18
Theodore apenas era consciente de sí mismo. Estaba en algún lugar oscuro y húmedo, con las paredes rezumando una humedad que se impregnaba en su piel y en su ropa desgarrada. Las ratas correteaban cerca de él, sus pequeños cuerpos escurridizos tocándole las piernas y los brazos mientras buscaban restos de comida, pero en ese lugar no había nada más que resto de llanto y ecos de sollozos que Theodore apenas reconocía como propios.
El tiempo había perdido su significado; ya no sabía cuántos días habían pasado desde que había sido arrastrado a este agujero mugriento. Podrían haber sido dos días, o tal vez tres, o incluso una eternidad. La única medida de tiempo era el breve destello de luz que se filtraba por una pequeña rendija en la pared de piedra, un parpadeo de claridad que iluminaba apenas un rincón y desaparecía tan rápido como llegaba, sumiéndolo de nuevo en la oscuridad impenetrable.
El dolor era constante. Cada rincón de su cuerpo lo sentía, desde los cortes en sus brazos hasta los hematomas que le ardían en las costillas cada vez que respiraba. Había perdido la cuenta de cuántas veces le habían golpeado, hasta que los bordes de su conciencia se disolvieron en un mareo punzante y un sabor metálico llenó su boca. El dolor de cada golpe resonaba en su mente aún después de que los agresores lo dejaran, y el recuerdo de sus risas crueles se clavaba en su memoria, cada vez más desgarrador.
La sed era un tormento lento y abrasador. Su garganta estaba tan seca que cualquier intento de tragar era como tragar espinas; cada bocanada de aire era un esfuerzo. Intentó humedecerse los labios con la lengua, pero fue en vano. Hasta el último rastro de humedad se había secado hace mucho. En algún momento, en medio del delirio, había considerado lamer las paredes de piedra, desesperado por algo que aliviara la quemazón en su boca, pero la poca cordura que le quedaba le advirtió que eso no haría más que empeorar su situación. Así que aguantaba, sin pensar, sin sentir, manteniéndose en un estado de semiinconsciencia.
El hambre era otra agonía, aunque más distante. Al principio, su estómago se había retorcido, hambriento, esperando algún tipo de sustento. Pero, con el tiempo, la sensación de hambre se había desvanecido, dejándolo con un vacío sordo que ya no dolía, sino que simplemente existía. No había fuerzas para hacer mucho más que respirar, y aun eso era un acto que parecía dolerle en cada fibra del cuerpo.
Los minutos se estiraban en horas interminables, y la desesperanza se colaba en su mente como una niebla oscura. Cada vez que pensaba en Daphne, su corazón latía con una mezcla de miedo y culpa. ¿Estaría ella bien? ¿Habría logrado escapar? Se aferraba a esa posibilidad como a una última chispa de esperanza, intentando no imaginar lo peor. Ella tenía que estar bien. Si algo le sucedía a ella, si ese fuera el precio que había pagado, no sabría cómo soportarlo.
El pequeño rayo de luz que se colaba a través de la rendija era su único vínculo con el mundo exterior, un recordatorio de que existía algo más allá de esas paredes opresivas. La luz fluctuaba, apareciendo y desapareciendo a intervalos irregulares, como si alguien al otro lado jugara con su paciencia. Durante esos instantes, Theodore se quedaba inmóvil, esperando, anhelando el calor de esa luz, aunque fuera una débil promesa de libertad en medio de toda esa penumbra. Pero tan pronto como se iba, todo volvía a oscurecerse, y el frío volvía a invadirlo, tan helado que sus huesos parecían crujir.
El aire, denso y viciado, le dificultaba respirar. Estaba cargado de humedad, de un hedor pútrido que nunca desaparecía, que parecía adherirse a sus fosas nasales y a su piel, impregnándolo de esa suciedad inevitable. En más de una ocasión había sentido ganas de vomitar, pero su estómago vacío solo respondía con espasmos dolorosos y secos. Sabía que el olor provenía de las ratas y de las paredes cubiertas de moho, pero eso no hacía más que aumentar su incomodidad, su desesperación, la sensación de que estaba en un lugar olvidado, donde nadie nunca lo encontraría.
Theodore cerró los ojos, buscando en su mente algún fragmento de paz, un recuerdo que le diera fuerza. Pensó en el rostro de Daphne, en sus ojos brillantes y en su risa que llenaba cualquier habitación en la que entrara. Intentó imaginarse ese sonido, la calidez que solía rodearlo cuando estaba con ella. Pero incluso esos recuerdos se desvanecían como arena entre sus dedos, dejándolo atrapado en esta realidad aterradora. Cada vez le costaba más encontrar un motivo para aferrarse.
Escuchaba a lo lejos pasos, ecos de sonidos distantes, voces que parecían demasiado lejanas como para darle alguna esperanza. Tal vez eran imaginaciones suyas, o tal vez no. Ya no podía distinguir entre la realidad y las ilusiones de su mente. Tal vez estaba enloqueciendo, atrapado en esta mazmorra de la que parecía imposible escapar. Quizás así era como terminaría, olvidado, abandonado, sin siquiera una despedida o una última palabra.
Pero, de alguna manera, aún respiraba. Cada inhalación era un acto de desafío, un pequeño triunfo sobre la oscuridad que amenazaba con devorarlo por completo. Aun en ese estado de desesperación y sufrimiento, algo en él se negaba a rendirse por completo. La pequeña chispa de supervivencia seguía viva, aunque fuera solo un resquicio de lo que alguna vez había sido.
La luz parpadeante y débil que se colaba por la rendija en la pared apenas le permitió a Theodore percibir el leve cambio en su entorno antes de escuchar el sonido que temía más que nada: el crujido de la puerta abriéndose lentamente, chirriando sobre sus oxidadas bisagras. Parpadeó, tratando de concentrarse, aunque el mero esfuerzo le agotaba. Sus sentidos embotados apenas le permitían darse cuenta de que alguien estaba ahí, avanzando hacia él.
Bellatrix apareció primero, esbelta y fría, una sombra oscura enmarcada por la penumbra del calabozo. Llevaba una sonrisa torcida en el rostro, sus ojos chispeaban con un brillo de locura, y en su mano jugueteaba su varita, trazando líneas invisibles en el aire, como si fuera un niño con un juguete nuevo. Su presencia en ese espacio asfixiante hacía que el ambiente se sintiera aún más pesado, como si la crueldad misma tuviera una forma y estuviera disfrutando de la desesperación de Theodore.
Pero no estaba sola. Tras ella entró un hombre que Theodore no reconocía, una figura imponente con una expresión inescrutable y una crueldad latente en sus ojos. Su mirada parecía atravesarlo, evaluándolo, como si fuera nada más que un objeto para usar y desechar. El desconocido no tardó en acercarse a él, su sombra oscura cubriéndolo por completo mientras Bellatrix observaba la escena, cada vez con una sonrisa más amplia y sádica.
Antes de que pudiera procesarlo, el mortífago lo agarró sin piedad, y sin una palabra, lanzó un puño cerrado directamente a su estómago. El dolor fue fulminante. Theodore sintió cómo todo el aire le abandonaba el pecho en un doloroso espasmo. Se dobló sobre sí mismo, jadeando, intentando encontrar un resquicio de aliento que pareciera haber desaparecido de su cuerpo. El dolor era tan intenso que su visión se nubló, mientras luchaba por recuperar la respiración, cada intento fallido más desesperado que el anterior.
Bellatrix soltó una risa suave, melodiosa, como si estuviera presenciando una broma bien ejecutada. Se inclinó un poco hacia él, sus labios curvándose en una sonrisa que le ponía la piel de gallina.
—Vamos, Theodore, ¿ya tan débil? Pensé que los jóvenes eran más resistentes. —Su voz era un susurro cargado de burla, cada palabra goteaba desprecio mientras observaba su figura encorvada. Sin dejar de sonreír, Bellatrix comenzó a tararear una melodía sombría, una tonada familiar, aunque lejana. Algo en esa melodía le erizó la piel, como si estuviera escuchando la canción de una pesadilla, una llamada de advertencia que solo traía consigo un mal presagio.
El mortífago, sin soltar su agarre, lo levantó con brutalidad, tomándolo del brazo y haciéndolo tropezar hacia la puerta. Theodore no tenía fuerzas para resistirse, cada fibra de su ser gritaba en agonía, y su visión aún parpadeaba por el dolor. Los dedos del hombre se clavaban en su brazo, dejándole sin opción alguna, forzándolo a caminar, a arrastrarse tras él.
Mientras avanzaban por el estrecho pasillo, Bellatrix seguía al frente, dirigiendo el camino. Su tarareo continuaba, y con cada nota que escapaba de sus labios, el ambiente se volvía más opresivo, casi como si la mazmorra misma respondiera a su canción tenebrosa. Las paredes parecían cerrarse alrededor de Theodore, y cada paso resonaba como un eco en sus oídos, un latido hueco que marcaba el tiempo de su condena.
Intentó alzar la cabeza, buscar algún indicio de dónde lo llevaban, pero el simple esfuerzo lo agotaba. Todo lo que lograba ver era la figura de Bellatrix, moviéndose con esa gracia inquietante y cruel, la varita todavía jugueteando en sus manos, casi como si estuviera preparando algún hechizo que reservaba para él.
Los pasos de Theodore resonaron en el pasillo oscuro hasta que, de pronto, el ambiente cambió. Lo empujaron a una sala iluminada por una luz tenue y espectral, una mezcla de sombras que proyectaban un brillo enfermizo sobre las paredes de piedra. No había rastros de humanidad en ese lugar, solo el eco de una crueldad latente que impregnaba cada rincón.
Fue entonces cuando la vio. Daphne estaba arrodillada en el centro de la sala, su cuerpo pequeño y frágil atrapado en una postura de sumisión forzada. Tenía la ropa rasgada y sucia, y en su rostro se notaban los rastros de la brutalidad que había sufrido. La sangre le corría por un lado del rostro, y sus manos temblaban al tratar de sostenerse. Un mortífago detrás de ella la sujetaba con brutalidad por el cabello, tirando de sus mechones con tal fuerza que Daphne no podía más que tensarse y gemir de dolor.
La visión hizo que a Theodore se le detuviera el corazón. El dolor, la desesperación, la culpa y el miedo lo inundaron de golpe, envolviéndolo en una ola de emociones que lo dejaron sin aliento. Quiso gritar, decirle algo, cualquier cosa que le diera algo de consuelo, pero las palabras se atascaban en su garganta, atrapadas por el horror de ver a Daphne en ese estado.
—Daphne—logró susurrar con voz quebrada, sus pies tratando de avanzar por puro instinto hacia ella.
Al escuchar su nombre, Daphne levantó la mirada y, al verlo, un grito desgarrador escapó de sus labios.
—¡Theo!—Su voz temblaba de desesperación, de alivio al verlo vivo, pero también de miedo por lo que vendría después. Trató de moverse, de acercarse a él, pero el mortífago que la sostenía tiró de su cabello con más fuerza, obligándola a detenerse —¡Theo! ¡No te acerques!
El instinto fue más fuerte que la razón. Theodore dio un paso hacia ella, el dolor y la fatiga olvidados momentáneamente en su intento de llegar hasta ella. Pero el mortífago que lo había traído ahí no se lo permitió. Un golpe en el estómago lo alcanzó antes de que pudiera siquiera dar dos pasos. Theodore cayó al suelo, su cuerpo doblado de dolor mientras trataba de respirar, el aire le faltaba y cada bocanada era un castigo.
—¿De verdad creías que te íbamos a dejar acercarte a ella?—murmuró Bellatrix con un tono burlón, su voz suave, casi melodiosa. Observaba la escena como si fuera una obra de teatro montada exclusivamente para su diversión, su sonrisa ampliándose con cada segundo de sufrimiento que veía en sus rostros. Su mirada se paseaba de Theodore a Daphne con una intensidad que revelaba el placer que le provocaba verlos sufrir. —Vamos, pequeño Theo. Esto apenas empieza.
Theodore trató de incorporarse, la visión borrosa mientras luchaba por alzar la cabeza para ver a Daphne de nuevo. Pero el mortífago lo agarró del brazo con fuerza, clavándole los dedos en la carne mientras lo forzaba a permanecer alejado de ella, inmovilizándolo como si fuera nada más que un juguete roto. Theodore intentó forcejear, pero estaba tan débil que cualquier esfuerzo era en vano.
—¡Déjenlo!—gritó Daphne, su voz rasgada y cargada de dolor. Trató de luchar contra el mortífago que la retenía, sus ojos llenos de lágrimas al ver el estado de Theodore, cada grito suyo un rayo de impotencia. Pero el mortífago la silenció con un tirón aún más brusco de su cabello, obligándola a mirar hacia el suelo.
Bellatrix soltó una risa suave, retorcida, que rebotó en las paredes de la sala.
—Oh, pobres enamorados. ¿De verdad creen que algo de esto cambiará solo porque lloran y suplican?—Se acercó lentamente, sus pasos resonando con un ritmo casi calculado, observándolos a ambos con una mezcla de fascinación y desprecio. —¿Acaso no es esto poético?—continuó con una expresión de fingida inocencia. —Tú, luchando para protegerla, y ella… tan indefensa y rota.
Theodore cerró los ojos, tratando de reunir las fuerzas para decir algo, para encontrar las palabras que pudieran darle a Daphne algo de esperanza. Pero todo lo que podía sentir era la fría realidad de su impotencia, la brutalidad de sus captores y la presencia malévola de Bellatrix, observando su miseria como si fuera un espectáculo para su placer.
Bellatrix se inclinó hacia él, sus labios curvándose en una sonrisa aterradora, sus ojos oscuros brillando con un deleite retorcido.
Daphne, con la voz rota y un temblor en cada palabra, se atrevió a preguntar mientras las lágrimas le surcaban el rostro.
—¿Por qué... por qué haces esto? ¿Por qué a nosotros?
Por un instante, Bellatrix se quedó en silencio, observándola con una expresión que podría haberse confundido con curiosidad. Luego, con una lentitud calculada, dio un paso hacia ella, acortando la distancia hasta que sus rostros quedaron a solo centímetros de distancia. Daphne sentía el aliento frío de Bellatrix, y sus ojos llenos de locura la atravesaban como si pudiera ver directamente dentro de su alma.
—Oh, querida princesita estúpida—susurró Bellatrix, alargando cada palabra con un tono venenoso y burlón, disfrutando de la tensión y el dolor que causaba. Su sonrisa era oscura, y su expresión, como la de un depredador que saborea su presa. —¿Realmente crees que yo tengo algo que ver con esto? Yo solo soy una humilde espectadora... disfrutando del espectáculo.— Ladeó la cabeza, observando cada reacción en Daphne, y luego lanzó una carcajada suave que resonó en la sala.
En ese preciso instante, una figura emergió de la sombra al borde de la sala, sus pasos seguros y su postura imponente. Al entrar en la luz, el rostro de Sébastien se iluminó, una sonrisa ladeada en sus labios que no mostraba compasión alguna, sino un retorcido placer en lo que veía. Su mirada se clavó en Daphne, y luego en Theodore, con una frialdad que resultaba desgarradora.
—Sébastien…—susurró Theodore, su voz apenas un murmullo de incredulidad y horror.
La sonrisa de Sébastien se amplió, como si saboreara la sorpresa y el dolor en los rostros de ambos. Se acercó despacio, sus pasos resonando con una calma inquietante, y se detuvo justo al lado de Bellatrix, quien lo miraba con un aire de orgullo perverso.
—Bienvenidos a mi pequeño juego—dijo él, su voz suave y gélida, cargada de una crueldad que Theodore jamás había creído posible en su...hermano.—Espero que estén listos para… aprender una lección que jamás olvidarán.
Theodore, consumido por la incredulidad y el dolor, lanzó un grito desgarrador que resonó en toda la sala. La desesperación se convirtió en furia al ver a su hermano convertido en una figura fría y despiadada.
—¡¿Por qué haces esto, Sébastien?! ¡Éramos hermanos!— Su voz se quebraba mientras era sostenido aún con más fuerza.
Sébastien lo observó con una calma perturbadora. Sin pronunciar una sola palabra, levantó la mano e hizo una señal con los dedos, apenas un leve movimiento. El mortífago detrás de Theodore entendió la orden al instante y, sin piedad, descargó otro golpe brutal en el estómago de Theodore, dejándolo sin aire una vez más. Theodore cayó al suelo, tratando de sostenerse, su cuerpo temblando mientras jadeaba.
—¿Quieres saber por qué, Theodore?—murmuró Sébastien, su voz serpenteando con una frialdad aterradora. —¿Quieres escuchar lo que disfruté al matar a mi propio padre? Al ver cómo rogaba, cómo su dignidad se desmoronaba mientras intentaba entender por qué su hijo lo estaba matando…—una sonrisa cruel se dibujó en sus labios. —Fue patético. Una decepción final de un hombre débil.
Daphne, quien había estado escuchando con horror creciente, levantó el rostro, aún sujetada con brutalidad por el mortífago. Su voz temblaba, pero intentó sonar firme, intentando contener las lágrimas y apelar a lo que quedaba de humanidad en Sébastien.
—No tienes que hacer esto, Sébastien… Por favor. ¿Por qué haces esto? Yo… yo te amo.
Un destello oscuro cruzó los ojos de Sébastien, y su sonrisa desapareció al instante. En un movimiento rápido, se acercó a Daphne y le agarró el rostro con brutalidad, sus dedos aplastando sus mejillas mientras la obligaba a mirarlo fijamente. Sus ojos oscuros estaban llenos de una ira contenida y resentimiento que había estado acumulándose por años.
—¿Amarme?—soltó una carcajada amarga y venenosa. —No eres más que una mentirosa, Daphne. Una maldita estúpida que cree que puede jugar con los demás. ¿Tú, amarme? Solo me querías cerca porque podías manipularme… porque creías que podías tenerme bajo tu control, igual que a todos los demás.
—¡Suéltala!—gritó Theodore, luchando por ponerse de pie. Pero el mortífago lo interceptó, golpeándolo con tal fuerza que Theodore cayó de nuevo al suelo, sus gritos ahogados en el dolor.
Sébastien se inclinó aún más cerca de Daphne, sus ojos fríos y crueles, llenos de desprecio. Su voz se convirtió en un susurro cortante y cruel, cada palabra un veneno destinado a herirla de la forma más profunda posible.
—No eres más que una niña mimada que se cree importante. Crees que tienes el control, que todos te adoran… pero la verdad, Daphne, es que no eres nada. No eres más que una ilusión vacía, una muñeca de porcelana que se va a romper en mil pedazos.
Daphne tragó en seco, sus lágrimas fluyendo con impotencia, mientras Sébastien continuaba, sin compasión alguna, arrastrando su ego y su dignidad a las profundidades.
—¿Te crees especial? Nadie te ama. Nadie te necesita. Eres solo una carga, alguien que todos soportan por lástima.
Theodore, debilitado y herido, gritaba desde el suelo, tratando de incorporarse una vez más, desesperado por detenerlo. Pero cada intento era frenado por la fuerza de los golpes, su cuerpo colapsando mientras veía con horror cómo Sébastien destrozaba a Daphne sin piedad alguna.
Sébastien no soltó a Daphne ni suavizó su agarre; sus dedos se hundieron aún más en sus mejillas, aplastando su rostro con una dureza que la obligaba a mirarlo, a enfrentarse a la crueldad en sus ojos. La sonrisa que había desaparecido de sus labios ahora volvió, pero no era una sonrisa amable. Era una expresión retorcida, la de alguien que encontraba un placer perverso en romper aquello que alguna vez fingió valorar.
—¿De verdad pensaste que podrías manipularme a mí? ¿Creíste que con esa mirada inocente y esas palabras vacías ibas a atraparme, a hacerme tu perro fiel?—su voz goteaba veneno, cada palabra disparada como una daga. —Me das asco, Daphne. Todo en ti es superficial, falso. Eres solo una fachada bonita sin nada adentro. ¿Sabes qué eres en realidad? Un desperdicio de espacio, una niñita débil que solo sirve para llorar y suplicar.
Daphne intentó apartarse, pero el agarre de Sébastien solo se intensificó. Él le acarició el cabello con una fingida ternura, una caricia que se convirtió en un tirón brusco que la hizo gemir de dolor.
—No sabes lo que es el verdadero sufrimiento, Daphne. Pero vas a aprender. Porque no solo maté a mi padre, ¿sabes? Tus padres también gritaron. Suplicaron por sus vidas, lloraron como cobardes cuando los llevé al límite… disfruté cada segundo, cada súplica desesperada mientras veían la muerte acercarse y me rogaban por misericordia.—hizo una pausa, observándola con satisfacción mientras sus palabras calaban en ella como ácido. —¿Y sabes cuál fue su último lamento? Su hija. Los muy idiotas pensaban que te estaba protegiendo… ¿te imaginas lo estúpidos que fueron hasta el final?
Theodore, que había escuchado cada palabra, gritó desde el suelo, enloquecido.
—¡Sébastien, maldito… deja de torturarla! ¡Basta!—Pero su voz se perdió en la risa cruel de Sébastien, quien apenas giró la cabeza para mirarlo con indiferencia.
—¿Quieres que pare, Theodore? ¿Te duele verla así? Porque a mí me encanta verlos a los dos sufrir. Me alimenta cada grito, cada lágrima. —desvió la mirada a Daphne, inclinándose aún más cerca, susurrando en un tono bajo y venenoso. —Eres patética, Daphne. Te arrastras, mendigas y aún así… nadie te quiere. Nadie que no te vea como una carga, como una muñeca rota que ya no sirve para nada.
Theodore luchó por ponerse de pie, enloquecido, intentando alcanzarlos, pero el mortífago lo detuvo de nuevo, aplastando su rostro contra el suelo sin piedad. Theodore gritaba, su voz quebrándose mientras veía cómo Sébastien destruía a Daphne no solo con golpes, sino con palabras. Con una crueldad tan fría y calculada que cada palabra parecía diseñada para destrozarla desde dentro.
Sébastien la soltó al fin, pero no sin antes escupirle a los pies.
—¿Y sabes qué es lo peor de todo? Que ni siquiera mereces este odio, Daphne. No eres digna de nada, ni siquiera de mi desprecio. Pero es divertido verte romperte en pedazos.
Sébastien, sin soltar la fría expresión de satisfacción en su rostro, miró a Daphne por última vez, observando su estado quebrantado, la desesperación en sus ojos, y esbozó una sonrisa retorcida. Luego, se volvió hacia Bellatrix, con una mirada de respeto que rozaba la adoración. Sin dudar, se inclinó un poco, tomando un mechón de su oscuro cabello y presionando sus labios sobre él, en un gesto casi reverente, como el de un hijo hacia su madre.
Le susurró al oído con una voz suave pero cargada de maldad:
—Encárgate de ella… pero no demasiado. Déjala rota, pero viva.
Bellatrix, deleitándose en cada palabra, sonrió con una expresión de absoluta perversidad. Sin decir nada, asintió, y sus ojos brillaron con una luz siniestra. Caminó lentamente hacia Daphne, quien, paralizada por el miedo, apenas pudo reaccionar. Bellatrix la sujetó del brazo con fuerza, y junto al otro mortífago, comenzó a arrastrarla fuera de la sala.
Daphne lanzó un grito desesperado al ver que la sacaban, sus ojos buscando a Theodore, luchando por ver algo de consuelo en su mirada. Pero todo lo que encontró fue la fría sonrisa de Sébastien y la risa burlona de Bellatrix.
—¡No! ¡Por favor! ¡Theodore!—gritaba Daphne, su voz quebrándose en el aire mientras la jalaban hacia la oscuridad.
Theodore, debilitado y exhausto, trató de levantarse y seguirla, pero el mortífago que lo había sometido lo empujó de nuevo al suelo con brutalidad. La impotencia se apoderó de él mientras observaba cómo se llevaban a Daphne, y gritó con desesperación.
—¡¿A dónde la llevan?! ¡Déjenla en paz!
Sébastien, visiblemente irritado, se giró hacia él, frunciendo el ceño.
—Cállate—le espetó con desprecio, su tono gélido y carente de empatía. —Tus gritos me están aturdiendo.
Theodore apretó los dientes, luchando por contener la ira y el dolor que lo consumían. El silencio se apoderó de la sala mientras Sébastien lo observaba, midiendo cada una de sus reacciones, alimentándose de su sufrimiento. Dio un par de pasos hasta quedar frente a Theodore, cruzándose de brazos con una expresión de absoluta superioridad.
—¿Sabes, Theodore?—comenzó Sébastien, su tono suave pero cargado de veneno. —Todo este tiempo has creído que el dolor es solo algo que se soporta, que algún día pasa y se olvida. Pero estás a punto de descubrir lo que es el verdadero dolor. Vas a sufrir de una forma que nunca has imaginado, hasta desear no haber nacido.
Los ojos de Theodore se llenaron de furia y angustia, pero no dijo nada. No podía, no cuando cada músculo en su cuerpo se negaba a moverse. Lo único que podía hacer era observar el rostro de su...hermano, buscando un rastro de humanidad, algo que demostrara que aún quedaba algo de él. Pero todo lo que encontró fue la sonrisa cruel y satisfecha de Sébastien, quien finalmente inclinó la cabeza, como si acabara de dictar una sentencia irrevocable.
—Prepárate, Theodore—susurró Sébastien, sus palabras como un escalofrío que se le clavó en lo más profundo. —Vas a descubrir lo que es sufrir… y lo sentirás en cada fibra de tu ser.
Con esa última amenaza, Sébastien sonrió, un destello de malicia en sus ojos, disfrutando cada segundo del tormento que había sembrado en él.
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