02
La mansión Nott se alzaba como un monumento a la opulencia y la soledad. Sus altos muros de piedra, cubiertos de enredaderas, ocultaban más secretos de los que las estrellas podían contar. En su interior, los pasillos susurraban historias de engaños y traición, y los retratos de antepasados miraban con ojos fríos y despiadados.
Alessandro Nott, el perteneciente de dicho lugar, era un hombre de hielo. Su corazón, endurecido por años de frustraciones y ambiciones, latía al ritmo de los relojes antiguos que adornaban las paredes. Su matrimonio con una mujer a la que odiaba no era más que una transacción fría y calculada. Pero la vida, en su ironía cruel, le impuso una carga adicional: engendrar un heredero.
Su esposa, una figura sombría que deambulaba por los pasillos como un fantasma, llevaba en su vientre el fruto de su unión forzada. Alessandro no se detuvo a considerar sus sentimientos. Ella, en cambio, lo amaba en silencio, como una extraña en su propio hogar.
Mientras tanto, otra mujer entró en escena. Cabellos castaños, ojos almendrados, y una sonrisa que iluminaba las sombras de su vida. Su nombre había sido Pauline, y su aura irradiaba belleza y compasión. Alessandro, contra todo pronóstico, comenzó a sentir algo por ella. Sus encuentros clandestinos se convirtieron en un torbellino de emociones prohibidas. Pero Pauline no sabía que él estaba atrapado en un matrimonio sin amor. Cuando la noticia de su embarazo llegó a sus oídos, su corazón se rompió en mil pedazos. Alessandro era un hombre dividido entre dos mundos, dos mujeres.
Isabella huyó, dejando atrás una carta llena de lágrimas y desesperación. "No puedo ser la otra mujer", escribió. "No puedo vivir en las sombras, escondiéndome, tu tienes esposa, y con ella debes estar." Y así, desapareció de la vida de Alessandro, llevándose consigo la esperanza y la pasión que él había comenzado a sentir.
Dos días antes de que el hijo de Alessandro y su esposa naciera, un bebé apareció en la puerta de la mansión. Una nota simple, pero cargada de significado, acompañaba al pequeño: "Ámalo y cuídalo. Dale el amor y cariño que un hijo necesita de su padre. Cuídalo como solías cuidarme a mí". Y así fue.
Theodore Nott llegó al mundo, dos días después, mientras Sebastien, el hijo nacido fuera del matrimonio, también respiraba sus primeros alientos.
Los días se deslizaron como sombras en la mansión. La madre de Theodore, consumida por la tristeza y la soledad, se desvaneció poco a poco. Alessandro, cegado por su propia ambición y deseo, se inclinó hacia Sebastien. Theodore quedó relegado, un niño invisible en su propio hogar.
Su madre, en su búsqueda desesperada por el amor de Alessandro, también dejó de lado a Theodore. Pero el amor no llegó. Solo la muerte.
Los hermanos crecieron bajo el mismo techo, pero en mundos separados. Uno llevando el apellido Nott con orgullo, el otro con la sombra de la ilegitimidad.
La mansión Nott guardaba sus secretos, y los pasillos seguían susurrando. Pero esta vez, los retratos de antepasados parecían mirar con una mezcla de curiosidad y compasión.
Los pasillos de la mansión Nott eran como venas oscuras que conectaban los corazones rotos. Theodore, un niño de cabellos oscuros y ojos grandes como la luna, creció en ese laberinto de secretos y silencios. Desde temprana edad, supo que su padre, Alessandro, era un hombre distante, un espectro que vagaba por los salones con la gravedad de un rey sin corona.
Pero mientras Theodore iba creciendo, comenzó a sentir el frío del abandono. Sebastien, con su cabello castaño y su sonrisa luminosa, se convirtió en el centro del universo de Alessandro. Los ojos del padre brillaban al mirar al hijo ilegítimo, mientras que Theodore quedaba relegado a las sombras. Era como si su existencia fuera un error, una nota discordante en la partitura perfecta de la familia Nott.
Las tardes en la biblioteca eran las peores. Sebastien se sentaba en el regazo de Alessandro, escuchando historias de héroes y dragones. Theodore, en cambio, se escondía detrás de las cortinas, observando la escena con el corazón encogido. Las risas de su padre resonaban en su mente como campanas rotas.
¿Por qué no podía ser él el elegido? ¿Por qué no merecía el amor de Alessandro?
Los cumpleaños eran otra prueba dolorosa. Sebastien recibía regalos exquisitos: espadas de juguete, libros encantados, capas de terciopelo. Theodore, en cambio, se conformaba con las sobras. Un libro, una pluma, un abrazo frío como el mármol de las estatuas que adornaban los jardines. "Eres un Nott", le decía su padre. "Debes ser fuerte". Pero Theodore solo quería ser amado. Eres solo niño, al igual que Sébastien.
En las noches, Sebastien dormía en una cama de seda, rodeado de sueños y promesas. Theodore se acurrucaba en una esquina, de su habitación, pegando el oído a la pared escuchando los cuentos que su padre leía para Sebastien. "¿Por qué no puedo ser como él?", se preguntaba. "¿Por qué no puedo tener un lugar en el corazón de mi padre?"
Y entonces, una tarde lluviosa, Theodore encontró la respuesta. En el desván polvoriento de la mansión, descubrió una caja de recuerdos olvidados. Cartas, fotografías, objetos que hablaban de un pasado que Alessandro prefería ignorar. Entre los papeles amarillentos, encontró una carta dirigida a su padre. "Ámalo y cuídalo", decía. "Dale el amor y cariño que un hijo necesita de su padre". La misma frase que acompañaba al bebé Sebastien.
Theodore sintió un nudo en la garganta. Su padre había amado a la madre de Sébastien en realidad, y luego entendió, que su madre también había sido abandonada, como él lo era. Las lágrimas rodaron por sus mejillas mientras sostenía la carta con manos temblorosas. "¿Por qué, papá?", susurró. "¿Por qué no puedo ser amado como Sebastien?"
La respuesta nunca llegó. Alessandro seguía siendo un hombre de hielo, atrapado en su propia red de mentiras y traiciones. Y Theodore, con el corazón roto pero la determinación intacta, decidió que tal vez no sería como su padre. Amaría a Sebastien como un hermano, pero también se amaría a sí mismo.
Oh, la inocencia de un niño dañado era tan linda que incluso su corazón podría brindar vida para todos, aunque no lo hiciera.
Y Theodore, el dejo aquella promesa olvidada, que más tarde traería consecuencias y ya no podría traer más vida para los demás.
En las noches, miraba las estrellas a través de la ventana y se repetía una promesa: "No seré invisible. No seré olvidado".
Theodore, con sus ocho años y su mirada de tormenta, era un niño atrapado en las sombras de su propio hogar. Sebastien, su hermano ilegítimo, era la luz que se filtraba por las rendijas de la oscuridad.
Los celos, como serpientes venenosas, se enroscaban en el pecho de Theodore. Veía a Sebastien con sus cabellos castaños y su sonrisa amable, y sentía cómo su propio corazón se retorcía de envidia. ¿Por qué él, el hijo legítimo, debía compartir el amor de su padre con aquel bastardo? ¿Por qué Sebastien merecía existir?
Una tarde, en el jardín trasero, Theodore no pudo contener más su ira. Las palabras brotaron como espinas afiladas.
—Eres un adoptado. —le espetó a Sebastien. —Un bastardo que no debería estar aquí. No mereces ser parte de esta familia.
Las lágrimas ardían en sus ojos mientras pronunciaba esas palabras. Pero también había un atisbo de triunfo. Tal vez, al menos por un instante, podría arrebatarle algo a Sebastien.
Alessandro, apareció como un fantasma. Sus ojos fríos se clavaron en Theodore.
—¡Basta!—rugió. —Sebastien es tu hermano, y merece respeto.
Y entonces, el puño de Alessandro se estrelló contra la mejilla de Theodore. El dolor fue una ráfaga de fuego, y el mundo se tambaleó. Sebastien, en su inocencia, intentó interponerse, pero Alessandro lo apartó con brusquedad.
—No te metas, Sebastien. —gruñó. —Este es un asunto de hombres.
Theodore corrió. Sus pies golpeaban el suelo como latigazos. Se encerró en su habitación, sintiendo cómo el odio se apoderaba de su corazón. ¿Por qué Sebastien siempre era el protegido? ¿Por qué su padre lo defendía con tanta necesidad? Las lágrimas caían como lluvia sobre su almohada.
Y entonces, un suave golpe en la puerta. Sebastien, estaba allí.
—Theodore...—susurró. —¿Estás bien? Lo siento, no quería causarte problemas. —su voz era como un bálsamo en medio de la tormenta. —Te perdono por lo que dijiste. Siempre serás mi hermano, sin importar qué.
Pero Theodore no quería perdón. Quería que Sebastien desapareciera, que su sonrisa se borrara de su mente.
—Vete. —murmuró. —No necesito tu compasión. —Sebastien no se movió. —No te odio por lo de papá. —continuó. —Te odio aún más por ser tan amable. ¿Por qué no puedes odiarme también?
Sebastien se quedó allí, en el umbral de la habitación.
—Porque no puedo. —respondió. —No importa lo que digas o hagas, siempre serás mi hermano. Y yo siempre estaré aquí para ti. —Y entonces, con un suspiro, se alejó.
Theodore se quedó solo, con el eco de las palabras de Sebastien resonando en su alma. Odiarlo era más fácil que perdonarlo. Pero quizás, en algún rincón oscuro de su corazón, había una grieta por donde la luz de la amabilidad de Sebastien se filtraba. Y tal vez, solo tal vez, algún día podría perdonarse a sí mismo por odiar a su propio hermano.
Aunque necesitarán pasar años, para que eso sucediera.
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