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-𝐭𝐰𝐞𝐧𝐭𝐲 𝐭𝐡𝐫𝐞𝐞.

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El cielo aún estaba teñido de un tenue azul grisáceo cuando los carruajes se alinearon en el patio exterior de la Fortaleza Roja. El aire de la mañana tenía ese aroma salino que traía el viento desde la Bahía del Aguasnegras, mezclado con el sonido de los cascos de los caballos, las ruedas de madera, y el murmullo de los sirvientes que cargaban las últimas maletas.

Leyla vestía de un verde profundo, sobrio y elegante, con el cabello recogido en una moño y trenzas que no dejaba salir ni un cairel. Sus ojos, atentos, no miraban a nadie en particular. Parecía estar presente solo de cuerpo. Como si el alma ya hubiera partido antes que ella.

—Dale mis felicitaciones a tu hermano. —dijo el Rey Viserys con una sonrisa cálida pero agotada.

—Así lo haré, su majestad. —Leyla se inclinó levemente, respetuosa, sin frialdad pero tampoco cercanía.

Sir Otto Hightower, de pie a un lado del rey, se acercó para ajustar los pliegues de la capa que ella ya estaba usando.

—Cuida de no aceptar el vino local. El de las colinas cercanas da dolor de cabeza. —Fue lo único que dijo, sin mirar directamente a su sobrina. Un consejo más político que familiar.

—No sabía que usted conocía tan bien el vino, tío. —respondió ella sin dudar, y la mueca de Otto fue imperceptible.

Justo cuando uno de los lacayos parecía indicar que todo estaba listo, un nuevo movimiento llamó la atención de todos. Un segundo grupo de sirvientes subía más cofres al carruaje, con la premura de quien no quiere que se les cuestione. Y detrás de ellos, caminando con paso seguro y arrogante, apareció Daemon Targaryen.

Leyla lo vio antes que nadie. Y al ver su figura cruzar el patio, el gesto tranquilo que había mantenido hasta ese momento se quebró, como una máscara cayendo al suelo.

¿Qué hace él aquí? —preguntó en voz baja, aunque su tono fue como un filo de hielo cortando el aire.

Viserys no respondió de inmediato. Miró a su hermano, luego a Leyla, y finalmente suspiró con resignación.

—La corona debe enviar un representante a una boda tan significativa para la Casa Hightower. —dijo al fin, midiendo cada palabra. —Amma y yo no podemos viajar por el bebé, Rhaenyra es... muy joven. Y Daemon es la única opción que quedaba.

—Discúlpeme, majestad. Pero usted sabe lo que mi hermano piensa de él... —dijo Leyla, conteniendo la frustración que comenzaba a hervirle bajo la piel. El verde oscuro de su vestido no era suficiente para ocultar el leve temblor de sus manos.

Viserys bajó la mirada, como si esa verdad también le pesara.

Lo sé. —admitió, casi en un susurro. —Pero es una decisión tomada. Antigua no verá con buenos ojos que falte alguien de sangre real, y Daemon... —volvió a mirarla, con una mezcla de lástima y resignación. —...Daemon sabe cómo hacerse notar.

Sí, claro que sí. —Leyla murmuró, con una sonrisa rota. —Siempre supo cómo hacerse notar.

Otto no dijo nada. Solo ladeó el rostro con la mandíbula tensa, como si hubiera deseado —solo por un segundo— que ella protestara más. Que se negara. Pero no lo hizo.

Porque Leyla Hightower nunca había sido criada para armar escenas. Había sido entrenada para soportarlas.

—Se que no están en los mejores términos y, probablemente, tanto como los Hightower como los Tyrell lo querrán acabar en cuanto ponga un pie en el Dominio. Pero sigue siendo mi hermano.

Leyla le sostuvo la mirada unos segundos, esperando ganar algo con aquel gesto. La idea de que su familia lo repudiara estaba muy clara, pero no eran capaces de ignorar a un príncipe solo por rencor. Al menos no si se los pedía...

—Haré lo que pueda, majestad. —respondió, desviando la mirada para acomodarle sus guantes.

—Bueno, si me disculpan. Tengo que encargarme de un príncipe antes de que acabe con las reservas de vino.

Tras la despedida del rey, solo quedaron Leyla y Otto mirándose, no muy cómodamente. Hacía no mucho que la esposa de la Mano, lady Alyrie Florent, había desistido por una gripe de primavera, y el luto seguía pensando en el viejo Hightower.

—Le aseguró que Gwayne estará en buenas manos. —comenzó Leyla, guardándose la incomodidad que circulaba por su cuerpo en un rinconcito de su mente. —Ormund se encargará de él y lo hará un gran caballero. Igual como lo hizo Robb con él.

Otto asintió con un leve movimiento de cabeza, como si no pudiera permitirse el lujo de mostrar más emoción que esa. Sus ojos grises se posaron un instante en el carruaje, luego en su sobrina, y por fin en el suelo empedrado del patio, donde algunas gotas de rocío todavía resistían la luz del amanecer.

—Tu hermano ha aprendido bien. —dijo al fin, su voz grave, casi rasposa por el cansancio y los años. —Aunque a veces olvida que no todo se gana con espadas. Ni con alianzas.

Leyla apretó los labios y no respondió. Porque en ese punto estaban de acuerdo, pero decirlo en voz alta sería traicionar demasiado.

Otto giró ligeramente hacia ella, y por un instante, algo en su expresión cambió. No fue ternura, ni afecto. Pero sí una especie de preocupación velada. La preocupación de un hombre que había perdido demasiado, y que no estaba dispuesto a perder algo más... aunque no supiera bien cómo evitarlo.

—Cuida de ti, Leyla. —dijo al final, sin solemnidad ni pompa. Solo eso. Como si fuese lo más importante.

Ella asintió, en silencio, tragándose todas las respuestas que quería darle. Las que hablaban del frío en los pasillos, de la soledad de las cortes, de lo que era viajar con un hombre como Daemon sin protección alguna más que su propio temple. Pero no las dijo.

Porque ella había aprendió del mejor.

—Buen viaje. —agregó Otto, antes de girarse y marcharse con el andar lento y digno de un hombre que había visto el mundo cambiar demasiadas veces.

Leyla respiró hondo y finalmente subió al carruaje. El interior estaba perfumado con jazmín seco y madera encerada, pero ese aroma se rompía con el más leve rastro de vino dulce y cuero. Daemon ya estaba adentro, piernas cruzadas, espada apoyada en su costado y una copa a medio llenar en la mano. Enfrente, y en una esquina, Gareth mantenía una tórrida expresión —probablemente a causa de un Targaryen que no sabía cuando guarda silencio—. Ninguno dijo nada al verla entrar. Sin embargo, Daemon alzó su copa como saludo, con una sonrisa ladeada que parecía más que satisfecha.

—Pensé que tardarías más. ¿Charlando con papá Otto? —preguntó, sarcástico.

Leyla cerró la puerta tras ella sin responderle de inmediato. Observó su asiento siendo ocupado por un joven Gwayne dormido. Sin más remedio, se acomodó en el asiento desocupado al lado de Daemon, con la mirada firme al frente y la columna recta, como si el viaje no fuera a durar días.

—Parece que has vuelvo a hacer las pases con un viejo amigo... —dijo, señalando con la cabeza a la copa que Daemon sostenía con firmeza. —Siempre vuelves a lo que te resulta más cómodo, ¿no?

—Me conoces muy bien... —respondió, bajando un poco la voz al percatarse de la vena que se le saltaba a Gareth. Dio un salto a su derecha, quedando a unos centímetros de Leyla, y se acercó peligrosamente a su costado. —Pero si fuera así, llevaríamos nuestro anillo, mi luz.

Leyla ni siquiera parpadeó. Como si sus palabras hubieran rebotado contra una muralla que ya no se molestaba en derrumbar.

—Mantén. Tu. Distancia. —dijo Leyla, pausando con cada palabra mientras fruncía el ceño. —No me toques. No me veas. Y no me digas mi luz.

—¿Me estás amenazando, Lea? —musitó, sin alejarse y golpeando su aliento a alcohol en su rostro.

Leyla giró el rostro apenas, con un gesto tan elegante como firme, como si la sola acción de respirar el mismo aire que Daemon la ofendiera en lo más profundo. Sus ojos olivas se clavaron en los de él, sin rabia, sin temor... solo una decepción tan pulida que cortaba.

Te estoy advirtiendo, Daemon. —respondió con una voz baja, grave y precisa. —Y si algo he aprendido en estos años, es que las advertencias se dan una sola vez.

El silencio que siguió fue espeso. Gareth, que parecía estar a punto de decir algo, se lo tragó al ver la tensión instalada en ese rincón del carruaje. El retumbar de las ruedas sobre las piedras se convirtió en la única melodía de fondo mientras el sol, aún tímido, comenzaba a alzarse sobre Desembarco del Rey.

Daemon la observó un segundo más, esa sonrisa suya a medio camino entre lo encantador y lo imperdonable aún viva en sus labios. Pero no dijo nada. Solo bebió el resto de su copa con un leve movimiento, como quien acepta una derrota temporal.

Después de unos minutos, cuando el carruaje ya había dejado atrás las murallas, Leyla se permitió apoyar ligeramente la cabeza contra el respaldo. No dormía. No soñaba. Solo se preparaba.

Porque el viaje a Antigua sería largo.

Y porque no hay distancia más difícil de recorrer que aquella entre dos personas que alguna vez compartieron el mismo fuego... y ahora solo conservaban las cenizas.



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—¡Ahí estás! —El grito de Ormund resonó por todo el puerto.

El barco con el estandarte del dragón rojo de los Targaryen había desembarcado en Antigua. Allí, lord Ormund Hightower, junto a su prometida, lady Alana Beesbury, esperaban a sus invitados más esperados.

Leyla corrió mientras tomaba la parte baja de su vestido, sorteando el bullicio del puerto con la agilidad de quien creció entre pasillos estrechos y escaleras de piedra. La capa ondeaba detrás de ella, el celeste contrastando con el dorado del sol que se alzaba sobre las torres de mármol de Antigua.

Ormund la recibió con los brazos abiertos, sin disimular la sonrisa que cruzaba su rostro. Su traje, menos elaborado que de costumbre, y el cabello castaño revuelto por el aire le daba un aura más relajada y bella.

—Por un momento creí que te habría tragado el mar. —bromeó mientras la abrazaba. —¿Viajaste cómoda?

—Lo suficiente. Pero sabes que no suelo dormir en los viajes. —respondió Leyla con su tono suave. —Pero debo decirte algo...

—Hablaremos cuando hayas comido y descansado como corresponde. —replicó Ormund, pasándola la palma de su mano por la mejilla ligeramente sonrojada. —Necesitas un baño.

—¡Oye! —gritó la menor, soltando del agarre, muy ofendida. —. Eres el menos indicado para decirme eso.

—Ni que lo digas. —dijo otra dama, uniéndose a la bienvenida por detrás de Ormund. —Pasa casi todo su tiempo entrenando e insiste en que los baños sean con agua caliente.

—Pensé que te gustaba mi olor. —dijo Ormund, haciéndose a un lado para dejar ver a la dama.

—Tienes mejores cualidades.

Lady Alana Beesbury apareció con una sonrisa suave, aunque en su mirada brillaba el mismo ingenio que acababa de usar contra su prometido. Vestía un conjunto de verde agua, con bordados dorados en las mangas y el escote, delicado pero no excesivo, y su cabello caía en ondas por debajo de sus hombros.

Leyla sintió como se le formaba un nudo en la garganta. Ya no estaba viendo a su vieja amiga, sino a la señora del Faro. El vestido, el cabello, las joyas... Era igual que...

—¿Qué tal la corte, Lea?

La pregunta la devolvió de golpe a la realidad. Leyla parpadeó, como si saliera de un sueño denso, y se obligó a sonreír. Aunque por dentro, aún sentía que le faltaba el aire.

—Tan alborotada como siempre. —respondió con un encogimiento de hombros, intentando sonar ligera. —Pero me las arreglé para no convertirme en una estatua.

Alana soltó una risa discreta, y entrelazó su brazo con el de Leyla, como solían hacer cuando caminaban juntas por los jardines de la Fortaleza Roja en su tiempo libre.

—Eso sería un desperdicio. Serías una estatua con muy mal carácter.

—Y tú serías una con voz. —replicó Leyla, logrando por fin una sonrisa más auténtica. —¿Qué clase de escultura se queja del calor y da consejos?

—La más útil de todas. —Alana la miró de reojo. —Aunque admito que esto es más incómodo de lo que imaginaba.

—¿El vestido?

—El título.

Ambas se miraron en silencio por un instante. No necesitaban explicar a qué se referían. Compartían recuerdos de juventud, de días en que el mundo era más pequeño y sus responsabilidades no llegaban más allá de aprender a bordar o bailar sin pisar al otro. Ahora, una era la prometida del señor de Antigua... y la otra, la esposa del mayor canalla en el reino.

¿Te sientes sola? —preguntó Alana en voz baja.

Leyla dudó. Luego asintió apenas.

Aveces... en las noches más oscuras o cuando los pájaros cantan junto al Arciano.

Alana bajó la mirada y apretó más fuerte el brazo de Leyla, como si su calor pudiera espantar la sombra que se había colado en las palabras de su amiga.

Lo bueno es que ya estás de vuelta. —susurró. —Como en los viejos tiempos.

Leyla no respondió, pero en sus ojos brilló una emoción contenida. El deseo de volver a su hogar era lo único que la había mantenido cuerda durante el viaje, y la promesa de unos cuantos días de tranquilidad le reconfortaban el alma. Si no fuera por un príncipe que insistía en no perderla de vista...

El anuncio de la llegada de Daemon no tardó en sonar por todo el lugar. Las trompetas y la guardia que lo escoltaba no fueron invisibles a los ojos de todos los presentes. Era imposible de ocultar, no cuando irradiaba la belleza característica Targaryen y las ropas totalmente diferentes a lo que se acostumbraba en Antigua.

—¿Qué hace él aquí? —exclamó Ormund a unos pasos de Leyla mientras examinaba a Daemon a la lejanía.

La voz volvió a fallarle y el corazón le latió más de lo normal. Leyla se interpuso entre la vista de su hermano, con la esperanza de reducir su irritación —aunque parecía mucho más que eso—.

—Viene como representante de la corona...

—Le dejé muy en claro al rey que no quería a ninguno de ellos en mis tierras. —recalcó el mayor, contrayendo su mandíbula y apretando sus puños contra sus piernas.

—Su majestad no podía no hacerlo.. —dijo Leyla con la serenidad forzada de quien se aferra al último hilo de calma. —Daemon no viene a desafiarte, Ormund. Él no tenía opción.

—¿No tenía opción? —espetó Ormund, con una carcajada seca. —. Ese bastardo no hace nada que no quiera. Lo sabes perfectamente bien.

—Pues esta vez parece que sí. —intervino Alana, sin levantar la voz, pero lo bastante firme como para que se notara su intención de calmar las aguas. —Si el rey lo envió, no podemos hacer otra cosa que recibirlo. Aunque sea con el rostro bien serio.

Ormund la miró por un instante, luego volvió la vista a Leyla, con los ojos ardiendo de una furia contenida que no era nueva, pero que parecía arder más fuerte ahora, al ver al hombre al que más despreciaba descender por el muelle como si nada le afectara. Como si no hubiese dejado a Leyla sola, herida y deshonrada para luego recogerla como un premio quebrado.

¿Te pidió venir contigo? —preguntó, en voz tan baja que apenas era un murmullo.

Leyla lo miró. Lo conocía. Sabía que detrás de esa pregunta no había celos... sino dolor.

Para nada...

Ormund cerró los ojos un segundo, como si eso confirmara todo lo que había temido.

—No le haré una escena en el puerto. —dijo por fin, con voz áspera. —Pero si se sale tan siquiera un poco de la raya, me encargaré de que salga cojeando.

—Te lo agradecería, pero le prometí a su hermano regresarlo sano y salvo. —Leyla intentó aligerar el ambiente, pero solo logró una sonrisa apagada de Alana y una mirada impenetrable de su hermano.

Detrás de ellos, los pasos de la guardia comenzaron a abrirse para dejar pasar al recién llegado. Daemon caminaba como si el mundo le perteneciera, con la capa negra ondeando al viento y los ojos violáceos escrutando el terreno con la calma del depredador que sabe que nadie se atreverá a tocarlo... o que, si lo hacen, sangrarán primero.

—Lord Hightower. —saludó con una inclinación de cabeza, cargada de una cortesía casi insultante.

Ormund no respondió. Ni un gesto, ni una palabra.

—Lady Beesbury. —continuó Daemon, y esta vez su voz fue más suave. Alana apenas inclinó la cabeza, como quien saluda a la sombra de un recuerdo desagradable.

Finalmente, sus ojos se posaron en Leyla.

—Llegaste antes que yo.

—No podía quedarme esperando a que termines de mirar el mar con esa cara de mártir. —La respuesta de Leyla fue rápida, automática, casi como un reflejo. Pero entre ellos, algo se cruzó. Una corriente muda, una chispa que ni el tiempo ni el rencor había logrado apagar del todo.

Ormund los vio. Y no le gustó.

—Tu habitación está lista, Lea. —dijo con frialdad. —Supongo que la de su alteza también, aunque no fui informado de que vendrías.

—Siempre he sido mejor en las sorpresas. —Daemon sonrió, encantador, provocador.

—Entonces asegúrate de no quedarte demasiado. No todos aquí aprecian los juegos. —Ormund giró sobre sus talones sin esperar respuesta, y comenzó a caminar hacia los carruajes.

Daemon lo observó alejarse, con esa sonrisa que no era exactamente de burla, pero tampoco de respeto. Luego, se volvió hacia Leyla.

—Le agrado cada vez más.

—Y cada vez que lo dices, más cerca estás de volar del torreón. —replicó ella, caminando con paso firme tras su hermano, sin mirarlo.

Daemon la siguió, sin prisa. Como una sombra.



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Leyla

Me preparé como de costumbre, encerrada en mis propios pensamiento y disfrutando del aroma de las flores en mi habitación. Mi madre siempre había amado las rosas y los claveles, y por la reluciente decoración, mi hermano había mantenido esa costumbre. Los tapices tampoco habían sido renovados ni las pinturas que Robert había echo alguna vez para mi. Todo estaba en su lugar, justo como lo había dejado. Pero... la comodidad que siempre me traía estar en mi hogar, ahora se sentía como una fría soledad en medio del bosque.

Tal vez era por la boda de Ormund, o por el echo de que tenía a tan solo dos puertas a Daemon; pero todo me parecía tan desconocido e incómodo. Ya no sentía la calidez que me provocada ver el mar que rodeaba a la Ciudadela. El canto de gorriones ya no era el mismo. O... yo no era la misma.

Me miré al espejo que sostenía en mi mano. Había cepillado mi cabello y formado una trenza en mi nuca, suponiendo ser una banda para que el cabello no se me moviera. Hasta en eso había cambiado. Ya no era castaña clara como mi padre y Ormund, sino que había adoptado el rojizo característico de mi madre y Robb. Mis ojos seguían siendo los mismos, "como dos esmeraldas", solía decirme mi papá; pero ahora ya no tenían ese brillo místico de las joyas.

Me había decidido por un vestido celeste bordado con flores cafés, un escote que ni yo misma me hubiera imaginado usando, y el collar en forma de rosa y espinas que mi abuela me había regalado por mi quindécimo día del nombre.

Era una Hightower por nacimiento y elección, y adoraba más que nadie las costumbres de mi casa. Pero, esta noche, le daría paso a una nueva mujer que le daría prosperidad al Faro. Ya no sería mi madre arreglando los jardines, ni yo encontrando la manera de que Ormund se despegara un segundo de su escritorio. Era tiempo de dejar atrás aquella parte de mí que quería aferrarse al pecho de mi hermano y no conocer el mundo por mi cuenta. Estaría sola a partir de este momento, donde no habría punto de retorno. Éramos yo y mis decisiones contra lo que los dioses tenían preparado para mi. Aunque la idea de tener niños a los cuales poder cuidar me resultaba una idea encantadora, siempre había imagino que yo sería la primera en ello...

—¡Milady. Ya es hora! —gritó alguien detrás de la puerta.

Me lo tome con calma, poniéndome los zapatos y dándome una última mirada antes de abrir la puerta. Sujete la perilla y, por la desesperación de la voz, imaginé a Ormund echo un manojo de nervios. Fui la única que presenció como fue cayendo ante el amor —quien juraba nunca hacerlo— y seguía sus sentimientos antes que su cabeza. Era... como si todos hubiéramos cambiado para bien.

—Te dije que no hacía falta que... —Me quedé muda al ver al hombre frente a mi. Bien vestido y peinado, y con una maldita sonrisa a la que ya no le tenía ningún cariño. —¿Necesitas algo, Daemon?

Él no respondió. Su sonrisa siguió ahí, suspendida entre el descaro y la cortesía. Ese era el Daemon que había conocido, no la máscara que usó para engañarme.

—¿Ese es el recibimiento que dan aquí a un príncipe? —preguntó con su exasperante todo de voz, como si de verdad estuviera ofendido.

—Solo a los que lo merecen. —respondí sin rodeos, empujando apenas la puerta para que él entendiera que no tenía intención de dejarlo pasar.

Él inclinó un poco la cabeza, estudiándome. Sus ojos bajaron por un instante a mi vestido, al collar que sabía de dónde venía, y luego volvieron a los míos. Ese silencio que antes me hacía temblar, ahora solo me encendía la sangre.

—Te queda bien ese color, princesa. —dijo al fin.

—No soy una princesa. —me crucé de brazos, cubriendo la parte de mi escote.

—Yo diría que si.

Si me hubiera dicho algo así hace meses, probablemente hubiera caído y le habría agradecido el cumplido. Ahora toda esa cursilería me revolvía el estómago.

—¿Necesitas algo? —volví a preguntar. Ya no tenía tiempo para seguir con sus jueguitos.

—Si te dijera la verdad, probablemente me llevaría un golpe de tu bonita derecha. —Se encogió de hombros, más que divertido. —Pero no sé donde queda su gran salón.

—Hay criados que, encantados, podrían auxiliarte. —dije, forzando una sonrisa.

—Pero te tengo a ti.

—No soy tu criada.

No respondió.

Y el tiempo pasó más lento. Daemon no me despegaba la vista y yo ya estaba llegando a mi límite. Si no fuera porque el muy desgraciado era un príncipe Targaryen, lo hubiera mantenido bajo llave en su recámara todo el resto del viaje, o al menos hasta que el bánquente terminase. Ya podía imaginar las una y mil preguntas que mi abuela me haría después de hoy, y como fui capaz de compartir un solo momento con él.

Salí de mi habitación y pasé por su lado, sin invitarlo a seguirme.

Me siguió igual.

El pasillo estaba iluminado con velas de cera verde, un símbolo de buena fortuna para los matrimonios. Me pregunté cuántos de esos símbolos terminaban fundiéndose antes de que llegara el amanecer.

Daemon caminaba a mi lado, pero no como antes. No como el hombre que solía buscar mi mano en secreto. No como quien me dedicaba silencios cargados de promesas. Ahora había una distancia entre nosotros, como si ambos sostuviéramos un arma invisible con filo hacia el otro.

—¿Lo sabes, verdad? —preguntó de pronto.

—¿Qué cosa?

—Que todos van a querer hablar de nosotros esta noche. Tus abuelos, los invitados, ese primo tuyo que parece tragarse su propia lengua cada vez que me ve.

—Perfecto. Así le quitaré un poco de presión a los hombros a Ormund y él disfrutará de su noche.

Daemon soltó una breve risa, áspera y seca.

—¿Y tú? ¿Tienes algo que decirme, Lea?

Me detuve.

Él también.

—No. No que quieras oír. —Lo miré a los ojos, y por un instante, se fue toda la fachada. Toda la rabia, la decepción, el dolor. Era solo yo, con la voz quebrada, deseando que dejara de mirarme así. —Porque si tú quisieras oírlo... no estarías tan tranquilo cenando con la familia que me enseñó a odiarte.

Se quedó inmóvil, sus labios entreabiertos, como si estuviera a punto de decir algo que se tragó en el último momento.

—Leyla...

—No. —Sacudí la cabeza, bajando la mirada. —No digas mi nombre como si todavía tuvieras derecho a pronunciarlo con esa voz.

Él asintió apenas. No hubo disculpas. Ni excusas.

Y eso fue lo que más dolió.

Reanudé el paso, esta vez sin esperar a que me siguiera. La cena estaba a unos pasos, y la música comenzaba a sonar suavemente, como si el banquete pudiera esconder la batalla silenciosa que se libraba bajo los manteles bordados.

Los escalones de mármol que conducían al gran salón parecían más altos esa noche, como si el tiempo se empeñara en estirarse para hacer eterno cada segundo antes del encuentro. El sonido de la música se alzaba más claro con cada paso: cuerdas afinadas, una flauta de madera y risas que no me pertenecían. Esa era la celebración de mi hermano, y yo llegaba con el corazón cubierto de cicatrices.

Al cruzar las puertas, todo se detuvo por un instante. O, al menos, así lo sentí. Ormund estaba junto a Alana, radiante y por primera vez desbordando una felicidad que jamás le había visto. Mis abuelos y toda la familia Tyrell, llenaban toda una mesa, y no pude no ver los ojos de mi abuela como dos pares de puñales recorriéndome de arriba a bajo. Y todos los demás... los que conocía y los que no, giraban el cuello hacia mí como si estuvieran esperando algo más que una simple llegada.

Como si supieran.

—Leyla. —Una voz suave me recibió. Ellyn Redwyme, una de mis amigas de la infancia. La reconocía por haberme insistido más de una vez en que ella sería la mejor pareja para Robert, o bueno, lo habría sido. —¿Vienes a mi mesa? Hay alguien que quiere verte. —Por su tono, me hice a la idea de que hablaba de su hermano, sir Rickard, el mejor amigo de Ormund.

—Iré más tarde, Ellyn. —respondí, poniendo mi sonrisa más dulce. Esa que había enseñado desde pequeña para ocasiones especiales.

Sin darle alguna iniciativa, Ellyn se despidió y volvió a su asiento con los Redwyne.

Daemon entró tras de mí, claro, como si el mundo le perteneciera. No buscó su sitio, ni saludó como correspondía. Solo se paseó con esa sonrisa de medio lado, saludando a la distancia con un gesto de cabeza. Algunos lo miraban con respeto; otros, con desconfianza. Yo... solo quería que se sentara en algún rincón y se callara.

Me senté al lado derecho de Ormund, dejando claro que mi elección de compañía estaba perfectamente marcada. Gracias a mi organización apresurara, Daemon fue ubicado en la otra punta de la mesa, junto a dos tíos de Alana de palabras arrastradas y copas demasiado llenas. Si pudiera, le agradecería a los Beesbury por ser una familia tan grande que ocupaban casi toda la mesa principal.

La cena avanzó entre platos pequeños y risas que inundaban el salón en felicidad compartida. Yo apenas probé bocado. Y eso no se le pasaba nunca a mi hermano.

—Come esto. —Ormund me sirvió del pescado preparado con naranja y especias. Un platillo que mi padre amaba. —¿Quieres que te traigan sidra? Pedí que no la fermentaran tanto tiempo...

—Estoy bien, hermano. —dije, antes de que siguiera sumándome comida al plato. —No te preocupes por mi. No hoy.

—¿Si no lo hago yo, quien lo hará? —Ormund detuvo los cubiertos, oscureciendo ligeramente su mirada. —. ¿Ese idiota?

Ambos nos volteamos a ver a la punta de la mesa, donde Daemon parecía más que aturdido. Lo único que podía callarlo eran los hombres más ebrios que él.

—No deberías ser tan descarado como para insultarlo en nuestra mesa.

—Tú lo has dicho. Es nuestra mesa. Nuestra casa. Y planeo hacer lo que me plazca con él mientras esté aquí.

Si alguien te oyera... —intenté bajar la voz luego de que Daemon se girara a vernos. Probablemente habría sentido las orejas calientes. —Nos acusarían de hacer el segundo levantamiento de la fe.

Ormund se echó a reír. No esperaba esa reacción en el, pero verlo así de confiando fue como un abrazo a mi corazón.

Podríamos... pero te aseguro que sería peor. —dijo, aunque era obvio que me estaba siguiendo el juego. —Haría lo que fuera por protegerte.

Esas palabras ya no venían con diversión. Su semblante se volvió más serio, al igual que su tono. Ya no éramos los niños que jugaban por todo el Faro. Ormund ya no era el peor hermano del mundo, ni yo la niña asustadiza que se aferraba a las piernas de Robb. Habíamos creído.

Te lo agradezco, hermano. —Fue lo único que pude decir. —Por todo.

Él asintió, como si entendiera el doble sentido en mis palabras. Ormund nunca había sido amoroso y protector a la vista como Robb lo había sido con nosotros, pero a su manera, trataba de ser más como él. Aunque no fuera a admitirlo en voz alta.

Un criado se acercó a nosotros y le susurró a Ormund algo que no llegue a escuchar, pero por la mirada que le dirigió a Alana, fue más fácil de deducirlo.

—Si me disculpas, hermana. —dijo mientras se levantaba y le extendía una mano a su ahora esposa. —Tengo que bailar con mi señora esposa.

Les dediqué una sonrisa mientras iban al medio del salón. Alana estaba que estallaba de la vergüenza. Siempre le había molestado los bailes y las enormes fiestas de la corte, y era la primera en apoyar a Gael cuando nos escabullíamos por los pasadizos de la Fortaleza Roja. Ahora, ella vestía ese vestido al que llamaba horroroso e incómodo, y sonreía como la mujer más feliz en el reino.

No pude evitar sentir un poco de tristeza inundado mi pecho. La vista comenzó a nublarse mientras veía a mi hermano sostener con tanta fuerza a Alana mientras giraban, irradiando amor y cariño en cada paso que daban. Podría parecer la peor hermana del mundo si dijese que sentía un poco de celos, pero no por él y Alana, sino por lo que tenían. Yo había tenido eso... y ahora solo me quedaban recuerdos que enterrar entre los escombros de un horrible día que prefería no reconstruir.

No lloré. O no del todo. Porque no podía. Porque no debía. Pero dentro de mí, algo dolía con una fuerza tan absurda que ni el canto del laúd ni el murmullo de las conversaciones podían ahogar. El corazón se me partía en miles de pedazos chiquitos y aún así... aún así, seguía sonriendo.

Todos en el salón brindaron y sonriendo en nombre de los esposos.

Menos Daemon.

Me estaba mirando. No como antes, no con lujuria ni arrogancia. Me miraba como si aún quedara algo de él aferrado a mí.

—¿Lea? —otra voz, distinta, me devolvió a mi lugar. Giré con disimulo y vi a Rickard, luciendo más nervioso de lo usual, como si se hubiera preparado todo el día para atreverse a acercarse. —. Un pajarito me dijo que quizás te gustaría...

—No quiero bailar. —fue más brusco de lo que pretendía, pero no tenía fuerzas para disfrazarlo de amabilidad. Luego añadí, suavizando un poco el tono: —Tal vez más tarde.

Rickard asintió, decepcionado, y se alejó con una reverencia demasiado larga. Me sentí mal por él. Pero me sentía peor por mí.

Miré de vuelta hacia la punta de la mesa, casi como un reflejo involuntario. Y ahí estaba Daemon. Sentado. Con su copa de vino casi intacta. Y los ojos fijos en mí. No en mis manos, ni en el escote, ni en el collar que aún sabía que le traía memorias que jamás debió tocar. Me miraba como si hubiera algo que quisiera decir, pero ya no se atreviera.

Y qué bien, pensé. Porque no me bastaría una disculpa. Ni un poema. Ni promesas que se llevaría el viento. Lo único que quería de él era que se alejara. Que se mantuviera lejos de los que quería y de mí. Que me dejara, por fin, ser feliz sin su sombra arrastrando mis pasos.

No esperé al segundo brindis. Ni al postre. Ni a que comenzaran a repartir las copas de licor dulce que Ormund había encargado especialmente para mi.

Me levanté sin anunciarlo. Lo hice con la misma calma con la que había llegado, pero con una presión en el pecho que solo entendí cuando pasé las puertas del gran salón. El aire fresco de la noche me golpeó como un abrazo inesperado. No iba a llorar. Me lo repetí como si fuera un mantra. No iba a llorar.

Los jardines estaban desiertos, apenas iluminados por los faroles altos del camino. Las flores, cuidadas con esmero por los jardineros del Faro, despedían un aroma delicado, dulce, casi triste. Me adentré por el sendero que bordeaba la fuente de piedra, esa que Robb había hecho llenar de peces dorados solo para ver a Gael reír la única vez que vino de visita.

Gael.

Me senté en el borde de la fuente. Dejé que el silencio me envolviera. Que el dolor se acomodara sin hacer escándalo. Que la música quedara lejos, muy lejos, como si perteneciera a otra vida.

No pasaron ni dos minutos antes de escucharlo.

Pasos. Pausados, decididos. De alguien que sabía que le seguiría. De alguien que no tenía miedo de hacerlo.

Daemon.

—Este no es tu lugar. —dije sin girarme. Lo sentí detenerse detrás de mí, demasiado cerca para lo que podía soportar.

—Y sin embargo, aquí estoy.

Mi risa fue seca. Amarga.

—Qué sorpresa. Un Targaryen cruzando un límite.

—¿Quieres que me vaya? —preguntó, sin el tono altivo que solía usar. Había algo distinto en su voz. Menos filo, más... peso.

—Quiero muchas cosas, Daemon. Y tú no estás en ninguna de ellas.

—Mientes.

Eso sí me hizo voltearme. Y mirarlo. Bien. Como si pudiera matarlo con solo los ojos.

—¿Crees que sabes lo que quiero? ¿Después de todo lo que hiciste?

—Sé lo que dejamos atrás. —Dio un paso más cerca, y yo me puse de pie al instante. No podía permitirle tomar ventaja de nada. Ni del espacio, ni del aire, ni de mis recuerdos. —Y sé que no eres la única que lo extraña.

—No lo extrañas, Daemon. Extrañas el poder de tenerme. —Mi voz tembló al final. Maldita sea. —Y eso no es amor. Nunca lo fue.

Daemon apretó la mandíbula. La luz de las antorchas dibujaba sombras duras sobre su rostro.

—Quiero que me escuches. Una sola vez.

—¿Y luego qué? ¿Desaparecerás? ¿Dejarás de arrastrarte por mi vida como si no hubieras destruido todo a tu paso?

Se quedó callado. Lo cual fue peor. Porque por un momento, pensé que iba a decir algo real. Algo que quizás dolería más que todo lo anterior.

—Te amé, Leyla. A mi manera. Y sé que no fue suficiente. Sé que fue tarde.

El mundo se me cayó encima con esa última palabra.

Tarde.

No me hagas esto. —susurré, dando un paso atrás. —No ahora.

Daemon extendió una mano, como si tuviera derecho. Como si pudiera alcanzarme aún.

—Entonces dime tú cómo detener esto. Dime cómo dejar de sentir que me pierdo cada vez que no estoy a tu lado.

Lo miré. Por un segundo. Por un eterno y doloroso segundo.

Y luego di la vuelta.

—No tengo por qué enseñarte eso, Daemon. Yo ya aprendí a perderte.

Me alejé sin mirar atrás.

Y esta vez, él no me siguió.



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Daemon

No la seguí.

Ya había aprendido —a las malas— que lo mejor que podía hacer era no involucrarme.

Pero aquí estaba. En la ciudad que más venerada a las fe solo por ella. Donde juré nunca estar por mi bien, pero en especial por el suyo. Ya parecía un idiota luego de haber ido tras ella durante el banquete en honor a mi sobrino, ahora parecía necesitado de su atención. ¿Y por qué iba a negarlo? Claro que la necesitaba. Leyla se había vuelto mi oxígeno y mis ganas de vivir. Por mucho que me resistiera, no podía seguir mis días sin verla por un segundo.

Su presencia se esfumó como una brisa en pleno verano. Y yo seguí ahí, como un idiota, mirando la marca de sus zapatos en el césped recién cortado.

Por fin había tenido el valor para soltarle la verdad. Que no quería que me odiara. Que había odiado cada segundo que no pase a su lado. Pero, al verla indefensa, con sus ojos rojos por contener sus lágrimas, no tuve el mismo valor para destruir más su mundo. Ese que tanto es había esmerado en reconstruir cuando la dejé.

Cuando la dejé... Esa idea todavía ardía en mi cabeza como la peor decisión que pude haber tomado. Pero no había nada que hacer. Prefería morirme antes de ver a Leyla sufrir por las estúpidas acciones de mi familia. ¿Cómo iba a explicarle que la muerte de las personas que más amaba no habían sido simples coincidencias? Había tratado de decírselo a lord Hobert luego de mi cobarde huida a las Ciudades libres, pero el resultado nunca fue el que esperé. Todo lo que hacía siempre acababa como la mierda, y lo último que deseaba era arrastrar a Leyla a mi mierda.

Volví al castillo cuando el frío ya se había metido en mis huesos. Caminé por los pasillos con la cabeza baja, como si eso hiciera menos ruido que los pasos de alguien que no sabe a dónde demonios quiere llegar.

Y justo cuando doblé hacia las escaleras que llevaban a mi habitación, una voz me detuvo.

—Mi príncipe.

Era sir Corryn, uno de mis hombres. Le había perdido la cuenta a las veces que lo había salvado de emborracharse antes de una guardia, pero ahí estaba, tan recto como una viga, con un pergamino en las manos.

—Un cuervo ha llegado. De desembarco. Urgente.

Vi el sello antes de que lo dijera. El dragón tricéfalo, rojo sobre cera negra.

Me tembló un poco el pulso cuando tomé la carta. La abrí sin decir una palabra, y el trazo inconfundible de mi hermano me golpeó como una espada desenvainada.

Daemon,
Aemma no está bien. El Gran maestre piensa que el parto se adelantará antes de lo previsto.
Debes volver con Leyla inmediatamente.
Necesito a los dos aquí. Ella más que nunca.
Hazlo por mí, hermano.
—Rey Viserys I Targaryen.

Tuve que cerrar los ojos un instante.

Hermano.

¿Desde cuando Viserys me pedía algo como un hermano y no como un rey?

¿Desde cuando me temblaban las manos por una orden escrita?

—¿Qué hacemos, su alteza? —me preguntó sir Carryn, que ya se encontraba a unas pocas zancadas de mi.

—Prepara lo necesario. —dije sin mirarlo. —Partimos al amanecer.

Sir Corryn asintió con un leve movimiento y se marchó con la eficiencia de quien ha vivido lo suficiente para entender que no todas las preguntas merecen respuestas largas.

Me quedé ahí, un segundo más, contemplando el pasillo como si me fuese a decir algo. Como si en las piedras, en los tapices, en los ecos de la fortaleza pudiera encontrar una excusa para no hacerlo. Pero no había ninguna.

Ella más que nunca.

Las palabras de Viserys no se me salían de la cabeza.

Ella más que nunca.

¿Qué demonios sabía él de lo que ella necesitaba?

Caminé de nuevo, esta vez más lento, más cansado. Me detuve frente a su puerta. La de ella. No tenía que estar ahí. No era momento. No tenía nada planeado para decir. Pero ahí estaba. Como un idiota —una vez más— frente a la única puerta que aún me asustaba abrir.

No toqué.

No podía.

Me giré y seguí hasta mi habitación. Cerré la puerta con más fuerza de la necesaria. El sonido retumbó por las paredes como un juicio. Me dejé caer en la silla más cercana y por primera vez en semanas, me permití hundirme en el silencio.

Pensé en Leyla.

En sus ojos olivas.

En su espalda alejándose.

En lo fácil que era quererla y lo imposible que era tenerla sin destruirla.

¿Por qué demonios tenía que ser ella? ¿Por qué no otra? Una que no me doliera, una que no me hiciera querer cambiarlo todo. Una que no fuera tan jodidamente buena.

Apoyé los codos sobre las rodillas y me llevé las manos al rostro.

Tenía que hablar con ella.

Tenía que decirle que debíamos partir.

Y que, aunque no me quisiera volver a ver, debía ir conmigo.

Porque Aemma la necesitaba.

Porque Viserys lo ordenaba.

Porque yo... yo solo quería tenerla cerca un poco más. Aunque no me hablara. Aunque me odiara. Aunque me clavara esa mirada que me dejaba más roto que cualquier filo.

Me puse de pie.

Tenía el pecho tan apretado que me costaba respirar.

Fui hasta la puerta.

Y esta vez, no dudé.

Toqué. Una vez. Firme.

Luego otra. Más suave.

—Leyla. —dije, apoyando la frente contra la madera. —Abre. No vengo a discutir. Solo... necesito hablar contigo.

Silencio.

—Es sobre Aemma.

Esperé.

Esperé como quien espera una sentencia.

Y al fin abrió.

La puerta se abrió apenas un respiro. Solo lo suficiente para que sus ojos se asomaran.

Verdes. Siempre esos malditos ojos. Siempre capaces de no decir nada y, al mismo tiempo, arrastrar todo lo que soy.

No habló. Solo me miró. Y esa mirada fue más fría que el aire del jardín minutos atrás.

—¿Qué pasa con Aemma? —preguntó, con la voz rasposa de quien ha llorado en silencio.

Tragué saliva. No había forma de suavizarlo. Ni manera de envolver las palabras en seda.

—El Gran maestre piensa que no tarda mucho para entrar en labor. —Solté. Sin adornos. Sin rodeos. Como le gustaba. Como necesitaba. —Viserys nos pide. A los dos. Debemos partir al amanecer.

Bajó la mirada un segundo. Y por ese instante, la vi. A ella. No a la Leyla que me cerraba las puertas, no a la que aprendió a seguir sin mí. A la que, como yo, estaba rota. Y cansada. Y asustada.

—¿Nos pide? —repitió, apenas moviendo los labios.

—No. —dije, respirando hondo. —Te necesita.

No me atreví a decir que yo también la necesitaba. Que esa carta había sido la única excusa que tenía para verla otra vez. Que si dependiera de mí, me arrodillaría en ese instante con tal de que me dejara quedarme.

Ella sostuvo mi mirada un segundo más. Largo. Eterno.

—Muy bien. —dijo, apenas audible. Luego abrió por completo la puerta.

Y ahí estaba. Tan hermosa como siempre, aunque sus mejillas estaban marcadas por el llanto.

—Al amanecer, entonces.

Asentí. No supe qué más decir.

Pero antes de que pudiera girarme, ella habló otra vez.

—Daemon.

Volví a mirarla.

—No vuelvas a tocar mi puerta... si no piensas quedarte.

Y la cerró.

No de golpe. No con rabia. Pero con la firmeza de quien pone una última frontera.

Me quedé ahí, inmóvil, escuchando el eco de sus pasos alejarse del otro lado.

Sus palabras eran un cuchillo lento, que se clavaba sin romper piel.

Pero dolía.

Dioses, cómo dolía.

Y sin embargo, sonreí.

Porque ella había abierto la puerta.

Porque me había escuchado.

Porque tal vez, solo tal vez...

Aún no la había cagado del todo.



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Leyla ya debería tener traumas con las cartas.

Este capítulo va en honor a la chica del canal que tuvo un mal día <3

¿Qué les pareció? Pronto entenderán porque Daemon anda insiste e insiste pero no hace nada. Aunque espero se haya entendido su "razón" para irse. Me gustaría leer sus teorías.

Díganme si les está gustando la narración en primera persona, porque yo quedé muy satisfecha.

Pueden ayudarme dejando su voto y algún comentario para yo saber qué les gustó el capítulo y más personas conozcan mi historia, se los agradecería bastante y así actualizo antes <3

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