
-𝐭𝐰𝐞𝐧𝐭𝐲 𝐧𝐢𝐧𝐞.
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Leyla despertó con un sobresalto. No fue el tipo de despertar que sigue a una pesadilla. No había sudor en su frente ni un grito atrapado en la garganta. Fue algo más sutil, más extraño. Como si su alma hubiera estado caminando durante siglos por otro lugar, y ahora, por fin, regresara a su cuerpo.
El techo sobre ella era de piedra. Las sombras de la chimenea bailaban en las paredes como si el fuego intentara contarle algo. Por un instante, no supo dónde estaba. Luego vinieron vagamente los recuerdos de sus últimos momentos despierta: la pelea con Daemon, el bosque, la picadura...
No tuvo mucho tiempo antes de que los gritos envolvieran sus oídos. Dos siluetas se movieron frente a sus ojos, las cuales no pudo distinguir. Alguien la tomó fuertemente de la mano, pero no fue brusco, sino reconfortante. Dedos ásperos y largos, lo justo para blandir espadas.
La persona le murmuró algo que no logró escuchar. Sus dedos seguían entrelazados, como si ese fueran su lugar. Cómodo y familiar.
Entreabrió los labios, lista para decir algo, pero el cansancio le cerró la garganta.
—No te esfuerces...
Era imposible que no reconociera esa voz. La había escuchado fuera de sus cabales, eufórico, riendo, pero... nunca así.
Más personas comenzaron a agruparse a su lado. La tocaban y le lanzaban preguntas que no llegaba a entender. Pero no dejaba de ver a la persona a su lado. La que la sostenía como si fuese a apartarse de su lado.
—Leyla, ¿puedes oírnos? —dijo otra voz a su costado.
Intentó levantarse, pero su cuerpo no le respondía. Estaba tan presionada por el cansancio que le costaba hasta parpadear.
—Lea, ¿puedes oírnos? —repitió la voz, más cercana ahora, con un deje de preocupación que rozaba la urgencia.
Ella pestañeó lentamente. Una figura borrosa se inclinaba sobre su rostro, y otra más allá parecía discutir en susurros con alguien cerca de la puerta. Todo era confuso. Todo, salvo la calidez en su mano. Esa única certeza.
Daemon.
Era Daemon quien no se movía. Quien la observaba sin decir palabra, como si cada sonido fuera innecesario, como si bastara con estar ahí.
—Sí. —susurró ella, o al menos creyó haberlo hecho. No estaba segura de si su voz salió realmente de su garganta o solo vibró en su mente.
Alguien —una mujer de aspecto severo, con el cabello recogido y una túnica de lino blanco— asintió.
—Creo que está recuperando el sentido.
Daemon no se movió ni un ápice. No miró a nadie más. Solo a ella.
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—¿Cuánto tiempo estuve... inconsciente? —preguntó Leyla, sumergiendo el cuerpo en el agua tibia.
—Toda una luna. —respondió Jenna, sin alzar la voz. Sus manos pequeñas se movían con delicadeza entre los mechones rojizos de su prima, hundiéndolos en el agua con la precisión de quien ha repetido ese gesto durante semanas. —Se suponía que dormirías una noche o dos, pero... no recibiste bien el antídoto.
Leyla suspiró lentamente. La presión en su cabeza había disminuido con el paso de las horas, pero la espinilla de la incertidumbre seguía incrustada en su mente. Todo había pasado tan rápido y a la vez tan lento, que aún no podía asimilar lo sucedido. Un sueño espeso, interrumpido por voces lejanas y manos sobre su piel. Una sensación constante de estar atrapada entre el agua y el aire.
—Y... ¿sucedió algo?
Jenna carraspeó, inquieta. Ignoró la pregunta mientras vertía un cuenco de agua sobre su cabello, dejándolo caer lentamente para no alterar la calma del baño.
—Jen... —insistió Leyla con suavidad, girando apenas el rostro hacia ella.
—La abuela me prohibió hablar. No quiere preocuparte, Lea. —exclamó Jenna, con un ligero tartamudeo que no supo disimular.
El silencio que siguió fue incómodo. El único sonido en la sala era el leve chapoteo del agua y el eco lejano del viento colándose por las rendijas de la piedra. Leyla cerró los ojos por un instante. Sintió cómo el agua caliente intentaba arrancarle el peso de los días ausentes, pero no lograba borrar el hueco dentro de su pecho. Uno que tenía nombre y voz.
—¿Daemon estuvo aquí?
La pregunta cayó con la misma suavidad con la que caen las cenizas de un papel quemado. Jenna se detuvo. Solo por un segundo, pero fue suficiente.
—Al principio... sí. Todos los días. —Su voz bajó aún más. —No dormía. Se sentaba a tu lado hasta que la abuela lo mandaba a su recámara o el rey lo sacaba a regañadientes.
Leyla no dijo nada. Mantuvo la mirada baja, fija en el reflejo distorsionado de la luz en el agua. Jenna continuó, incapaz de contenerse.
—Pero cuando despertaste, se fue. Dijo que necesitabas recuperarte... Que tal vez su presencia solo empeoraría las cosas.
Leyla apretó los labios, sintiendo cómo el aire de la sala parecía enfriarse de pronto, a pesar del vapor.
Empeorar.
¿Acaso podía ser todo peor?
—¿Adónde fue? —preguntó, aunque ya sabía que no obtendría respuesta.
Jenna dudó. Se movió detrás de ella para escurrir su cabello, pero el silencio fue más elocuente que cualquier negación.
—No lo sé. —murmuró al final. —Pero su dragón sigue aquí, así que no huyó. Debe estar dándote espacio.
Esa última frase le provocó un nudo en la garganta. Leyla tragó saliva lentamente, alzando los dedos mojados para cubrirse los labios. Ella se lo había pedido tantas veces. Y justo cuando no lo quería, él se iba.
—¿Y qué hay de los demás? ¿Gareth? ¿Mi hermano?
—Gareth volvió a Altojardín hace unas horas. Dijo que hablaría con Ormund para que no hiciera de esto un escándalo y le daría una vuelta al abuelo. Aunque, creo que Elinor lo tiene todo bajo control. Oh, ¿te dije que está embarazada?
—¿Qué? —preguntó Leyla, abriendo los ojos con un parpadeo lento, incrédulo.
Jenna asintió con una sonrisa apagada, sus dedos todavía jugando con los últimos mechones húmedos antes de enredarlos suavemente en una sábana.
—Sí. Apenas se nota, pero está emocionada. Dice que no paraba de vomitar y nada le entraba. Ella jura y perjura que será un niño. ¿Te imaginas un hijo de Elinor? Va a ser un torbellino.
Leyla ladeó el rostro, intentando procesar la noticia. Elinor. Siempre tan despreocupada, tan... ella. Una parte de ella sintió ternura, pero la otra... la otra se contrajo de forma inesperada. Como si una nube se hubiera puesto sobre su corazón, que se apachurraba de manera extraña.
—¿Y la abuela?
Jenna bajó la mirada. Se levantó para alcanzar un frasco con esencia de lavanda y lo dejó caer con cuidado sobre un paño limpio.
—Esta bien... dentro de lo que cabe. —Hizo una pausa, que no pasó desapercibida por la mayor. —Rezaba todos los días por ti, y venía cada cuando a sustituir al príncipe. Creo que... estaba asustada. Porque, ya sabes, eres la favorita...
—No digas tonterías.
Jenna sonrió con dulzura, sin corregirla.
—Tú puedes decir lo que quieras... pero todos lo sabemos. —murmuró, frotando el paño con lavanda entre sus manos para impregnarlo de calor. Luego lo llevó al cuello de Leyla, presionando con suavidad.
Leyla cerró los ojos, disfrutando el aroma familiar. Ese mismo que su abuela solía usar cuando estaban enfermas de niñas, cuando se escondían de las tormentas bajo la cama o cuando lloraban en su regazo por una pesadilla.
—Bueno, terminé. Iré por tu camisón, vuelvo en un segundo. —Se levantó de un tirón y salió de habitación en cuestión de segundos.
Leyla se quedó en la tina, sin ninguna intención de salir de allí. Veía su reflejo en el agua cubierta de espuma que le llagaba hasta los pechos. Todo lo sentía tan vivido... no, era repetitivo, como si ya lo hubiera vivido. Y si, ya lo había vivido. La diferencia era que ahora ya no tenia en quien apoyarse. Ormund había hecho su vida y Daemon parecía no querer verla. Gael, Aemma, su madre y la Reina Alysanne... ninguna de ellas estaba viva.
Suspiró y se sostuvo del borde la tina para salir de ella. El frío la golpeó apenas su piel húmeda quedó expuesta al aire, tan distinto al vapor que antes la envolvía. Apretó los dientes y se sostuvo con fuerza del borde, sus piernas tambaleándose un poco al incorporarse. El mundo giró brevemente. No de forma dramática, pero lo suficiente como para recordarle que su cuerpo aún no estaba del todo recuperado.
Apoyó una mano en la pared de piedra para estabilizarse. El silencio de la habitación era tan espeso como el agua que había dejado atrás. Cada paso que dio sobre las losas fue lento, calculado, como si un mal movimiento pudiera despertarla de nuevo en la oscuridad de aquel sueño venenoso.
Jenna regresó justo cuando Leyla se envolvía en una tela ligera, aferrándola contra su pecho con manos temblorosas.
—¡Lea! Podrías haberte resbalado. —reprochó la joven, con el camisón doblado entre los brazos.
—Estoy bien. —murmuró, sin mirarla.
—Que te lo crea la Madre. —replicó Jenna con suavidad, acercándose para ayudarla a vestirse. —Todavía no estás del todo recuperada. Por los dioses, quiérete poquito.
Leyla no protestó. Dejó que su prima le pasara la tela por los brazos y abrochara los lazos con paciencia, como si aún fueran niñas jugando a las damas. Pero no lo eran. Las cicatrices invisibles de los días pasados las habían envejecido más de lo que cualquiera admitiría.
—Lista. Ahora vamos...
Un golpe de la puerta llamó la atención de ambas. Jenna se giró por instinto, pero Leyla que quedó con la mirada baja y las manos apretadas sobre su pecho.
—¿Necesitas ayuda?
La voz resonó en el umbral como una nota disonante en una melodía tranquila. No era brusca, pero tenía el tono de quien lleva días guardando palabras y finalmente se atreve a pronunciarlas. Jenna parpadeó, sorprendida. Leyla, en cambio, no alzó la vista.
Daemon estaba allí.
Jenna fue la primera en reaccionar. Se inclinó ligeramente hacia su prima, susurrándole con voz apurada:
—¿Quieres que lo eche?
Leyla negó con un leve movimiento de cabeza. No confiaba todavía en su voz. La tela aún húmeda de su camisón le rozaba la piel, como si el cuerpo no supiera si protegerse o rendirse. Apretó un poco más el lazo sobre su cintura.
—¿Segura?
—Ve, Jenna. Estaré bien. —murmuró, más para convencerse a sí misma que a su prima.
La joven dudó unos segundos, luego asintió, recogió la sábana mojada y desapareció sin una palabra más, dejando la puerta entornada.
Leyla no se giró. Podía sentir su presencia incluso sin mirarlo. El sonido de su respiración contenida. El leve crujido del cuero cuando sus dedos se cerraban con fuerza tras la espalda. Las botas mojadas manchando las losas limpias.
Daemon no avanzó. No invadió el espacio, como solía hacerlo. Solo permaneció ahí, detenido entre el deber de irse y el deseo de quedarse.
—Sigues aquí... —dijo Leyla, por fin, en voz baja.
—Sigo aquí. —repitió él, como si fuera un hecho.
Ambos dejaron que sus palabras flotaran en el aire, dejándolos asimilar que no estaba en un sueño. Que Leyla había despertado y Daemon no había huido. Estabas ahí. En el mismo lugar, donde todo había cambiado.
—Vamos, no puedes estar tanto tiempo de pie. —dijo Daemon, rompiendo el silencio y la distancia que los separaba.
Leyla no se opuso al roce de su dedos sobre su piel. Le gustaba ayudar a la gente, pero era muy rehacía cuando esas mismas querían devolverle el gesto. Siempre había sido una niña frágil, sensible en todos los aspectos, y lo tenía muy consciente, pero que otros lo supieran le causaba un extraño sentimiento de incomodad.
Daemon la dejó sobre la cama, subiendo sus piernas y cubriéndola con las sábanas. No la dejó hacer nada. Era como si para él fuera una muñeca que en cualquiera momento pudiera romperse en sus manos. Leyla no dijo nada. Solo se dejó hacer, con los ojos fijos en el dosel de la cama, sintiendo el peso de cada segundo y el calor de las sábanas contra la piel aún húmeda.
Daemon permaneció de pie a su lado por un momento, sin tocarla, sin hablar. Solo mirándola. Como si tuviera que asegurarse de que de verdad estaba allí. De que no era otra alucinación, otra promesa rota por la fiebre o el veneno.
—Te ves más pálida. —murmuró al fin, su tono bajo, como si hablara para sí mismo.
Leyla ladeó apenas el rostro. El contacto de sus miradas fue breve, pero bastó. Había cansancio en los ojos de él. Un cansancio que no venía del cuerpo, sino de la espera, de la culpa. De haber permanecido demasiado tiempo al borde de algo que no podía controlar.
—Creo que es normal. Estuve... —Notó como los hombros se le tensaron, imaginando lo que estaba apunto de pronunciar: muerta. Una palabra que ambos odiaban. —...dormida demasiado tiempo.
Daemon le mostró lo que le pareció una sonrisa, diminuta, pero una sonrisa. Luego tomó asiento en un costado, sin dejar de mirarla.
Ella noto lo nervioso que se estaba poniendo, algo nuevo viniendo de él. Su rodilla no dejaba de temblar y las palabras no le salían. Era como si no fuera Daemon. Ese Daemon.
—Por favor, deja de mirarme así. —reprochó, golpeando su rodilla con la intención de sacarlo de su trance.
—¿Así como? —cuestionó Daemon, sin siquiera parpadear.
—Como si fuera nunca me hubieras visto así: enferma. Sabes que odio la lastima.
—Oh, créeme que lo menos que siento ahora por ti es lástima.
—¿Y entonces qué? ¿Vergüenza, acaso? —Lo soltó a modo de juego, pero en fondo lo creía. Nada bueno podía sentir por ella si no se había dignado a visitarla.
Daemon chasqueó la lengua con una mezcla de fastidio y ternura, como si Leyla acabara de decir la cosa más absurda del mundo.
—¿Vergüenza? —repitió, arqueando una ceja con exageración. —. Leyla, podrías estar envuelta en lodo, hablando con las paredes o cantando esas horrorosas canciones que a ti y a Rhaenyra le gustan, y aún así no lograrías que me avergonzara de ti.
—No me tientes. —murmuró ella, medio sonriendo, medio desafiando.
—Lo digo en serio. —insistió, aunque ahora su tono se suavizaba otra vez. —Es más probable que yo te de vergüenza.
—Pensándolo bien... tengo en la mente muchos momentos.
—¿A sí?
—Si. Podemos empezar con tus escenitas de celos que te encanta hacer a medio patio...
—¡Uy!, si supieras lo que me encantan. Es mi mayor pasión, ¿lo sabías?
—Creí que era ganar torneos o acabar con Alyn en los entrenamientos.
—Están en mi lista, te lo aseguro.
—Cualquiera diría que te has ablandado. —soltó, enderezándose hasta que quedó a una mejor distancia. —El temido príncipe Daemon confesando que tiene un fetiche por molestar a las personas que osan hablar con una dama.
Daemon entrecerró los ojos, como si saboreara la provocación en sus palabras, pero fue su sonrisa la que delató que no había enojo, solo una intensidad más honda. Como si algo en su pecho se hubiera destrabado al verla burlarse de él otra vez.
Se inclinó apenas hacia ella, lo justo para que sus palabras no necesitaran alzarse, solo flotar entre los dos.
—Y resulta que esa dama es mi esposa. —dijo con gravedad suave, como si ese título, sencillo y absoluto, fuese todo lo que necesitaba para justificar sus actos.
—Técnicamente, nadie sabe que hemos... —empezó a replicar con un dejo de picardía.
—¿Hemos qué? —interrumpió Daemon, ladeando la cabeza con curiosidad fingida.
Leyla le sostuvo la mirada hasta que la voz en su cabeza le recordó a lo que se refería: Harrenhal. Bajo la vista tan rápido como sintió que las mejillas le ardían, pero esta vez no de fiebre.
Daemon no rió. No esta vez.
El silencio que siguió no fue incómodo, pero sí más denso. Como si ambos supieran que habían bordeado un recuerdo que aún ardía en carne viva.
—Técnicamente... —repitió él en voz baja, volviendo a inclinarse hasta que sus rostros quedaron tan cerca que Leyla pudo contar las pestañas que le sombreaban los ojos. —...me importan una mierda los tecnicismos.
Leyla se mordió el labio, como si eso pudiera frenar la reacción que empezaba a gestarse en su pecho. Aun así, no retrocedió. Se mantuvo firme, con la frente en alto y las manos enredadas en la tela de las sábanas.
—A ti no te importa nada.
—Me importas tú. Eso cuenta, ¿no?
Leyla no respondió de inmediato. Sus ojos buscaron los suyos, tratando de descifrar si hablaba en serio o si solo era otra de sus formas de esquivar lo que realmente sentía. Pero Daemon no se movió. No parpadeó. Ni una sonrisa irónica, ni una burla disfrazada de ternura. Solo ese leve temblor en su mandíbula, casi imperceptible, que ella aprendió a reconocer cuando algo le dolía.
—Cuenta. —dijo finalmente, con un hilo de voz. No era una rendición, tampoco un consuelo. Era lo más cerca que podía estar de aceptarlo sin decirlo.
Daemon se inclinó un poco más, como si estuviera a punto de hacer algo, pero Leyla le tocó la mano primero. No fue un gesto grande ni dramático, apenas un roce con los dedos, pero fue suficiente para que él se detuviera.
—No ahora. —murmuró, y él entendió.
Asintió con lentitud, sin apartar su mano, pero sin forzar más. Solo se quedó ahí, con la frente a centímetros de la de ella, compartiendo un silencio que ya no pesaba tanto como antes.
—¿Vas a quedarte mucho tiempo ahí sentado viéndome? —preguntó Leyla, arqueando una ceja.
—¿Quieres que me vaya?
—Digo... —continuó, tomándole la mano con el poco esfuerzo que se le permitía. Entrelazando sus dedos con los de él. —...que podrías estar más cómodo en otro lugar.
Daemon no respondió enseguida. Sus ojos bajaron al gesto de sus manos entrelazadas, como si algo en ese simple contacto lo anclara, lo redimiera. Luego alzó la mirada hacia ella, más serio esta vez.
—¿Quieres que me acueste contigo?
—Dicho así suena un poco feo... —musitó, bajando un poco la voz. Su pequeño momento de adrenalina se fue tan rápido como llegó. —Pero si prefieres la silla...
—No, gracias. —Se incorporó lo justo para quitarse el jubón y las botas, y luego rodeó la cama para deslizarse junto a ella con cuidado, como si aún temiera lastimarla.
Leyla no lo miró. Solo se acomodó despacio, dándole espacio para que se recostara lo más cerca de ella. Él entendió la invitación silenciosa, y pronto su brazo la envolvió, no con fuerza, sino con una firmeza tranquila, como si sujetarla pudiera evitar que el mundo volviera a arrebatarla.
—Estás helado. —murmuró ella, con la nariz casi rozando su hombro.
—Te juro que no es por gusto. Lluvia, barro, y un dragón malhumorado que decidió aterrizar justo en un charco.
Leyla esbozó una sonrisa cansada. Sus párpados empezaban a pesar, pero su mente aún se aferraba a la sensación de él tan cerca. Al calor que poco a poco empezaba a reemplazar el temblor en sus extremidades.
—¿Recuerdas cuando me cuidaste la primera vez? —mencionó, volviendo su vista al techo.
—Ha pasado mucho tiempo desde eso... —Daemon bajó un poco el rostro, como si sus recuerdos se manifestaran no solo en palabras, sino en la forma en que su cuerpo volvía a aquellos años. Su voz sonó un poco más baja cuando respondió: —Le sacaste un buen susto a todos.
—Nunca fue mi intención, es solo que... todo se me vino encima. Mi madre me presionaba más que lo que me ayudaba, Gael estaba muy distante y tú... tú me odiabas.
—No te odiaba.
—Claro que si.
—Claro que no.
Leyla rodeó los ojos y cedió, a medias partes.
—Y por eso me llamaste estúpida niña de Antigua.
—No puede ser que te acuerdes de eso.
Leyla ladeó la cabeza apenas, una media sonrisa dibujándose en sus labios, cansada pero viva.
—Tengo buena memoria, aunque lo dudes. Recuerdo como me mirabas... como si fueras a ahorcarme por la noche.
Daemon soltó una risa corta, incrédula.
—Quizá porque era un idiota. —confesó con honestidad áspera. —En ese tiempo prefería culpar a cualquier, menos a mi mismo. Nada de eso era tu culpa.
—Lo sé. Lo entendí tiempo después.
—¿Cuando me aplicaste la ley del hielo?
—Eso te lo merecías. Te comportaste como un... un...
—Solo dilo, Leyla. No te morirás por insultarme una vez en la vida.
Dudo, mordiéndose el interior de su mejilla. Pero... no le hacía mar soltar un poco de veneno.
—Como un grandísimo imbécil. —espetó al fin, sin miramientos.
Daemon se echó a reír. No fue una risa burlona, ni arrogante. Fue baja, genuina, como si por un instante el peso del mundo desapareciera solo porque ella se atrevió a decir lo que siempre había callado.
—Eso me lo merezco. —admitió, aún con la sonrisa colgando de los labios. Luego, tras un breve silencio, añadió con voz más baja. —Me lo merezco por muchas cosas.
Leyla no respondió enseguida. Su respiración se había vuelto más pausada, el calor del cuerpo de Daemon a su lado derritiendo poco a poco los restos del miedo. Pero aun así, sus dedos no soltaron los de él.
—No estoy lista para hablar de todo lo que pasó. —dijo de pronto, como si necesitara que quedara claro. Como si decirlo fuera la única forma de no desplomarse.
Daemon asintió, sin presionarla. Su brazo la rodeó con un poco más de firmeza.
—No tienes que estarlo. No ahora.
—Pero tampoco quiero que pienses que no quiero una explicación. —agregó, bajito, como si temiera romper el hechizo de esa calma recién encontrada.
—La tendrás, solo... dame tiempo. —le aseguró él, clavando su mirada en el techo también, como si allí se escondieran todas las cosas que no se atrevían a nombrar.
Volvieron al silencio, pero uno distinto. Menos tenso, más respirable. A esas alturas, la lluvia afuera había menguado, y el cuarto olía a leña mojada y a tierra. La brisa traía consigo un frescor que a Leyla ya no le calaba tan hondo, gracias al cuerpo que ahora compartía su calor con el suyo.
—Daemon... —susurró, con la voz casi apagada por el sueño.
—Mmm.
—¿De verdad pensaste que no iba a despertar?
Daemon no respondió de inmediato. Su mano, que descansaba sobre su cintura, se movió apenas, acariciando con el pulgar la tela del camisón empapado que ella aún no se había cambiado.
—Lo pensé. —dijo al fin, con un dejo de amargura. —Y creo que nunca la había pasado tan mal.
Leyla ladeó la cabeza, dejando su frente apoyada contra su mandíbula.
—Entonces... —susurró, dejando que el sueño comenzara a arrastrarla. —...me alegro de haberte hecho sufrir un poco.
Daemon resopló, divertido. La abrazó con más fuerza, acercándola tanto que sus corazones parecieron acompasarse por un instante.
—Eres cruel. —murmuró contra su cabello.
—Tal vez, pero así me quieres. —le corrigió ella, justo antes de rendirse al sueño.
Y él se quedó despierto, velando sus sueños, como si esa noche, al fin, fuera suficiente solo con estar ahí.
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Leyla
¿Qué puede ser peor que una madre preocupada?
Una abuela.
Eso he aprendido a lo largo de los años y con la ausencia de mi mamá, claro está.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Melessa, mientras me cepillaba el cabello. Al parecer, esa se había vuelto su actividad favorita en estos días.
—Como si hubiera dormido una década y mi cuerpo aún no se enterara. —contesté, cerrando los ojos por un segundo ante la sensación de las cerdas deslizándose por mi cabello húmedo.
—Deberías agradecer que estás con vida. Cada día. Eso haría tu madre.
La mención de mi madre me hizo un nudo en el estómago. Muy en el fondo me alegraba de que no estuviera aquí para presenciar, por segunda vez, como su hija casi muere. Aunque, esa vez se la pasó organizando la boda que ni siquiera alcanzó a ver.
—Lo hago, abuela. Solo que me gustaría poder ir al Septo...
—No, Lea.
Su respuesta fue rápida. Más rápida de lo que esperaba. No era una sugerencia, era una sentencia.
Abrí los ojos lentamente y me giré apenas para mirarla por encima del hombro.
—Solo sería una visita breve... No necesito quedarme mucho tiempo. —insistí con suavidad, como si eso pudiera cambiar su postura.
—No necesito quedarme mucho tiempo... —repitió, imitando mi tono pero con ese deje de incredulidad que usaba cuando pensaba que estaba diciendo una tontería.
—¿Crees que ir al Septo me hará daño? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.
—Creo que ir a cualquiera lugar ahora mismo te rompería. —respondió, con la misma calma con la que alguien dice que lloverá. —Y me niego a recogerte en pedazos otra vez. No cuando todavía te estoy cosiendo los del accidente anterior.
Accidente. Qué palabra tan inútil para algo tan intencional.
—No me vas a proteger del dolor por siempre, abuela.
—Lo sé. Pero sí puedo decidir cuándo es demasiado pronto.
El silencio se estiró entre nosotras. Ella volvió a cepillar una hebra suelta, con una paciencia que me sacaba de quicio. No sé por qué me molestaba tanto que me cuidara así. Quizá porque me recordaba que era débil. O porque ella lo hacía con tanta ternura que me daban ganas de llorar.
—¿Qué hizo mamá en mi lugar? —solté con tal de escucharla hablar. El silencio se había vuelto mi enemigo estos días.
Hablar de ella era cómodo para ambas. Y estaba muy consciente de todo lo que tuvo que para mamá para tenerme. Con Ormund había sido complicado porque era un bebé muy grande, pero yo... decía que yo no era nada a comparación de mis hermanos. Sin embargo, no tuvo mejor suerte y terminé por robarle cualquier oportunidad de volver a embarazarse. Mi madre soñaba con una gran familia y yo le quite ese sueño.
Melessa tardó en responder. No porque no supiera la respuesta, sino porque se tomó su tiempo. Como siempre hacía. Para elegir bien sus palabras, para no herirme más de lo necesario, para asegurarse de que entendiera el peso de lo que estaba por decir.
—Tu madre... lloró mucho. —dijo al fin, con un tono que parecía acariciar el aire. —Lloró porque le dolía, porque tenía miedo... y porque sabía que tú ibas a necesitar el doble de amor.
—¿Y se arrepintió? —pregunté antes de poder detenerme.
—¿De qué? ¿De tenerte? —Melessa dejó el cepillo sobre la mesa. Se giró y me miró con ese gesto que solo las mujeres que han enterrado demasiado pueden tener. —. Jamás.
Tragué saliva. Me sentía otra vez como una niña pidiendo explicaciones por algo que no podía entender. Y sin embargo, ahora lo entendía todo. Demasiado bien.
—Pero yo destruí sus sueños...
—Y ella te lo habría dado mil veces más si hubiese podido. —sentenció. —Tú no le quitaste nada, mi luz. La vida lo hizo. ¿O crees que yo no deseaba ver a mi hija con la casa llena de nietos? Yo también tuve que renunciar a esos sueños.
Bajé la mirada. Me ardían los ojos, pero no iba a llorar. No todavía.
—A veces me pregunto si valió la pena. —confesé, apenas en un susurro.
Ella se acercó y se paró frente a mí. Me tomó el rostro entre las manos, obligándome a mirarla.
—Tú eres la pena y la recompensa, mi luz. Y te aseguro que para tu madre siempre fuiste más lo segundo que lo primero.
Sus palabras me envolvieron como una manta demasiado cálida. Quise creerle. De verdad, lo intenté.
—¿Y tú? —pregunté, porque ya no sabía cómo callarme. —. ¿Qué piensas tú?
—Que si te tengo que cuidar toda la vida para que dejes de hacer estupideces como la del otro día, lo haré sin pensarlo dos veces. —dijo, y me besó la frente. —Pero también pienso que ya es momento de que empieces a perdonarte.
—¿Por qué?
—Porque nadie más va a hacerlo por ti.
Sus palabras quedaron flotando en el aire, demasiado verdaderas como para esquivarlas.
Me abrazó con cuidado, como si aún temiera que se me abriera alguna herida. Tal vez porque sí se me abrían. Las de dentro, al menos.
—¿Puedo ir al Septo mañana?
—Si te levantas por ti misma y desayunas sin que tenga que obligarte, entonces sí. Pero no sola.
—No necesito una cuidadora...
—¡Si, claro!
—Voy a estar bien. Puedo pedirle a Jen y a Alicent que vengan conmigo...
—Necesito a tu prima aquí y... —Se quedó callada, como si dudara de mencionar a mi otra prima. —...esa niña, no lo sé, me da mala espina. Ya sabes cómo es su padre...
No quería pensar así de mi tío. Mi padre siempre decía que no debemos juzgar a un libro por su portada, y Alicent necesitaba una guía de la cual aprender.
—Otto no tiene nada que ver con ella. —dije en voz baja, aunque ni yo misma me lo creía.
—¿Ah, no? —La abuela alzó una ceja. —. La sangre arrastra cosas, Lea. Cosas que no siempre se pueden ver.
—Tenemos la misma sangre, abuela.
—No me refiero a eso, mi luz.
—A ti y al abuelo nunca les cayó bien mi padre, lo sé. No hace falta que lo disimules. —Apreté los dedos bajo la tela de mi vestido. No me gustaba hablar de eso. —Pero, de eso a pensar que Alicent es mala solo porque es hija de Otto. No lo sé... no creo que ella sea así. Solo es un niña.
Melessa suspiró, profundo y lento, como si estuviera soltando años de palabras contenidas.
—No estoy diciendo que sea mala. Digo que no confío en lo que no conozco... y esa niña es un misterio con sonrisa educada. —Su tono no era acusatorio, pero sí firme. Como cuando una loba enseña los dientes, no para atacar, sino para advertir. —Y tú eres demasiado confiada para ver la realidad.
—Ella no... no es como piensas. —repliqué, sin mucha fuerza. Porque en el fondo, yo también dudaba. Había algo en ella que me incomodaba. Tal vez la forma en que me observaba cuando creía que no la veía. Como si estuviera al pendiente. Demasiado pendiente.
Melessa se agachó un poco, para estar a mi altura, y posó una mano sobre mi mejilla.
—A veces, debemos dejar de ver solo lo exterior y poner atención en el interior. —Me acarició con el pulgar, como si pudiera borrar las ojeras bajo mis ojos. —Solo estoy diciendo que no todas las flores que huelen bien son buenas para el alma.
Me quedé en silencio. Quería defenderla. Quería creer que era simplemente una chica más, atormentada por las pérdidas de su vida. Como yo. Pero no podía negar que había sombras alrededor de ella, y no todas eran suyas.
Unos golpes suaves en la puerta nos interrumpieron. Dos, luego una pausa, y un tercero, más seco. Era una costumbre. Nuestra costumbre.
Mi abuela suspiró de nuevo, esta vez con algo más que resignación.
—Ya era hora. —murmuró, poniéndose de pie con cuidado. —¡Adelante!
Daemon entró rápidamente. Tenía el cabello mojado, pero su ropa completamente seca. Para nada era la primera vez que lo veía, pero mi corazón latía con mucha —demasiada— fuerza.
—¿Qué tal el vuelo? —pregunté al verlo acercarse.
Le había pedido que saliera de mi habitación para poder hablar a solar con mi abuela. Daemon aceptó a regañadientes. Porque si por él fuera, se pasaría cada hora cuidando de mi.
—Estuvo bien. —respondió, encogiéndose de hombros mientras se sentaba al borde de mi cama sin pedir permiso. Nunca lo hacía.
Mi abuela se cruzó de brazos y lo observó con esa mirada evaluadora que le reservaba solo a él. Una mezcla entre recelo y tolerancia forzada. Nunca supe si ahora despreciaba en silencio o si simplemente no podía entender porque llegamos a un tregua después de todo lo que pasamos. Tal vez ambas.
—Te ves mejor. —dijo Daemon, estudiando mi rostro con esa intensidad que a veces me incomodaba. No porque fuera grosera, sino porque era sincera.
—Gracias. Es la magia del cepillado y las velas de Jenna. —bromeé, señalando con la cabeza el cepillo aún sobre la mesa.
Mi abuela no se rió. Ni sonrió. Se limitó a suspirar —otra vez— y caminó hacia la puerta.
—Voy a dejarles un momento. —anunció con voz neutra, aunque todos sabíamos que no era una invitación, era una advertencia. —Pero si escucho un solo alarido, niñito, te juro por los dioses que vendré por ti.
Por la madre... ¿acaba de insinuar que...?
—Si, señora. —murmuró él, sin mirarla.
Se fue cerrando la puerta con delicadeza. El tipo de delicadeza en que dudas de lo que haces.
Esperé a que el clic de la cerradura sonara para añadir:
—E..ella estaba bromeando.
Daemon no respondió de inmediato. Ladeó apenas la cabeza, y una sonrisa ladeada se asomó en sus labios, como si mi nerviosismo le causara gracia.
—¿Lo estaba? —preguntó, con esa voz suya que siempre parecía esconder algo más de lo que decía.
No supe qué contestar. Me llevé una mano a la frente, queriendo disipar el rubor que ya se extendía por mis mejillas.
—Claro que sí. —murmuré, desviando la mirada. —Mi abuela no te haría nada por hacerme un cumplido.
—No por eso. —dijo él, apoyando un codo en su rodilla y dejándose caer para verme desde abajo. —Pero es curioso cómo te pones nerviosa cada vez que alguien insinúa que podría tocarte.
Tragué saliva. Lo miré de reojo.
—Estas alucinando.
—Claro. —respondió, como quien no quiere discutir, pero no cree una sola palabra.
Hubo un instante de silencio. Uno denso, cargado de cosas que ninguno de los dos decía.
—No voy a tocarte, Leyla. —agregó entonces, más serio. —No si no quieres.
El tono cambió. Ya no había picardía ni burla. Solo una firmeza inesperadamente suave. Como una promesa sellada en voz baja.
—Lo sé. —dije, y lo sabía. De verdad lo sabía. Pero también sabía que, si me pedía que me acercara, lo haría. Y eso era más peligroso.
—Debes descansar bien. —añadió. —No quiero que recaigas por mal pasarte y no seguir las instrucciones del maestre.
Me apretó el estómago. No de dolor, sino de algo más difícil de describir. Dolía, pero era cálido. Agridulce. Como una despedida que nunca llega.
—Ya estoy mejor. —susurré.
Daemon asintió, pero no parecía convencido. Sus ojos vagaron un segundo por mi rostro, deteniéndose en mis labios, luego en mi cuello, y por último en mi brazo vendado.
—¿Puedo...? —preguntó, extendiendo la mano hacia mí, pero sin tocarme aún. Esperando.
Asentí. Lento.
Sus dedos apenas rozaron mi piel cerca de la venda. No era un gesto íntimo en apariencia, pero había algo en la forma en que lo hacía... como si estuviera recordando algo que no quería olvidar. Como si la herida hablara más que las palabras.
—No tienes idea del miedo que sentí. —dijo en voz muy baja. —Si no hubieras despertado, no sé qué hubiera hecho...
Mi corazón dio un vuelco.
—Daemon...
—No me detengas. —pidió. —Tú puedes fingir que fue un accidente, que no fue gran cosa... pero yo... yo te vi, Leyla. Yo te presione. Yo te arrinconé a seguir ese camino. Yo... yo...
Le estaba costando, lo podía ver. Daemon no solía sincerarse con nadie. Ni siquiera con si mismo. Prefería la muerte a verse débil, pero... ahora parecía muy frágil. Dolido. Pero muy arrepentido.
Me levanté de la silla y me quedé frente a él. Bajo la cabeza tan rápido como busqué su mirada, sus ojos.
—Daemon... no fue tu culpa.
Él negó con la cabeza de inmediato, la mandíbula apretada, los ojos fijos en el suelo como si no mereciera siquiera mirarme.
—Sí lo fue. No debí reaccionar así. Pero mi orgullo... —su voz se quebró apenas. —...mi maldito orgullo me hizo pensar que esa era la manera. La única manera.
—Yo también tengo responsabilidad. Me..me exalte y no reaccione bien. No pongas toda la carga en ti por algo que no estaba en tus manos.
—¿Y si no hubieras salidos lastimada? ¿Crees que te habría dejado en paz, como tanto querías? —levantó la mirada entonces, y lo que vi me partió el alma. —. No, Leyla. Yo te habría seguido igual. Te arrastraría a mi mirada. Siempre te arrastro. Porque quiero tenerte cerca. Porque me aferro a ti como si... como si fueras lo único que me mantiene cuerdo.
No supe qué decir. Me faltaban las palabras, como si la herida de mi brazo doliera menos que la de sus palabras. Porque dolían. Pero no por crueldad. Sino porque eran demasiado sinceras.
Daemon alzó la mano, y esta vez la apoyó por completo sobre la mía. No temblaba. No dudaba.
—No voy a pedirte que me perdones. No te merezco. Pero si alguna vez decides hacerlo... —hizo una pausa. —...entonces quiero que sea porque entiendes que yo daría mi vida por ti. Y no por culpa o deber. Sino porque elegí amarte así.
Mi corazón se encogió. Su mano estaba tibia. Firme. Como si pudiera sostenerme solo con eso.
—Daemon...
—Solo descansa. —interrumpió suavemente, retirando la mano con lentitud. Se levantó del borde de la cama, pero antes de alejarse, añadió: —Vendré por la noche, no te preocupes.
Se giró hacia la puerta.
Y justo cuando creí que se marcharía sin más, se detuvo.
—Y no vuelvas a decir que estoy alucinando. —dijo sin volverse, pero con una sonrisa apenas visible en el rostro. —Porque si me miras otra vez como lo hiciste cuando abrí esa puerta... juro que no voy a tentarme.
La puerta se cerró tras él.
Y me quedé sola. Con el corazón latiendo tan fuerte que temí que mi abuela, desde la otra habitación, pudiera escucharlo.
¿Qué había pasado?
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No se quejen porque está casi tan largo como el capítulo de la boda-no-boda.
Escribir a Daemon es lo que más me ha costado en la vida. Pensar que hace 20 capítulos Daemon le andaba "rogando" a Leyla —a su manera, verdad.
¿Qué opinan? Obviamente no iba a matar a mi Lea, ni que estuviéramos en FY. Estos capítulos son una curita para mi corazón de fan de DaLea, LeaMon (horribles mis ideas de nombre del ship)
Pueden ayudarme dejando su voto y algún comentario para yo saber qué les gustó el capítulo y más personas conozcan mi historia, se los agradecería bastante y así actualizo antes <3
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