

Naerys permanecía junto a sus hermanos Aegon, Aemond y Helaena, con su madre a su lado. Al otro extremo, estaban Rhaenyra, su esposo Daemon, Jacaerys y Lucerys. Rhaenys, Baela y Vaemond se mantenían un poco más atrás. Cuando el nombre de Vaemond fue llamado, este avanzó hacia el frente del trono, donde Otto lo observaba con detenimiento.

—Mi reina —dijo Vaemond dirigiéndose a Alicent, quien apenas lo miró—. Mi Lord Mano. La historia de nuestras casas se remonta más allá de los Siete Reinos, hasta los días de la antigua Valyria. Mientras la Casa Targaryen ha gobernado los cielos, la Casa Velaryon ha dominado los mares. Tras la caída de Valyria, nuestras casas se convirtieron en las últimas de su estirpe. Nuestros antepasados llegaron a esta nueva tierra sabiendo que, si fallaban, su linaje desaparecería para siempre.

Vaemond hizo una pausa, dejando que sus palabras calaran en la audiencia.

—He dedicado mi vida a Marcaderiva, protegiendo el asiento de mi hermano. Soy su pariente más cercano, su propia sangre. La verdadera y legítima sangre de la Casa Velaryon corre por mis venas.

Naerys lo escuchaba con desdén. Sabía muy bien cómo terminaría todo. Su abuelo, Otto, apoyaría el reclamo de Vaemond, no por convicción, sino porque sería útil para sus futuros planes. Otto nunca tomaba decisiones a la ligera, y cada una estaba calculada en función de sus propios intereses.

Rhaenyra, incapaz de contenerse ante lo dicho, habló con dureza.

—Así como corre por las venas de mis hijos, los frutos de Laenor Velaryon. Si le importara tanto la sangre de su casa, Ser Vaemond, no se atrevería a suplantar a su legítimo heredero. Usted solo habla por sí mismo y por su propia ambición.

Alicent interrumpió con un tono sereno pero firme. —Podra hacer su propia petición, princesa Rhaenyra. Dele a Ser Vaemond la cortesía de ser escuchado.

Naerys intercambió una mirada cómplice con Aegon, ambos sonriendo ante la sutil reprensión de su madre.

Con renovada arrogancia, Vaemond volvió a dirigirse a Rhaenyra. —¿Qué sabe usted de la sangre Velaryon, princesa? Me cortaría las venas y se las mostraría y aun así no podría reconocerla. Esto es sobre el futuro y la supervivencia de mi casa, no la suya.

Vaemond lanzó una última mirada de superioridad a Lucerys antes de volver a dirigirse al Lord Mano. Naerys no pudo evitar rodar los ojos ante la arrogancia del segundo hijo Velaryon, quien parecía convencido de que sabía mejor que los Targaryen cómo manejar sus propios asuntos. Se entrometía en cuestiones que no le incumbían, creyéndose más importante de lo que era.

Aegon, sentado a su lado, notó la expresión de su hermana y alzó una ceja. Naerys, con una sonrisa apenas perceptible, le susurró: "Es una lacra". La risa ahogada de Aegon no pasó desapercibida para la reina Alicent, quien les lanzó una mirada severa, reprochando su falta de respeto.

Mientras tanto, Vaemond continuaba su discurso, inflado por una falsa humildad. —Mi reina, mi Lord Mano —dijo con voz firme—. Este es un asunto de sangre, no de ambición. Yo pongo la continuidad y la supervivencia de mi casa y mi linaje por encima de todo. Humildemente me propongo como el sucesor de mi hermano, el Señor de Marcaderiva y el Señor de las Mareas.

Naerys bufó por lo bajo, incapaz de ocultar su desprecio. Era obvio que Vaemond estaba motivado por la ambición, por más que intentara ocultarlo bajo un manto de deber. Él pretendía presentarse como el salvador de su casa, pero Naerys sabía que sus palabras eran solo mentiras. Al menos ella tenía la honestidad de no esconder su deseo de alcanzar el Trono de Hierro.

—Gracias, Ser Vaemond. 

Vaemond regresó a su lugar con la cabeza en alto, como si ya hubiera ganado el apoyo de la corte.

—Princesa Rhaenyra, ahora puede hablar en nombre de su hijo, Lucerys Velaryon —anunció el Lord Mano.

Rhaenyra avanzó con su habitual porte orgulloso. —Si voy a continuar con esta farsa —comenzó, su voz resonando en el salón—, quiero recordar a la corte que hace veinte años...

Naerys volvió a rodar los ojos, aburrida de escuchar las mismas palabras repetidas una y otra vez. ¿Acaso Rhaenyra no se daba cuenta de que aquellos juramentos antiguos ya no significaban lo mismo? Las lealtades podían cambiar con el tiempo, y no todos en la sala seguían apoyándola con la misma devoción.

Pero antes de que Rhaenyra pudiera continuar, la atención de todos se desvió hacia las grandes puertas del salón, que se abrieron. La figura del rey Viserys apareció en el umbral, caminando con dificultad, apoyado en su bastón.

—El rey Viserys Targaryen, primero de su nombre, rey de los Ándalos y de los Primeros Hombres, Señor de los Siete Reinos y Protector del Reino —anunció el heraldo.

El silencio se apoderó del salón. La aparición del rey, visiblemente debilitado y enfermo, impactó a todos los presentes. Naerys, como el resto, había pasado tanto tiempo sin verlo fuera de su cama que casi había olvidado lo frágil que se había vuelto. Sin embargo, algo en su interior se removió al ver a su padre hacer un esfuerzo tan grande por estar allí. Era evidente que no lo hacía por el reino, sino por su hija, Rhaenyra.

El silencio se adueñó de la sala mientras el rey Viserys avanzaba lentamente hacia el trono. Aegon, siempre atento a la tensión que flotaba en el aire, chocó su hombro contra el de Naerys, buscando su atención. —La defenderá —susurró en tono bajo, pero lleno de certeza.

Era una afirmación indiscutible. Su padre nunca había mostrado una devoción semejante por ninguno de sus otros hijos. Sin embargo, por ella, parecía estar dispuesto a cualquier sacrificio. Naerys no apartó la vista de su padre mientras este ascendía los escalones del trono con evidente dificultad. Las palabras de Aegon eran más que ciertas, y ella no pudo más que asentir en reconocimiento.

Presenciaron juntos el momento en que Daemon se acercó al rey, ofreciéndole su brazo para ayudarle a tomar asiento en el trono. Por un breve instante, Naerys sintió una punzada de preocupación por el estado de su padre. Pensó en acercarse, en comprobar si realmente tenía la fortaleza suficiente para estar allí. Pero cuando Rhaenyra dio unos pasos hacia adelante, asegurándose de que su padre estaba bien, toda angustia desapareció de golpe. Era como si, con solo su presencia, cualquier rastro de empatía o afecto en el corazón de Naerys se esfumara.

El rey habló con voz ronca, cada palabra le costaba un esfuerzo casi insoportable. —Debo admitir que estoy confundido —comenzó, mientras las miradas de la corte se concentraban en él—. No comprendo por qué se escuchan peticiones sobre una sucesión que ya ha sido acordada. La única que podría ofrecer claridad sobre los deseos de Lord Corlys es la princesa Rhaenys.

Con un gesto firme, Rhaenys asintió y avanzó hasta quedar frente a todos. —Así es, Majestad.

Cada par de ojos en la sala se posó sobre ella. Hubo una breve pausa, el tiempo justo para que la princesa evaluara cuidadosamente sus siguientes palabras. —Mi esposo siempre ha deseado que Marcaderiva sea heredado por el legítimo hijo de Ser Laenor, Lucerys Velaryon. Su voluntad nunca ha cambiado, y mi apoyo a su decisión tampoco.

La incredulidad en el rostro de Vaemond era fascinante, una expresión que no pasó desapercibida para ninguno de los presentes. Naerys sintió una chispa de satisfacción ante la evidente derrota del Velaryon. Sus planes, tan meticulosamente trazados, se desmoronaban frente a sus propios ojos, y ella no pudo evitar disfrutar del espectáculo de su fracaso.

—La princesa Rhaenyra me ha informado recientemente de su deseo de casar a sus hijos, Jacaerys y Lucerys, con las nietas de Lord Corlys, Baela y Rhaena —anunció Rhaenys —. Es una propuesta que apoyo efusivamente.

Otto Hightower miró al rey con desconcierto, mientras una sonrisa florecía en el rostro de Rhaenyra. Naerys, observando la escena, no pudo evitar notar la expresión de ilusión que se reflejaba en el rostro de Baela al mirar a Jacaerys. Había un brillo en los ojos de la joven que hizo que el estómago de Naerys se revolviera de incomodidad. Una punzada de envidia la atravesó al imaginar aquella futura unión. No podía permitir que Baela se acercara al trono, pues ese destino estaba reservado solo para ella.

—Es, sin duda, una propuesta tentadora —admitió el rey Viserys—. Sin embargo, mi deseo de que Jacaerys se case con mi hija Naerys permanece inmutable. Los preparativos para la boda comenzarán de inmediato, y será una celebración digna de ambos.

Al escuchar esas palabras, Naerys sintió un alivio. No podía explicar con exactitud la razón de aquel sentimiento, pero sabía que, en parte, era porque las esperanzas de Baela acababan de ser destrozadas. Sí, eso debía ser. Sus ojos se encontraron con los de Jacaerys durante un breve instante. ¿Qué pensaría él de todo esto? ¿Se rebelaría contra los deseos del rey, o simplemente aceptaría su destino?

—Como desee, Majestad —respondió Rhaenys con un leve asentimiento. Sabía que, ante la firmeza del rey, poco o nada podría hacer para cambiar la situación.

—Entonces, el asunto está resuelto una vez más —afirmó Viserys, devolviendo el orden en la sala—. Así, declaro que el príncipe Lucerys Velaryon seguirá siendo el heredero de Marcaderiva y el futuro Señor de las Mareas.

Rhaenys regresó a su lugar, mientras Vaemond avanzaba hacia el centro de la sala. —Usted ha quebrantado la ley y siglos de tradición al designar a su hija como heredera —acusó, con la voz cargada de rabia—. Y ahora se atreve a decirme quién merece llevar el apellido Velaryon. No, no lo permitiré.

—¿Permitirlo? —la voz del rey, aunque debilitada, aún mantenía un aura de autoridad—. No olvide con quién está hablando, Vaemond.

Vaemond, fuera de sí, se giró señalando a Lucerys con una furia apenas contenida. —Él no es un verdadero Velaryon, y ciertamente no es sobrino mío.

—Vayan a sus recámaras —ordenó Rhaenyra a sus hijos.  —Ya han dicho suficiente.

Viserys, en su trono, alzó la voz con un tono desafiante que resonó en toda la sala.

—Lucerys es mi nieto legítimo, y usted no es más que el segundo hijo de Marcaderiva.

—Usted puede manejar su casa como le plazca —continuó Vaemond —, pero no decidirá el destino de la mía. Mi casa ha sobrevivido la Perdición y mil tribulaciones posteriores, y por todos los dioses, no veré que termine por culpa de este...

—Dígalo —le susurró Daemon, retándolo con una mirada incitadora.

Una sonrisa arrogante cruzó el rostro de Vaemond, aceptando el desafío. —¡Sus hijos son bastardos! —gritó para despues señalar a Rhaenyra —. Y ella es una golfa.

La sala entera quedó en silencio, la audacia de Vaemond había traspasado todos los límites. Nadie se movió. Nadie esperaba tal hecho, tan directo y brutal. Pero el rey no iba a dejar que esas palabras quedaran impunes. Se levantó, desenvainando su daga con un gesto decidido.

—Tendré su lengua por eso.

Las palabras apenas habían salido de los labios de Viserys cuando Daemon, con una velocidad aterradora, segó la cabeza de Vaemond en un solo movimiento. La sala estalló en gritos de horror y sorpresa, mientras los murmullos de lamento llenaban el aire.

Instintivamente, Aegon tomó la mano de Naerys, retrocediendo ligeramente. La violencia de la escena había dejado a todos en estado de sorpresa. La cabeza de Vaemond yacía en el suelo, separada de su cuerpo, y la sangre comenzaba a manchar el suelo de piedra.

—Puede quedarse con su lengua —declaró Daemon con frialdad, sin apartar la mirada del cadáver.

Los guardias, conmocionados, se apresuraron a rodear al príncipe con la intención de contener cualquier otra amenaza.

—No es necesario.

El cuerpo inerte de Vaemond, ya sin vida, era una macabra confirmación de sus propias palabras. Su sangre, derramada en el suelo, parecía extraña, ajena. Naerys, al contemplar la escena, sintió una distancia casi irreconocible con la sangre del cadáver. 

De repente, el rey Viserys se desplomó en su trono, agotado por el esfuerzo. Rápidamente, su madre y los demás corrieron en su auxilio, rodeándolo con preocupación. Pero Naerys no tenía interés en la escena que se desarrollaba a su alrededor. Sin prisa, comenzó a caminar hacia la salida, rodeando el cuerpo decapitado de Vaemond con cuidado de no manchar su vestido con la sangre.

Si hubiera mirado hacia atrás, habría visto cómo Jacaerys la seguía con la mirada, observándola mientras se desvanecía entre la multitud que también abandonaba la sala. Estaba dispuesto a seguirla, pero no contaba con el obstáculo que se interpuso en su camino. Baela, con gesto firme, entrelazó sus manos con las de él. Si no hubiera sido por ese gesto, Jacaerys la habría seguido sin dudarlo.

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Naerys todo el capítulo amando ver el mundo arder sin estar de por medio esta vez. Después de lo que pareció una eternidad vengo con un nuevo capítulo, lo que significa que la boda se acerca.

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